Rey de España, hijo de Felipe III (v.) y de Margarita de Austria, n. en
Valladolid el 8 abril 1605, comenzó a reinar el 31 mar. 1621, y m. en
Madrid, a los 60 años de edad, el 17 sept. 1665. Su reinado, ya que no su
gobierno personal, abarca casi una mitad del s. XVII. Se inicia en una
época en que se mantienen aún boyantes el poderío de la monarquía hispana
y el esplendor de las artes y las letras del barroco, para terminar en un
período de plena decadencia en todos los órdenes de la vida del país.
1. Primeros tiempos. El nacimiento de F. fue recibido con júbilo,
por ser el primer hijo varón de los monarcas entonces reinantes. Delgado,
rubio, tímido, hizo pensar, desde los primeros momentos, en su incapacidad
personal para gobernar y, por consiguiente, en la perduración del régimen
de validos (v.) iniciada por Felipe III. Fue buena su educación, no así su
formación política; no consta que recibiera consejos de su padre, quien,
por otra parte, no era el más capacitado para dárselos, más que en el
lecho de muerte. Tenía seis años cuando murió su madre, la enérgica reina
Margarita, y ocho cuando cayó bajo la férula de su gentilhombre de cámara,
el conde de Olivares (v.), cortesano ambicioso y dotado de una
extraordinaria voluntad, que pronto pudo disponer incondicionalmente de la
del dócil príncipe: muchos años antes de que éste comenzase a reinar, no
era aventurada profecía suponer que Olivares iba a ser el dueño absoluto
de la monarquía española. Poco más de diez años tenía F. cuando, por razón
de Estado, se estipuló su matrimonio con Isabel de Borbón, hija de Enrique
IV de Francia. (Una serie de circunstancias, entre las que cuenta el
escaso peso del monarca en la política, hicieron que la finalidad con que
los diplomáticos españoles buscaron aquel enlace no llegara a cumplirse
nunca). Y no había cumplido el príncipe los 16 años cuando la inesperada
muerte de Felipe III le hizo subir al trono.
El nuevo reinado fue recibido con grandes esperanzas, después del
periodo de marasmo que había representado la época de Felipe III; uno de
los portavoces más significados de aquella esperanza -de la que no
tardaría mucho tiempo en quedar defraudado- era Francisco de Quevedo (v.).
Pues si bien el joven monarca, máxime teniendo en cuenta lo súbito de su
sucesión, no había recibido la formación adecuada ni tenía la menor
experiencia en los asuntos de gobierno, por lo menos mostraba un
temperamento más inquieto y activo que su padre. Buen jinete, excelente
cazador, diestro en el manejo de las armas, parecía el reverso de la
medalla de un Felipe III toda la vida abúlico e indolente. Y,
efectivamente, el nuevo monarca se mostró mucho más trabajador y mucho más
preocupado por los negocios públicos que su antecesor, al que superaba
también en inteligencia y claridad de comprensión. La imagen de un Felipe
IV sumido en sus recreos y etiquetas palaciegas, con total olvido de sus
funciones políticas, es, aunque frecuente, en gran parte falsa. Pero el
monarca echaba a perder todas aquellas buenas cualidades por culpa de una
absoluta, casi anormal falta de resolución, que le dejó totalmente en
manos de sus validos; esta tara y una sensualidad igualmente enfermiza
relegan la biografía personal de Felipe IV al plano palaciego y no al
político. Desde el punto de vista histórico, es infinitamente más
importante el reinado que el rey.
2. La nueva política. Desde el momento en que Felipe IV subió al
trono, se dejó conducir en todo por el conde de Olivares, a quien
inmediatamente hizo duque de Sanlúcar y otorgó la Grandeza de España.
Olivares, precisamente porque había en la corte prevención contra él,
empezó cauto, y, sabedor de la oposición general al sistema de valimiento,
colocó en primer plano a su tío Baltasar de Zúñiga, aunque desde el primer
momento se dedicó a gobernar detrás de él. Pronto se vio, sin embargo,
quién era el verdadero dueño de los destinos del país. El monarca lo
confiaba todo a Olivares, y las disposiciones de gobierno llevaban el
sello de la fuerte personalidad del conde-duque.
Se fue, ante todo, a una revisión general de la política y los
políticos que habían dominado hasta entonces. En este sentido, los aires
renovadores fueron recibidos con albricias, porque la opinión del país
estaba descontenta de la mediocridad de los gobernantes y de la corrupción
administrativa propias del reinado anterior. Con el nuevo monarca parecía
advenir también una época totalmente nueva. Pocas veces se hicieron tantas
remociones ni se instruyeron tantos procesos a hombres famosos. El duque
de Lerma (v.), primer valido de Felipe III, pudo eludir la prisión gracias
a su recién alcanzado capelo cardenalicio, pero fue desterrado de la corte
y hubo de pagar una fuerte multa. Su hijo, el duque de Uceda, otro ex
valido, fue preso dos veces. El confesor de Felipe III, fray Luis de
Aliaga, hombre influyente en aquella corte, fue enviado a Huete. El duque
de Osuna fue encarcelado con sus criados y amigos, entre ellos el escritor
Quevedo, que ya no perdonaría a Olivares; Osuna falleció de resultas del
golpe mortal producido por aquella humillación; y algo parecido pudiera
decirse de Lerma y Uceda, que murieron casi inmediatamente. Pero el
proceso más sonado fue el que se instruyó a Rodrigo Calderón, uno de los
personajes más odiados del reinado anterior, por su influjo y venalidad.
Calderón fue condenado a muerte, sentencia que se ejecutó, con enorme
impresión popular, en octubre de 1621. La idea de que el prestigio del
nuevo valido comenzó a tambalearse con motivo de aquella drástica
decisión, resulta hoy por hoy discutible. Apenas llevaba Olivares unos
meses en el poder, y, es más, no había llegado a desembozar plenamente su
valimiento. Por el contrario, las esperanzas en un sano y espectacular
cambio de política se mantenían por entonces intactas.
Efectivamente, el conde-duque no sólo quería acabar con la
corrupción y el equipo de la época de Felipe 111, sino que pretendía
inaugurar una dirección nueva y constructiva en la marcha de los negocios
públicos. Fue este proyecto suyo, a veces utópico y quimérico, el que hizo
que el reinado de Felipe IV, a pesar de la alarma producida por la
presencia de un nuevo valido, y tan autocrático como Olivares, siguiera
concitando la esperanza de los españoles por espacio aún de unos cuantos
años más. Se procuró un saneamiento administrativo, se hicieron
inventarios para evitar fraudes y se removió a multitud de funcionarios,
para cuyos puestos se procuró, aunque no siempre con fortuna, encontrar
las personas más aptas. Olivares, aunque miembro de una de las más
linajudas familias de España, no era partidario de conceder
sistemáticamente los cargos a la nobleza, y estimaba que los funcionarios
procedentes de las clases medias o modestas eran, por lo general, más
eficaces; criterio que, en cierto modo, pudiera sentar un llamativo
precedente de las directrices político-sociales de la centuria siguiente;
pero que pronto valió al conde-duque la enemiga de la mayor parte de la
aristocracia.
La novedad administrativa más importante la constituyeron las
juntas, con las que Olivares confiaba superar la inoperancia y falta de
especialización de los Consejos. Cada Junta se ocuparía de un ramo
concreto de la administración, o del fomento de una determinada actividad,
y estaría formada por individuos peritos en la correspondiente materia. Se
constituyeron hasta 16, bajo los epígrafes siguientes: Ejecución, Armada,
Media Anata, Papel Sellado, Donativos, Almirantazgo, Sal, Minas,
Presidios, Poblaciones, Competencias, Obras y Bosques, Limpieza,
Aposentos, Millones, y una utópica de Reformación de las Costumbres. Como
se ve, predominaban las referentes a cuestiones hacendísticas y a obras
públicas, índice de cuáles eran las mayores preocupaciones del valido,
aunque su ansia de reformas alcanzaba a todos los ámbitos de la vida
pública y aun de la privada, teniendo en cuenta la institución citada en
último lugar. Por más que la distribución de materias no parezca armónica,
y que muchos títulos reflejen más que otras cosas el afán quimerista de
Olivares, las Juntas representan el primer intento serio de una
distribución del quehacer administrativo en una gama de sectores
«ministeriales».
En realidad, las juntas resolvieron bien poco. Tal vez el proyecto
estuviera, en líneas generales, bien concebido, pero fallaron muchas veces
las realizaciones. La falta de medios, en un momento en que se precipitaba
la ruina económica del país, el excesivo personalismo del valido, que
pretendía, aunque sin conseguirlo, estar en todas partes y atender a todo,
y el mismo anquilosamiento del funcionariado, hicieron que la mayor parte
de los proyectos formulados por las juntas no pasaran de tales. Algunos
eran excesivamente pretenciosos, muy a tono con la hinchazón del barroco
(v.), como el de canalizar el Tajo para que los galeones pudieran llegar a
Toledo, e incluso, por el Jarama y Manzanares, hasta el pie del Real
Alcázar. O la idea de multiplicar por toda España las explotaciones
mineras, «para que las entrañas de la tierra vomiten los tesoros que
llevan ocultos». La junta de Reformación de las Costumbres no pudo mejorar
la moral privada ni la pública, y no digamos a modificar la moda femenina,
pese a sus esfuerzos por suprimir los enormes guardainfantes y verdugados.
Todas aquellas nuevas instituciones tropezaban, no sólo con las precarias
condiciones de la economía de entonces, que no estaba para grandes planes,
sino también con un tremendo bache en la vida administrativa del país.
Faltaban, por un lado, las clases dirigentes, en decadencia la nobleza de
viejas virtudes, y casi inexistente una burguesía emprendedora que hubiera
podido recoger el ansia de reformas. Y, por otro lado, los empleados, a
fuerza de venalidad, o de la consagración del principio hereditario para
desempeñar un puesto, dejaban mucho que desear en cuanto a su capacidad,
y, lo que era peor, no existía medio de sustituirles con éxito.
También el nuevo Gobierno se preocupó de fomentar la producción
industrial, especialmente en el ramo textil -lana y seda-, estableciendo
premios o concediendo exenciones. Algo se hizo, a pesar de la desfavorable
coyuntura y de la alarmante baja de las aportaciones metálicas de Indias.
La repoblación del país constituyó también otra de las principales
preocupaciones del valido, que veía en el descenso demográfico un síntoma
indisimulable de decadencia, y procuró por todos los medios fomentar la
nupcialidad y la natalidad, así como la atracción de inmigrantes.
Aunque quizá el plan más característico de Olivares fuese el de la
unificación jurídica de España. El valido interpretaba que la ventaja del
Estado francés sobre el español se debía a que aquél podía disponer de un
reino unificado, mientras que la Monarquía católica tenía que manejar
separadamente los recursos de Castilla, Aragón, Navarra, Cataluña, etc.;
Olivares (como otros políticos de su tiempo, colaboradores suyos) soñaba
con la supresión de fronteras y aduanas interiores, unificación de Cortes,
fueros y monedas, amén de una Unión de Armas que congregaría a un único y
auténtico ejército español. Un intercambio de gobernantes, administradores
y funcionarios, iría estableciendo en todas partes la idea de una patria
única. Esta política, llevada a la práctica a veces con poco tiento,
tropezaría con la airada protesta de los reinos periféricos, que, en la
crisis de 1640 darían al traste, no ya con los sueños del valido, sino con
unas directrices políticas, las castellanas, que habían sido durante siglo
y medio el programa de actuación del rey de España.
3. Los esplendores del barroco. La consagración del hecho de la
decadencia, coincidiendo con la citada crisis de 1640, no debe hacernos
identificar todo el reinado de Felipe I V con una época de postración. Los
tres primeros lustros significaron más bien una revitalización del papel
de España en el mundo, al lado del esfuerzo por lograr un amplio
saneamiento interior. El reinado, como ya hemos dicho, se inició con las
mejores esperanzas, y los hechos, tanto dentro como fuera, parecieron
alimentarlas por aquellos años. Al mismo tiempo, el ansia de grandeza
propia de la generación barroca, magnificaba la figura de Felipe IV como
símbolo de una Monarquía católica más extensa y poderosa que nunca. Al
tímido monarca se le apodaba el Grande o el Rey Planeta; cronistas como
Gonzalo de Céspedes o publicistas como Pellicer exaltaban sus glorias.
Cada victoria militar, hecho frecuente en aquellos 15 años, era celebrada
con grandes fiestas en que participaba la masa del pueblo. El grito de
«viva España», que por entonces comenzó a generalizarse, parece ser un
signo de exaltación patriótica. En 1630 empezó a construirse el Buen
Retiro, complejo de palacios, jardines, edificios oficiales y de recreo,
que se aspiraba a convertir en la mansión regia más suntuosa del mundo. En
la obra, nunca concluida, trabajaban mil obreros, turnándose día y noche.
Se hizo célebre su gran estanque o lago artificial, en cuyo centro se
construyó el no menos famoso teatro flotante.
En la suntuosa corte de Felipe IV pululaban Lope de Vega, Velázquez,
Quevedo, Góngora, Calderón. El prestigio del pensamiento, la literatura y
el arte españoles alcanzaron, a la altura del primer tercio del s. XVII,
su máxima personalidad, y también su máxima difusión en el mundo. España
imponía, al mismo tiempo que su hegemonía político-militar, su
terminología, sus costumbres, su moda femenina y hasta sus aires de danza.
Perduraba en todo su esplendor, exageradas sus formas por la típica
«hinchazón del barroco», el despliegue creador del Siglo de Oro (v.).
4. La política exterior. Contra lo que es tópico afirmar, el
conde-duque inició con gran cautela su política europea. Felipe IV, celoso
siempre del prestigio de la Monarquía española, pero prudente en exceso,
no iba a constituir ningún estorbo en este sentido. Sólo cuando comprendió
que en los enredos y alianzas de la política europea de entonces se
envolvía el propósito de abatir la hegemonía española, Olivares se
decidió, y en grado creciente, por un intervencionismo a ultranza.
En 1621,. apenas hubo subido al trono Felipe IV, se firmaba el
tratado de Madrid, por el que las tropas españolas, para no herir las
susceptibilidades francesas, se retirarían de la Valtelina, aunque
seguirían disfrutando del derecho de paso por aquel territorio. Al mismo
tiempo, se discutía la conveniencia de prorrogar o no la tregua con los
holandeses, que expiraba justamente aquel año. Olivares estaba dispuesto a
seguir el criterio prudente del Consejo de Estado, pero le empujaron a la
guerra los Consejos de Indias y Portugal, que exigían la supresión de la
presencia neerlandesa, mercaderes o corsarios, en las Indias Orientales y
Occidentales. La guerra volvió a los Países Bajos (v.), con victorias de
los tercios españoles mandados por Ambrosio Spínola; una de ellas fue la
famosa rendición de la plaza fuerte de Breda (1625), inmortalizada por el
cuadro de Velázquez. La flota holandesa sufrió una importate derrota
frente al cabo San Vicente y otra junto a las costas americanas. La
contienda continuó, enlazada ya con la conflagración general europea
conocida con el nombre de guerra de los Treinta Años (v.).
Entretanto, se había agudizado el problema italiano, al no llegar a
un acuerdo españoles y franceses acerca de la Valtelina. En 1623, el
entonces dueño de los destinos de Francia, card. Richelieu (v.), hizo
invadir el valle, so pretexto de evitar la injerencia española, y, dos
años más tarde, tropas francosaboyanas intentaron apoderarse de Génova,
república asociada a España desde hacía cerca de un siglo; propósito que
hubieran conseguido, de no mediar una gran movilización española (más de
100.000 hombres) y la intervención de la flota del marqués de Santa Cruz.
La señoría de Génova fue liberada, y los franceses se avinieron al tratado
de Monzón (1626), en que quedó claro el deseo conciliador de Olivares. La
pugna por la hegemonía en Italia no habría de quedar resuelta, sin
embargo, y se manifestaría años más tarde (1628-31) en una nueva guerra,
la de sucesión de Mantua. La intervención de España en este segundo
conflicto ha sido frecuentemente criticada por los historiadores, puesto
que la candidatura defendida por el conde-duque (la del príncipe de
Guastalla), además de ofrecer menos visos de legitimidad que la francesa
(la del duque de Nevers), llevaba también las de perder en el campo de
batalla. Efectivamente, Nevers se impuso, si bien con ciertas
compensaciones, a los españoles y sus aliados. Hay que tener en cuenta,
sin embargo, para comprender aquel paso en falso, la tradicional táctica
española de intervenir en todos los conflictos sucesorios de la península
itálica, y la inconveniencia de que triunfase sin oposición alguna el
candidato propuesto por el enemigo.
Pese al interés de los conflictos italianos, el centro de gravedad
de la tensión internacional gravita, desde 1626, sobre Europa central.
España ayuda al Imperio en su lucha con las potencias protestantes. En
realidad, la gran conflagración continental que fue la guerra de los
Treinta Años envuelve un conflicto religioso, ideológico y político. La
casa de Habsburgo (v.), inscrita en el eje Madrid-Viena, sufre los embates
que se oponen a su hegemonía en Europa. La presencia de España en el
espacio alemán, fue, en idea de Chudoba, el motivo principal de su
agotamiento, pero resultaba indispensable para sostener al Emperador
católico de Viena. En 1626, el flamenco Tilly, a las órdenes de Felipe IV,
vence en Lutter a Christian IV de Dinamarca. La confederación protestante
parecía derrotada, cuando un nuevo aliado, la Suecia de Gustavo Adolfo,
intervino en la liza. El ejército sueco, perfecta maquinaria de guerra,
por la rapidez y perfección de sus movimientos, venció en Leipzig (1631) a
las tropas de Tilly; pero fue derrotado en 1634, en Nórdlingen por los
tercios españoles que mandaba el carda infante D. Fernando, hermano de
Felipe IV. Fue una victoria total, que permitió a los españoles
desparramarse sobre el espacio alemán y asomarse, por la Pomerania, a las
orillas del Báltico.
Aquella interminable guerra parecía decidida de una vez, cuando la
intervención francesa vino a darle un nuevo sesgo. Dejó ya de ser una
lucha entre católicos y protestantes, para transformarse en una disputa
por la hegemonía europea. Francia y España iban a librar el combate final.
Pero nos equivocaríamos si estimásemos que no existía en aquella lucha
otro móvil que el hegemónico. Disputan también su primacía dos
pensamientos, dos formas de entender la vida: la española, ortodoxa,
dogmática y tradicional; la francesa, antropocéntrica, racionalista e
innovadora.
España, agotada ya, realizó su último esfuerzo. En 1636, D. Fernando
invadió Francia desde los Países Bajos, y su victoria en La Corbie sembró
el pánico en París. Olivares no encontró medios para organizar un segundo
ejército que penetrase por la frontera pirenaica; y el cardenal-infante no
contaba con fuerzas suficientes para explotar el éxito inicial, con lo que
tuvo que ponerse bien pronto a la defensiva. Las campañas siguientes
fueron de resultado indeciso. Francia, con fuerzas mucho más frescas y
dotada de una gran capacidad de recuperación, llevaba, a la larga, las de
ganar. El conde-duque, en sus cartas a D. Fernando, lo veía ya todo
perdido.
5. La crisis de 1640. Sin embargo, la catástrofe llegó, no como
hubiera podido esperarse, por una derrota exterior, sino por una explosión
interna. Esta explosión se inscribe en el marco cronológico de una serie
de revueltas que se operan entonces por toda Europa occidental; pero que
es, en el caso concreto de España, una respuesta a su incapacidad para
seguir manteniendo un esfuerzo drástico, y la rebelión de los Estados
periféricos contra la política idealista de Castilla, ahora que se la ve a
punto de fracasar. El estallido comenzó con el Corpus de Sangre (junio
1640), que dio lugar al levantamiento de Cataluña (V. CATALUÑA, REVOLUCIÓN
Y GUERRA DE), continuó con la insurrección de Portugal (1 diciembre) y se
enhebró con intentonas secesionistas en la Baja Andalucía, Aragón,
Navarra, Sicilia y Nápoles. La Monarquía católica parecía, de pronto, a
punto de desintegrarse.
La insurrección catalana, con la que pudo haber inicialmente un
entendimiento, acabó consagrándose por el triunfo de los criterios
extremistas, tanto en Madrid (el protonotario Villanueva, más centralista
que el propio Olivares), como en el Principado (Clarís, Tamarit). El
avance de las tropas castellanas sobre Barcelona obligó a los insurrectos
a solicitar ayuda de Francia. Luis XIII (v.) envió sus tropas y acabó
titulándose conde de Barcelona, con lo que los catalanes independentistas
ganaron bien poco. La guerra continuó en aquella región durante largos
años, asociada ya a la contienda general entre españoles y franceses. Si
en Cataluña hubo diversidad de criterios ya desde el mismo momento del
Corpus de Sangre, la secesión de Portugal fue absolutamente unánime y
popular, lo cual explica su éxito inmediato (v. PORTUGAL v). La anexión
del reino lusitano, aunque fruto de una política perseguida desde muy
antiguo, no había sido espontánea, y la coyuntura de 1640, máxime tras el
ejemplo dt Cataluña, no podía ser desaprovechada. A las pocas horas del
golpe de mano de Pinto Ribeiro, era proclamada la independencia de
Portugal, y se entronizaba al duque de Braganza como Juan IV (V. BRAGANZA,
CASA DE).
En Andalucía y Aragón, la conjura fue obra exclusiva de los nobles,
duques de Medina Sidonia y de Híjar respectivamente, sin que haya restos
visibles de participación popular. En cuanto a Nápoles y Sicilia, la lucha
tiene un carácter más social que político, y a la revuelta de las clases
bajas responde la nobleza poniéndose al lado de la autoridad española. Tan
diversas condiciones explican el dispar éxito de la intentona general de
1640 y años siguientes contra Castilla. El sentido común del nuevo valido,
Luis de Haro, logró contener un tanto las consecuencias de la catástrofe.
Eso sí, desde entonces España hubo de renunciar a su papel hegemónico y a
su política tradicional en Europa. En 1643, agotado y deshecho, el
conde-duque de Olivares abandonaba el poder. Semanas después, los tercios
españoles sufrían su primera derrota decisiva en Rocroi. Un nuevo desastre
en Lens (1646) obligaría a bajar la cabeza. La paz de Westfalia (v.; 1648)
significaba el ocaso de la hegemonía española y la sustitución del
concepto de cristiandad como gran familia de Occidente por la nueva idea
de una multivaria Europa.
6. La política de Luis de Haro. El nuevo valido era sobrino del
conde-duque, pero totalmente distinto de él: Discreto, suave de modales y
amigo de pasar inadvertido, hizo mucho menos ruido que Olivares, aunque,
en el fondo, fue tan dueño de los destinos de la monarquía como aquél. Eso
sí, obró siempre con gran ponderación. Se dijo que Felipe IV a Olivares le
temía, a Haro le amaba.
La política del nuevo valido, si no brillante -no podía serlo-, fue
realista. Hombre representativo de una primera generación de desengañados,
abandonó los aires de grandeza y se resignó a plegar velas, conformándose
con una derrota lo más honrosa posible. Su idea, no exenta de lógica, era
la de que España había sido vencida por empeñarse en múltiples luchas
simultáneas. El programa que se imponía era el de hacer las guerras y
firmar las paces por separado. El orden inicial de preferencia -primero
Cataluña, luego Portugal y por último los Países Bajos- fue preciso
alterarlo por la presión de los acontecimientos. La tremenda derrota de
Rocroi puso en inmediato peligro la presencia española en Flandes, y hubo
que concentrar allí la atención. La paz de Westfalia supuso la
desaparición del frente holandés, con no muchas cesiones territoriales:
Brabante y Limburgo. Haro prefirió, en cambio, continuar la guerra con
Francia, que pedía demasiado -toda Bélgica-, y que encontraba
complicaciones interiores: insurrección de la Fronda (v.). Convenía
aprovechar la ocasión para lograr un retroceso de los franceses, sobre
todo en Cataluña. Desde 1650 empezó a dibujarse la ventaja española en el
Principado. En 1652, Barcelona se entregaba, después de un largo asedio, y
reconocía de nuevo a Felipe IV; un par de años más tarde toda Cataluña
estaba liberada, excepto el Rosellón.
Haro dedicó entonces todos sus esfuerzos a asestar a Francia un
golpe importante que permitiese una paz favorable, y a punto estuvo de
conseguirlo tras la victoria de Valenciennes (1656). Francia ofreció la
paz. Haro, cometiendo el más tremendo error de su vida, no la aceptó. La
severa derrota de Las Dunas (1658) obligó a ir en condiciones de
desventaja a la paz de los Pirineos (v.; 1659). España hacía cesiones en
el Artois y perdía definitivamente Rosellón y Cerdaña.
El último capítulo del plan previsto por el valido -Portugal- cogió
a los españoles ya agotados e incapaces. Después de algunas victorias
iniciales, llegaron los desastres de Ameixial y Villaviciosa. En resumen,
se perdió una parte de los Países Bajos, se recuperó casi toda Cataluña, y
hubo que resignarse a la secesión de Portugal. España renunciaba a su
papel hegemónico en Europa.
7. Fin del reinado. Los últimos años de Felipe IV fueron tristes.
Muerto Luis de Haro en 1661, el rey se apoyó en distintos consejeros,
entre ellos sor María Jesús de Ágreda (v.), con la que se carteaba con
frecuencia. Al amargor de la derrota y al descontento del país se unía la
cuestión sucesoria. Felipe IV m. cristianamente el 17 sept. 1665, dejando
a España un rey enclenque de cuatro años, Carlos 11 (v.), y una regente
extranjera (Mariana de Austria). Inteligente, dotado de una gran
sensibilidad artística, incluso preocupado por las cuestiones políticas,
Felipe IV falló por falta de voluntad. Es esta debilidad la que explica
también los fallos de su vida privada, a los que el monarca, con piedad
ingenua, solía atribuir los males de España.
BIBL.: M. HUME, La corte de
Felipe IV, Barcelona 1949; G. MARAÑÓN, El Conde Duque de Olivares, Madrid
1936; A. DomíNGUEZ ORTIZ, Política y hacienda de Felipe IV, Madrid 1960;
V. PALACIO ATARD, Derrota, agotamiento, decadencia en la España del siglo
XVII, Madrid 1949.
1. L. COMELLAs GARCÍA-LLERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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