FELIPE II DE ESPAÑA


1. Su vida, formación, personalidad. Primogénito de Carlos I (v.) y de Isabel de Portugal, n. en Valladolid el 21 mayo 1527. La preparación para el gobierno la debió en gran medida a las enseñanzas de su padre y a la misma práctica de los negocios. En 1543, en el momento de embarcarse en Palamós hacia Italia, Carlos I le envió unas instrucciones confidenciales, de las que ha dicho Gachard que son un «monumento de prudencia y previsión». En 1546 Carlos 1 le invistió del ducado de Milán, y, para prepararle a la sucesión del Imperio, dispuso un viaje en su compañía por Europa, que duró de octubre de 1549 a julio de 1550. Ante la gran oposición levantada, renunció al proyecto de elegirle su sucesor en el Imperio. A su regreso a España, F. siguió gobernando el país en las ausencias de su padre, que fueron muy frecuentes. En 1554 fue investido rey de Nápoles, y en 1555, cansado y decepcionado, Carlos abdicó en él la corona de España, teniendo buen cuidado de segregar del Imperio los Países Bajos.
     
      Felipe II casó cuatro veces. Primeramente, en 1543, por indicación de su padre, con la infanta portuguesa María Manuela, hija de Juan III y de Da Catalina, hermana de Carlos 1. Los príncipes, que eran primos por doble vínculo, tenían 17 años. De este matrimonio n., en 1545, el príncipe D. Carlos, desgraciado heredero de la corona hasta 1568; a los pocos días del nacimiento, falleció la madre. Después de nueve años de viudedad, Felipe II casó, en 1554, con María Tudor (v.), reina de Inglaterra. Había muerto imprevistamente Eduardo VI, y Carlos I creyó en la posibilidad, mediante este matrimonio, de unir las coronas de España, Inglaterra y Países Bajos; combinación política que hubiera supuesto el cerco de Francia. María, que no era ciertamente agraciada, tenía cerca de 40 años, y F. no pasaba de los 25. El príncipe se mostró afable y respetuoso con su esposa, buscando el heredero que facilitaría la combinación política, pero resultó inútil. La tercera esposa fue Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis, que estuvo prometida al príncipe D. Carlos; durante las negociaciones de paz con Francia, murió María Tudor (noviembre 1558) y se propuso, como más conveniente, el enlace de Isabel y F. (abril 1559). Éste fue el matrimonio más feliz. Isabel de Valois, que apenas tenía 14 años, afable y bondadosa, supo conquistar a Felipe II y le dio dos hijas: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, que fueron sus preferidas. M. en octubre de 1568, al cumplir los 23 años.
     
      Los embajadores franceses en la corte de España han dejado'pruebas documentales de la felicidad del matrimonio y del dolor que la desaparición de Isabel ocasionó en el soberano español. Unos meses antes había fallecido el príncipe D. Carlos, al que la leyenda haría amante de su madrastra; la necesidad de buscar un heredero varón inclinó a Felipe 11 a un cuarto matrimonio, con Ana de Austria, hija mayor del emperador Maximiliano 11. Era nacida en España y tenía 21 años; el rey, 42 (noviembre 1570). El cercano parentesco de los esposos, pues eran primos carnales, influyó, sin duda, en la pérdida de repetidos frutos, hasta que el 14 abr. 1578 Da Ana dio al rey su ansiado heredero, que sería Felipe III (v.}. La reina m. en Badajoz, en septiembre de 1580. Felipe lI llevaría con dignidad su viudez hasta su muerte en El Escorial, el 13 sept. 1598, a los 71 años, tras una larga y penosa enfermedad, soportada con cristiana entereza.
     
      La figura privada y política de Felipe 11 ha suscitado una larga controversia, en la que apreciaciones más U menos objetivas se mezclan a una malévola leyenda, que no se detuvo ante la calumnia. Por fortuna esta leyenda negra (v.), con el progreso de una historia metódica y científica, se va disipando y ha perdido muchas de sus sombras. La aparición de la leyenda, ya en el s. xvi, se explica porque Felipe II centra sobre sí toda la oposición nacionalista y protestante. En la formación de este ambiente influyeron determinantemente dos personajes: el príncipe Guillermo de Orange, caudillo de la revolución de los Países Bajos; y Antonio Pérez (v.), secretario del rey. El de Orange publicó en 1581 una Apologie, redactada por la acerada pluma de su capellán, en respuesta a la condena real del príncipe, en la que se vierten, junto a argumentos reivindicativos, injurias y calumnias.
     
      Antonio Pérez, refugiado en Francia, dio a la imprenta, en París, en 1592, sus Relaciones o Memorias, bajo el seudónimo de Rafael Peregrino, a las que siguió una nueva edición en 1598, muerto ya el soberano español, con nuevos detalles infamatorios y agravantes. De ambas obras, en las que se mezclan afirmaciones justificativas o gratuitas con otras que rebasan el campo de lo verosímil, deriva una nube de libelos y panfletos titulados Philippiques o Antiespagnoles, que circularon por toda Europa, impresos o manuscritos, con interpolaciones incontroladas, a finales del xvi y durante el XVII. En ellas se inspiraron obras seudocientíficas como las Historias de Brantóme, del abate Saint-Réal o de Gregorio Letti. Durante el romanticismo, episodios sensacionalistas como la revolución nacional de los Países Bajos y el drama del príncipe D. Carlos, suscitaron el interés, nutrido de pintoresquismo y sentimentalismo, de autores literarios como Alfieri (v.) o Schiller (v.). Más tarde la cuestión de Antonio Pérez, en cuyo trasfondo se hallaba la idealizada figura de mujer fatal de la princesa de Éboli, el asesinato de Escobedo y el drama del arzobispo B. de Carranza (v.), adobadas por la exaltación liberal y antiinquisitorial, contribuyeron, ya desde una vertiente erudita, a cimentar una historia teñida por prejuicios y apasionamiento.
     
      La rehabilitación de Felipe II comienza en nuestro siglo y a ella ha contribuido notablemente el danés Charles Bratli, que se esforzó por aquilatar la falta de fundamento y la parcialidad de las fuentes que habían contribuido a la elaboración de la leyenda. Posteriores estudios de historiadores serios, como el belga Próspero Gachard, el norteamericano Roger B. Merriman y otros, han abierto el camino de una investigación científica sobre la figura y el reinado, tan discutidos, del Rey Prudente. En nuestros días el Dr. Marañón (v.) ha esclarecido las tinieblas en torno al caso de Antonio Pérez, y aunque no vela su simpatía por el infortunado secretario, la actitud de Felipe 11 resulta muy justificada. La historiografía francesa (Braudel) y la inglesa actual (Elliot, Lynch), esta última la más obstinada, por razones fáciles de comprender, contra el soberano español, se ha abierto hacia una valoración positiva.
     
      La imagen actual de Felipe 11 difiere sensiblemente de la aportada tradicionalmente por la historiografía. El estudio atento, sobre fuentes documentales, del asunto de D. Carlos y la publicación, por el belga Gachard, de las cartas de Felipe 11 a sus hijas, en las que se revela como padre cariñoso y tierno, preocupado por sus problemas infantiles, han desterrado la figura de un soberano despótico, monstruo sombrío, sin escrúpulos, incapaz de elevados sentimientos. Su figura física no era llamativa. Los cuadros del Tiziano, pintados cuando el rey tenía 23 años, y el de Pantoja de la Cruz, en los últimos momentos de su vida, nos presentan plásticamente toda la evolución de su fisonomía. En el primero aparece con cierto atractivo, de talla mediana, más bien pequeña, con cabellos y barba rubios, ojos claros y mandíbula inferior sobresaliente, característica de los Habsburgo; en el cuadro de Pantoja se halla sentado, vestido completamente de negro, aquejado por la gota, desgranando las cuentas de su rosario. No habían pasado en vano los desengaños y las amarguras. Ya se ha hablado de sus matrimonios, en los que si exceptuamos el tercero, apenas tuvo cabida el amor y sí mucho la resignación por el bien del Estado. La tragedia del príncipe D. Carlos, que aparte de sus implicaciones políticas tuvo la dolorosa realidad de afectar a unos sentimientos íntimos; la deslealtad de Antonio Pérez, el hombre que más había contado con su confianza incondicional, convertido en su enemigo implacable, portavoz de difamación por las cortes europeas enemigas; finalmente, los intrincados y confusos problemas políticos, que le requirieron de todas partes, habían afectado profundamente su alma.
     
      No es extraño que la gravedad se acentuara con los años, así como su intimismo y aislamiento. No era fácil el acceso de embajadores y de visitantes hasta su persona; prefería utilizar la palabra escrita para recibir informes, quejas o peticiones. Hablaba en voz baja, hasta el punto de que los visitantes no lograban oírle, en tanto que quedaban embarazados con su fría mirada hasta que les tranquilizaba con la invariable expresión de «sosegaos». Antonio Pérez cuenta que su sonrisa cortaba como una espada. Sin embargo, todas estas características corresponden más a una personalidad introvertida y tímida, pero de buenos sentimientos, que a un alma cruel y despótica. Nada más lejos su personalidad de la de un psicópata. Fue un soberano normal, con honda conciencia de sus responsabilidades humanas y políticas, esposo y padre tierno en la intimidad, afable y correcto, aunque frío con quienes le rodeaban. Poseía también un elevado sentido de la justicia y del bien público, y el deseo de que no se hicieran discriminaciones con nadie. Existen muchas pruebas de estos extremos, como el destierro de la corte del poderoso duque de Alba, por una cuestión familiar. Poseyó también una piedad honda y sincera, que le hizo aceptar con resignación cristiana los fracasos personales y los públicos, como el caso de la Invencible. Tuvo también la generosidad del mecenas de la ciencia y de las artes, aunque su estricto y severo espíritu se resistiera a aceptar las geniales estridencias del Greco, p. ej., prefiriendo a mediocres artistas italianos. La tendencia al aislamiento, que parece proceder de su padre, le llevó a escoger como lugar de retiro el palacio de El Escorial (v.), a la vez monasterio e iglesia, mausoleo de sus antepasados, biblioteca y museo. Su mole, de colosales proporciones, así como la severa simetría de sus líneas, encajan perfectamente con el grandioso paisaje de la sierra de Guadarrama y simbolizan el espíritu tenaz y recio del monarca, sólido soporte de una autoridad al servicio de la fe.
     
      2. Gobierno interior. En el gobierno de su reino, Felipe II mostró una aplicación y un interés fuera de lo común. Era, a diferencia de su padre, rey caballero, un burócrata. Nunca gustó de la milicia, ni apenas supo del olor de la pólvora. Trabajaba infatigablemente en su despacho, leyendo y anotando cartas e informes de embajadores, virreyes y consejeros, con una constancia ejemplar. No escapaban a su atención los más nimios detalles; los documentos aparecen frecuentemente anotados de su mano, con su letra picuda y desgarbada, pidiendo aclaraciones, rectificando errores, incluso caligráficos, o matizando expresiones de los secretarios. Todos los que conocieron de cerca a este rey hablan de un monarca minucioso y papelero. Esta meticulosidad escondía un vicio temperamental que sería de graves consecuencias: la irresolución. Su mente vacilaba al estudiar los asuntos, y, antes de decidirse, requería numerosos pareceres y opiniones, que retrasaban la decisión y hacían perder en muchos casos el momento oportuno. Es justo señalar, no obstante, que eran múltiples y muy complejos los problemas que había que resolver y que, por tanto, hacían fatigosa y de gran responsabilidad la función del soberano. A esta irresolución responde el calificativo de Rey Prudente con que le conoce la posteridad. Más que a su prudencia en el sentido de virtud positiva, alude a esta maduración excesiva de los negocios, que acababa por desflorarlos.
     
      La suspicacia y autodefensa con respecto a personalidades fuertes es otro rasgo de su carácter, que le llevaron a confiar en servidores dóciles y a procurar el consejo de personas de distintas calidades. El secretario de confianza fue el clérigo Gonzalo Pérez, notable humanista, hasta su muerte en 1566, y, desde ese año, su hijo adulterino Antonio Pérez, y Gabriel de Zayas. Los negocios se habían dividido para su mejor expedición en dos departamentos: los de Francia, Inglaterra, Alemania, es decir, los del Norte, que llevaba Zayas, eclesiástico también, hombre honrado y fiel, que había sido colaborador de Gonzalo Pérez, mientras que los de Italia, que abarcaban todo el ámbito mediterráneo, quedaban en manos de Antonio Pérez. Preso éste en 1579, le sustituyó en los negocios de Italia Juan de Idiáquez, también vasco, que asumió además los asuntos del Norte, anciano ya Gabriel de Zayas. Estos secretarios tuvieron gran intervención en los negocios de Estado.
     
      En los primeros años del reinado parecen dibujarse entre los consejeros dos facciones, la de los Mendoza, en torno a la figura de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, íntimo del rey desde su juventud y de temperamento moderado y abierto, y la de los Toledo, agrupados tras del tercer duque de Alba, Fernando de Toledo, enérgico y defensor de la política de dureza. Sin embargo, aunque algunos embajadores extranjeros se hacen eco de las intrigas de estas dos facciones sobre la persona real, la realidad de los hechos no parece confirmar siempre estas suposiciones. El duque de Alba, p. ej., sería el más opuesto a la ruptura con Inglaterra en los años sesenta, no obstante las inclinaciones de Felipe 11 y de sus consejeros en España. Nombrado el duque de Alba gobernador de los Países Bajos en 1567, y fallecido el príncipe de Eboli en 1573, es Antonio Pérez quien va ocupando un papel influyente en el ánimo real. El duque de Alba, no obstante, será llamado en momentos difíciles y su consejo será escuchado siempre. La caída de Antonio Pérez, en 1579, al descubrirse sus manejos en la concesión de mercedes y cargos, y probablemente su actitud desleal en los mismos negocios de Estado, movido por la ambición de dinero y el medro personal, amparado por la princesa de pboli, viuda de Ruy Gómez, dio paso a Granvela (v.). Llamado urgentemente de Nápoles, el cardenal desempeñó lo que llamaríamos el cargo de primer ministro hasta 1585, en que se formó una junta de Estado en la que entraron Cristót•31 de Moura, los condes de Chinchón y Barajas, el eclesiástico Mateo Vázquez y Juan de Idiáquez, que había sido el sustituto de Antonio Pérez en la secretaría de Estado. Estos personajes llevan los negocios en los últimos años del reinado.
     
      En el aspecto interno, Felipe II organizó su enorme imperio sobre los principios básicos que su padre había establecido. Se trataba de un mosaico de Estados y territorios heterogéneos: reinos de España (Castilla, Navarra, Aragón y sus dependencias de Rosellón y Baleares), plazas del norte de África (Orán, Bugía, Túnez), islas Canarias, territorios italianos (Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán), países hereditarios de la casa de Borgoña (Flandes, Franco-Condado), América, desde Nueva España (México) al estrecho de Magallanes, territorios índicos, como las Filipinas. Desde 1580, con la anexión de Portugal, se incorporan a este vastísimo imperio el Brasil y los territorios e islas asiáticos y africanos. Verdaderamente era cierta aquella exclamación altiva de los españoles de la decimosexta centuria de que en sus dominios nunca se ponía el sol. Cada una de estas unidades políticas integrantes del imperio español conservó su autonomía, quedando vinculados únicamente por la persona del soberano. Sin embargo, tanto por su nacimiento, como por su carácter y las circunstancias distintas del tiempo que le tocó vivir, Felipe 11 se centró en su tarea de gobierno sobre los reinos castellanos. La elección, ya en 1561, de Madrid, centro geográfico de España, como capital, tendría consecuencias importantes en orden a esta tendencia centralizadora. A diferencia de su padre, Felipe II viajó poco y sólo en contadas ocasiones visitó los distintos territorios de su imperio. Desde que regresó de Flandes en 1559, no salió de España. Varias veces prometió volver para aplacar con su presencia el descontento, pero nunca se decidió. En 1564 visitó Barcelona, Córdoba en 1570, Lisboa en 1582-83, las capitales de la corona de Aragón en 1585, y nuevamente Zaragoza en 1592. La mayor parte de su largo reinado la pasó en Castilla, en torno a Madrid y en sus residencias temporales del Pardo, Aranjuez, La Granja o El Escorial.
     
      Insensiblemente, la tendencia hacia la centralización, natural en la época en que se edificaba el Estado moderno, se orienta hacia una paralela castellanización; o, por mejor decir, se intenta realizar a través de ésta. La españolización, vista desde el centro del imperio, la Península, se transforma en una castellanización. Con su habitual residencia en Madrid, los consejos se burocratizan y castellanizan. Por ello fueron continuas las quejas de los súbditos no castellanos, especialmente aragoneses y catalanes, contra el centralismo y la creciente influencia de la aristocracia castellana en el gobierno, aunque Felipe II tuvo buen cuidado de no excederse. Al anexionar Portugal, procedió con gran respeto hacia la autonomía portuguesa y en las Cortes de Thomar, en 1581, juró respetar los usos y tradiciones del país y confiar siempre los cargos políticos y administrativos a portugueses. Una manifestación violenta de esta tensión anticastellana tuvo lugar en Aragón, donde existía un campo abonado de revueltas entre la nobleza autóctona, que protegía por interés propio a los moriscos y los cristianos viejos. Escapado Antonio Pérez de la cárcel de Madrid, se refugió en Zaragoza, para acogerse al privilegio aragonés de «manifestación». Felipe II, irritado por la fuga de una persona tan comprometida, intentó en vano transferir el asunto a la jurisdicción del Santo Oficio. La nobleza, los magistrados y el pueblo se levantaron contra lo que se consideraba un atropello de los fueros aragoneses, y el soberano se vio obligado a ordenar que un ejército entrara en Aragón, en octubre de 1591. Aunque actuó con rigor, Felipe 11 no quiso aprovechar tan excelente ocasión para acabar con la constitución aragonesa; únicamente, a través de las Cortes de Tarazona de 1592, realizó algunos ligeros retoques.
     
      Otro ejemplo de la autoridad inflexible de Felipe II afectó al desgraciado príncipe D. Carlos. El rey, conscier:te de que era una personalidad tarada, había retrasado su reconocimiento oficial como heredero de la corona y, con diversos pretextos, rehusaba los partidos matrimoniales que se le ofrecieron. Era natural que el príncipe concibiera sentimientos hostiles a su padre, que se agravaron tras un fuerte golpe recibido en una caída (1562). Los contradictores de la política de Felipe 11 en Flandes trataron de utilizarle, o, por lo menos, tuvo el rey sospechas de ello. Con ocasión de un intento de escapada del príncipe, fue recluido en palacio, donde falleció a los pocos meses (julio 1568), víctima de su irritación y de sus excesos, y no de envenamiento como se publicó por los enemigos del monarca. Este episodio, uno de los más discutidos del reinado, es imposible de dilucidar por falta de elementos de juicio. Con todo, parece que el soberano se comportó con excesivo rigor.
     
      Felipe 11, que era sinceramente piadoso, y estaba plenamente imbuido de sus obligaciones de rey cristiano, cuidó con todo interés del mantenimiento de la ortodoxia y del bien de la Iglesia. Prestó decidido apoyo a la obra de terminación del Conc. de Trento (v.), que, gracias a sus presiones sobre los príncipes cristianos y sobre el mismo Papa, pudo clausurarse en 1562. En sus reinos cuidó de aplicar íntegramente los cánones tridentinos y facilitar la obra de renovación religiosa prescrita por el Concilio. Ante la difusión de la herejía por Europa mantuvo una actitud restrictiva; impuso una especie de cordón sanitario contra la entrada de libros heréticos y sospechosos que la Inquisición (v.) se preocupó de manera especial de perseguir por todas las vías; aplicó la censura a las publicaciones dentro del país y el inquisidor general, arzobispo Alfonso de Valdés, publicó un famoso Indice Expurgatorio, en 1559, por el que se excluían de la circulación libros hasta entonces difundidos; se prohibió también estudiar en ciertas universidades extranjeras (1559). Esta última medida, que tanto se ha aireado, respondía a una realidad evidente: el peligro real que suponía estar en contacto con algunos centros universitarios extranjeros, aunque, por otra parte, nunca fue efectivamente aplicada. Los brotes protestantes o filoprotestantes de Sevilla y Valladolid, en 1558-59, son un exponente de la existencia de una corriente de ideas relativamente extensa, incubadas en los años anteriores al calor del erasmismo, y que desde el punto de vista político, al mismo tiempo que del puramente religioso, constituían un evidente peligro para un Gobierno que había acogido la línea de la estricta ortodoxia. Así se explica el rigor de la Inquisición, una de cuyas más discutidas manifestaciones fue el proceso de fray Bartolomé de Carranza, predicador predilecto de Felipe II en los primeros años, arzobispo primado de España, que a los pocos meses de haber tomado posesión de su sede toledana, en 1559, fue denunciado ante la Inquisición. Es cierto que en este desdichado proceso se mezclaron miserias humanas, provocadas por la envidia de su situación, y una cuestión de competencia entre la Santa Sede y el Santo Oficio, que hizo prolongar abusivamente el proceso hasta la muerte del infeliz prelado (1576). En el saldo positivo de la política religiosa de Felipe II debe contarse la ausencia de crueles guerras por motivos de fe y, sobre todo, la gran renovación espiritual que tuvo lugar en la esfera religiosa, sin duda apoyada por la actitud protectora de las leyes. Numerosos obispos fueron ejemplo de celo pastoral y se preocuparon por la renovación de la piedad en sus diócesis, surgieron reformadores ilustres, como S. Teresa y S. Juan de la Cruz que hicieron reflorecer la observancia carmelitana; o nuevas fundaciones, como los Hermanos de la Caridad de S. Juan de Dios; una ola de escritores ascéticos y místicos constituyen una importante contribución española a la historia de la literatura religiosa (V. ESPIRITUALIDAD, LITERATURA DE II); la misma moral pública y privada, el sentimiento religioso y las costumbres, no obstante los claroscuros y pintoresquismos de una literatura, como la del Siglo de Oro español (v.), interesada en resaltar los aspectos que se prestan a lo curioso y llamativo, son prueba inequívoca de la renovación espiritual producida en aquellos años del reinado de Felipe II.
     
      Problema más de orden interno que religioso es el de la rebelión de los moriscos granadinos. Las disputas de jurisdicción entre la Audiencia de Granada, que representaba el centralismo real, y algunos nobles granadinos, afectó a los moriscos (v.), colocados entre uno y otro poder. Para recortar el poder de los grandes señores, la Audiencia exigió la devolución de tierras incautadas, que eran precisamente las cultivadas por los moriscos. Se produjo así la rebelión en La Alpujarra (julio 1568-octubre 1570), que hubo de acabar Juan de Austria (v.). La represión real, en el momento de la presión turca y berberisca en el Mediterráneo fue dura. Entre 60 y 100.000 moriscos granadinos fueron llevados a diversos lugares de Castilla, y los lugares abandonados por ellos fueron en parte llenados por colonos procedentes del Norte, gallegos y asturianos sobre todo.
     
      En el aspecto financiero, las dificultades y las preocupaciones fueron constantes. El problema, sin embargo, venía ya de atrás. Las guerras de Carlos V habían esquilmado al fisco y, al abdicar, el Emperador había dejado una pesada carga a su hijo. En 1557, al hacerse cargo del gobierno, Felipe II se vio obligado a decretar suspensión de pagos, aprovechando la ocasión para realizar lo que hoy diríamos una conversión de la deuda flotante en consolidada. Pero como las guerras no cesaron, sino que en los a. 70 se incrementan, en 1575 fue preciso realizar una segunda conversión de la deuda; la suspensión de los compromisos pendientes por parte de la corona. Para mejorar la situación se elevaron los impuestos; en las Cortes castellanas de 1575 se solicitó un aumento de la tributación, que llegó al cuádruple de la suma recaudada a comienzos del siglo. Aunque se lograra de las dóciles Cortes, indefensas ante el soberano, el cobro de los impuestos fue tan dificultoso en un país empobrecido, que hubo de darse marcha atrás y reducir en una cuarta parte el tipo impositivo. Afortunadamente, en los a. 80 y 90 las remesas de metales preciosos indianos alcanzaron cifras hasta entonces no conocidas y, con este aliento, pudieron sostenerse la guerra de Flandes, la ayuda a los católicos franceses y la expedición de la Invencible. No obstante, los gastos de esta política intervencionista fueron tan cuantiosos, que en 1596, por vez tercera, hubo de llegarse a la suspensión de asignaciones y pagos, y la reorganización de la deuda. Estas dificultades financieras, que se entreveran durante todo el largo reinado, constituyen un estorbo notable de la política exterior, no siempre adecuadamente valorado. Las demoras en el pago de las soldadas de las tropas provocaron entorpecimientos en los planes estratégicos, p. ej., en Flandes, y llevaron en ocasiones a tristes episodios como el de la «furia española» o el saqueo de la ciudad de Amberes, en noviembre de 1576, que concitaron el odio de la población civil hacia la administración española.
     
      3. La política exterior. Aunque Felipe II no dispuso del título ni de la dignidad de Emperador, consciente de su papel fundamental, de hecho siguió las mismas directrices políticas que su padre: la búsqueda de la unidad cristiana y el apoyo de los intereses de la Iglesia. Es verdad que estos propósitos encajaban perfectamente con los intereses de preeminencia española en Europa, pero la realidad es que la situación religioso-política del momento era la responsable de ello. Ni Felipe II ni España lo habían buscado. Quizá sea un poco exagerada la afirmación del P. Luciano Serrano de que «se identificaron, por decirlo así, en la mente del monarca y de nuestro pueblo, los intereses de la Corona española con los de la religión católica, subordinando aquéllos a éstos cuando las críticas circunstancias y poderosas razones hubieran aconsejado y determinado a proceder contrario y prescindiendo de los intereses del Catolicismo a monarca menos religioso que Felipe Il» (Correspondencia diplomática entre España y la Santa Sede durante el pontificado de San Pío V, I, Madrid 1914, 6). Lo curioso es que este mismo punto de vista es el mantenido por algunos historiadores españoles de orientación liberal como Altamira, Sánchez Albornoz y aun Marañón. Frente a esta tesis se halla la de algunos historiadores, preferentemente extranjeros, que ha vuelto a exponer nuevamente el inglés J. Lynch. Felipe 11, más o menos inconsciente confundía los intereses de la religión con los de España, y por ello se halló a menudo en desacuerdo con el Papado.
     
      Felipe 11 procuró sacar partido de una situación que le era propicia y sería difícil reprocharle el haberlo hecho así, como haberse opuesto a los puntos de vista de la Santa Sede, que más de una vez actuó no como poder espiritual sino como fuerza política. Estos fueron los casos de Sixto V y Gregorio XIII y los «políticos» franceses. Incluso en la empresa de cruzada contra Inglaterra, patrocinada por S. Pío V, en los primeros a. 70, ha de tenerse en cuenta que si Felipe 11 resistió no es porque no la estimara justa, sino porque consideraba que no era el momento oportuno. Más tarde se decidiría a emprenderla.
     
      La política de Felipe 11 fue siempre conservadora, defensiva. Cuantas veces intervino fue forzado por las circunstancias, comprometido por el curso de los acontecimientos. Dogma esencial de Felipe II era la conservación de su vasto imperio y el mantenimiento de la paz interna, subordinada ésta a la unanimidad religiosa. La expansión del protestantismo, en especial de la revolución calvinista, provocó una serie de tensiones nacionalistas y sociales, aprovechadas por fuerzas inquietas y perturbadoras. Por ello, en el ánimo de Felipe II la difusión de la nueva religión era sinónima de levantamientos, alteraciones y tumultos. Tenemos numerosos testimonios de ello, p. ej., en Francia, nunca habla de herejes, sino más bien de rebeldes, pues es más esta última condición lo que le preocupa y la que le obliga a una intervención del poder público. Probablemente en su íntimo pensamiento consideraba que la religión era, en la mayor parte de los casos, un pretexto utilizado por quienes trataban de alterar el orden político-social en su propio beneficio. ¿Ha caído alguien en la cuenta de que esta postura de la España de Felipe 11 se asemeja enteramente a la de los Estados Unidos en los momentos actuales, sin más que cambiar protestantismo por comunismo y salvando las distancias de tiempo? Quizá sea por esta similitud como podemos comprender más exactamente el compromiso español y la actitud de los españoles del xvi.
     
      La política defensiva, la decisión de intervenir adonde era llamado por los acontecimientos, donde se promovían dificultades o alborotos, constituía de hecho la gran debilidad del imperio filipino. Con razón Fernand Braudel ha puesto de relieve con singular agudeza, que el problema de la España de Felipe 11 «era un problema de transportes», es decir, que la magnitud de su imperio, tan heterogéneo y deslavazado, al tiempo que su poder era también su debilidad, puesto que las necesidades de defensa estaban estrechamente ligadas a las comunicaciones de noticias, a los transportes de dinero y de tropas y a los desplazamientos de fuerzas navales. Si a estas dificultades unimos las ya dichas de orden financiero, podemos darnos cuenta que Felipe 11 luchaba abocado, a la larga, al fracaso. Toda una barrera de enemigos estaba frente a él y, por si fuera poco, la evolución del mundo caminaba en sentido opuesto a sus principios y puntos de vista. El fenómeno religioso iba a perder importancia y relieve, y la idea de la convivencia de las distintas confesiones religiosas acabaría por imponerse. Los intereses políticos, entendiendo en este término todo orden de intereses temporales, se subordinarían a los intereses de orden religioso, de orden espiritual. Se explica así fácilmente el fracaso político español, tras de todo un reinado de lucha defensiva.
     
      La idea estratégica fundamental de la España del s. xvi consistía en Occidente en procurar el control de Francia, mediante la alianza con Inglaterra y el respaldo del Imperio, y en el Mediterráneo, apoyándose en una Italia dócil y en las plazas fuertes africanas, la libertad de tráfico y navegación. Pero el desarrollo del protestantismo en el Norte y la expansión del Islam en el Mediterráneo fueron los dos nuevos elementos que se opondrían a la consecución de aquellos objetivos, vitales para el mantenimiento de la paz y la preeminencia española en Europa. En una primera etapa, hasta 1566, los intereses defensivos españoles se dirigieron más bien hacia el área mediterránea. La paz de Cateau-Cambrésis (v.: abril 1559), negociada con Enrique II de Francia (v.), restableció el equilibrio en el Mediterráneo, alejando el peligro de la influencia francesa en Italia. En años sucesivos se realizaron expediciones de despeje del Mediterráneo occidental: a Dejerba en 1560, para recobrar Trípoli; en 1564 contra el Peñón de Vélez, y en 1565 la defensa de la isla de Malta del ataque de la imponente flota turca. De momento, nada quedó definido, pero el peligro se aplazó.
     
      Por entonces se planteaba el problema del Atlántico. En 1560 comienzan las guerras de religión en Francia y despunta el movimiento de rebeldía en los Países Bajos (v.). La actuación de los Países Bajos se halla íntimamente ligada a la de Francia y a la de Inglaterra. Catalina de Médicis (v.), que ocupaba el mando en Francia en su calidad de regente, procuró una política de balanza entre católicos y calvinistas, para impedir la perduración de la guerra, que sin embargo se reprodujo varias veces. Felipe 11, inquieto por sus fronteras españolas, y sobre todo por la ayuda que prestaban los hugonotes franceses a los calvinistas de Flandes, intervino en apoyo de los católicos y trató de forzar a su suegra a una política decididamente católica. En Inglaterra, Isabel 1 (v.) mantuvo una actitud ambigua primero y de apoyo a los rebeldes religiosos franceses y flamencos, más tarde, teniendo Felipe lI que tolerar su actitud, pues no quería comprometerse a luchar en todos los frentes. Sin embargo, a partir de 1566, cuando la insurrección de Flandes se complica, Isabel de Inglaterra decide apoyar a los rebeldes flamencos, haciéndose muy difícil para España la nueva situación.
     
      En 1568 el apresamiento de varios navíos que llevaban dinero para las tropas españolas del duque de Alba, obligados a acogerse en puertos ingleses, fue el comienzo del cierre del Canal. Controlada por los ingleses la ruta Cantábrico-Amberes, eje económico y estratégico fundamental, quedó el Canal perdido para España. En adelante habrá que utilizar la vía, mucho más larga, del Mediterráneo, hasta Génova, y, después, por tierra, por Milán, Piamonte, Franco-Condado y Lorena, hasta Bruselas. Con respecto a Catalina de Médicis, cuando los asuntos de Flandes e Inglaterra se complicaron, la presión se acentuó. Por un momento pareció lograr su frutos: la reina madre, consiente la matanza de hugonotes de la noche de San Bartolomé (v.; 24 ag. 1572), con lo que, a la corta, la presión sobre Flandes se suaviza. Sin embargo, pronto volvió Catalina de Médicis a su política de balanza, mientras Inglaterra mantiene decididamente la lucha marítima contra España y apoya claramente a los rebeldes de Flandes (v. PAíSES BAJOS, GUERRA DE LOS). En 1576-78, años de gobierno de Juan de Austria en Flandes, se proyecta una expedición contra Inglaterra, apoyada por los católicos ingleses y franceses, que desean casar al hermano de Felipe II con María Estuardo, reina de Escocia y heredera del trono inglés, con el favor de S. Pío V. Felipe II no vio con buenos ojos esta empresa, más que por recelo hacia D. Juan, como se ha dicho, por no parecerle bien planteada.
     
      En los a. 80 la orientación atlántica de la política española se afirma. El peligro turco en el Mediterráneo había sido salvado por la victoria de Lepanto (v.; octubre 1571), aunque la Santa Liga se deshizo por la defección veneciana: Y la situación quedó nuevamente inestable. Pero al plantearse en 1580 la sucesión a la corona portuguesa, Felipe II mostró una actitud decidida y se anexionó Portugal. El poderío español bascula hacia el Atlántico y entonces se decide la expedición contra Inglaterra. En Francia, Felipe II se ha convencido de que ha de contar con los católicos, al margen del soberano Enrique III, cuyo presunto heredero es un rey hugonote (Enrique de Borbón, futuro Enrique IV). Entonces prepara un golpe interior en Inglaterra en favor de María Estuardo, apoyándose en los católicos. El fracaso de esta conspiración le obliga a una intervención abierta. La Invencible (unos 130 barcos y 30.000 hombres) está pronta para zarpar; únicamente espera el levantamiento de la Liga Católica en Francia, movida por los embajadores y el dinero españoles, que tendrá ocupado al rey, obligándole a no estorbar el paso de la poderosa flota y el embarque de las tropas preparadas por Alejandro Farnesio en Dunkerque. Todo había sido perfectamente dispuesto, pero la lentitud de los preparativos, la disparidad de criterio de Farnesio respecto al embarque y, sobre todo, la hábil maniobra de los navíos ingleses, más adecuados a aquellos mares y contando con puertos de refugio cercanos, ayudados por el temporal, hicieron fracasar la colosal empresa (verano 1588).
     
      El fracaso de la Invencible dio un refuerzo moral a los ingleses, holandeses y franceses. Los navíos británicos se atrevieron a atacar los mismos puertos españoles, como La Coruña, Lisboa o Cádiz. Felipe II se empeñó en la conquista del trono francés, para eliminar al mismo tiempo a Enrique de Borbón y dar el golpe definitivo a Isabel de Inglaterra. Aparte de la ayuda financiera a la Liga, las tropas de Farnesio entraron dos veces, en 1589 y 1592, para desbloquear París, sitiado por el Borbón. Sin embargo, la propuesta de una reina española -Isabel Clara Eugenia, la hija predilecta de Felipe II- no agradaba a los franceses y, por otra parte, la notable personalidad del Borbón se captó a todos, sobre todo cuando decidió aceptar el catolicismo, animado por el papa Gregorio XIII, que temía el engrandecimiento español y la división de Francia. Concluido sin esperanzas el episodio francés, la empresa inglesa resultaba imposible, la suerte de Flandes estaba echada, y no se buscaba ya más que una solución. En 1598, por el tratado de Vervins, cuando Felipe II acababa de agonizar, se ajustaba la paz con Francia y se aprovechaba para transferir la soberanía de Flandes a Isabel Clara Eugenia, que casó con el archiduque Alberto de Austria, esperando así una más fácil solución del problema. La guerra con Inglaterra continuaría hasta 1604.
     
      El balance de la política mundial de Felipe II no parece, aparentemente, muy brillante, pero ha de hacerse teniendo en cuenta también lo que evitó: quebrar el poderío islámico en el Mediterráneo, conservar el catolicismo en Francia y en los Países Bajos meridionales, afianzar la Reforma Católica y contener el avance del protestantismo. Estos resultados son más de orden espiritual que de efectos prácticos; todo depende de la valoración que se les quiera dar.
     
     

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V. VÁZQUEZ DE PRADA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991