Fe. Teologia Moral.


    1. Necesidad de la fe para la salvación. Según la teología y la antropología bíblicas, Dios es el alfa y el omega, el soberano, el fin último de todo: «aquel por quien y para quien son todas las cosas» (Heb 2,10; cfr. 1 Cor 8,6). El hombre, por el contrario, es criatura, indigencia congénita, debilidad y no tiene ser y vida más que por Dios. Necesita el hombre tomar conciencia de su condición de creatura y aceptarla, ligarse a Dios para recibir de Él luz y fuerza, someterse a su autoridad; en eso está el comienzo y el progreso de la fe, en abdicar toda autonomía para apoyarse en Dios: «el hombre volverá a Aquel que lo ha creado» (Is 17,7).
     
      Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Me 1,15) y presenta siempre la fe como condición indispensable para entrar en el reino de los cielos; ya se trate de la curación corporal (Mt 9,22; Me 10,52; lo 11,25-27, etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso los Apóstoles ponen esta condición: «cree en el Señor y serás salvo» (Act 16,31).
     
      La fe divide a los hombres en función de su destino eterno: «el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará» (Me 16,15 ss.; lo 13,18); se trata, pues, de una condición indispensable y radicalmente necesaria para el estado de gracia: «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6); «la fe es fundamento de la salvación» (Heb 11,1). En la enseñanza de S. Pablo se ve cómo la justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom 1,17; 3,22 ss.; 5,1; Gal 2,10; 3,11; Philp 3,9; cfr. C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona 1971, 225 ss.).
     
      De modo que la fe es necesaria para la salvación y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El ¡Error!Marcador no definido. Trento afirma que la fe es «inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de Dios» (Denz.Sch. 1532) y el Conc. Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras, añade: «de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin» (Denz.Sch. 3012).
     
      La Teología, distinguiendo un hábito de fe (fe habitual) concedido por la gracia santificarte (también a los niños, por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquéllos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños para salvarse necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificarte (de ahí la obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.
     
      Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos no ha llegado la predicación o por otras razones. Éstos, ¿necesitan también de la fe para salvarse? Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la necesidad de la fe con la necesidad de aceptar explícitamente todo el Evangelio. Este tema ha sido afrontado repetidas veces por el Magisterio y resuelto: cfr. Denz. 1645-1647; Denz.Sch. 2865-2867; 2915-2917. El Conc. Vaticano II ha recogido claramente la doctrina sobre este punto, que puede resumirse así:
     
      a) Cristo es el único mediador y camino de salvación, que se hace presente a través de su Iglesia; b) Él, con palabras explícitas, declaró la necesidad de la fe y del Bautismo (cfr. Me 16,16; lo 3,5) y la necesidad de la Iglesia; c) es necesario que todos los hombres se conviertan a Cristo, conocido por la predicación de la Iglesia (esto justifica la actividad misionera de la Iglesia); d) no podrán salvarse aquellos que conociendo que la Iglesia Católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella; e) pero «quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocido mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». (Y se cita la epístola del Santo Oficio al obispo de Boston: Denz.Sch. 38693872); f) así, pues, «aunque Dios, por los caminos que Él sabe, puede traer a la fe... a los hombres que sin culpa propia desconocen el Evangelio», la Iglesia Católica, que tiene la plenitud de los medios de salvación, es necesaria para alcanzar la fe (cfr. Lumen gentium, 14-16; decr. Ad gentes, 7) (véase el tema más ampliamente en BAUTISMO in, 6; IGLESIA III, 2; RELIGIÓN III). Por lo demás, eso mismo descubre la razón. Supuesto el carácter sobrenatural de la gracia y de la vocación cristiana, es necesario que el hombre lo reconozca y lo acepte y esto es posible por medio de la fe, del abandono en la palabra de Dios: «La vida eterna es el fin sobrenatural, consistente en la visión de Dios, la cual no se alcanza sino mediante una disposición previa en esta vida. Ésta se cifra en la aceptación de ese orden sobrenatural por una participación incoada de esa vida eterna en este mundo, por el conocimiento de ese fin y la tendencia al mismo a través de medios proporcionados. Pero es imposible tender al fin sobrenatural sin el conocimiento del mismo, que nos es dado por la fe. Es, por tanto, la fe medio necesario, según el orden actual de la Providencia, para la incoación de la vida eterna en el alma y para la salvación. Pues es bien sabido que sólo en la fe, o aceptación de la revelación divina, se da un conocimiento imperfecto y oscuro, pero estrictamente sobrenatural del fin eterno, que sea principio de la justificación y de toda la vida divina participada» (T. Urdánoz, o. c. en bibl. 164-165).
     
      Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha preguntado sobre cuáles son las verdades que se deben creer como absolutamente indispensables para la salvación. Explícitamente, hay que creer al menos que Dios existe y es remunerador (cfr. Heb. 11,6) y a esas verdades se añaden, para los que quieren ser admitidos en el cristianismo, la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Cristo (cfr. Símbolo Quicumque: Denz.Sch. 75-76; Denz.Sch. 2164; 2380-81). Aunque esta segunda parte ha sido ocasión de disputas teológicas, es obvio que tratándose de temas tan importantes en los que está en juego la propia salvación, hay que estar por la opción más segura. Pero aparte de las verdades necesarias mínimas, el cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades reveladas por Cristo y propuestas por la Iglesia; de ahí que ésta, desde el principio, procuró expresar en conceptos el contenido de la fe y así surgieron los Símbolos (v. II). Se considera deber grave el conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y oración dominical. Pero implícitamente se debe creer toda la Revelación, es decir, lo que Dios ha manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la Iglesia para creer: «Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio» (Denz.Sch. 3011).
     
      2. Fe operativa. Siendo la fe el fundamento de la salvación, debe estar presente en toda la vida del cristiano, comprometiendo toda su existencia: «El justo vive de la fe» (Rom 1,17). «Creer no significa ponerse un traje que se lleva o se quita, que a veces se lava y de cuando en cuando se renueva, sino más bien: plantar una semilla, robustecerla y desarrollarla hasta convertirla en flor y en fruto» (R. Schnackenburg, en Creer hoy, Madrid 1967, 25). De modo que esta virtud debe inspirar toda la conducta del hombre dando sentido a su vida, al trabajo, a las relaciones sociales, etc. De ahí el grave deber de conocerla cada vez mejor y de conservarla siempre íntegra evitando prudentemente todo aquello que puede suponer un peligro para ella. Se han indicado como posibles peligros, entre otros, a veces el trato imprudente con los que no tienen la misma fe (herejes, acatólicos, comunistas, cte.), la lectura de libros contra la fe y la moral, la escuela llamada laica, neutra, acatólica o anticatólica, los matrimonios mixtos, etc. Sin que esas relaciones constituyan siempre un peligro (aunque algunas de ellas lo sean claramente como la escuela anticatólica o la lectura de libros que impugnan la doctrina cristiana, p. ej.), es claro que un católico tiene siempre el grave deber de evitar todo aquello que suponga un peligro próximo para su fe. El N. T. insiste en la necesidad de vigilancia frente a las insidias contra la fe de los enemigos de la verdad (cfr. Rom 16,17; 2 Cor 11,3; Eph 5,6-11; Col 2,6-8; 2 lo 7-11; cte.). En muchos casos, la Iglesia, inspirándose en la ley natural y en las enseñanzas evangélicas, ha dado normas precisas para su tutela. Recuérdese, p. ej., por citar sólo algunos documentos recientes, el Directorio Ad totam Eclessiam (14 mayo 1967) para la ejecución de lo que el Conc. Vaticano II promulgó sobre el ecumenismo, y la Declaración (17 en. 1970) del Secretariado para la unión de los cristianos sobre el mismo tema (v. ECUMENISMO); la doctrina sobre la educación cristiana (v. ENSEÑANZA II); la Instr. Matrimonii Sacramentum (18 mar. 1966) y el motu proprio Matrimonia Mixta (31 mar. 1970) sobre los matrimonios con no católicos (v. MATRIMONIO VII); los documentos sobre el marxismo (v. COMUNISMO III-v); el índice de libros prohibidos que sigue teniendo un valor moral indicativo (v. LECTURAS II-rii), etc. No se pueden ingenuamente desconocer o menospreciar estas normas que tienen como fin ayudar a los fieles para que actúen responsablemente y sin poner en peligro la propia fe, sin la cual caminarían a oscuras.
     
      Por lo demás actuando con prudencia, tales relaciones, en cristianos formados y con buena doctrina, pueden servir para acercar a muchas personas a Dios (v. APOSTOLADO; CARIDAD). Será la conciencia recta bien formada, que tiene en cuenta las exigencias de la fe y también las exigencias apostólicas de la vocación cristiana, la que determinará en casos dudosos la conducta a seguir. Teniendo presente el ejemplo de Cristo, que vino a salvar a todos los hombres, el cristiano debe impregnar de sentido apostólico todas las relaciones humanas, conviviendo con todos, mientras no ponga en peligro la propia fe y, por tanto, la propia salvación.
     
      Crecer en el conocimiento de la fe. El cristianismo es una vida, pero quien lo vive desea avanzar en el conocimiento de ese vivir: fides quaerens intellectum. La fe cristiana no separa doctrina y vida, no impide a la inteligencia el deseo vital de entender (cfr. Col 2,2-3). La fe, además de la actitud personal de entrega a Dios, tiene un contenido objetivo, que reúne un conjunto de verdades que el hombre debe aceptar: es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso naturales), que se debe conocer y vivir. Es lógico que el grado de conocimiento venga determinado por la capacidad de cada cristiano, aunque la Iglesia, como se ha visto, considera un mínimo de verdades necesarias, que deben conocerse para poder salvarse. Los laicos necesitan, dice el Conc. Vaticano II, «una sólida preparación doctrinal, teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición' y talento» (Apostolicam actuositatem, 29).
     
      Pues bien, el cristiano, una vez aceptado globalmente todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a la luz de la razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado. De modo que, de acuerdo con su edad, nivel cultural, cte., tiene el deber de adquirir una sólida formación doctrinal-religiosa, de llegar a un conocimiento cada vez más serio y hondo de las verdades de la fe (v. TEOLOGíA; sobre la dedicación de los laicos a la Teología, cfr. el interesante libro de R. Gómez Pérez Teología de la vida diaria, Madrid 1969). Lo exige el amor a Dios (cuando más se le conoce más se le ama), la defensa de la fe, la necesidad del apostolado, etc. «Profundizar en el conocimiento de lo que la fe nos presenta de modo oscuro, implícito, inicial es siempre un deber que hay que cumplir; deber tanto más urgente y más grato, cuanto no parte de la inseguridad, no camina sin dirección y sin guía; y que está alegre y continuamente dirigido a responder a la exhortación del apóstol Pablo, que quiere que nosotros `progresemos en el conocimiento de Dios' (Col 1,10) y del apóstol Pedro, que nos repite las mismas palabras: `creced en el conocimiento de Dios' (2 Pet 3,18)» (Paulo VI, aloc. 7 dic. 66).
     
      3. Confesión externa de la fe. El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su fe, como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: «el que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre» (Mt 10,32; cfr. Le 9,6; Rom 10,10). La Iglesia siempre lo consideró un deber, y los mártires (=testigos) son- demostración palpable de ese convencimiento. «El fin de la fe, dice S. Tomás, como el de las otras virtudes, debe referirse al de la caridad: el amor de Dios y del prójimo. Por eso, cuando el honor de Dios y la utilidad del prójimo lo exijan, no debe contentarse el hombre con unirse por su fe a la verdad divina, sino debe confesarla exteriormente» (Sum. Th. 2-2 q3 a2 adl). Se trata, pues, de un hecho razonable, exigido por la gloria de Dios que debe ser reconocida públicamente y por la naturaleza visible y social de la Iglesia, donde a la predicación pública del Evangelio debe corresponder una invocación pública del nombre del Señor (cfr. Rom 10,14).
     
      Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que exige no renegar de la propia fe, y otro positivo, que obliga a confesarla públicamente en determinadas circunstancias, concretamente, «siempre que su silencio, su tergiversación o manera de obrar lleven consigo la negación implícita de la fe, desprecio de la religión o escándalo del prójimo» (CIC, c. 1325); así ocurre cuando se es interrogado por pública autoridad (cfr. Denz.Sch. 2118), o cuando se deban cumplir determinados deberes religiosos (contraer matrimonio, p. ej.); también cuando lo exige el bien de la propia alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos, sobre todo, en los que el silencio podría poner en peligro la propia fe o producir escándalo. Existe también ese deber cuando, por ley eclesiástica, se manda una profesión de fe en ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia católica, Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía eclesiástica, etcétera (cfr. CIC, c. 1406, 2314). Sólo cuando haya graves motivos, causa justa y proporcionada se puede ocultar la propia fe o la pertenencia a la Iglesia (convertidos en ambiente hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun en esos casos, si se hace mediante negación implícita o con escándalo para el prójimo, esa ocultación puede ser pecaminosa.
     
      El cristiano debe dar constantemente testimonio de su fe: «Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,16). «Su fe no sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy justamente llamamos testimonio» (Paulo VI, aloe. 14 dic. 1966). Puede haber circunstancias en las que se podrá ocultar las propias creencias, pero lo ordinario será manifestarlas con las palabras y con la conducta. «El fiel vive en medio de la sociedad; debe, antes aun de desarrollar una labor apostólica activa, irradiar en torno suyo su secreto: su fe. Su vida debe verse concebida según la fórmula verdadera, buena, honesta, feliz, la de Cristo. Quien pensase esconder su personalidad cristiana por temor al ambiente profano en el cual vive, cedería a los respetos humanos, de vieja memoria, y merecería el reproche del Señor: `Mas a quien me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos' (Mt 10,33)» (Paulo VI, aloc. 14 dic. 1966). Siendo la fe principio de vida moral, entre sus manifestaciones obligadas deben encontrarse junto a la lucha personal (v. LUCHA ASCÉTICA) para conseguir la santidad (v. SANTIDAD Iv), su dimensión apostólica (v. APOSTOLADO) y su proyección social con el ejercicio de las virtudes cristianas: caridad (v.), justicia (v.), alegría (v.), gratitud (v.), sinceridad (v.), lealtad (v.), nobleza (v.), amistad (v.), templanza (v.), etc.
     
      Al cristiano nunca le es lícita la negación de la propia fe, ni directamente, por palabras, signos, gestos, escritos, ni indirectamente, por aquellas acciones que, sin indicar en sí mismas oposición a la fe, por las circunstancias en que se realizan, sin embargo, podrían interpretarse así; esto ocurre también cuando un creyente niega con su conducta práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus acciones (indiferencia, pecados personales o sociales) está negando la fe que dice profesar.
     
      4. La pérdida de la fe. Es éste un problema que en algunas épocas adquiere vastas dimensiones, cuando «muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión» (Gaudium et spes, 7) y el ateísmo (v.) se convierte en fenómeno de masas. Ciertamente el hombre por propia culpa puede perder la fe, don de Dios «condicionado» a una actitud humana de aceptación, de respuesta. De modo que la falta de correspondencia continuada puede llevar a la pérdida de la fe. En este proceso inciden diversas causas, entrecruzándose muchas situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, el relativismo histórico, el recelo frente al Magisterio de la Iglesia, los desórdenes morales, las dudas de fe, la influencia del ambiente, etc., unidas gran parte de las veces a la ignorancia religiosa.
     
      Entre todas, tal vez la más importante sea el desorden moral. Al estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última instancia por la gracia, es lógico que esté condicionado por las disposiciones morales del sujeto. La pérdida de la gracia, la voluntad orientada al mal, son serios obstáculos para el acto de fe. La enc. Humani generis señala el papel de la voluntad y de las pasiones en el juicio de credibilidad y afirma que «el hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad... puede resistir y rechazar las superiores inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas» (Denz.Sch. 3875-76). Es decir, la fe supone una actitud ética. Si falta la buena voluntad, la disposición de creer, no se aceptan ni siquiera los milagros. Tal actitud está condicionada por la mala conducta, en concreto por la situación habitual de pecado. Psicológicamente sucede además que al no ser soportable la discordancia entre lo que se confiesa con la boca y las obras que se realizan, la falta de rectitud en la voluntad requerirá, tarde o temprano, el concurso del entendimiento: la autojustificación. Y termina sucediendo que al no acomodar la vida a la fe, a la doctrina que se profesa, acaba acomodándose la doctrina a la conducta, rebajando, cuando no vaciando totalmente, el contenido de la fe.
     
      También se ha planteado el problema de si la fe puede perderse sin propia culpa: «Si el hereje o el infiel puede legítimamente dudar de sus creencias religiosas, iniciando así con la duda un itinerario interno que lo llevará a Cristo y a la Iglesia ¿por qué no podrá suceder algo análogo al católico en relación con su fe?» (Lanza-Palazzini, o. c. en bibl., 28). Es decir, ¿puede haber motivos serios, fundados, que lleven a un católico a dejar su fe? ¿Puede darse justa causa que lleve a alguien a abandonar la Iglesia? Este tema que preocupó a los teólogos a finales del s. xix se plantea de cuando en cuando por motivos de algunas defecciones más o menos clamorosas en la Iglesia Católica.
     
      Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Conc. Vaticano I, que afirma que «los que han recibido la fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe» (Denz.Sch. 3013; 3036). Los teólogos posteriores al Concilio interpretaron el texto unánimemente así: No existe causa objetivamente justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay causa justa en sí misma o motivo justo para la persona que lleve a abandonar la fe sin pecado. No quiere esto decir que el mismo acto con el que se abandona la fe sea pecaminoso (se puede tomar esa decisión sin tener culpa en ese momento), sino que en todo caso el católico que llega a esa situación lo hace como consecuencia de haber faltado a su conciencia en anteriores ocasiones.
     
      A finales del s. xix y comienzos del s. xx, sin embargo, los teólogos se dividen en el modo de interpretar la justa causa; unos interpretan que el Concilio se refiere sólo a los casos de causa objetivamente justa, pero que podía haber situaciones excepcionales en las que un católico, poco formado, podría abandonar su fe sin culpa personal. Eso dio lugar a una disputa teológica en la que interviníeron los teólogos y moralistas de la época (Vacant, Harent, Mausbach, Pesch, Hurth, etc.; un buen resumen puede verse en G. B. Guzzeti, Necesitá e perdida della fede, en Problemi e orientamenti di Teología dommatica II, Milán, 725 ss.). Como resumen, puede afirmarse que en la pérdida de la fe una culpa existe siempre, próxima o lejana. La defección de la verdadera fe está siempre condicionada por algún pecado. Muy frecuentemente es toda una serie de culpas y de graduales transiciones la que prepara la apostasía (v.). La dificultad vendrá a la hora de determinar en cada caso la gravedad de la culpa, pero eso pertenece ya al terreno de la conciencia personal, donde cada hombre se encuentra directamente -sin excusas, sin paliativos- con Dios. La solución de este intrincado problema dependerá en buena parte de un profundo análisis, bajo la guía de los principios teológicos, del concreto proceso psicológico que culmina en la pérdida de la fe.
     
      5. Pecados contra la fe. Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se puede pecar contra la obligación de creer (infidelidad, apostasía...), contra la obligación de confesar la fe (ocultación, negación de la fe), contra la obligación de acrecentarla (ignorancia religiosa) y de preservarla de los peligros. También puede pecarse por omisión (por no cumplir el deber de confesarla externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse...) y por actos contrarios a esta virtud (pecados de comisión); éstos pueden ser por exceso y por defecto. Hablando propiamente no hay pecados por exceso, ya que no se puede exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla así cuando se consideran como objeto de fe cosas que no caen dentro de él, como ocurre, p. ej., en la credulidad temeraria o en la superstición (v.), cuando se cree en falsas devociones, en lugares pseudo-milagrosos, horóscopos, etc,; también entran en este apartado la adivinación (v.) y el espiritismo (v.).
     
      Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la apostasía y la herejía, y a ellos suelen añadirse el cisma, el indiferentismo religioso, la duda positiva contra la fe y el ateísmo.
     
      La infidelidad es, en general, la ausencia de fe debida; en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que todavía no han recibido su hábito mediante el Bautismo (en el Derecho canónico el infiel es el no bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad negativa o material cuando no es culpable por provenir de ignorancia (paganos, p. ej.), infidelidad privativa debida a negligencia consciente y voluntaria e infidelidad positiva o formal cuando existe una oposición culpable a la fe. No es siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies se reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo. La afirmación de Bayo: «la infidelidad puramente negativa de aquellos a los cuales no ha sido predicado el Evangelio es pecado» fue condenada por Pío V (Denz.Sch. 1968).
     
      La infidelidad es el pecado del viejo paganismo (v. IDOLATRíA) y del neopaganismo de algunos sectores del mundo contemporáneo que niegan a Dios o no le dan el culto debido, etc.; también de aquellos que se apartan de la verdadera fe, como los apóstatas, herejes y cismáticos.
     
      Para el resto de los pecados contra la fe, v. los artículos correspondientes de esta Enciclopedia: APOSTASIA; ATEÍSMO; CISMA; HEREJÍA; FIDENMO Y TRADICIONALISMO; INDIFERENTISMO RELIGIOSO.
     
      V. t.: BAUTISMO 111, 5 y 6;CRISTIANISMO, 3;FIDELIDAD; IGLESIA III, 2; MÍSTICA II, 1.
     
     

M.A. MONGE SÁNCHEZ.

 

    BIBL.: Además de los manuales clásicos de moral (v. TEOLOGÍA MORAL), pueden verse: A. LANZA y P. PALAZZINI, Principios de Teología Moral, II, Madrid 1958, 13-38; A. Royo MARK, Teología moral para seglares, I, Madrid 1957; T. URDÁNOZ, Introducción a la Sum. Th., ed. bilingüe, t. VII, Madrid 1959, 160 ss.; 1. MAUSBACH y G. EMERCKE, Teología moral católica, II, Pamplona 1972; A. VAN KOL, Theologia moralis, II, Barcelona 1968.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991