Fe. Depósito de la

Teología Fundamental


    A. DEPÓSITO DE LA FE. 1. Delimitación del concepto. Se llama Depósito de la fe a la doctrina que Dios reveló y entregó a la Iglesia, Esposa de Cristo, para que la custodiase fielmente y la declarase infaliblemente (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020). Esta noción tiene no pocos aspectos que aluden a la significación jurídica de la palabra depósito. El término depósito es de origen jurídico; pero ya en el N. T. fue analógicamente aplicado a la doctrina de la fe (paratheke: 1 Tim 6,20; 2 Tim 1,13 ss.; en 2 Tim 1,12, depósito es el conjunto de méritos que S. Pablo espera haber reunido delante del Señor). Este uso teológico, con el sentido ya indicado de doctrina de la fe, pasa a los Santos Padres: S. Ireneo (Adversus haereses, 3,24,1), Tertuliano (De praescriptione haereticorum, 25,2 ss.), Clemente de Alejandría (Stromata, 6,15), Vicente de Lérins (Commonitorum, 22,1-4), etc. La expresión no aparece en la Teología medieval, en la cual, sin embargo, permanecen muy claras las afirmaciones doctrinales significadas por el término Depósito de la fe. Se hace de nuevo corriente a finales del s. xvi con motivo de la controversia protestante, y permanece ya desde entonces en la terminología técnica teológica. La expresión, como término teológico, es consagrada al ser incorporada a textos oficiales del magisterio eclesiástico: Conc. Vaticano 1, Const. dogmática Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020; Pío XII, enc. Humani generis: Denz.Sch. 3884; Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio: AAS 54 (1962) 792; Conc. Vaticano 11, Const. dogmática Lumen gentiuni, cap. 3, n° 25; Const. dogmática Dei Verbum, cap. 2, no 10; Paulo VI, Aloc. al Congreso de Teología de Roma, 1 oct. 1966: AAS 58 (1966) 891.
     
      Un estudio del sentido del término debe remontarse a su primitivo significado jurídico. Ese significado, tanto en el derecho judío veterotestamentario (Ex 22,6-12; Lev 5,21.23; Eccli 42,7; posteriormente en varios pasajes de la Misnáh), como entre los griegos (Aristóteles, Problemata, 29,2,6; Ethika Nikomacheia, 5,2,13; el cual coloca el contrato de depósito entre el préstamo y el arrendamiento) y en el derecho romano (Digesto, 16,3,1; 41,2,39; originariamente quizá ya en la Ley de las doce Tablas), supone que una persona (deponens) confía una cosa a otra (depositarius), de común acuerdo, para su conservación. El depósito no es una donación y la cosa depositada sigue siendo propiedad del deponens. El depositarius no puede comportarse como dueño de ella ni emplearla en su propio uso; su obligación primaria es la fidelidad en conservar el depósito y debe restituirlo en especie tan pronto como el deponens lo reclama.
     
      Aunque en el uso teológico del término haya que evitar la tentación de buscar una excesiva univocidad con esta noción jurídica (así, p. ej., en la Revelación la iniciativa es de Dios sin que preceda un previo acuerdo), muchos de sus elementos reaparecen en el concepto de Depósito de la fe. En él se alude, en primer lugar, a Dios como origen de la doctrina de la fe (v. 1-ti). La doctrina de la fe no es «una invención filosófica» (cfr. Vaticano 1, Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020); no es fruto de especulación humana, sino que se presenta como palabra de Dios (cfr. 1 Thes 2,13). La doctrina del cristianismo no es una filosofía, sino un mensaje de Dios (v. REVELACIóIV 11); más aún, la culminación de una larga historia de intervenciones de Dios en la historia con mensajes parciales, que eran preparación (pedagogo) de la plenitud de Revelación que se realiza en Cristo (Gal 3, 23 ss.): «Dios, que habló en el pasado a nuestros padres muchas veces y de muchas maneras por los profetas, ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1 ss.; cfr. Vaticano 11, Const. Dei Verbum, cap. 1, n° 3 ss.).
     
      2. Constitución del Depósito de la fe. Pero el depósito, en cuanto bien que ha de ser conservado sin alteración y del que el depositario no es dueño, se presenta como realidad cerrada en sí misma, especialmente cuando se trata del Depósito de la fe: siendo éste Palabra de Dios (v. PALABRA 11), cualquier adición nuestra a él le sería heterogénea. En este sentido, el Conc. Vaticano I oponía el Depósito de la fe a «una invención filosófica», a una doctrina «que ha de ser perfeccionada por humanos ingenios» (Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020). En la línea de mensajes de Dios, Cristo representa la última y definitiva Palabra. De la misma manera que en la Trinidad no hay más que un Hijo, y el Padre, después de habernos dado a su Hijo unigénito (cfr. lo 3,16), no tenía otro Hijo que darnos, así no hay más que un Verbo, una Palabra eterna y sustancial del Padre; es obvio que después de la Revelación que se realizó por el Verbo hecho carne (lo 1,14) no hubiera ulteriores mensajes públicos de Dios. Así es en efecto: «no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Vaticano II, Const. Dei Verbum, cap. 1, n° 4).
     
      Pero Cristo fue Revelación no sólo con sus palabras, sino también con sus obras, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección; con todas estas cosas nos manifiesta el designio salvífico de Dios (v. JESUCRISTO). Que «la economía de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente conexas entre sí», es doctrina expresa del Conc. Vaticano II (Const. Dei Verbum, cap. 1, n° 2; cfr. ib. n° 4); pero sólo la revelación por palabras es revelación formal (cfr. Modi ad num. 2,12). Dicho más claramente: mientras que las palabras son directamente manifestativas, las obras necesitan una interpretación de su sentido oculto. Esa interpretación hecha por hombres sería especulación humana; a lo sumo, trabajo teológico; pero la fe (v.) es aceptar un testimonio de Dios (lo 3, 11 ss. 32-36). Así mientras las palabras dichas por Dios pueden y deben sin más ser aceptadas por la fe, la interpretación del sentido de las obras de Cristo, si hubiera sido hecha por hombres, no podría ser objeto de un asentimiento de fe. Por eso, el mismo Cristo interpretó sus obras, y después de su resurrección siguió un periodo complementario, fundamental en la historia naciente de la Iglesia, en el que los Apóstoles (v.), como testigos auténticos y privilegiados, transmiten e interpretan el sentido de la vida, muerte y resurrección del Señor; pero esta interpretación fue hecha por Cristo mismo, por revelación de Dios, y así puede ser para nosotros mensaje de Dios y objeto de fe (V. BIBLIA III, 10-11). S. Pablo lo dice expresamente de su Evangelio, es decir, de su interpretación del sentido de la vida, muerte y resurrección de Jesús: «yo no lo aprendí de hombres, sino por revelación (apokalypsis) de Jesucristo» (Gal 1,12; cfr. 1, 16 ss.). Para que se pueda decir que esa interpretación se hizo por revelación de Dios, basta su inclusión en algún escrito canónico bajo la inspiración bíblica (V. BIBLIA II y III). En todo caso, con los Apóstoles y la Iglesia apostólica termina ese periodo constitucional de la Iglesia, que es también periodo de estructuración, bajo revelación de Dios, del sentido de las obras de Jesús.
     
      La Revelación de Cristo era la última y definitiva; pero se prolonga en un periodo de estructuración de aquella parte de ella -revelación por obras- que no era revelación formal. Terminado este periodo, la época revelacional se cierra. Así lo enseña la Iglesia al condenar la siguiente proposición: «La Revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no fue completa con los Apóstoles» (Decr. Lamentabili: Denz.Sch. 3421). Igualmente el Conc. de Trento coloca a los Apóstoles como punto de referencia para conservar «la pureza misma del Evangelio» (Denz.Sch. 1501). Esta persuasión no es reciente en la Iglesia; la conciencia de que con la época apostólica había terminado un periodo excepcional se da ya en la generación inmediatamente posterior. Los Padres apostólicos se consideran a sí mismos como distintos de los Apóstoles (S. Clemente Romano, Epistola, 1,42; S. Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, 4,3), y apelan a la doctrina apostólica (S. Clemente Romano, Epistola, 1,42,1 s.; S. Policarpo, Epistola, 7,2) como a un conjunto al que nada se puede añadir o quitar (Didaché 4,13; Pseudo-Bernabé, Epistola, 19,11). En todo este modo de expresarse está implícita la idea de depósito, como realidad cerrada e intangible; el término mismo no tardará en aparecer en la tradición patrística, con S. Ireneo y Tertuliano (pasajes ya citados), los cuales recogen así una expresión que se encontraba en S. Pablo, cuando exhorta a su colaborador Timoteo, que ha de ser su sucesor, con estas palabras: «guarda el depósito de la fe» (1 Tim 6,20); «toma como modelo las palabras verdaderas, que me has oído, en la fe y caridad que hay en Cristo Jesús; conserva el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 13 s.). Por otra parte, el mismo S. Pablo había rechazado enérgicamente cualquier «evangelio» distinto (no sólo contrario) del que él había predicado (Gal 1,8 s.). Todo ello no es sino exigencia de la fidelidad que el depositario debe al depósito.
     
      De aquí se sigue que, a partir de la primera generación posapostólica, el progreso dogmático (v. IV,D; cfr. Vaticano II, Const. Dei Verbum, cap. 2, n° 8) se entienda como progresiva posesión e inteligencia del depósito (progreso subjetivo) y no como adición de nuevas verdades a él (progreso objetivo); esta adición estaría en oposición con la idea de depósito «cerrado» y establecería una heterogeneidad de Palabra de Dios y palabras humanas en su interior. Es lo que el Conc. Vaticano I expresaba, apropiándose unas fórmulas de Vicente de Lérins (Commonitorium, 23,3): «por consiguiente [...1 crezca y progrese amplia y dilatadamente la inteligencia, la ciencia y la sabiduría, tanto de cada uno como de todos juntos, tanto de un solo hombre cuanto de toda la Iglesia, en el decurso de los siglos y de las edades, pero solamente en su propio género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia» (Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020).
     
      3. Depósito de la fe y Magisterio eclesiástico. La conservación del depósito es la primera obligación del depositario. Los Apóstoles lo han recibido del Señor. Pero teniendo en cuenta la brevedad de la vida humana y que el depósito ha de ser guardado hasta el fin de los tiempos, ya que hasta entonces ha de ser predicado (Mt 28,20), los Apóstoles transmiten eso mismo que recibieron del Señor (cfr. 1 Cor 11,23) y exhortan a la fidelidad a la tradición que ellos transmitieron (2 Thes 2,15; 3,6). La idea de tradición (parádosis recibida de Cristo y ulteriormente transmitida) es así esencial para la custodia del depósito (V. EVANGELIOS II).
     
      Sujeto de la conservación del depósito es la Iglesia toda; y para que este depósito sea conservado y transmitido fielmente, Jesucristo ha instituido un Magisterio (v.) vivo, dotado de la característica de la infalibilidad (v.), que corresponde personalmente a Pedro y a sus sucesores en el Primado (v.) romano.
     
      La custodia del Depósito corresponde a la Iglesia toda; decisivo para la formulación de esta verdad fue Vicente de Lérins: «¿Quién es ahora Timoteo, sino o en general la universal Iglesia o en particular todo el cuerpo de los jerarcas que no sólo deben poseer ellos la ciencia acabada del culto divino, sino también infundirla a los demás?» (Commonitorium, 22,2); estas palabras se encuentran en un contexto en el que se comenta 1 Tim 6,20; adviértase en ellas que el sujeto que ha de conservar el depósito no es sólo la jerarquía. La misma doctrina ha sido formulada explícitamente por el Conc. Vaticano 11: «Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración (cfr. Act 2,42 gr.), y así se realiza una maravillosa concordia de Pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (Dei Verbum, cap. 2, no 10).
     
      Con respecto al Depósito de la fe, las obligaciones de la Iglesia como «depositario» no se agotan con conservarlo; según el Conc. Vaticano 1, tal depósito ha sido entregado a la Iglesia también para que lo declare infaliblemente (cfr. Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3020). Esta segunda función representa una proclamación, que pertenece al oficio de enseñar propio del Papa (v.) y los Obispos (cfr. Vaticano II, Lumen gentium, cap. 3, n° 25). «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejercita en nombre de Jesucristo» (Vaticano II, Dei Verbum, cap. 2, n° 10).
     
      Peculiaridad, de suma importancia, del Depósito de la fe es que su fiel conservación (conservación que no excluye, sino que admite y supone un progreso en la inteligencia de su sentido a lo largo de la historia) y la interpretación de él están garantizadas por Dios. El tema de la conservación del depósito (y paralelamente el de su interpretación) se une así con el tema de la infalibilidad (v.) y con el de la asistencia del Espíritu Santo, que es la garantía y el origen de toda infalibilidad en la Iglesia. Tal infalibilidad se extiende a todo el sujeto que es depositario del depósito, es decir, a la Iglcnia Luda, aunque de diversa manera: así en el oficio de enseñar existe, en determinadas circunstancias, una infalibilidad del Papa y del magisterio universal de los Obispos en comunión con el Papa y entre sí (cfr. Vaticano 1, Const. Pastor aeternus, cap. 4: Denz.Sch. 3074 y Const. Dei Filius, cap. 3: Denz.Sch. 3011 respectivamente; para todo el tema, Vaticano II, Const. Lumen gentium, cap. 3, n° 25) también ha de ser afirmada con toda claridad una infalibilidad de los fieles, universalmente considerados, en su acto de creer: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cfr. 1 lo 2,20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando 'desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos' presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Vaticano 11, Lumen gentium, cap. 2, n° 12).
     
      Esta garantía de infalibilidad que, en las circunstancias indicadas, existe para el magisterio universal del Papa y de los Obispos, y para los fieles como colectividad estando también unidos al Romano Pontífice, no recae sobre ninguna persona particular (fuera del caso de las definiciones ex cathedra del Sumo Pontífice y de lo que atañe a la Jerarquía eclesiástica, v.). El depósito será conservado en la Iglesia, pero algún fiel concreto de ella puede faltar a la fidelidad debida a la conservación del depósito (V. HEREIíA; CISMA).
     
      Es interesante que filológicamente, tanto en la palabra griega pisos, como la latina lides, las ideas de fe y fidelidad vayan unidas; también pistós o fidelis lo mismo significan creyente que fiel (en castellano es la palabra fiel la que ha conservado esta dualidad de significado). Aun desde el punto de vista filológico, está justificada la doctrina de S. Tomás, que considera los diversos pecados contra la fe (también el pecado de herejía) como especies de la infidelidad (Sum. Th. 2-2 q l0 a5). El sentido de la ortodoxia es así el de fidelidad al depósito, mientras que toda heterodoxia es objetivamente una infidelidad al mismo.
     
      La infidelidad al depósito no se da solamente en la negación o adulteración total o parcial de él. No olvidemos que la conservación del depósito se realiza a través de su transmisión: una actitud que no transmitiera íntegro el depósito sería infiel a su conservación. Quizá es este punto especialmente delicado, cuando es muy viva la preocupación de transmitir el mensaje de modo perceptible para el hombre contemporáneo; tal preocupación, que estaba en los ideales señalados por Juan XXIII al Conc. Vaticano II (Discurso de apertura, 11 de oct. 1962: AAS 54, 1962, 792), es en sí misma muy justa. Respetando el contenido del depósito, el teólogo se esforzará por expresarlo de modo más inteligible; deberá, sin embargo, ser consciente de lo delicado de este esfuerzo, pues, como ha advertido Paulo VI (Alocución 5 de jul. 1967: L'Osservatore Romano, 6 jul. 1967, p. 1, col. 3), la expresión verbal no es absolutamente indispensable y puede ser traducida en otros términos; pero todo cambio, si no se hace con sumo cuidado y con mero sentido de traducción, oscurece e incluso cambia el contenido. También es necesario, a la luz del depósito, buscar y dar una respuesta a los problemas específicos de los hombres de nuestra época, como proclama programáticamente el Conc. Vaticano 11, en su Const. pastoral Gaudium el spes, no 3 ss.; pero estas preocupaciones pastorales auténticas no pueden llevar a comunicar sólo aquellos aspectos del depósito que se acomodan al hombre en un determinado momento y dejar caer o silenciar los que le resultan difíciles. Con ello, se elevaría al hombre a una especie de «categoría mítica», a la que se subordinaría la misma Palabra de Dios; el hombre sería norma de lo que la Palabra de Dios puede o no puede decir, de lo que de ella debe o no debe ser transmitido, cuando, en realidad, es la Palabra de Dios la que ha de ser regla y norma suprema para los hombres de todas las épocas. Por otra parte, siendo el hombre moderno un valor relativo v transitorio, como lo han sido los hombres de todas las demás épocas, tal subordinación llevaría a una relativización del mensaje, que sería interpretado en función de un valor variable.
     
      Los mismos principios de transmisión íntegra del depósito son esenciales en la concepción católica del diálogo ecuménico: «Es de todo punto necesario que se exponga claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino y cierto» (Vaticano I1, Decr. Unitatis redintegratio, cap. 2, n° 11). El teólogo, una vez distinguido lo que realmente pertenece al depósito de lo que no está objetivamente contenido en él ni tiene conexión necesaria con ese contenido, se esforzará por hacer más inteligible, a veces por relación con otras verdades del mensaje, todo aquello a lo que él debe fidelidad absoluta. Las verdades del mensaje se iluminan mutuamente y esa luz podrá hacerlas más perceptibles, en su auténtico sentido, a los cristianos separados (V. ECUMENISMO II).
     
      4. Contenido del Depósito de la fe. El contenido del depósito es descrito en las más antiguas fórmulas patrísticas y símbolos de fe (v. II), como la doctrina apostólica o la doctrina del Señor a través de los Apóstoles (p. ej., Clemente de Alejandría, Stromata, 6,15), es decir, es descrito con el concepto amplio de Tradición (v.), que objetivamente comprende también a la Escritura (v. REVELACIÓN III), pero que no la subraya por contraposición a un sentido más restringido de Tradición. Este concepto amplio de Tradición es frecuente en los primeros siglos; incluso es curioso que los Padres (v.) Apostólicos y los Apologistas, cuando citan cosas contenidas en el N. T., no ponen el acento en que están inspiradas, sino en su inclusión en el kerygma apostólico, en la predicación y exhortación de los Apóstoles. En todo caso, en Rufino (Apologia in S. Hieronymum, 2,33; 2,43) existen fórmulas en las que, de modo explícito, se llama a la Escritura el depósito que el Espíritu Santo ha confiado a la Iglesia. En realidad, el Depósito de la fe es, por una parte, sinónimo de Revelación transmitida por los Apóstoles (traditam per Apostolos revelationem seu depositum fidei: Vaticano I, Const. Pastor aeternus, cap. 4: Denz.Sch 3070), pero este concepto comprende la Sagrada Escritura y la Tradición en sentido estricto (cfr. ib.: Denz.Sch. 3069, donde se insiste en ambos elementos, como punto de referencia para las definiciones de fe); Pío XII lo formuló con estas palabras: «todo el Depósito de la fe, a saber, las Sagradas Escrituras y la divina Tradición» (enc. Humani generis: Denz.Sch. 3884). La relación de ambos elementos, Escritura y Tradición, dentro del depósito es una cuestión compleja, muy discutida recientemente y a la que el Conc. Vaticano II no ha querido dar una solución completa (cfr., sin embargo, Const. Dei Verbum, cap. 2, n° 9).
     
     

CÁNDIDO POZO.

 

    V. t.: REVELACIÓN III; TRADICIÓN; BIBLIA III, 10-11; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; PAPA; OBISPO; IGLESIA 111, 5. BIBL.: H. CAILLEMER y G. HUMBERT, Depositum, en Dictionnaire des antiquités grecques et romaines (Daremberg-Saglio), 2, 103 ss.; E. DUBLANCHY, Dépót de la foi, en DTC 4,526-531; 1. R. GEISELMANN, Depositum /idei, en LTK 3,236 ss.; A. LANG, Teología Fundamental, II, Madrid 1967, 237-255; P. MÉDEBIELLE, Dépót de la foi, en DB (Suppl.) 2,374-397; C. Pozo, Dogmenentwicklung, en Sacramentum mundi. Theologisehes Lexikon für die Praxis, 1,926-935; J. RANFT, Der Ursprung des katholischen Traditionsprinzips, Würzburg 1931; ID, Depositum, en Reallexikon für Antike und Christentum 3,778-784; C. SFicQ, Saint Paul et la lo¡ des dépóts, «Revue Biblique» 40 (1931) 481-502; ID, Saint Paul, Les épitres pastorales, 2 ed. París 1947, 327-335.-Sobre la doctrina del Conc. Vaticano II: E. STAKEMEIER, Die Konzi1skonstitution über die góttliche Offenbarung, Paderborn 1966; VARIOS (Betti-Florit-Grillmeier-Kerrigan-Latourelle-Randellini-Semmelroth), Commento alla Costituzione dogmatica sulla divina rivelazione, Milán 1966; M. NICOLAU, Escritura y Revelación según el Concilio, Madrid 1967; L. A. SCHOKEL (dir.), Comentarios a la Const. Dei Verbum sobre la divina revelación, Madrid 1969.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991