Traduce el griego télos (de aquí, teleología; v.) y el latín finis
(teleología y finalidad son equivalentes). Ambos vocablos expresaban la
idea de límite, término o cumplimiento. Por tanto, el f. es, en su raíz
etimológica, tanto la delimitación de algo o lo que termina algo, como su
horizonte o a lo que se dirige un dinamismo para completarse o terminarse.
Así, en su sentido temporal, es el «momento final»; en sentido espacial,
es «límite» o determinación; en sentido intencional, es el cumplimiento de
un propósito u objetivo.
Acepciones del término. Toda la problemática suscitada por la noción
de f. no arranca de su carácter de término de una acción, lo producido por
el agente, sino de aquello a lo que se dirige la acción, como término de
una intención: lo perseguido por el agente, lo que se intenta o pretende.
Es aquello por lo que el agente se determina a obrar; es el principio de
la acción: aquello por lo que algo es hecho. De este modo, el f. aparece
como nudo entre el orden efectivo y el orden intencional: a) fin efecto,
«término»; el f. del orden efectivo es el remate de la operación; b) fin
causa, «principio»; sólo es causa cuando, hecha abstracción de que sea
término de la obra, el agente lo toma como término de la tendencia y lo
hace objeto de sus pretensiones. Tal pre-tensión es previa a aquella otra
tensión que acaba en el efecto. El f. causa es el principal determinante
de una pretensión del agente, algo que solicita a éste, que lo atrae: el
f. en el orden intencional es la meta de' la operación; es un principio
que determina a la causa eficiente a su efectuación o a su logro. De este
modo, el f. como causa (causa final) se refiere a la causa eficiente: la
índole propia del f. estriba en que mueve o determina a la causa eficiente
a su operación y que, por tanto, desde el principio dirige su actividad
(v. CAUSA). Sin embargo, la moción que ejerce el f. proviene de su bondad;
la fuerza causativa del f. no es otra que por la fuerza causativa del bien
(v.). El f. esencialmente atrae hacia sí a la causa eficiente; mediante la
causa eficiente se determina a existir.
Esto ocurre de dos modos: 1° El f. no existe y entonces hay que
efectuarlo (la pintura representada en la mente del artista le mueve a
éste a reproducirla); 2.° El f. existe v entonces hay que lograrlo (la
pintura de una exposición incita a su admirador a adquirirla). En el
primer caso, algo que no existe sustancialmente es determinado a existir;
en el segundo, algo cuya adquisición aún no tiene existencia es
determinado a que la tenga. Así, pues, hay un fin intencional, como meta
(hay que producirlo o conseguirlo) y un fin actual, como término (ya
producido y conseguido). El primero es el f. (según la sustancia o según
su logro) aún inexistente que precede a la causa eficiente, la mueve y la
atrae; a su vez, y por influjo de esta atracción, la causa eficiente lo
apetece y a él se dirige. El segundo es el f. ya existente y sigue a la
causa eficiente; ésta lo produce por influjo del f. como meta. Así, pues,
por relación a la causa eficiente, uno es causa, otro causado. El f.
causante es la causa final. El f. causado sólo se llama f. porque es
determinado por el f. causante. La finalidad es, así, el orden a un fin, y
hace que las cosas se dirijan a la producción o al logro del f.
Teóricamente, esto puede ocurrir de dos maneras: la La finalidad es
subjetiva o consciente si la causa eficiente es un sujeto inteligente y
libre, que conoce y apetece el f. bueno. 2a La finalidad es objetiva o
inconsciente si la causa eficiente se dirige al f. bueno sin conocimiento
y además lo realiza. Esta finalidad es natural si se encuentra en la misma
esencia, es decir, especificada por la misma naturaleza (dinamismo vital
de las plantas, etcétera); si es especificada por la mente humana, que la
ha puesto en algo, se dirá finalidad artificial (como la de la máquina).
El problema que hoy se discute es si la finalidad objetiva necesariamente
tiene que fundarse en una finalidad subjetiva, o lo que es lo mismo: si
procede de una causa inteligente. El aspecto material de la finalidad
objetiva se distingue de su aspecto formal. La finalidad material es sólo
la estructura final dada, en la experiencia, y, por tanto, no se considera
que tenga su origen en la intención consciente. La finalidad formal se
considera como derivada de la intención consciente del f.; intención
consciente que puede ser: del mismo agente humano, o bien de la causa que
imprime la estructura al agente (Dios).
Por lo que llevamos dicho, el f. adquiere dos sentidos netamente
diferenciables: 1° como aptitud, preordenación de naturaleza, entre una
actividad y su término; 2° como conexión prevista por el entendimiento y
querida por la voluntad. El verdadero problema de la finalidad se plantea
en el primer sentido; muchas veces no se hace esta distinción debida y se
pasa al segundo aspecto sin probar antes que existe una finalidad natural.
En el presente artículo no vamos a subrayar demasiado esta segunda
dimensión, consciente y libre, de la finalidad (V. VOLUNTAD: LIBERTAD;
CONCIENCIA), sino que insistiremos especialmente en la finalidad natural.
Respecto a esta primera forma de dinamismo orientado a un f. se han dado
tres posturas filosóficas irreductibles: fatalismo (1), casualisino (2) y
finalismo (3). Este último, a su vez, ofrece dos modalidades: finalismo
criticista (A) y finalismo ontológico (B).
1. El fatalismo (v. t. NECESIDAD) concibe el dinamismo eficiente
como orientado a un cierto efecto, pero con determinación exclusiva y
metafísica que brota de la causa eficiente, sin venir del efecto. Es de
suyo indiferente que el efecto se conozca o no. En caso de que el efecto
sea conscientemente captado, también estaría el efecto determinado
necesaria y metafísicamente por la causa eficiente; y así el fatalismo no
reconoce ni la libertad humana. La razón plena del efecto se encontraría
en la causa eficiente determinada necesariamente a él.
Heráclito concibe el cosmos regido por una ley férrea. La realidad
única, el fuego, es como un río que corre sin cesar. Todas las mutaciones
están regidas por la Razón eterna, la cual preside, impulsa y regula las
mutaciones y los ciclos; es una ley necesaria (moira, anánke) inmanente al
fuego. Necesidad y Razón son una misma cosa. En la concepción de
Parménides (v.) tampoco hay lugar para un estricto finalismo: «El destino
ha encadenado al ser a ser todo entero e inmóvil» (Diels, B8, 36-38). El
ser tiene un límite externo, dentro del cual lo mantienen las ligaduras de
la necesidad.
En la Edad Media, Nicolás de Autrecourt insistió en que no es
posible conocer el «orden a un fin» de modo evidente. Más tarde, Ockham y
el conceptualismo se amurallarían en esta postura: no se puede probar que
los entes mundanos actúen por un f. Si la finalidad es algo, tiene que
fundamentarse en la estructura esencial de los entes; pero ellos
consideran, equivocadamente, esta esencia inaccesible por nuestros
conceptos, los cuales serían meras creaciones de la mente.
Al efectuar Descartes la separación entre «sustancia pensante» y
«sustancia extensa», describe el universo v la vida como mero movimiento
mecánico. En la natElraleza no hay formas, sustancias, ni f.; todo ocurre
dominado por las causas eficientes. También para Spinoza todo está
concatenado necesariamente. Además, toda la realidad del efecto está
contenida en la de la causa; es imposible así una determinación final no
ya libre, mas tampoco contingente. Las causas finales, según él, son
invención de nuestra fantasía (V. DETERMINISMO).
El empirismo (v.) extremo de Hume barrió no sólo la causa eficiente,
sino también la final. Más tarde, en el s. XIX, se levantó una ola de
antifinalistas encabezados por E. Haeckel, F. Le Dantec, Moleschot, L.
Büchner y Spencer (v.).
2. El casualismo (V. t. AZAR) explica que el dinamismo termina
siempre en un cierto efecto, pero que jamás está de suyo determinado a ese
efecto, ni en virtud de la causa eficiente, ni en virtud del mismo efecto.
La razón de que se produzca algo es meramente a posteriori: algo sucede
porque sucede, un efecto surge porque surge. Es decir, la respuesta es
tautológica: la razón de un hecho es el hecho mismo; con lo cual se niega
al hecho la exigencia de tener una razón. De este modo, para el casualismo
no hay explicación: ni verdadera, ni falsa, sino una consignación del
hecho (que se da por «casualidad»).
En el atomismo griego (Leucipo, Demócrito) y en el epicureísmo no
hay destino, sino azar; todo se muda y se destruye sin arreglo a una ley;
no puede preverse ningún acontecimiento, pues en el universo no hay
finalidad. Ésta es también la errónea convicción de Nietzsche y la del
evolucionismo ateo de Darwin y el neodarwinismo; incluso muchos
científicos positivistas de la época moderna, como J. Jeans, se expresan
en iguales términos (V. FÍSICA NUEVA, 7).
En esta misma línea se movía N. Hartmann, el cual dedicó una
monografía al tema: El pensamiento teleológico. Para Hartmann el mundo se
desarrolla con una carencia total de necesidad, sin ley ni determinación.
En la obra citada hace un análisis del «nexo final» concluyendo que sólo
es posible una finalidad consciente. En el reino anorgánico no se da la
finalidad o determinación teleológica; ésta es el índice de un orden
materialmente establecido; el orden es fruto de un feliz acaso y, una vez
alcanzado, persevera en sí mismo. La idea de una teleología cósmica
proviene de un deficiente concebir antropomórfico; el hombre adopta el
pensar teleológico condicionado por la tradición, por los mismos supuestos
del pensar ingenuo (preguntas del «para qué»), científico (regularidad de
los fenómenos) y metafísico (orden divino, acto-potencia, etc.). En la
causación eficiente no hay una predeterminación «preformada»: sólo se da
el resultado de una acción causal. Distingue entre «actividad teleológica»
y «estructura teleológica» o utilidad. No puede dudarse de la estructura,
o utilidad, teleológica en ciertos ámbitos de la naturaleza, como los
organismos. Pero como sólo en la conciencia humana hay fines, éstos sólo
pueden concebirse y existir como intenciones psicológicamente
comprobables; la estructura teleológica no se puede reducir a una
actividad intelectual; la finalidad es una categoría del conocimiento, no
del ser. Distingue Hartmann entre la finalidad como «causa final», objeto
de la ontología, y la finalidad como «propósito» del agente, objeto de la
ética. Mas por lo que respecta a la finalidad natural, sólo se pueden dar
tres formas fundamentales de respuestas, según él todas inválidas: la Como
teleología de los procesos, en cuanto responde a un «para qué»
supuestamente conectado con la esencia; 2a Como teleología de las formas
orgánicas o inorgánicas, en cuanto se hace cuestión de una supuesta
jerarquía de formas, unas superiores a otras; 3a Como teleología del todo,
en cuanto que concibe al mundo como una absoluta unidad informante o
principal.
3. El finalismo criticista admite una finalidad, pero ésta figura
como algo puramente subjetivo, determinada aprióricamente por el sujeto;
carece, por tanto, de una significación trascendentalmente objetiva.
Explica Kant que el juicio (v.) es una facultad de encontrar lo
universal que hace referencia a los objetos individuales y concretos de la
experiencia. El juicio debe abrazar en unidad o en un cierto universal las
leyes empíricas individuales, para lo cual parte de un principio puesto
por él «a priori»: la finalidad. El f. no es abstraído del orden objetivo,
sino que es un principio regulador del juicio. Consideramos a los
organismos como si obraran conforme a determinados fines. Se trata aquí de
una finalidad intrínseca, pues las partes del organismo son determinadas
por el todo. Pero el f. no explica nada, pues no determina nada. Las
causas mecánicas son las que en verdad determinan y, por tanto, a partir
de ellas se logra una explicación científica. Mientras el «principio
mecánico» pertenece al «juicio determinante» (de explicación científica),
el «principio teleológico» pertenece al «juicio reflexionante» (norma
metódico-heurística, interpretación de la naturaleza). La consideración
teleológica, según Kant, es necesaria para que nosotros podamos pensar los
objetos, pero no es requerida por los objetos mismos.
Parejo planteamiento, tampoco muy acertado, se encuentra en J.
Lachelier y otros criticistas.
4. El finalismo ontológico reconoce que hay un dinamismo natural de
las cosas mismas. Como modelo de sistema finalista en la Antigüedad cabe
citar el platónico. Toda la obra platónica está transida de una dirección,
de una orientación, de una finalidad. Cuando el Demiurgo termina su obra,
tomando a las Ideas como modelos, deja en las cosas una huella de orden y
armonía conforme a relaciones musicales. En la actualidad, la biología
vuelve con acrecentado ímpetu al finalismo, en sus más diversas formas (p.
ej., v. EVOLUCtóN). Recordemos el finalismo totalista de H. Driesch, el «telefinalismo»
de Lecomte de Noüy, la «teleogénesis» de P. Leonardi y el «neofinalismo»
de R. Ruyer. Pero no todos han entendido de igual manera la influencia o
el despliegue del f. en la realidad. A este respecto cabe distinguir
varias interpretaciones:
a. Finalismo inmanente. Para Aristóteles el f. es, junto con la
causa eficiente, una causa extrínseca, por contraposición a las dos
intrínsecas: material y formal. Pero el f. es la primera causa (v.), pues
influye sobre el agente determinando el sentido de la acción. Cuando el f.
es conocido como tal por el agente, ejerce un influjo (causalidad final)
mediante ese conocimiento. Mas cuando este f. no se da como conocido (y es
lo que ocurre en la naturaleza) entonces la finalidad reside en la misma
naturaleza tomada como forma, pues la forma determina y dirige la
actividad del agente natural, de modo que la actividad alcanza siempre, en
circunstancias normales, lo que es su f. o su bien. Todo movimiento se
hace en vistas a un f. Mas como el movimiento es el paso de una forma a
otra, la forma que se trata de adquirir ejerce ya una influencia sobre el
agente, determinando y especificando su acción. Por lo cual, aunque es
verdad que rechaza el determinismo mecanicista o fatalista, incurre en
cierto modo en un determinismo finalista. La naturaleza siempre actúa por
un f. y este f. es la misma naturaleza. El dominio de la finalidad se
frustra sólo accidentalmente, por la ciega necesidad de la materia. Ahora
bien, esta materia (v.), según algunos, no es contingente, ni ha sido
creada eficientemente: es ingenerable e incorruptible. Esto obliga a
Aristóteles a identificar el f. con la forma (esencia o noción) que, a su
vez, determina a la causa eficiente. Con lo cual se pierde la
determinación finalista en provecho de la esencial o formal.
Muy próximo a esta postura queda el finalismo del élan vital
bergsoniano. En verdad, rechaza Bergson tanto el mecanicismo como el
finalismo, pues ambos conciben a la realidad como algo enteramente dado (cfr.
La evolución creadora). El mecanicismo (v.) afirma: todo está dado por el
pasado; el finalismo, en cambio: todo está dado por el futuro. El
finalismo así entendido no es más que un mecanicismo al revés: se inspira
en el mismo postulado que él, sustituyendo la impulsión del pasado por la
atracción del porvenir. Pero el finalismo, a diferencia del mecanicismo,
puede ser corregido, ya que no es una doctrina rígida. En verdad, el azar
no explica el hecho de la vida y sus direcciones. La vida no toma una
dirección debido a simples acciones mecánicas, sino por impulsos internos.
La misma adaptación no es una imposición externa de formas, sino la
adopción que la vida hace de las formas más aptas frente a los obstáculos
externos. Pero la coordinación no es fruto de la finalidad, puesto que la
vida es imprevisible, abierta. El «impulso vital» es único y ciego. No hay
un «principio vital» en cada viviente que dependa de una Inteligencia
creadora.
b. Panpsiquismo. Es la doctrina postulada, p. ej., por Leibniz, que
atribuye a la naturaleza un carácter cognoscitivo-intelectual, aunque
imperfecto. Todas las mónadas son conscientes y gozan de percepciones y
apeticiones. Las mónadas, cerradas y sin ventanas, se mueven como relojes
fabricados por un relojero que los hizo tan hábilmente que marcharán de
acuerdo en lo sucesivo. «Las almas obran según las leyes de las causas
finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las
leyes de las causas eficientes o movimientos. Y ambos reinos, el de las
causas finales y el de las causas eficientes, son armónicos entre sí»
(Monadología, 79). Pero el fina]¡sino de Leibniz es de mayor alcance, pues
no se limita al reino de las almas; incluso las causas eficientes están
sometidas a una disposición jerarquizada de perfecciones desiguales
sincronizadas por la mente divina. En Dios tiene, pues, su explicación
última la finalidad. El panpsiquismo advierte una verdad (no hay finalidad
sin inteligencia), pero yerra al pasar de ahí a atribuir inteligencia o
conciencia a todo ser: en realidad los seres tienen finalidad bien porque,
siendo seres conscientes, se ordenan reflejamente a ella; bien porque,
siendo seres carentes de conciencia, son ordenados a un fin por un ser
inteligencia que los domina y gobierna.
c. Finalismo creacionista. El hombre alcanza la noción de fin, de
una parte, percibiendo la realidad del mundo que le rodea, en el que se
advierten relaciones de finalidad; de otra parte, a partir de su propia
experiencia interna, ya que percibe que se propone fines u objetivos.
Desde una y otra perspectiva el hombre se ve llevado al reconocimiento de
un fundamento último de la finalidad: Dios. El orden y la finalidad del
cosmos implican una inteligencia ordenadora (lo que carece de conocimiento
no tiende a un fin si no es dirigido por alguien que entienda y conozca),
que obviamente no es la humana (ya que el hombre no da su sentido al
cosmos, sino que se descubre en él), sino una causa eficiente racional
supracósmica, a la que llamamos Dios (es la quinta vía tomista: Sum. Th. 1
q2 a3).
Dios crea el mundo en un acto de suprema libertad: perfecto en sí
mismo y no necesitado de nada, Dios no crea por indigencia, sino por pura
liberalidad. o sea. para comunicar a los seres creados su propia bondad
(v. CREACIÓN 111, 4). En virtud de ese acto libre Dios ordena la entera
creación a alcanzar el grado de participación en su propia bondad que Él
libremente ha fijado. La finalidad es así, de una parte, inmanente a los
seres, ya que éstos han sido dotados por Dios de la naturaleza (y, en su
caso, de los dones que la completan o elevan) que le capacitan el fin al
que Dios la destina; y a la vez trascendente, ya que, en última instancia,
se funda no en la naturaleza misma sino en el acto creador de Dios.
Consistiendo toda perfección creada en una participación en la
infinita perfección de Dios, el fin de la creación es la manifestación de
las perfecciones divinas, es decir, la gloria de Dios. Esa gloria la dan a
Dios las criaturas de dos maneras. En primer lugar -y esto se aplica a
todas ellas- por el hecho de existir, ya que en cuanto que son reflejan la
bondad del creador (cfr. Ps 18,2; Dan 3,52 ss.). En segundo lugar -y esto
vale sólo para las criaturas racionales- reconociendo a Dios y al mundo
entero como creación suya: es propio, en efecto, de las criaturas
racionales no sólo estar ordenadas a fines, sino conocerlos y ordenarse
conscientemente a ellos, y, por tanto, conocer y ordenarse conscientemente
a Dios, como a su creador y fin último.
V. t.: TELEOLOGÍA; ORDEN; CAUSA; BIEN; LIBERTAD; AZAR; CONTINGENCIA;
CREACIÓN II, 4, y III, 4-5; DIOS IV, 6.
BIBL.: R. GARRIGOU-LAGRANGE, El
realismo del principio de finalidad, Buenos Aires 1949 (monografía
fundamental); TH. VON UEXXvLL, El hombre y la naturaleza, Barcelona 1961;
P. LEONARDi, La evolución biológica, Madrid 1957; LECOMTE DE NoüY, El
destino humano, Buenos Aires 1948; R. MARTíNEZ DEL CAMPO, (Determinismo o
finalismo?, México 1934; J. CRUZ CRUZ, Raíz metafísica de la tendencia,
«Estudios» 22 (1966) 205-241 ; J. RoIG GIRONELLA, Los magnos problemas de
la finalidad, «Pensamiento» 2 (1946) 295-321; ÍD, El principio metafísico
de finalidad a través de las obras de S. Tomás, «Pensamiento» 16 (1960)
289316; R. RUYER, Néofinalisme, París 1952; L. CUÉNOT, Invention et
finalité en biologie, París 1941; W. BAUMANN, Das Problem der Finalitát im
Organischen be¡ N. Hartmann, Meisenheim 1955.
J. CRUZ CRUZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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