Fenómenos Místicos Extraordinarios


En una acepción muy genérica, los llamados f. m. e. son hechos vividos o formas supremas de la experiencia religiosa. Dado el interés que el hombre siente por lo maravilloso, es oportuno afrontar el tema con unas distinciones preliminares.

Aclaraciones previas. a) La primera consiste en distinguir tres grados de experiencia religiosa: 1°) La experiencia natural, basada en el hecho de que Dios está presente en sus criaturas y el hombre lo descubre. Es la presencia de inmensidad. Dios, pues, está íntimo en el ser de todo hombre; el hombre alerta se percata de ello, y entonces se produce o se puede provocar una vivencia religiosa, una experiencia divina. 2°) La experiencia sobrenatural del humo viator, basada en la gracia (v.), esa realidad misteriosa que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo. Dios está presente en las almas que viven en estado de gracia santificante, tiene en ellas su morada. El lenguaje bíblico paulino y el de S. Juan usan la imagen de casa y templo, y el de los teólogos emplea el vocablo inhabitación; toda la exposición que haremos de los f, m. se referirá a la vivencia o experiencia de este estado de gracia. 3°) La experiencia beatífica. basada en el Munen gloriae, por el que se ve a Dios intuitivamente, y se goza de esta visión. Es una experiencia que sólo poseen los bienaventurados, los que ven a Dios cara a cara (v. CIELO). b) La segunda distinción o aclaración previa es fundamental: sabemos por fe que la vida cristiana consiste esencialmente en la vida de gracia santificante (v. SANTIDAD iv); que la gracia santificante es una participación física formal de la misma naturaleza divina. Un buen teólogo deduce, pues, que la vida cristiana, en su realidad ontológica, es formalmente una participación de la vida divina. Ahora bien, aplicando esto a nuestro teína, podemos preguntar: ¿itnpliccr la vida de gracia, en alguna fase de su desarrollo, los f. m.? ¿Cuáles? O, cuando menos, cl interrogante se inclinará por una vertiente práctica: los f. m. ¿son síntomas de una altísima intensidad mística?

c) La tercera idea-base es la cuestión de la terminología, sobre todo cuando arrastra una corriente ideológica, como ocurre en el campo por el que intentamos caminar. Desde siglos discuten los teólogos sobre la unidad o duplicidad de vías espirituales, sobre la distinción o indistinción específica entre ascética y mística. A principios del s. XX la batalla del «problema místico» se centró en este punto. Las opiniones enfrentadas eran: de un lado, los que defendían la distinción específica entre Ascética y Mística y, en consecuencia, la heterogeneidad de la vida cristiana en cuanto bifurcada en dos vías paralelas y distintas, la ascética y la mística, la ordinaria y la extraordinaria; de otro, los que propugnaban la identidad específica y la homogeneidad y unidad de la vida sobrenatural cristiana, y, con más ardor aún, el llamamiento de todos los cristianos a la plenitud de esa vida, que es ascética cuando predomina la actividad humana y mística cuando sopla fuerte el viento del Espíritu. 1. G. Arintero y R. Garrigou-Lagrange fueron paladines de esta opinión que, a estas alturas, es opinión casi común en el mundo de la Teología espiritual, sobre todo después de lo que ha dicho el Conc. Vaticano 11 (Lumen gentiuin. V) sobre el llamamiento universal a la santidad. La mística, pues, entra en el desarrollo normal, como expansión de la gracia, de la vida sobrenatural del «homo viator». ¿Entrarán también los f. m.? d) Una cuarta observación teológica debe llamar la atención sobre el posible paralelismo entre «vida natural» y «vida sobrenatural», es decir, sobre las interacciones que una ejerce en la otra. De hecho, los f. m. afectan, en la mayoría de los casos, a la fisiopsicología natural. La cosa se complica si tenemos en cuenta la mayor sensibilidad de la mujer a los f. m., hecho atestiguado y comprobado: el éxtasis, p. ej., es muchísimo más frecuente en la mujer que en el hombre. En fin, un nuevo paralelismo: en los periodos de mayor lucidez y actividad mística, ¿son también más frecuentes los f. m.? ¿Hay, por tanto, correspondencia de intensidad mística a intensidad fenoménica?

Criterios. De los criterios que se adopten para el estudio de los f. m. dependen, en última instancia, las conclusiones. El enfoque condiciona el método de trabajo. Si el tema es de suyo difícil los métodos con que se aborda suelen ser inuy distintos.

Cabría reducirlos a tres escuelas. En primer lugar la del racionalismo psicológico. Es notorio que los f. m., en sus más variadas manifestaciones, han despertado una viva curiosidad entre los psicólogos racionalistas, ora los consideren hechos psicológicos normales, ora psicopatológicos. La verdad es que la actitud metodológica ha ido evolucionando al ritmo del cambio de los prejuicios y de las técnicas. Cuando la Psicología «tomó un carácter predominantemente experimental (resume P. Sainz Rodríguez), cl misticismo y la literatura mística se convirtieron en un verdadero vivero de problemas para los estudiosos; y cuando estuvo de moda lo que W. James denomina materialismo médico, se produjo una inmensa bteratura para tratar de explicar las experiencias místicas como fenómenos patológicos. Con estas teorías más o menos seudocientíficas buscaban muchos autores argumentos con que reforzar las doctrinas racionalistas», negadoras del orden sobrenatural. Históricamente, los partidarios de la escuela negaron al principio la veracidad del f. m., atribuyéndolo a supercherías de propaganda religiosa; luego, al no poder negar los hechos, los explicaron como signos de patología. La escuela está superada, criticando unos este modo acientífico de proceder (J. Ortega y Gasset, G. Marañón, y, sobre todo, H. Bergson) y reconociendo otros que tales f. m., si bien irreductibles a las leyes comunes, son verdadero objeto de ciencia; «el orden místico, confiesa G. Le Bon, se impone como cosa innegable» y «figura en un plano distinto del de nuestra razón».

En el campo ortodoxo hay otras dos escuelas: una descriptivo-experimental, en la que fue maestro Poulain, que se centra y detiene en el análisis de los signos fenor.:ét:icos para caracterizar los estados o fases de la vida interior; otra, deductiva, que, moviéndose en el plano de los principios teóricos, busca la definición de la naturaleza o estructura ontológica de la vida cristiana (gracia, virtudes infusas, dones y frutos del Espíritu Santo) y, a esa luz, examina la fenomenología mística. No se puede negar la robustez dogmática y el entramado lógico de este método, que es, en definitiva, el propio de la labor teológica y fue el que siguió el Doctor Angélico, Patrón sumo de tal vía exploradora. Sin embargo, un método integral se preocupará, sin romper la jerarquía de valores, de aunar los elementos valiosos que ofrece, sin duda, cada uno: la psicología, la psicofisiopatología, la historia comparada de las religiones, la parapsicología, etc. Pero, sobre todo, la orientación dogmática, que es la más firme, la más cierta y la que permite una exacta angulación de los aspectos psicológico-fenoménicos de la vida sobrenatural.

Tipos de base. Vengamos ya a una clasificación divisoria de los f. m. A. Farges, en un trabajo que brilla por su claridad expositiva, pero se resiente de inseguridad doctrinal en puntos básicos, establece una división en dos grupos: a) el f. esencial de la vida mística sería la oración infusa de contemplación (v.); b) los f. accidentales se subdividen en tres grupos: 1°) los de orden cognoscitivo, como visiones, locuciones, revelaciones, ciencia infusa, carisma de la profecía, discreción o discernimiento de espíritus, hierognosia, etc.; 2°) los de orden afectivo, como el éxtasis, etc.; y 3°) los de orden psicofisiológico: estigmas, levitación, inedia o abstinencia, etc.

La clasificación de estos tipos de base se puede aceptar provisionalmente, como método de trabajo. Con todo, convendrá no perder de vista dos aclaraciones suplementarias: toda división en esta materia resulta un poco forzada, ya que, siendo el hombre sustancialmente una unidad, intervienen en cualquier fenómeno todas las potencias; la otra aclaración es de fondo, es decir, de carácter teológico. Mientras en el llamado f. esencial nos instalamos en una línea vertical de crecimiento homogéneo, en el caso de los f. accidentales nos encontraremos en un plano horizontal muy heterogéneo; mientras el fenómeno esencial se entronca en la gracia santificarte, los fenómenos accidentales no siempre están ligados a ella; unas veces son efectos secundarios; otras, ni siquiera la suponen.

Causas de los fenómenos místicos. Si admitimos que los f. m. de que aquí estamos tratando son de origen divino, es porque implícitamente los separamos de dos graves sucedáneos: el fraude y el simple fenómeno natural. Y al separarlos, estamos concediendo que en muchos casos la tentación de lo maravilloso engendra ilusiones; y en otros, se trata sencillamente de fenómenos naturales, o patológicos, o paranormales, o diabólicos, de una aparente coincidencia con los verdaderamente sobrenaturales. La analogía o la incidencia dan la sensación de absoluta identidad. El profesor A. Farges dedica extraordinario espacio en su libro a distinguir los fenómenos accidentales o maravillosos de carácter sobrenatural de todas sus contrahechuras naturales o diabólicas (o. c. 281 ss.). A nosotros nos interesa, ante todo, la pausada averiguación de las causas de los f. m. e., comprendiéndolos esta vez a todos, es decir, tanto los de origen divino (los propiamente dichos f. m.), como los causados por el demonio o por causas naturales o factores metapsíquicOs (V. ESPIRITISMO).

Un elemental cuadro de causas señalará, subrayándolas, la posibilidad de que el f. en cuestión sea efecto de una de estas tres causas eficientes: o Dios, o el demonio, o la naturaleza. En términos corrientes se designan también así: causa sobrenatural, causa preternatural, causa natural.

Dificultades de la diferenciación causal. Conviene advertir la dificultad de discernir en el caso concreto la verdadera causa de un f. m. Las apariencias engañan, aquí sobre todo. Se requiere una exquisita discreción teológica, un agudo examen, una prudencia suma. Se puede uno despeñar por la vertiente racionalista, que niega lo sobrenatural; o por la vertiente de la credulidad excesiva, que todo lo achaca a causas o intervenciones sobrenaturales y, en esta perspectiva, supervalora y diviniza hechos que quizá no pasan de vulgares. Un óptimo criterio de exploración aconseja seguir la vía ascendente; o sea, no atribuir a una causa superior lo que cabe explicar por una causa inferior, no atribuir un efecto a la intervención directa de la causa primera sin agotar los recursos de las causas segundas.
Con todo, el deslinde de causas es el gran problema, casi insoluble, de la fenomenología mística. Porque el buscador de perlas o el analizador de causas no siempre posee el conocimiento crítico necesario para discernir si, lo que tiene en las manos, es verdadero o no, es humano o es divino. No es, por tanto, de extrañar que se corran riesgos en la determinación de las causas de los f. m. En la vida humana se dan ciertos fenómenos que podríamos llamar ambiguos, es decir, de apariencia sobrenatural y de contextura natural. La analogía o parecido puede inducir a la confusión de dos órdenes (el natural y el sobrenatural) radicalmente diversos. ¿Dónde está la fisura de separación? Observa M. J. Ribet que si los límites, que marcan el confín de la naturaleza y la entrada en escena de una energía superior, estuviesen netamente definidos y perfectamente caracterizados, la confusión entre los dos órdenes sería imposible y no habría motivo para estudiar los f. naturales análogos o parecidos a los f. m. Pero resulta que, si bien es cierto que la naturaleza tiene sus leyes fijas y sus posibilidades limitadas, el conocimiento que logramos de la potencia intrínseca de los seres naturales y de sus condiciones exteriores de acción es imperfectísimo; y de ahí brota la perplejidad e incluso el engaño cuando se pretenden precisar las auténticas fronteras que dividen y separan los dos mundos: el natural y el sobrenatural (cfr. La mystique divine, IV, París 1903, 2-3).

Otras dificultades. El problema causal de los fenómenos se complica no sólo por la dificultad de fijar los límites entre el orden natural y el orden sobrenatural (nos referimos a casos concretos, no al plano teórico de los principios), sino también por la nebulosa que envuelve el mundo humano y por la complejidad del sujeto que sufre tal o cual fenómeno. En cuanto a la nebulosa del mundo humano, el estudio psicológico del fenómeno místico no puede perder de vista las leyes de la vida; pero tampoco las alteraciones de esas leyes. Queremos decir que hay una vida normal y una vida alterada, anormal, patológica. Además, la psicología moderna va orientando cada día más su aguja exploradora a la metapsicología (v.) o parapsicología (de la que fue iniciador W. Crookes (1830-1919) y que hoy cuenta con una legión de secuaces).

En cuanto a la complejidad del sujeto baste una leve alusión a dos leyes vitales: la interacción psiche-soma (alma y cuerpo), y los reflejos que en la psicofísica humana tiene la acción, siempre perfectiva, de la gracia. P. ej., una emoción psicológica repercute en el cuerpo, y viceversa. Son hechos experimentales evidentes. En cuanto al reflejo de la vida sobrenatural en la vida natural del hombre, afirman acordemente los teólogos que el impacto es a veces fortísimo, en el alma y, por extensión, en el cuerpo. El proceso dinámico de la vida mística, cuya función esencial es, según J. G. Arintero (v.), la «asimilación de lo humano a lo divino, la transformación del cristiano en Cristo, la deificación del hombre», implica una constante evolución de crecimiento y el paso de una fase a otra más perfecta. La robustez psicofísica influye en una mayor o menor sensibilidad de reflejo. Tanto, que se ha constatado que la mujer tiene mayor capacidad para ciertos f. m. que el hombre. Algunos insinúan su mayor capacidad o generosidad para la «conquista del reino de Dios». De todos modos, la fenomenología abunda más en el sexo débil que en el sexo fuerte. La historia o vida de los santos nos abastece de casos útiles de comprobación.

Estas últimas observaciones nos introducen en ciertas experiencias místicas provocadas. Son la caricatura más repugnante de la mística verdadera. Ya los colonizadores de México se toparon con aztecas que daban culto y cultivo a los hongos sagrados, que llamaban teonanacatl que significa carne de Dios. Preguntado un indio por el efecto del hongo, respondió: «Lleva allá donde está Dios» (cfr. Varios, Les chanipignons hallucinogénes du Mexique, París 1958). Modernamente, el uso de los estupefacientes es un flagelo de la humanidad, perseguido por todos los Estados, porque arruina la persona. La variedad de las drogas abarca un arco vastísimo; también lo es. en cuanto a los efectos (v. DROGAS).

Frecuencia. Ciñéndonos nuevamente a los f. m. de tipo sobrenatural, hay que preguntar ahora por su frecuencia. ¿Son frecuentes o son raros esos f. en los místicos auténticos? Ya se subrayó que algunos, como el éxtasis, se dan más de ordinario en la mujer que en el hombre. Comparando las vidas de S. Juan de la Cruz (v.) y de S. Teresa (v.), coetáneos, amigos y santos, nos permite constatar que en Teresa estos f. se verifican con una extensión notablemente superior que en Juan. Por otra parte, para S. Juan la mayoría de estos f. m. personales son signos de imperfección o de inmadurez espiritual, no a la inversa, como suele creer la piedad popular; de S. Teresa escribe el P. Gracián: «La madre Teresa de Jesús, aunque tuvo muchos arrobamientos, como ella cuenta en estos libros, después se le quitaron de todo punto, y cantidad de años antes que muriese no tuvo ninguno» (Dilucidario, 11,7). Halla, pues, coincidentes a los dos grandes doctores místicos a propósito del juicio de valor de los f. m.

Valoración teológica. S. Juan de la Cruz es categórico: «Es tentar a Dios querer tratarle por vías extraordinarias» (Subida, II,21,1); S. Teresa se mostró siempre recelosa con sus propias experiencias, temiendo ser engañada; se doblegó a la obediencia; y sentenció: «Vuestro entender, si estáis aprovechadas, hijas, será en si entendiere cada una que es la más ruin de todas... y no en la que tiene más gustos en la oración y arrobamientos o visiones, o cosas de esta suerte, que hemos de aguardar al otro mundo para ver su valor. Estotro es moneda que se corre, es renta que no falta, son juros perpetuos y no censos de alquitar» (Camino de perfección, 29,5). Lo que verdaderamente vale es el ejercicio de las virtudes (v.). S. Juan de la Cruz zanja: «En el purgatorio se limpian (las almas) con fuego; acá sólo con amor» (Noche, 11,12,1). Y está conforme con lo que dice S. Tomás: «El cristiano se perfecciona y mejora por el amor de Dios; se lesiona y deteriora por el amor del pecado» (Sum. Th. 1-2 q25 a5), porque «el fin de la vida espiritual es la unión con Dios, que se consigue mediante la caridad: a esto se ordenan como a su fin todo lo que atañe a la vida espiritual» (ib. 2 q44 al). Esto es lo primordial. El resto, puro accidente, o regalo.

La teología, al filo de los principios citados, admite, si duda, que el f. m. e. es un hecho histórico cierto; mas, por otra parte, insiste en su carácter secundario o accidental en la escalada de la santidad y, en definitiva, piensa y valora la cordillera de dificultades que obstaculizan la formulación de un juicio de su sobrenaturalidad. La Iglesia, en fin, suele proceder con cauteloso paso, equidistante de la hipercrítica radical y de la superstición popular. Lo que de verdad se indaga en los procesos de beatificación (v.) son las virtudes heroicas; la fenomenología se estudia con espíritu crítico, no con espíritu valorador. Y muchas veces queda orillada, sin prejuzgar su índole natural o sobrenatural.

V. t.: MÍSTICA II; APARICIÓN II; DESPOSORIO ESPIRITUAL; ESTIGMATIZACIÓN; EXTASIS; VISIONES Y LOCUCIONES SOBRENATURALES.


ALVARO HUERGA.

BIBL.: J. GRACIÁN, Dilucidario del verdadero espíritu, en Obras, I, Burgos 1932, 1-242; M. J. RIBET, La mystique divine distinguée des contrefaeons diaboliques et les analogies humaines, III, París 1903; A. FARGES, Les Phénoménes Mystiques, París 1920; S. RAMíREz, en «La Vida Sobrenatural» 2 (1921) 75-80; J. G. ARINTERO, Los fenómenos místicos, Salamanca 1934; J. DE TONQUEDEC, Merveilleux métapsychique, París 1955; R. OMEZ, Supranorrnal ou surnaturel?, en Les sciences métapsychiques, París 1956; B. J•naÉNEz DuQuE, Teología de la mística, Madrid 1963, 463 ss.; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1962, 784-866.