FRANCISCANOS,
III. ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA. |
Preguntarse por la espiritualidad f. equivale a hacerlo sobre la
esencia del don (carisma; v.) que el Espíritu Santo ha querido hacer
a la Iglesia, para su edificación y perfeccionamiento, a través de
S. Francisco. Ante todo hemos de considerarla como vivencia peculiar
del evangelio, que manifiesta «un aspecto universal de la Iglesia»
(Paulo VI, Aloc. 19 jul. 67) y responde, como atestigua el
Magisterio, a una perenne necesidad de la misma. Tratándose de una
vivencia social y prolongada en el tiempo, hay que buscar sus
características no sólo en la vida y pensamiento de su iniciador
(con ser elementos primordiales y determinantes) sino también en
quienes han perpetuado el carisma en la Iglesia viviéndolo conforme
a modalidades diferentes, cuyas coincidencias permiten determinar,
como otras tantas constantes históricas, sus elementos esenciales.
El carisma franciscano. Es de tipo netamente profético. S.
Francisco (v.) apenas si escribió; obró con una notable riqueza de
acciones simbólicas. Algunos de sus discípulos se contentaron con
imitar los diversos aspectos de su personalidad; otros reflexionaron
acerca de ella y la elevaron a teoría, elaboraron intelectualmente
el gesto profético, cada uno conforme a su propia índole y
circunstancia. El carácter peculiar del franciscanismo explica tanto
la dificultad de reducirlo a un sistema de formulaciones abstractas,
cuanto el hecho de que quepan en él diversas posturas y
formulaciones, tanto vitales como intelectuales (v. iv). Hemos,
pues, de contentarnos con describir esta espiritualidad, sin
definirla, poniendo de relieve sus elementos permanentes, que se
hallan en grado eminente en S. Francisco y que avaló la tradición de
aquellos cristianos (laicos y religiosos) que vieron en él su modelo
y siguieron su ideal.
La misión carismática del franciscanismo se nos presenta desde
su Fundador como la exigencia de una renovación interior de la
Iglesia mediante una conversión continua (penitencia), como una
reforma de la misma caracterizada por la vuelta a los aspectos
vitales, esenciales, del evangelio (profetismo renovador) y
realizada (cual conviene al carisma profético) en fidelidad a la
norma eclesial de fe y en sumisión activa a las directivas del
carisma ministerial y jerárquico, personificado en el Papa y los
Obispos, con carácter de ayuda, de revivificación y suplencia, más
con el testimonio de la vida que con las palabras. S. Francisco
tiene el mérito de enderezar por cauces de unidad y ortodoxia el
potentísimo movimiento de reforma que partía de la base de la
Iglesia en el s. xli. Esta misión comporta la manifestación
(profetismo testifical) del carácter sacramental de la Iglesia en
cuanto signo de la unión mística con Cristo sacerdote y rey,
mediante la comunión activa con los misterios de su pasión y
resurrección, y de la unión fraterna de los hombres entre sí y con
Dios; de su realidad como actuación del pueblo mesiánico «pobre y
humilde» (Soph 2,3; 3,12); de su carácter de anticipación
escatológica del hombre nuevo que ha vuelto a encontrar la armonía
perdida: interior, de perfecta subordinación a Dios; exterior, de
redescubrimiento del sentido religioso de lo creado, de dominio
fraterno sobre las criaturas (profetismo escatológico). Dentro de
tales perspectivas podemos llegar a comprender los elementos
esenciales del carisma:
Elementos esenciales: pobreza, humildad, amor. S. Francisco
busca de todo corazón la entrega a Dios, a quien concibe
principalmente como Bien supremo, Padre amoroso y providente, y
Señor magnánimo, mediante la conversión interior continua, en la
oración incesante (de alabanza, acción de gracias, de júbilo, de
amor) y por la adhesión amorosa a Cristo crucificado, que lleva a
identificarse interiormente con Él, a imitarle fielmente, a la
aceptación integral de su evangelio como regla práctica de vida, sin
sutiles distinciones, ad litteram, sine glossa, como lo da a
entender el Espíritu Santo y bajo la guía de la Iglesia. S.
Francisco incluyó específicamente para sus frailes las normas dadas
por Cristo a sus apóstoles cuando les envió a predicar (Lc 9 y 10),
que las órdenes mendicantes quisieron perpetuar en la Iglesia.
El amor transformativo a Jesucristo y su contemplación en los
misterios donde más revela su amor a los hombres (Belén, Eucaristía,
Cruz) llevan a Francisco a la comprensión y vivencia de tres
actitudes fundamentales, que constituyen el meollo de su respuesta
amorosa al Crucificado: la pobreza, la humildad y la caridad
fraterna. Actitudes existenciales que por un lado son libertadoras
de la esclavitud de los bienes terrenos, de la soberbia, del egoísmo
(dimensiones capitales del hombre viejo); por otro, son
crucificantes (suponen dolor en la renuncia) y así asimilativas con
Cristo, haciendo del franciscano un alter Christus crucificado (en
S. Francisco la estigmatización de La Verna tiene valor de símbolo
profético, desvelador del misterio de su vida); por último, estas
actitudes se escalonan y preparan la una a la otra: la pobreza
(despego de los bienes terrenos, que en S. Francisco llega a ser
renuncia actual heroica) prepara a la humildad (desprecio y olvido
del yo pecador, sumisión a toda criatura) y ambas a la caridad
fraterna, que sólo es posible al pobre y humilde y se dirige
universalmente a toda criatura con desinterés absoluto. Finalmente
constituyen una simbiosis vital: pobreza y humildad casi se
identifican; el amor está hecho de pobreza y humildad y se dirige
preferentemente a los pobres y humildes; la pobreza y humildad
hallan en el amor su plena justificación y ejercicio.
Concepción de la vida. Estas tres virtudes cristiformes se
hallan en la raíz de la concepción f. de la vida: pobreza y humildad
sitúan a Dios como Ser supremo, trascendente, altísimo, que se
comunica a las criaturas, esencialmente mendigas, por puro amor,
manifestándose así como Padre de bondad infinita. El pecado es
esencialmente una falta de correspondencia al Amor «que no es
amado», y un acto de apropiación indebida y orgullosa. Cristo es el
ideal de la existencia; el deseo supremo del alma es identificarse
con Él por amor hasta llegar a participar, «en cuanto sea posible a
humana criatura», de la pasión que Él abrazó «por nosotros,
vilísimos pecadores» (Florecillas, IV) actualizando visiblemente el
destino cristiano de participación en la cruz. El f. se siente
«heraldo del gran Rey» llamado a anunciarle a todos los hombres con
el testimonio de su vida, que concibe siempre como empresa
apostólica. Los hombres son todos hermanos, hijos de Dios, por
quienes murió Cristo, a quienes se da el f. con absoluto desinterés,
en la acción, en la plegaria, en la inmolación; cuya salvación es
suprema ansia de su alma. Todo hombre ha de ser contemplado con
humildad, con amor, por eso se ha de respetar su libertad (de donde
procede el amor) y su personalidad, subrayando el sentido de
responsabilidad personal: respeto hacia el que piensa diversamente,
hacia el que yerra. Y los individuos libres y responsables no
degeneran en anarquía porque el amor fraterno los unifica en Cristo
y les lleva a someterse unos a otros. El binomio autoridadobediencia
es concebido como servicio humilde por amor en el que manda («los
ministros sean siervos de todos los frailes», Regla II, c. 10), y
como un sacrificio hecho a Dios de la propia voluntad, por amor a
Cristo, en quien obedece. Tal respeto a la individualidad hace que
el franciscanismo se resista a los esquemas tanto sociales cuanto
individuales, a los sistemas preconcebidos, a los métodos rigurosos;
fomenta personalidades intuitivas, voluntaristas, originales (casi
un centenar de santos canonizados; v. il); repugna los centralismos
y autoritarismos de toda clase que sofoquen la propia iniciativa,
incluso al acaparamiento de la verdad propio de las «escuelas», al
apego desordenado a la propia mentalidad y cultura.
Sencillez, abandono, alegría. De estas tres virtudes brota la
sencillez, que es candor sapiencial, sinceridad y rectitud
interiores para con Dios, el prójimo y uno mismo, desprecio de la
vanagloria, odio a la simulación e hipocresía; nace la primacía del
amor y de la acción sobre el conocimiento: se conoce para amar y
tanto se sabe cuanto se obra. La purificación interior que causan y
la iluminación amorosa con que llevan a Dios dan al alma un recto
sentido de la significación del universo creado y de la actividad
del hombre en el mismo: todas las criaturas son hermanas, vestigios
de la bondad y hermosura divinas y todas sirven de escala para
conocer y amar a Dios y de instrumentos para lograr su reino de amor
fraterno en la tierra. El f. perfecto es como una realización del
hombre nuevo en su dimensión escatológica, que mediante el despojo
(asimilación a la muerte de Cristo) y por el amor ha llegado a
enseñorear lo creado reduciéndolo al servicio y alabanza de Dios en
fraterna y universal armonía.
De todo lo dicho se derivan varios aspectos típicos de la
espiritualidad f.: el abandono y confianza absolutos en la divina
providencia, base de su pobreza; un sentimiento de optimismo general
ante la vida que ahuyenta la tristeza; la proverbial «perfecta
alegría» que se halla incluso en el dolor, porque une al
Crucificado, y que lleva a recibir cantando a la hermana muerte
corporal (Celano: Legenda II, c.162); un anhelo de paz universal y
un esfuerzo perseverante por llevarla a todo el mundo; una delicada
sensibilidad hacia los valores estéticos; una valoración positiva de
las creaciones humanas, todas provenientes de Dios y a É1 reducibles
cuando el corazón es puro; un sentido de concretez que mira las
cosas en su realidad plástica, huyendo lo abstracto, la especulación
pura, el juego de palabras o de ideas, el «diletantismo»; una
mística donde el acto de contemplación es sabiduría que se resuelve
en unión de amor.
Oración y apostolado. La espiritualidad f. se alimenta
mediante una oración de tipo más bien afectivo, personal, libre.
Cristo se ofrece cual motivo de imitación y contemplación en los
misterios donde más resaltan su pobreza, su humildad y su amor
(pesebre, ecucaristía, vía crucis). Al lado de Cristo figura la
Virgen, a quien S. Francisco saludó ya como madre y perfecto
ejemplar del movimiento franciscano (quien a su vez ha dado a la
Iglesia el dogma de la Inmaculada Concepción; V. MARÍA II, 3).
El apostolado f. es principalmente testimonio de presencia y
actualización de vida evangélica y se dirige con preferencia a los
pobres y humildes, cuya suerte el fraile comparte vitalmente, pues
debe ganarse la vida con el trabajo humilde. La predicación es
sencilla, sincera, directa. Ocupa lugar destacadísimo el interés por
las misiones entre infieles, en las que el f. suele ser misionero de
vanguardia, y para las que le hacen idóneo la gran movilidad que
brota de su espíritu de «extranjero y peregrino» y su despego no
sólo de casas, lugares y cosas, sino del mismo bagaje cultural e
intelectual, que le posibilitan la comprensión y adaptación.
La espiritualidad f. puede decir las siguientes cosas al
hombre de nuestra época: renovar en los hombres la conciencia del
pecado, y en la Iglesia la de su necesidad de renovarse y reformarse
mediante la vuelta sincera al evangelio; manifestar que el mundo se
salva mediante la pobreza, la humildad y el amor hecho servicio;
demostrar que el profetismo reformista sólo es válido si es una
expresión de amor, de humildad y en actitud de servicio y obediencia
a la Iglesia; enseñar que el individualismo, la libertad, la
responsabilidad personal han de contemplarse en función de amor,
solidaridad y obediencia; dar sentido cristiano al trabajo, a la
técnica, a la-estética, a la filosofía, unificando el saber,
conjugándolo con la acción y llevándolo a Dios; educar para el
diálogo, que se funda en el mutuo respeto, con creyentes y no
creyentes; preparar la evangelización del Tercer Mundo e incluso la
del mundo comunista, para la que sensibiliza mediante la pobreza, el
sentido del trabajo y la fraternidad universal.
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PEDRO DE ALCÁNTARA MARTÍNEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991
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