Rey de España entre 1598 y 1621, n. en el alcázar de Madrid el 14 abr.
1578, hijo de Felipe II (v.) y de su cuarta esposa Ana de Austria.
Contaba, en el momento de nacer, con dos hermanos mayores, D. Fernando y
D. Diego, por lo que su eventual acceso al trono parecía de momento poco
previsible. Sin embargo, en octubre del mismo a. 1578 m. D. Fernando, en
tanto que una epidemia, en 1582, segaba la vida del fuerte y prometedor D.
Diego, y respetaba -no sin que pasara por graves peligros- la del
enclenque y enfermizo F. La tremenda mortalidad infantil de la época había
privado a España de un sucesor digno de la obra de Felipe II y de las
necesidades del inmenso complejo de sus reinos.
1. Juventud y formación del príncipe. El futuro Felipe III se vio
así convertido en príncipe heredero a los cuatro años de edad. Desde dos
antes había quedado huérfano de madre, y esta circunstancia hubo de
influir de manera decisiva en lo impersonal y hasta en lo frío de su
educación. Fue también en ello un factor importante -como observa
finamente el embajador veneciano Vendramino- el temor de Felipe II de que
se produjera el caso de su primogénito, el príncipe D. Carlos, rebelde a
su padre y muerto en 1568. El rey reglamentó de un modo sin duda excesivo
la educación del príncipe, estableciendo su horario, su plan, sus
actividades, y hasta la naturaleza y forma de sus expansiones. La voluntad
del ya débil F. quedó coartada desde el primer momento, como lo quedaron
su iniciativa y hasta su bolsa particular. El prurito de evitarle malas
compañías hizo que, ya muchacho, se le rodease de ayos ancianos y de pajes
niños, que en nada contribuyeron a despertar su personalidad. Con todo, F.
tuvo buenos maestros, cuidadosamente escogidos por el rey. Fue su ayo el
marqués de Velada, y su preceptor un hombre de la categoría y experiencia
de García de Loaysa. Quizá, de entre sus maestros, quien más se ganó las
simpatías del príncipe fue el flamenco Jean de L'Hermite, humanista y
polifacético, que le enseñó francés y contribuyó con su amenidad y
espíritu jovial, a alegrar las horas de su educación, y a suscitar el
interés de aquel discípulo, que, decididamente, salía abúlico y falto de
iniciativas.
Sin embargo, pronto encontró F. otro amigo, ya que no educador,
todavía más ameno, en la persona de su gentilhombre mayor de cámara,
marqués de Denia, luego duque de Lerma (v.), que sería uña y carne con el
futuro monarca durante la mayor parte de su reinado. El de Lerma supo
encantar al príncipe con esparcimientos no previstos por el programa
oficial, como el juego de cartas, al que F. se aficionó sin reservas,
salidas y conversaciones. La labor del futuro valido fue, más que nada, de
malformación, y encaminada exclusivamente a ganarse la confianza del
príncipe, objetivo que, desde luego, vio logrado sin gran esfuerzo. Varias
veces Felipe 11 o sus consejeros trataron de alejar al ambicioso marqués,
pero acabaron por transigir con su presencia, al comprender que el
heredero, débil y falto de voluntad, acabaría en manos del primer
consejero que consiguiese ganárselo, y Lerma era, con todos sus defectos,
hombre de confianza.
No pude decirse en absoluto que el príncipe fuese un infradotado, y
en sus estudios dio claras muestras de inteligencia, aunque también las
dio de una indisimulable falta de interés hacia casi todos los asuntos.
Mostró especial capacidad para el aprendizaje de los idiomas (menester en
el que su padre había dado siempre muestra de especial torpeza), así como
para la cartografía. Pero donde más destacó fue en una asignatura obligada
en la educación de un príncipe, aunque absolutamente inútil para el
ejercicio de la política: la danza. Llegó a ser un muchacho culto,
educado, y dotado de una cortesanía amable que jugaba bien con su timidez
y su aspecto menudo y bondadoso; pero a los 18 años no había recibido una
formación que le hiciese capaz de enfrentarse a los problemas de gobierno,
ni tenía apenas experiencia de la vida pública.
Parece que Felipe II se dio cuenta de lo equivocado de aquella
orientación demasiado tarde. En 1596, dos años antes de su muerte, recabó
de García de Loaysa un informe sobre el asunto. El documento suscrito por
el preceptor no deja lugar a dudas: el príncipe es un joven inteligente,
amable y dócil; no puede dudarse en ningún momento de la bondad de sus
intenciones. Pero se le ve abúlico y un tanto haragán; abandona con
frecuencia el trabajo emprendido, si no se está continuamente encima de
él; por otra parte, no posee el debido conocimiento de los hombres, del
mundo, de la vida ni de la política. Conviene incitar sus iniciativas, que
se mueva, que viaje, que haga ejercicio físico, que se codee con más
gente, y, por encima de todo, que comience a participar en los asuntos de
gobierno.
El rey, en vista de este informe y, probablemente, también de otros,
tomó algunas medidas, entre ellas la de introducir a su hijo en las
sesiones del Consejo de Estado, en las que consta que se aburría
soberanamente. Cuando el 13 sept. 1598 m. Felipe 11, subió al trono un
príncipe de 20 años, amable y bondadoso, pero débil de voluntad, holgazán
por naturaleza, y muy poco formado en la ciencia política. Dos frases que
se atribuyen a su padre reflejan la situación: «Dios, que me ha dado
tantos Estados, me ha negado un hijo capaz de regirlos». «Me temo que le
han de gobernar». Lo que sería cuestión de precisar es hasta qué punto el
propio Felipe 11, al imponer a su hijo una educación tan bien intencionada
como a todas luces errónea, pudo ser responsable de aquella sucesión tan
poco afortunada.
2. Los comienzos del reinado. La subida al trono del nuevo monarca,
tal como podemos rastrear a través de las fuentes de la época, y sobre
todo de los informes diplomáticos, fue recibida en España con una fuerte
dosis de esperanza. A pesar del inmenso prestigio y ascendiente moral de
Felipe 11, los últimos años de su reinado suscitaron un cierto movimiento
de hastío, por mor de la política belicista a ultranza y los enormes
gastos y exacciones, que acabaron provocando la dura bancarrota de 1597.
El retruécano «si el rey no acaba, el reino acaba», de que nos habla
Marañón, referido a los años finales del siglo, puede que no estuviera
generalizado, ni alterase sustancialmente una actitud general de adhesión
y respeto, pero sí es significativo. El país estaba cansado, y deseaba una
era de paz, que el carácter benigno del nuevo soberano parecía augurar.
Las esperanzas pacifistas se cumplieron, pero no por eso los españoles
vieron realizadas las esperanzas que personificaban en Felipe III.
Apenas subido al trono, el joven príncipe despidió a los principales
colaboradores de su padre -Cristóbal de Moura, el marqués de Velada, el
conde de Chinchón-, disolvió el Consejo Privado, y encargó todos los
asuntos del gobierno a su ya íntimo amigo Francisco de Sandoval, marqués
de Denia, al que pronto convirtió en duque de Lerma. Comenzaba así en
España el régimen de valimiento (v. VALIDO) característico de todo el s.
xvii. F. no gobernó realmente en los 23 años de su reinado; otros lo
hicieron por él. La combinación de su timidez y su pereza llevó a tal
resultado, sin que, eso sí, faltase al monarca el talento necesario para
disimular su papel de figurón con una especial dignidad y empaque regio.
En 1599 contrajo matrimonio con su prima Margarita de Austria. Un
detalle ilustrativo de su habitual indeterminación lo encontramos en el
hecho de que, aconsejado por su padre para que contrajera matrimonio con
una princesa austriaca, no fue capaz de decidirse por ninguna de las tres
candidatas, que hubieron al fin de sacarse a sorteo. Margarita fue más
enérgica que su esposo, y, aunque no excesivamente dada a la política,
influyó en él hasta su muerte, acaecida en 1611. Se atribuye a Lerma el
consejo, que el rey cumplió, de no contraer segundas nupcias.
En 1601 se trasladó la corte a Valladolid. Fue una medida inesperada
y hasta incomprensible, porque desde 40 años antes ostentaba Madrid la
capitalidad y allí se habían construido las dependencias oficiales o
habían montado sus casas los nobles y altos dignatarios de la corte real.
En aquel cambio pudieron influir tanto la afición del rey a las mudanzas
-«no para», comentaba el nuncio Caetani-, como el deseo de Lerma de
alejarle de su abuela, la emperatriz María, recluida en el convento
madrileño de las Descalzas Reales, muy influyente sobre su nieto y
decididamente opuesta al sistema de valimiento.
Durante los seis años que permaneció en Valladolid desplegó la corte
todas las esplendideces del barroco: fiestas, cacerías, justas,
recepciones, grandes espectáculos. El carácter pacífico del rey y de su
valido, coincidiendo con una época general de cansancio en toda Europa,
condujeron a la firma de solemnes paces con todas las potencias. Aunque
los dispendios hechos para celebrarlas, o para recibir a los pomposos
cortejos de las embajadas extranjeras, eran casi tan grandes como los de
una campaña: «gastamos un millón en quince días», afirmaba un conocido
soneto satírico de Góngora. Sólo prosiguieron las operaciones en los
Países Bajos, donde un cuerpo de ejército español, mandado por Ambrosio
Spínola, tenía que defender los derechos de Isabel Clara Eugenia, hermana
del rey, a aquel archiducado.
3. La crisis de 1609. En 1607, y después de reiteradas gestiones,
regresó la corte a Madrid, que ya no habría de dejar nunca de ostentar la
capitalidad de España. Coincidiendo con el retorno, y destinada a durar
por lo menos dos años, se hizo patente una crisis en la política interior
y exterior, que culminó con las decisiones de 1609. Faltaba el dinero, a
causa de una disminución momentánea de las reservas de plata americana, y,
quizá, sobre todo, por culpa de la malversación administrativa y lo
oneroso de los gastos de la corte. La venalidad del funcionariado era ya
un hecho del dominio público, y por doquier se criticaba al valido, y más
aún a los «validos del valido», como Rodrigo Calderón (marqués de Siete
Iglesias), Pedro Franqueza o el conde de Villalonga, personajes que, al
decir de las gentes, y no les faltaba razón, se enriquecían a manos
llenas. La maquinaria del Estado se agarrotaba, en parte por culpa de una
deficiente selección de los cuadros administrativos, en los que se había
introducido poco a poco el sistema de acceso por compra o por herencia;
los negocios públicos eran progresivamente descuidados, o se resolvían
cada vez con mayor lentitud, hasta amontonarse sobre las mesas de los
Consejos o las Secretarías sin hallar solución.
Se hablaba de una insurrección de los moriscos levantinos, alentada
por Enrique IV de Francia y su ministro Sully, cuyo Gran Plan, aunque
encubierto, parecía ser el abatimiento de la Casa de Austria (v.).
Entretanto, la guerra de Flandes se eternizaba, pues aun cuando los
tercios de Spínola habían obtenido algunas victorias parciales sobre los
holandeses, el avance era lento, y las dificultades económicas entorpecían
todavía más la organización de las campañas. El duque de Lerma hubo de
sortear todas estas dificultades como pudo, aunque su prestigió quedó
desde entonces maltrecho.
Fue preciso declarar una verdadera bancarrota del erario, resuelta
mediante la concesión de juros sobre valores consolidados a los
acreedores. El movimiento de opinión obligó a abrir una información sobre
la marcha de ciertas esferas administrativas, y, aunque se procuró echar
tierra sobre el asunto, no pudo evitarse la detención de algunos altos
funcionarios, como el conde de Villalonga -en cuya casa se encontró un
verdadero botín-, Núñez de Prado y Álvarez Pereira. También fue denunciado
Rodrigo Calderón, contra quien se formularon hasta 101 cargos; pero Lerma
consiguió tapar al hombre que era su mano derecha.
En política exterior, se hizo imperiosa una marcha atrás en Flandes,
pues la penuria económica no permitía proseguir las operaciones. El valido
encargó a Spínola que insinuase a los holandeses la posibilidad de una paz
«sin que se entienda que por acá se desea». Las negociaciones no tardaron
en entablarse, pues la corriente pacifista invadía entonces toda Europa, y
frente al partido militarista y principesco de los Orange-Nassau se
elevaba en Holanda el partido burgués de los industriales y mercaderes.
Con todo, no pudo llegarse a un acuerdo sobre una paz definitiva, porque
las pretensiones de uno y otro bando contenían cláusulas francamente
inaceptables para el contrario; de modo que ambas partes, contra su deseo,
se conformaron con una Tregua de Doce Años (abril 1609). Por primera vez,
España reconocía explícitamente la existencia de las Provincias Unidas de
Holanda, y también su incapacidad, al menos momentánea, para someterlas a
su dominio.
Aquella paz dejó a los gobernantes españoles con las manos libres
para enfrentarse a otro grave problema: el de los moriscos (v.). En julio
de 1609, después de las más amplias deliberaciones de los Consejos y en
vista del fallo de otras soluciones menos drásticas, se decidió,
definitivamente, la expulsión de aquella masa alógena y hasta hostil, que
había preocupado a los gobernantes españoles por espacio de un siglo
largo. El proceso de deportación comenzó, en el otoño de 1609, por los
moriscos del reino de Valencia, considerados los más peligrosos, para
continuar en 1610 y en años sucesivos con los de toda la Península. España
perdió varios cientos de miles de brazos útiles, ya que la mayoría de los
moriscos eran buenos campesinos, o bien se dedicaban a la pequeña
artesanía; en compensación, el país logró su definitiva unidad espiritual
y se liberó de lo que Desfourneaux llama «una quinta columna», siempre
dispuesta a aliarse con cualquier enemigo. La medida, en general, fue
popular entre la población cristiana. La muerte, casi inmediata, de
Enrique IV de Francia (1610), considerada por el marqués de Velada como
«un favor del cielo» por la expulsión de los moriscos, alejaba todo
peligro. La crisis de 1607-09 había pasado con mayor fortuna de lo que
hubiera sido de prever; pero en el ánimo del país quedó un desasosiego que
ya no hubo forma de arrancar.
4. La política de conservación. Durante ocho años (1610-18) una paz
casi completa reinó en Europa. A Felipe 111, y más concretamente a su
valido, le fue cosa fácil mantener la situación. El reinado de Jacobo I en
Inglaterra -tan pacifista, por lo menos, como el rey de España-, la
regencia de María de Médicis en Francia, las disensiones en el seno del
Imperio alemán y la decadencia del turco deparaban una coyuntura
excepcionalmente favorable para el mantenimiento, sin esfuerzos, de la
hegemonía española. El duque de Lerma, a falta de otras cualidades de
gobernante, era un prudente diplomático, y nada hizo para alterar aquella
situación de statu quo. Con todo, no se supo aprovechar bien el momento:
en lo interior, porque la anquilosis de la burocracia y la corrupción
administrativa minaban las fuerzas, la economía y los elementos de
actuación con que hasta entonces había contado España. La paz no sirvió de
respiro, ni de reconstituyente, y la reanudación de la etapa bélica
-guerra de los Treinta Años (v.), 1618-48- habría de encontrar una
monarquía hispánica más avejentada e ineficaz que la de antaño. Y en
cuanto a lo exterior, los gobernantes españoles mostraron con frecuencia
una evidente falta de energía, como en el caso de las sublevaciones de los
pueblos balcánicos contra los turcos, que hubiera podido deparar una
política mediterránea de grandes posibilidades, a la que Lerma no se
atrevió.
Sólo se mostró firme en el mantenimiento de las posesiones
extrapeninsulares, y en la evitación de injerencias. Italia fue el centro
de la política exterior del valido, y su principal preocupación la
constituyó el arbitraje sobre los pleitos sucesorios, a fin de mantener en
toda aquella península príncipes adictos a España. El máximo trastorno se
lo proporcionó el duque de Saboya, Carlos Manuel, que aspiraba a
engrandecer sus dominios con la anexión del Monferrato. El Gobierno
español se mostró inflexible, y cortó las aspiraciones del saboyano.
Carlos Manuel se tituló entonces Libertador de Italia, y pretendió
organizar un movimiento de rebelión contra la presencia española en la
península, que no tuvo eco. El gobernador de Milán, marqués de Villafranca,
invadió el Piamonte y obligó al duque rebelde a entrar en razones.
En los últimos meses de su valimiento (mayo 1618), Lerma hubo de
ocuparse del oscuro asunto de la conjuración de Venecia, en la que los
mandatarios de aquella república denunciaron un plan español para
apoderarse de la rica metrópoli del Adriático. Lo único que puede
asegurarse es que Venecia era, de todos los señoríos italianos, el más
reacio a aceptar la férula de España, y que el embajador español cerca de
los dux, marqués de Bedmar, trataba de constituir un partido españolista
entre los elementos desafectos a la oligarquía gobernante; pero sin que
conste la existencia de una auténtica conspiración. Bedmar hubo de salir
de Venecia, sin que aquel incidente diplomático tuviera repercusiones
ulteriores.
En el resto de Europa, la España de Felipe III supo mantener también
su prestigio y su virtual hegemonía gracias a la diplomacia. El reinado se
caracteriza, como ha observado Pérez Bustamante, por los «grandes
políticos periféricos». El rey cuenta con mejores colaboradores en el
exterior que en el interior del país, muy probablemente por el prurito del
duque de Lerma de alejar a todas aquellas personalidades brillantes que
pudieran hacerle sombra. Así dispuso de grandes virreyes, como el duque de
Osuna o el conde de Lemos; gobernadores como el marqués de Villafranca o
el conde de Fuentes, o embajadores de la categoría de Gondomar, Zúñiga,
Oñate, Cárdenas, Aytona o el propio Bedmar, que constituyen tal vez la
generación más brillante de la diplomacia española. Gracias a la
inteligencia y a la energía de estos políticos periféricos, el prestigio
exterior de España se mantiene incólume, a pesar de las torpezas y
venalidades de la corte vallisoletana o madrileña.
5. La privanza de Uceda. El poder del duque de Lerma fue
resquebrajándose muy poco a poco. El P. Aliaga, confesor del rey desde
1608, aconsejaba a Felipe 111 contra la omnipotencia de los validos. La
crisis de 1609 dejó ya hondas cicatrices, y en 1613 ya fue imposible
evitar la caída del venal Rodrigo Calderón. La desgracia de Lerma acabó
precipitándose en 1618. Entre los aspirantes a sustituirle estaban,
probablemente, fray Luis de Aliaga y, con toda seguridad, los condes de
Lemos y Olivares y el marqués de Cea, hijo este último del propio Lerma.
Era claro que Felipe III no podía pasar sin un valido a su lado, y de aquí
el forcejeo por sustituir al que se tambaleaba. Fue el marqués de Cea
quien consiguió el puesto que dejó su padre; no puede hablarse en sentido
estricto de una asechanza filial, pues Cea no dio ningún paso concreto
para derribar a Lerma, ni tampoco de una verdadera sucesión, puesto que el
viejo valido hizo cuanto pudo por sostenerse en el poder.
El marqués de Cea, a quien el rey hizo en seguida duque de Uceda,
era sin duda menos experto y hábil que su padre, y no podía disimular una
cierta mediocridad; le ganaba, en cambio, en honestidad administrativa, y
parece que no puede dudarse de su buena voluntad. Su política es también
más activa que la de su padre. En 1619 aconsejó al rey un viaje a
Portugal, oportunamente decidido, pues el descontento cundía en aquel
reino. Se esperaba que el carácter bondadoso de Felipe 111 supiese
atraerse a los portugueses, como así fue, y constituyó una verdadera
lástima que una enfermedad de cuidado obligase al monarca a regresar
rápidamente a Castilla, cuando unas Cortes reunidas en Lisboa se disponían
a exponerle los males y las necesidades del país.
En política exterior, Uceda decidió la intervención de España en la
guerra que habría de llamarse de los Treinta Años, ayudando al Emperador
católico, Fernando II, contra Federico V del Palatinado. Los tercios
españoles de Milán ocuparon el estratégico paso alpino de la Valtelina, y
más tarde intervinieron en el Palatinado y en Bohemia. La batalla de la
Montaña Blanca (1620) terminó la primera fase de aquella guerra, y
significó el carácter decisivo de la intervención de España en Alemania.
6. Muerte y semblanza del rey. Poco tiempo tuvo el duque de Uceda
para acreditar sus dotes de gobernante. La enfermedad de 1619 minó
decisivamente la salud del monarca, que, después de esporádica mejoría, m.
en Madrid el 31 mar. 1621, a los 43 años de edad. Felipe 111 reinó, pero
no gobernó. Ni es fácil atribuir a su iniciativa decisión histórica
alguna, si bien está fuera de duda su amor a la paz y su deseo de
resguardar la dignidad de España. Amable, suave de modales, sumamente
piadoso, aunque tal vez rutinario, escondía en el esplendor de la realeza
una marcada timidez, y sobre todo una tremenda irresolución. Unamos a ello
su carácter perezoso -no soportaba los madrugones-, su afición al teatro,
las cacerías, los banquetes y los esparcimientos, y comprenderemos su
papel pasivo en la política española de su tiempo. Eso sí, supo mantener
exteriormente una actitud de dignidad y empaque regio. Murió arrepentido
por no haber cumplido cabalmente sus deberes de rey: «Si Dios me diera más
vida, de otra forma gobernara...».
BIBL.: C. PÉREZ BUSTAMANTE,
Felipe III. Semblanza de un monarca y perfiles de una privanza, Madrid
1950; 1. REGLÁ, Estudios sobre los moriscos, Valencia 1964; 1. M. RUBio,
Los ideales hispanos en la tregua de 1609, Valladolid 1937; A. CORRAL
CASTAÑEDO, España y Venecia, Valladolid 1962; 1. M. GARCíA RODRíGUEZ,
Ambrosio Spínola y su tiempo, Barcelona 1942.
J. L. COMELLAS G'ARCíA-LLERA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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