FRANCISCO DE BORJA, SAN


General de la Compañía de Jesús, fue ejemplo sublime de renuncia a las grandezas humanas y hombre providencial para el afianzamiento definitivo de los jesuitas.
      Primeros años. N. en Gandía el 28 oct. 1510, descendía por su padre, como biznieto, de Alejandro VI, y por su madre, de Fernando el Católico. Contando sólo 10 años, perdió a su madre; pasó luego algún tiempo en el palacio de su tío, el arzobispo de Zaragoza y dos años como paje (1523-25) en la corte de Da Juana la Loca, madre de Carlos V, y en 1527 entró al servicio del Emperador y de su esposa Isabel de Portugal. Su formación, bajo todos los conceptos, era completa. F. era una de las figuras más brillantes de la alta nobleza española. Bien adiestrado en todas las artes de su estado, era especialista en diversos tipos de juego, gran entusiasta de la caza y sumamente diestro en el manejo de las armas. Por otro lado, era muy aficionado a la música, con sus conatos de compositor y, además, la pureza de su alma y sus nobles sentimientos cristianos trascendían de tal manera que le ganaron una simpatía general. Así se explica que el joven emperador Carlos V (v.) le honrara con su más íntima amistad y confianza, y procurara, cuando F. contaba 19 a., su unión matrimonial con Da Leonor de Castro, dama favorita de la emperatriz Isabel.
      Desde entonces quedó F. íntimamente vinculado al Emperador, de quien, tanto él, como su esposa Da Leonor, recibieron altos cargos y distinciones. Durante los años siguientes (1530-39) acompañó frecuentemente al Emperador en sus más célebres expediciones. Contribuyó eficazmente a la preparación de la campaña contra los corsarios del África e intervino personalmente en 1538 en la tercera guerra de Carlos V contra Francisco I de Francia. Pero la muerte de la emperatriz Isabel, ocurrida el año siguiente, 1539, significa para F. el punto de partida de una nueva vida.
      Transformación interior. Como camarero del emperador, recibió F. el encargo de dirigir el cortejo fúnebre en el traslado del cadáver de Toledo a Granada, donde debía ser sepultado en la tumba real. Según atestiguan fuentes fidedignas, cuando, en el momento del sepelio, siguiendo la costumbre tradicional, tuvo que prestar juramento de que aquél era el cuerpo de la emperatriz Isabel de Portugal, la vista del cadáver completamente desfigurado de la que tanto se había distinguido por su extraordinaria hermosura, le produjo un sentimiento tan profundo de la caducidad de las glorias y grandezas humanas, que fue el origen de una transformación sustancial de su vida. Así, pues, ya desde entonces, suplicó con insistencia el permiso para retirarse de la corte a la vida privada. Pero Carlos V, no sólo no se lo concedió, sino que acumuló sobre él nuevos cargos y distinciones. Nombrado caballero de Santiago y virrey de Cataluña (153943), se vio forzado a vivir todavía en medio del mundo, agobiado de las más angustiosas responsabilidades.
      Pero la muerte de su padre, duque de Gandía, ocurrida en 1543, y ciertos desengaños, le movieron a realizar sus ansias de retiro, para lo cual obtuvo finalmente el consentimiento imperial. Durante los años siguientes Dios produce en el interior de F. resultados maravillosos. Durante su virreinato de Cataluña había comenzado a conocer a los jesuitas. Allí estuvo en contacto con los padres Araoz y Fabro e hizo por vez primera los Ejercicios de S. Ignacio. Ya entonces quedó prendado de la gran idea de los Ejercicios sobre el reino de Cristo, y se decidió a entrar de lleno en él. Una vez retirado en Gandía, intensificó su contacto con los jesuitas. De nuevo hizo los Ejercicios, esta vez bajo la dirección del insigne maestro de espíritu, Pedro Fabro, primer compañero de Ignacio. El mismo Fabro puso poco después la primera piedra del colegio de los jesuitas, con cuyo rector, P. Oviedo, se mantuvo en íntima comunicación. De gran importancia para el rumbo que fue tomando su espíritu fue la comunicación epistolar sostenida desde entonces con S. Ignacio, quien le infundió un espíritu apostólico y varonil.
      Ingreso en la Compañía de Jesús. Con la muerte de su esposa, ocurrida en 1546, abrió Dios nuevos horizontes a su vida de consagración. Decidióse entonces a entrar en la Compañía de Jesús y pidió formalmente a Ignacio de Loyola su admisión, que éste le concedió el mismo año 1546. Sin embargo, debía mantenerlo oculto mientras se solucionaban los asuntos familiares. Entretanto debía hacer en privado los estudios de Teología y demás preparativos necesarios. Con especial dispensa pontificia, hizo en 1548 la profesión religiosa y continuó viviendo ocultamente como religioso. Al mismo tiempo, con el prestigio de que gozaba, prestó importantes servicios a S. Ignacio, como fue el obtener en 1548 de Paulo III la bula Pastoralis officii cura en favor de los Ejercicios.
      En 1550, obtenido el grado de Teología, y resueltos los asuntos temporales, se juzgó llegado el momento de hacer pública la decisión del duque de Gandía. Dirigióse a Roma, donde fue exteriormente recibido con gran pompa, pero al mismo tiempo se puso ya bajo la obediencia, de S. Ignacio. F. comunicó entonces oficialmente a Carlos V sus propósitos y le pidió permiso para renunciar a sus dignidades temporales. Aunque asombrado por la noticia, el Emperador accedió a los ruegos de F. La transformación de éste en humilde religioso de la Compañía de Jesús despertó en toda Europa una admiración extraordinaria.
      Pero entonces se presentó un nuevo peligro, que Ignacio resolvió rápidamente. Ante la noticia de los planes de Paulo III de elevar a F. al cardenalato, lo envió inmediatamente a España con el fin de que desapareciera por algún tiempo de la escena de Roma. Volvió, pues, a España en 1555 y en mayo recibió en Oñate la ordenación sacerdotal, siendo en todas partes la admiración de la gente. A esto siguieron varios años en que F. desarrolló en España una intensa actividad apostólica. El ejemplo viviente de su renuncia y de su humildad producían efectos maravillosos. S. Ignacio lo colocó en una situación especial. Durante los primeros años dependía directamente de él, y en 1554 lo nombró comisario suyo para España y Portugal, y durante los seis años que desempeñó este cargo contribuyó eficazmente al progreso de los jesuitas en, la península y en Ultramar. Seis veces visitó a Carlos V en su retiro de Yuste, y ya en su primera visita logró desarraigar de él el prejuicio que tenía contra Ignacio y su fundación. Una de sus instituciones favoritas fue el noviciado de Simancas, a donde se retiraba con cierta frecuencia.
      General de la Compañía. La última etapa de su vida nos muestra a F. en la plenitud de su actividad. Después de la muerte de Ignacio (1556), durante el gobierno del segundo general de los jesuitas, Diego Laínez, continuó F. como comisario de España ejerciendo un influjo cada vez más decisivo en el progreso y afianzamiento general de la Compañía de Jesús. Pero en medio de tan intensa y eficaz actividad no podían faltar las contradicciones y los desengaños. Aparte algunos descontentos entre sus mismos hermanos en religión, se logró despertar en Felipe II cierta aversión contra F., suscitando incluso ciertas sospechas contra la fe. Esto se fundaba principalmente en algunos escritos ascéticos que, siendo duque de Gandía, había publicado. Ahora, que su nombre sonaba en todas partes, los libreros los publicaron de nuevo juntamente con otros de diversos autores con el título Obras de... D. Francisco de Borja. Algunos de estos autores difundían ideas peligrosas, y como se atribuyeron éstas a F., por haber sido publicado el libro bajo su nombre, se dio una situación difícil y hubo de retirarse primero a Portugal y luego a Roma, hasta que se apaciguaron definitivamente los ánimos. Estando en Roma, fue nombrado por Laínez vicario general suyo, mientras él se encontraba en Trento (v.) durante la última etapa del concilio (1562-63). En 1564 fue nombrado asistente general para las provincias españolas y, finalmente, elegido general de la Compañía de Jesús (1'565-72). Como cabeza de los jesuitas, desarrolló tal actividad y realizó tales obras, que ha podido ser considerado como un segundo fundador de la Compañía de Jesús. Ante todo, con el prestigio de su persona, contribuyó eficazmente a darle también a ella el influjo y prestigio que la naciente congregación necesitaba en las altas esferas de la curia pontificia y de la sociedad católica. Por otra parte, fue providencial su actuación para la organización interna de la Compañía. Procuró una nueva edición de las Constituciones, y la simplificación de las reglas, incluso las de los diversos cargos. Pero en lo que más se muestra su capacidad organizadora, es en el orden establecido en las casas de estudio. A él se deben, finalmente, la estabilización definitiva de los colegios y la organización de los noviciados.
      Primero Pío IV y luego S. Pío V, le dieron las más expresivas muestras de confianza, gracias a la cual durante su gobierno se intensificó en todas partes el trabajo apostólico entre el pueblo cristiano con misiones populares, dirección de almas y, sobre todo, con los Ejercicios de S. Ignacio, así como también la actividad científica en los más célebres centros de estudio. Pero donde el nuevo general se empleó más a fondo fue en la obra de las misiones, logrando colocar a la Compañía de Jesús entre las grandes órdenes misioneras. De este modo, de las tres nuevas provincias, que durante su generalato se añadieron a las 18 existentes, dos estaban en América. M. en Roma el 30 sept. 1572. Fue beatificado en 1624 y canonizado por Clemente X el 12 abr. 1671. Se celebra su fiesta el 10 octubre.
     
     

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B. LLORCA VIVES.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991