FEIJOO Y MONTENEGRO, FRAY BENITO JERÓNIMO


N. en Casdemiro (Orense) el 8 oct. 1676. En 1688 ingresó en la Orden Benedictina en el Monasterio de Samos (Orense). En 1726, llegado a la plena madurez de su pensamiento, empezó a publicar los discursos de Teatro crítico y no interrumpió su obra publicista hasta 1760, en que apareció el último tomo de las Cartas eruditas. Sus escritos, abiertamente polémicos desde el primer momento, representan uno de los aspectos más importantes de la Ilustración en España. M. en Oviedo el 26 dic. 1764.
     
      F. ejerció sobre la nación un magisterio no por discutido menos real. Habiendo desempeñado la cátedra de Teología en el Colegio de Oviedo y en su Universidad, y obtenido en aquél y ésta sucesivamente todas las cátedras, «desde la ínfima hasta la suprema», se levanta en plena madurez de su edad y de su pensamiento para discrepar abiertamente de la España de su tiempo y de su enseñanza en el triple aspecto del contenido, los métodos y la orientación.
     
      Temática de esta Pedagogía. El dualismo antagónico autoridad-razón extiende visiblemente sus raíces hasta tocar todas las cuestiones agitadas por la revisión general que acomete este periodo. Tanto el pensamiento del racionalismo como el de la Ilustración tenían que reelaborar sus posiciones con relación a este par de conceptos. Es el problema capital de la época.
     
      La lucha de la razón contra la autoridad se libró en tres etapas sucesivas: 1) contra la falsa autoridad del error y la superstición. Fue muy beneficiosa para el creyente, que en lo sucesivo se vería desembarazado de la no escasa ganga que oscurecía la pureza de su fe; 2) contra las autoridades tradicionales de la costumbre o el uso universalmente admitido. El deseo de ordenación racional de la sociedad que inspiró las revoluciones debe encuadrarse aquí, y también todo el individualismo naturalista de la educación; 3) contra la autoridad de la Iglesia. La educación jansenista es tributaria de este movimiento.
     
      El dualismo aludido fue también uno de los temas más favorecidos por la atención de F. Rompió lanzas meritísimamente en defensa del primer postulado. Participó de la lucha por el segundo, y acaso preparó el tercero tal como tuvo lugar en sus continuadores del último tercio de este siglo. Sin contar otras ocasiones, abordó este tema más de propósito en el discurso que titula Regla matemática de la fe humana. El tema le seduce y -excluido por definición cualquier contacto o roce con la revelación- se mueve en él con entera libertad. Toda la exposición no tiene más objeto que establecer cortapisas a la autoridad ejercida en el terreno científico. Es una discusión sobre la verosimilitud, una especie de pedagogía de la certeza. Comparando la irregularidad del dato aducido con la fidedignidad del sujeto, establece las que él llama Reglas de verosimilitud. En un acertado esbozo de psicología de las multitudes rechaza como más digno de fe el testimonio de varios y aun de muchos, sometiéndolo detenidamente a los finos dientes de su cuidadosa crítica. Esto le da ocasión para exponer una vez más su apartamiento de las mayorías, que siempre llama vulgo, incluyendo en esta denominación a todo el que no hace uso de su razón propia. F., por su parte, muy lejos de estar enfeudado en ningún sistema, antiguo ni moderno, deja bien patente su eclecticismo que, como el de Séneca, no se desdeña de aliena castra transire, porque le bastaba para sentirse seguro el culto indomeñable de la razón, según expresa en la frase que a Menéndez Pelayo tanto entusiasmaba: «Yo, ciudadano libre de la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre, con preferencia a toda autoridad privada, lo que me dictaren la experiencia y la razón».
     
      El gran magisterio de la experiencia. F. acusa poderosamente el influjo del desarrollo de las ciencias naturales en la filosofía moderna. Comprendió que nuevas formas del saber estaban alcanzando la autonomía científica, y que zonas hasta entonces despreciadas por una cultura humanístico-retórica estaban llamadas a ocupar el puesto de honor en el realismo, ya triunfante. Sobre todo, vio que problemas considerados hasta entonces como teóricos ofrecían ahora un aspecto práctico, incitante y prometedor. Pero quizá por esto mismo no percibió con bastante claridad que la evolución de los métodos científicos, que él hacía arrancar de Bacon, no se identifica con la filosofía. El programa de F. en este punto se concreta en una refutación del razonamiento silogístico y la correspondiente exaltación de los métodos experimentales. Apresurémonos a decir que las críticas dirigidas por los pensadores modernos contra el razonamiento silogístico no se refieren a su corrección, sino a su eficacia.
      F. no sólo acepta el silogismo, sino que lo utiliza, tanto para probar como para refutar verdades ya poseídas. Lo rehúsa, en cambio, como método de investigación. De acuerdo con esto tiene una interesante exposición apologética de la intuición sensible, que debe tenerse por la primera defensa de la intuición en el pensamiento pedagógico contemporáneo, por lo que a España se refiere. Está concebida en el sentido estrictamente visual propio de la corriente pedagógica de la Ilustración: «Son los ojos el órgano común del desengaño, y los oídos del embuste... Si todos los objetos fuesen visibles y estuviesen en proporcionada distancia, deberíamos apelar continuamente del informe de los oídos al de los ojos. Ver y creer, dice el adagio, y dice bien en cuanto es posible la práctica».
     
      Si bien toda su obra es una llamada a la experiencia, el asunto se halla particularmente desenvuelto en sus discursos sobre Lo que sobra y falta en la Física, Lo que sobra y falta en la enseñanza de la Medicina y El gran magisterio de la experiencia. Puede decirse que recoge las ya clásicas cautelas de Bacon contra los idola, que estorban la recta interpretación de la experiencia. El equipo conceptual con que se pertrecha no es, sin embargo, muy complicado, y mejor diríamos que peca de simplista. En cambio, es muy interesante el valor pedagógico que reconoce a la experiencia. Porque ésta exige, y por tanto desarrolla, la sagacidad para atinar en la elección y planteo del experimento; perspicacia para captar todas las circunstancias que pueden influir en él; constancia para realizarlo el número de veces necesario hasta obtener unos resultados válidos; precaución para desenmascarar cualquier factor aleatorio; raciocinio para comparar unos experimientos con otros, y diligencia para no concluir superficialmente una afirmación engañosa.
     
      F. fue, pues, uno de los primeros que destacó entre nosotros que el recto ejercicio de la experiencia requiere advertencia, reflexión, juicio y discurso; a veces en tanto grado, que todos los esfuerzos de la inteligencia no bastan para examinar completamente un solo fenómeno. Y en comprobación del aserto aduce lo ocurrido en la teoría de la luz, propuesta por Newton e impugnada por el italiano Rizetti sin que llegaran a un acuerdo, aunque confiese que por lo común no son las dificultades tan invencibles que no pueda superarlas el discurso, pues diligencia e ingenio, o si se quiere técnica y entendimiento, deben aliarse indefectiblemente para que cualquier experiencia sea aprovechable. Un rasgo típico de la pedagogía de la Ilustración, exaltadora de la razón por encima de la autoridad, es el desprecio de la memoria, supervalorada en la enseñanza anterior, y el aprecio del entendimiento. Naturalmente, también F. se pronunció contra la memoria.
     
      El método de la Naturaleza. Hemos aludido antes a la crítica de F. contra el silogismo. Ni ella, ni su decidida postura en pro de la experiencia, implican en modo alguno repudio del razonamiento. Significan más bien una inversión en el modo de investigar y exponer la verdad. Y acaso sea éste uno de los campos en que mejor se acusa la vena inglesa del pensamiento de F. Que el sabio benedictino se había apartado de las argumentaciones escolásticas de entonces, es indiscutible. Que sus construcciones le parecen vanas y quiméricas, no hay duda de ello, y lo manifiesta siempre que encuentra ocasión oportuna. Tal ocasión se le presenta con frecuencia. Pero no es su discrepancia con el aristotelismo lo que nos ayuda a situarle dentro de la corriente innovadora; para ello precisamos definirle en función de los modernos. A este fin son sus discrepancias con Descartes un dato de particular relieve. Para que no haya lugar a dudas, el mismo F. cuida de advertir cuando interpreta la fábula: «Colócase Cartesio entre los oyentes de Idearia porque no menos, antes más que los peripatéticos, quiso reglar toda la física, por imaginaciones e ideas». Con esto no hace más que sumarse a la repulsa general que la prueba empírica hizo sufrir al proyecto de física cartesiana. Sabíamos que el nuevo método que se buscaba no era la lógica de los escolásticos, ahora hemos de añadir que no es tampoco la suya la lógica cartesiana del concepto puro. Es otra lógica que se apoya en la evidencia experimental como punto de partida para todo ulterior razonamiento. Ahora bien: este camino tenía una amplia base de contacto con el Novum Organum de Bacon, que quiere se investigue según las leyes de la naturaleza y no del discurso.
     
     

BIBL.: Obras: Cartas eruditas y curiosas, 5 vols., Madrid 17421760; Teatro crítico universal o discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes, 8 vols., Madrid 1726-1740; Obras escogidas, Madrid 1883 (BAE 56).-Estudios: M. MORAYTA, El Padre Feijoo y sus obras, Valencia 1912; G. DELPY, L'Espagne et l'esprit européen, L'Oeuvre de Feijoo, París 1936; C. S. AMOR, Ideas pedagógicas de Feijoo, Madrid 1950; F. EGUIAGARAY, El P. Feijoo y la filosofía de la cultura de su época, Madrid 1964; A. ARDAO, La filosofía polémica de Feijoo, Buenos Aires 1962; A. GALINO, Tres hombres y un problema, Madrid 1953.

 

A. GALINO CARRILLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991