Definición. A la luz del Conc. Vaticano II, f. es todo hombre que,
incorporado a Cristo por el Bautismo, pertenece al Pueblo de Dios, y por
esta razón participa efectivamente del carácter sacerdotal, profético y
real de Cristo, y ejerce, cada uno según su propio estado, la misión que
Dios confió en este mundo a su Iglesia. (cfr. Const. Lumen gentium, n°
9-12 y 14).
La condición de f. es radical porque el Bautismo (v.) es el primer
hecho histórico-sacramental en la vida de todo cristiano, y común porque
el Bautismo es la única puerta de entrada a la Iglesia y a los restantes
sacramentos. Por ello el Pueblo de Dios (v.), en tanto es una comunidad de
bautizados, es un pueblo radicalmente igualitario de hijos y sacerdotes de
Dios. La afirmación tradicional de que la Iglesia (v.) es una sociedad
jerárquica y desigual, aunque es cierta-, debe considerarse, a partir del
Conc. Vaticano 11, como insuficiente para comprender la igualdad esencial
de todos los f. y para explicar la responsabilidad que a todos concierne
en la obtención de los fines eclesiales (v. APOSTOLADO; IGLESIA in, 3;
etc.)_Más que nunca conviene hoy distinguir el significado de dos
términos, que con frecuencia se identificaban: f. y laico. Con el primero
se designa genéricamente a todos los que, por el Bautismo, participan del
único sacerdocio de Cristo y constituyen el Pueblo de Dios. Con el segundo
(V. LAICO) se designa específicamente a aquellos f. que, por su vocación
especial, buscan el Reino de Dios tratando y ordenando, según la voluntad
divina, los asuntos temporales (Const. Lumen gentium, n° 31).
La igualdad y la radicalidad de la condición de todo f. condiciona
tanto la tarea de la Iglesia en la obtención de sus fines -en este
sentido, el f. no es un elemento meramente pasivo sino una persona a la
que por el Bautismo corresponde una función y una participación activa en
las tareas eclesiales-, como también las líneas maestras del Derecho
canónico (v.), las cuales, a la hora de sentar las bases para la
consecución de los fines de la Iglesia, deben reconocer, tutelar y
promover a todo f. una condición subjetiva coherente con la dignidad,
libertad y responsabilidad de su filiación divina (v.) y con las
exigencias de actuación de su sacerdocio común (V. IGLESIA III, 4).
El fiel y los principios de unidad e igualdad. Una consecuencia de
la igualdad esencial entre todos los f. es la unidad del Pueblo de Dios,
principio al que la Const. Lumen gentium se refiere en numerosos pasajes
de los que recordamos especialmente uno: «El pueblo elegido de Dios es
uno: Un Señor, una fe, un bautismo (Eph 4,5); común dignidad de los
miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común
vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa
caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en
razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque no hay
judío ni griego; no hay siervo o libre; no hay varón ni mujer. Pues todos
vosotros sois «uno» en Cristo Jesús (Gal 3,28; cfr. Col 3,11)» (n° 32).
La insistencia de la doctrina del Vaticano II acerca de los
principios de unidad e igualdad es fruto de la crisis de la concepción
únicamente hierarcológica de la Iglesia, acentuada por la revalorización
del papel del laicado, y de la reafirmación en la común llamada a la
santidad de todos los cristianos (v. SANTIDAD Iv). Ahora, con el término
f. o con la expresión Pueblo de Dios no puede entenderse el pueblo llano,
esto es, los laicos, los cuales parecían quedar limitados a una inserción
eclesial pasiva, en virtud de la cual eran gobernados por quienes habían
recibido por institución divina la misión de enseñar, santificar y regir a
la Iglesia. No es necesario repetir que, en el espíritu del Conc. Vaticano
11, el Pueblo de Dios aparece igualmente integrado por todos los f. en
razón de idéntico título: el Bautismo; y, en consecuencia, si atendemos a
la esencia de la Iglesia, lo primero de su convivencia no es la diferencia
institucional entre jerarquía (v.) y laicado. Anterior a ésta y a
cualquier otra diversidad, se manifiesta la unidad e igualdad de la
condición personal de todos los f., por su igual participación bautismal
en el sacerdocio de Cristo, en orden a su dignidad y libertad de hijos de
Dios y a la acción común en la tarea de edificar la Iglesia de Cristo.
El fiel y los principios de variedad y desigualdad. El Pueblo de
Dios no constituye una comunidad absolutamente uniforme, porque la
institución divina y la índole histórica de la Iglesia, la riqueza de
matices de la convivencia eclesial, la obtención de los fines y la misma
libertad de la condición de f. dan origen necesariamente a una diversidad
de ministerios y obras. A este respecto, la Const. Lumen gentium, pone de
relieve que la Iglesia, por institución divina, está ordenada y se
gobierna con admirable variedad, y que, por voluntad de Cristo, algunos de
los f. quedaron instituidos como ministros sagrados, consagrados como
dispensadores de los misterios cristianos y pastores de los demás (cfr. n°
32), siendo este sacerdocio jerárquico distinto esencialmente, y no sólo
en grado, del sacerdocio común propio de todo bautizado (cfr. n° 10) (V.
OBISPO; PRESBíTERO). La diversidad de ministerios, pese a tener un origen
divino y un contenido específico, no afecta a la mencionada igualdad
fundamental de todos los f., porque en la Iglesia cualquier variedad y
desigualdad presupone siempre la presencia radical de la condición de
bautizado. Así las diferencias entre los miembros del Pueblo de Dios hacen
referencia al ejercicio de misiones eclesiales, y tienen un sentido
claramente funcional, derivado de la consagración recibida por cada uno.
También por esa razón los distintos munera se ordenan entre sí, y su
ejercicio, incluso en los jerárquicos, se caracteriza por la idea de
servicio y solidaridad con los restantes f.
Los principios de variedad y desigualdad juegan continuamente
trabados con los de unidad e igualdad: el Pueblo de Dios, que es uno, se
actúa a través de una diversidad de dones y misiones, en tanto es
consciente de que la variedad es el modo eclesial de testimoniar,
fortalecer y producirse la unidad. Esto es así, porque la desigualdad de
ministerios y obras está ya implícita y potenciada en la condición del f.
Siendo el principio de variedad promovido y capacitado por el Bautismo, la
presencia en la Iglesia de una realidad jerárquica no impide ni oscurece
el que la condición de f. sea común a todos en razón de su radicalidad.
Por esta razón se afirma que los principios de unidad e igualdad tienen un
sentido radical, mientras que los de variedad y desigualdad tienen índole
funcional. Aún más, la igualdad y radicalidad operadas por el Bautismo en
todo cristiano permiten hablar de unidad de la Iglesia de Cristo a pesar y
por encima de separaciones jerárquicas o distanciamientos dogmáticos entre
las comunidades cristianas alejadas de la Iglesia Católica (v. IGLESIA 11,
2). El carácter impreso por el Bautismo se presenta así como uno de los
factores dinámicos decisivos del ecumenismo (v.).
Consecuencias jurídicas. El Derecho canónico acoge el sentido
armónico de la tensión unidad -variedad, o igualdad- desigualdad,
conformando las estructuras jurídicas de la comunidad eclesial a tenor del
juego de tales principios, lo cual supone, en primer lugar, el
reconocimiento, tutela y promoción de la igualdad esencial de todos los f.
mediante un conjunto de derechos fundamentales, que nacen de la común
condición de bautizado, que están en la base de otros derechos que
corresponden al f. según su peculiar vocación y ministerio, y que permiten
la inserción de cada f. en la Iglesia garantizando jurídicamente la
inviolabilidad de su condición ontológico-sacramental. Estos derechos
fundamentales ponen de relieve la primacía del principio de igualdad
jurídica entre todos los f. y la validez del principio de fraternidad como
ordenadores de las relaciones convivenciales entre quienes, cumpliendo
misiones distintas derivadas de consagraciones distintas, son, sin
embargo, radicalmente iguales. En segundo lugar, el Derecho canónico
reconoce, tutela y promueve jurídicamente la libertad eclesial de los f.
mediante un conjunto de derechos específicos, fundados en la diversidad de
vocaciones y munera, a través de los cuales unos f. participan en la
obtención de los fines de la Iglesia como ministros sagrados (v.
SACERDOc1o v), otros como laicos (v.), y otros como religiosos (v.) (V.
DERECHO SUBJETIVO).
V. t.: IGLESIA III, 2 (Incorporación a la Iglesia) e IGLESIA IV, 2
(Miembros de la Iglesia); CRISTIANOS.
BIBL.: CONO. VATICANO II, Const.
dogmática Lumen gentium: A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia,
Pamplona 1969; O. SEMMELROTH, La Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, en La
Iglesia del Vaticano II, I, Barcelona 1966, 451-465; P. LOMBARDÍA, Los
laicos en el Derecho de la Iglesia, «Ivs Canonicvm», VI, (1966) 339-374;
E. ZOGHBY, Unidad y diversidad en la Iglesia, en La Iglesia del Vaticano
77, I, Barcelona 1966, 537-557; M. GOZZINI, Relación entre seglares y
jerarquía, ib. II, Barcelona 1966, 1037-1057; M. SCHMAUs, Teología
Dogmática, VI. Los Sacramentos, Madrid 1961, 166 ss.; G. PHILIPS, La
Iglesia y su misterio, 2 vol. Barcelona 1968; P. J. VILADRICH, Teoría de
los derechos fundamentales del fiel, Pamplona 1969; J. M. GONZÁLEZ DEL
VALLE, Derechos fundamentales y derechos públicos subjetivos en la
Iglesia, Pamplona 1972.
PEDRO-JUAN VILADRICH.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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