Virtud de la Fe.
1. Estructura de la virtud de la fe. Cuando se intenta estudiar la
fe en sí misma, es decir, la estructura y naturaleza de cada uno de
los elementos que la componen, conviene tener en cuenta que nos
referimos a una abstracción mental (hablamos aquí de la fe subjetiva;
v. 1v,A4). Propiamente hablando la fe en sí misma no existe; lo que
existe es la fe de Pedro y de Juan, de Pablo y de Andrés; la fe se
encuentra siempre vinculada, o vinculando, a una persona. Sin embargo,
esta observación no impide que se pueda prescindir de las especiales
características que reviste la virtud en cada ser humano para
considerar solamente aquello que tiene de común en todos y cada uno de
los creyentes. Precisamente al conjunto ordenado de los elementos
constitutivos de la fe que son comunes y se hallan en todos los
creyentes es a lo que damos el nombre de fe en sí misma.
Al estudiar cualquier realidad que forma parte de un todo, hay
que cuidar de no desgajarla de la totalidad de la cual es parte.
Separar un corazón del cuerpo con la pretensión de estudiarlo mejor
conduciría a un resultado contradictorio; de igual forma, si se separa
la fe de la vida humana de la que forma parte, se corre el riesgo de
entenderla mal. Al ser, lo mismo que cualquier otra virtud, principio
de operaciones, la fe que estudiamos no puede ser una fe muerta como
lo es el corazón que está sobre la mesa de disección; ha de ser una fe
viva, en plena actividad: un principio de operaciones cuyo cometido es
el de iluminar todo pensamiento, acción y deseo de la persona que la
posee. La fe no es una realidad simple y al intentar penetrar en su
estructura imaginemos la cantidad y heterogeneidad de elementos con
los que nos vamos a tropezar.
a. La fe es simultáneamente una virtud teologal y una virtud
personal. En la estructura de la fe se destacan dos aspectos: por una
parte la fe es teologal, por otra, es personal. Es teologal porque
tiene a Dios por objeto y viene de arriba, del Dios que se comunica a
sí mismo, y toda persona creyente si tiene fe es porque en ella se ha
producido como una nueva Pentecostés que le ha permitido ponerse en
contacto con todo ese mundo divino predicado por Jesucristo. Y es
personal porque exige la colaboración permanente de una decisión libre
del hombre a quien Dios hace creyente; siendo una virtud, demanda la
libre intervención y la puesta en práctica de la voluntad humana. Nada
está más lejos de la fe que un sentimiento religioso, o una vaga
aspiración religiosa de origen psicológico.
La complejidad de la fe no procede tanto de su aspecto teologal
como de su aspecto humano. Por parte de Dios las cosas son siempre muy
simples: Dios llama a todos los hombres a la gracia de la fe; este
llamamiento universal no permanece abstracto o inoperante, sino que se
dirige a todos y a cada uno de los hombres ya incitándoles a realizar
aquellas obras que les disponen para recibir la fe, ya ayudándoles a
permanecer y creer en ella una vez que la han alcanzado. La
armonización de la gracia con la naturaleza tampoco lleva consigo
ninguna complejidad por parte de Dios, aunque por parte de los hombres
nos hallamos ante uno de los problemas difíciles de la historia de la
teología (v. GRACIA). Sin embargo, la falta de complejidad con que
actúa la gracia respetando la libertad humana ha permitido a los
teólogos acuñar la fórmula «todo de Dios, todo del hombre», que
complementada con el ejemplo del hierro puesto al rojo vivo o con el
de la incandescencia del filamento, explican el modo como se opera
dicha cooperación. No habría incandescencia y, por consiguiente,
tampoco habría luz sin el concurso de la corriente eléctrica en la que
se simboliza la gracia; pero tampoco habría incandescencia ni luz si
el filamento se resistiera a dejar pasar por él a la corriente
(cooperación humana).
La complejidad de la fe echa sus raíces en la contribución
necesaria que el hombre debe prestar. Porque es el hombre como
totalidad, es decir, con la complejidad de todas sus potencias y
facultades organizadas, quien debe cooperar y no el hombre con su
razón sola, o su voluntad sola, o su afectividad sola. La fe, en su
vertiente personal, no excluye la razón, ni la libre voluntad, ni
tampoco el sentimiento, ni los impulsos de las facultades afectivas;
pero tampoco se identifica con ninguna de estas potencias particulares
del alma, ni con su actuación, sino que las incluye a ,todas e incluso
las supera. El hombre «cree con el corazón» (S. Agustín, Com. in
loannem, VI,43), pero con el «corazón» tal como es entendida esta
palabra en las S. E., es decir, el espíritu con toda su profundidad,
el lugar donde se unen todas las potencias del alma con la misma alma
en la que tienen su fuente. Además, la fe nace y crece en íntima
relación con los demás; sin entrar aquí, ahora, en la «sociabilidad»
de la naturaleza humana, hay que recordar que la fe se vive en la
Iglesia (v.), y en ella se hace fuerte.
b. La fe es luz. La S. E. y la doctrina de la Iglesia presentan
la fe con una iluminación especial del entendimiento mediante la cual
se perciben la realidad e intimidad de las cosas divinas. Ante esta
forma de concebir la fe surge inmediatamente una pregunta: considerar
la fe como luz, ¿no estará en contradicción con lo que se acaba de
afirmar al decir que la fe invade todas y cada una de las potencias
del alma? ¿O por lo menos no subrayará uno de sus elementos
constitutivos en detrimento de los demás, dando con ello la razón a
una teología excesivamente teñida de «racionalismo»? Se responde que
no, ya que el conocimiento -y la fe es ciertamente un conocimiento- es
una actividad vital, que une realmente al cognoscente con lo conocido.
Conviene además recordar que cabe distinguir entre un conocer
meramente teórico y un conocer que engendra el amor. El primero es
fruto del discurso y del estudio, el segundo, de vivir la realidad.
Una persona puede estudiar y discurrir sobre la amistad, p. ej., y
llegar a saber mucho respecto de este fenómeno humano; pero existe
otro modo mucho más vital para llegar a conocer la amistad:
viviéndola. Quien tiene amigos sabe muchas cosas de la amistad y
conoce muchos matices de ella a pesar de no haber leído ningún tratado
sobre el tema ni de haberse parado a reflexionar sobre los elementos
que integran su naturaleza. Y es evidente que su modo de llegar a
saber es diferente de aquel otro que se obtiene por el estudio. Uno y
otro conocimiento son luz para el entendimiento, pero el segundo es un
conocimiento más vivo, más connatural. Y si el que tiene amigos se
para a reflexionar y a estudiar lo que vive, su conocimiento de la
amistad será mucho más rico y matizado que el que haya podido adquirir
el primero sólo con el estudio.
Este modo de conocer como distinto del discursivo o teórico fue
descrito por S. Tomás, que lo llama unas veces «conocimiento afectivo»
(Sum. Th. 2-2 g162 a3 adl), otras «conocimiento por connaturalidad» (Sum.
Th. 1-2 q23 a4), y otras simplemente «conocimiento experimental» (Sum.
Th. 1-2 gll2 a5 adl). Para S. Tomás el conocimiento experimental lo
mismo puede darse en el orden natural que en el sobrenatural, si bien
el conocimiento «experimental sobrenatural» es producto de la gracia (Sum.
Th. 1-1 q64 a5 adl) y consecuencia evidente de la fe. En la fe el
hombre conoce la vida íntima de Dios y su designio amoroso para con
los hombres; el movimiento inicial implicado ya en la fe misma (plus
credulitatis affectus), aspira a desarrollarse a través de la caridad
hasta alcanzar esa sabiduría de los santos en la que el hombre, unido
a Dios, contempla a Dios y juzga de todas las cosas por connaturalidad
con lo divino (Sum. Th. 2-2 q45-46). Es, pues, el hombre entero con
todas sus potencias y facultades quien debe movilizarse si quiere
recibir el don pleno de la fe. No es la sola apertura de la razón, o
de la voluntad, o de la afectividad, sino la apertura de todo su ser
la que hará posible ese «encuentro personal con Dios» (Conc. Vaticano
II, Dei Verbum, 3 y 14).
c. Sobrenaturalidad y gratuidad de la fe. El hombre puede
prepararse para recibir el regalo sobrenatural de la fe mediante «la
perseverancia en el bien obrar» (Rom 2,6-7), pero por sí mismo, a
pesar de todas las buenas obras que realizara, nunca podría alcanzar
lo que la fe lleva consigo si no le fuese otorgado por Dios (cfr. Conc.
Orange II, can. 6: Denz.Sch. 376). Subrayando este carácter
sobrenatural y gratuito de la fe Schmaus ha escrito: «La participación
en la vida de Dios no sólo exige que Él se nos abra, sino que, a la
vez, nos capacite para participar de su vida (lo 1,12), que nos regale
una nueva capacidad de ver y oír. El hombre, de por sí, es
completamente impotente para penetrar en la vida trinitaria de Dios,
porque Dios, a pesar de la semejanza que tiene con el hombre, tiene
ser, pensamiento, vida y voluntad distinto de los del hombre».
2. Fe y Revelación. Los escritos del N. T. describen la gracia
de la fe como una «iluminación interior» que abre el corazón humano al
Evangelio (cfr. Mt 11,25; 16,17; Act 16,14; 1 Cor 1,10; 2 Cor 4,4-6;
Eph 1,17; 4,17-19; Col 1,21; 3,9-10); también como «facultad de
conocer» que dispone al hombre para la comunión de vida con Dios (1 lo
5,20). Como reconoce la exégesis bíblica y confirma el Magisterio de
la Iglesia (Conc. Orange II, cán. 3; Denz.Sch. 373; Vaticano 11, Lumen
gentium, 12; Dei Verbum, 5), estas fórmulas afirman que la gracia
tiene su repercusión en lo más profundo de la conciencia del hombre e
imprime a sus facultades una misteriosa tendencia hacia Dios.
La tradición agustiniana, y, bajo su influjo, la teología
tomista, han explicado esta iluminación de la gracia como la inefable
«palabra interior» del mismo Dios, que sólo Él puede pronunciar y en
la cual se da a conocer como Dios. Por la gracia se comunica y
manifiesta Dios en sí mismo mediante la inefable atracción hacia Sí, y
en la vivencia de esta llamada o atracción es donde el hombre se
dirige hacia Dios. Tal movimiento no es visión de Dios, ni experiencia
inmediata de Dios, sino tendencia vivida hacia Dios y, en esa misma
tendencia, unión con Dios al aceptar la palabra que Él ha dirigido a
los hombres en la Revelación (v.) En este encuentro «cordial» con
Dios, el hombre no sólo percibe su existencia, sino que percibe
también que Él le dirige su Palabra «hablándole como amigo, movido por
su gran amor» e invitándole a comunicarse consigo y a recibirle en su
compañía (cfr. Dei Verbum, 2).
La gracia de la fe capacita al hombre para afirmar a Dios y
aceptar el mensaje cristiano como revelado por Dios. De esta forma la
«palabra interior» de Dios y la palabra exterior de la Iglesia que
transmite el mensaje de Cristo se exigen y complementan mutuamente.
Sin la «palabra interior» no podría el hombre ver en el mensaje la
expresión de la Revelación divina, es decir, no podría creer a Dios
que se le revela en Cristo. Sin el contenido doctrinal del mensaje no
podría el hombre alcanzar en forma plenamente humana la realidad misma
de Dios, que por Cristo le salva. El mensaje expresa en
representaciones humanas la misma realidad que el hombre vive en la
experiencia interna de la gracia, es decir, la invitación a aceptar
libremente la autodonación personal del mismo Dios. El contenido del
mensaje cristiano permite conocer en conceptos la misteriosa vivencia
de lo que Dios mismo obra por Cristo y su Espíritu en la profundidad
del hombre (cfr. Alfaro, o. c. en bibl.).
a. Cristo, centro de la fe cristiana. Se ha visto que, por parte
del hombre, la fe lleva consigo una «aceptación» de Dios y de sus
misterios. Estos misterios que el creyente acepta le son revelados
especialmente en la persona de Cristo (Dei Verbum, 4). En el mismo
documento es presentada la Revelación como «una conversación» entre
Dios y los hombres entablada por iniciativa divina a impulsos de su
amor. Pero como no hay posibilidad de conversación con el ser humano
si no existe la palabra, se explica la importancia que en relación con
este tema reviste la llamada Palabra de Dios (ib. 4).
En el uso bíblico, la Palabra de Dios (dabar) es sinónimo de
«poder de Dios». La Palabra de Dios crea el mundo; la Palabra de Dios
será la que re-creará al hombre para salvarle mediante la Redención:
como dice S. Pablo, la Palabra es «poder de Dios para la salvación de
los que creen». Estamos ante un concepto que no es griego, sino
bíblico: la Palabra es el poder viviente de Dios que abarca lo mismo
la palabra hablada que la vida y los hechos. Esta concepción culmina
en Jesucristo, considerado como la «Palabra de Dios viva y eterna». En
Jesucristo tenemos todas las verdades que Dios quiso manifestar, tanto
sobre Sí mismo como sobre la salvación de los hombres. Todas las
revelaciones anteriores que Dios hizo a través de los Profetas
encuentran en Él «su culminación, su cumplimiento pleno y perfecto»
(S. Hilario). «Cristo, decía Clemente de Alejandría, es el rostro de
Dios», y lo decía en el sentido de que a través de Él podemos conocer
al Padre (cfr. lo 14,9).
Así, pues, de parte del hombre, la fe cristiana consiste en
parte en una «experiencia», experiencia que lleva el alma a una
aceptación. Esta aceptación trae consigo «una adhesión» total del
creyente a la persona de Cristo. Por eso en el N. T. se describe la fe
como una «atracción» divina que hace al hombre dócil al misterio de
Cristo (lo 4,44-46); o también como experiencia íntima de «confianza
filial en Dios», nuestro Padre, a través de Jesucristo (Rom 8,14-17;
Gal 4,5-6; v. i). Podría decirse que es algo parecido a cuando al
conocer o al leer la vida de un gran personaje, nos sentimos captados
por él, y de simples espectadores pasamos a ser influidos por su
personalidad, pasamos a «discípulos».
b. Fe e Iglesia. Se ha visto que la fe lleva consigo una
adhesión incondicional a Jesucristo: adhesión a su persona, a sus
obras, a sus mandatos y a toda su doctrina. Pues bien, una de las
obras fundamentales de Jesucristo fue la institución de la Iglesia. Es
más, puede decirse que la fundación de la Iglesia fue la obra hacia la
cual estuvieron dirigidas todas las demás obras del Señor.
En efecto: Jesucristo se refiere expresamente a la Iglesia
empleando exactamente este término en Mt 16,18 y en Mt 18,17. La
palabra ekklesia, en griego, y su correspondiente en arameo (gahal)
pueden significar tanto comunidad local como conjunto de todos los
fieles. Sin embargo, para comprender cómo toda la obra de Cristo se
orientó a la fundación de la Iglesia como objetivo final, es preciso
no atarse a la palabra y tener presente su contenido, es decir, la
Iglesia como «una reunión de creyentes con determinadas formas y
vínculos de organización, considerados como irrenunciables en cuanto
establecidos por Cristo mismo». Entonces se podrá comprobar como todas
las palabras y acciones de Cristo e incluso su persona entera tienen
como fin la fundación de la Iglesia (v.).
a) Jesús reunió discípulos en torno a sí y eligió entre ellos a
los doce. A diferencia de los rabinos judíos, no los llama para
iniciarlos en el estudio de la Ley sino para vincularlos a su persona
y a su obra. Él se constituye en el centro de un grupo religioso, que
si bien en un principio vive todavía en el marco del judaísmo, sin
embargo, lleva en sí el germen de algo nuevo. Lo que Jesús pretendía
con su comunidad de discípulos (v.) se manifiesta en la elección de un
grupo especial con primacía de Pedro. Designó a los doce para que «le
acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar
demonios» (Me 14,19). Jesús transmite, por tanto, su misión divina
(predicación del reino de Dios, de palabra y de obra) a los doce
Apóstoles (v.), lo cual significa un paso definitivo para la fundación
de la Iglesia.
b) En la última cena, Jesús se entrega a sí mismo a sus
discípulos como memorial perpetuo: «Estando sentado en la mesa con los
doce» (Mt 26,20) fundó «la nueva alianza con su sangre» (Le 22,20; V.
EUCARISTÍA). La última cena (V. CENA DEL SEÑOR) no fue un
acontecimiento particular aislado en la vida de Jesús, sino que
concentraba y representaba como en un foco lo que había hecho Jesús y
lo que todavía le quedaba por hacer. Por eso la fundación de Jesús «en
la noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 2,2-3) no es un
acontecimiento particular al lado de su vida y de su muerte, creadores
de la Iglesia.
c) Después de la Resurrección (v.) y en las apariciones de
Jesucristo, Pedro y los once recibieron la confirmación de sus poderes
apostólicos. Todos los relatos de apariciones, por mucho que puedan
diferenciarse en algún detalle, contienen unas palabras de Cristo
confiriendo poderes apostólicos a los discípulos: «Id, pues; enseñad a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he
mandado» (Mt 28,19 ss.); en su nombre ha de predicarse la penitencia
para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por
Jerusalén. «Vosotros daréis testimonio de esto» (Le 24, 47 ss.); «Como
el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (lo 20,21). Los
discípulos de Cristo ejecutan un mandato de Cristo al predicarle y
bautizar, y constituir así las diversas comunidades cristianas. Por
consiguiente, creer en Jesucristo, en sus palabras y en sus obras,
lleva a creer en su Iglesia, a través de la cual Él se hace presente
al cumplir la promesa de no dejarnos huérfanos (lo 14,18).
d) Cristo prometió a los Apóstoles que estaría con ellos hasta
la consumación de los tiempos. Conforme a su contenido, la promesa no
puede restringirse a los mismos Apóstoles (v. SUCESIÓN APOSTÓLICA). A
ellos prometió el Espíritu que «les recordará todo», que «les guiará
hacia la verdad completa», que «tomará de lo mío y os lo dará a
conocer» (Io 16,12 ss.). Pero a los sucesores de los Apóstoles se les
encarga con insistencia, sobre todo a través de las cartas pastorales,
que «guarden» la revelación que les ha sido transmitida, que custodien
fielmente la «palabra de verdad», la «doctrina», el «depósito
confiado», que lo defiendan, que lo protejan contra falsificaciones y
doctrinas erróneas, que salgan garantes de ello «oportuna o
inoportunamente» (2 Tim 4,2). Así ha de ser la Iglesia apostólica
«columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15). Y en esto
precisamente consiste el don de la inerrancia de la Iglesia, la gracia
de su infalibilidad (v.), que se concreta en el Magisterio
eclesiástico (v.) y en su suprema representación, el Papa como sucesor
de Pedro, por el que oró el Señor a fin de que no vacilara su fe y
para que él confirmara a sus hermanos (Le 22,32). Atendiendo a este
texto de la S. E., dice el Conc. Vaticano 1: «El carisma de la verdad
y de la fe nunca deficiente fue divinamente conferido a Pedro y a sus
sucesores en esta cátedra para que desempeñaran su excelso cargo para
la salvación de todos» (Denz.Sch. 3071). Por consiguiente, al doble
aspecto que presenta la fe en Jesucristo -creer en su persona y creer
en su doctrina- corresponde una doble faceta en relación con la fe en
la Iglesia: por una parte, creer en ella como continuadora de la obra
de Jesucristo, y por otra, creer en las enseñanzas de su Magisterio.
V. t.: JESUCRISTO 1;IGLESIA 11, 2 y 5.
R. MONTALAT MASSOT.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991