Preámbulos de la Fe


    1. Sentido de la expresión. En sentido propio y en la terminología teológica moderna, los preámbulos de la fe son conocimientos que preceden lógicamente al acto de fe (v. iv,c) y lo hacen razonable; tales conocimientos previos abarcan verdades pertenecientes a un doble plano: así en el plano racional metafísico pertenece a los preámbulos de la fe el conocer la existencia, ciencia y veracidad de Dios (V. DIOS IV, 2, 5, 13, etc.); en el histórico, el conocer la realidad del hecho de la Revelación (V. REVELACIÓN III, 2; BIBLIA; EVANGELIOS).
     
      Calificamos esta noción como sentido propio y moderno de la expresión, porque muy frecuentemente en la Teología medieval y concretamente en S. Tomás, preámbulos de la fe significan aquellas verdades que pueden ser conocidas por la razón natural, pero que están también contenidas en la Revelación de Dios y pueden, por ello, ser creídas con fe estricta por los sencillos, incapaces de conocerlas por conocimiento natural; para quien las conoce racionalmente no pueden ser objeto de fe: «no se tiene fe y ciencia de un mismo objeto» (Sum. Th. 2-2 ql a5 c.). En esta concepción de S. Tomás, la Revelación divina no se inserta allí donde el entendimiento humano empieza a ser absolutamente incapaz de conocer (el campo de los artículos o verdades de fe no conocibles por la razón natural), sino allí donde para la mayor parte de los hombres empieza el peligro de ignorancia o error; para S. Tomás se llaman preámbulos de la fe aquellas verdades religiosas fundamentales que pueden ser conocidas por fe o por conocimiento natural según los diversos individuos.
     
      En realidad, la terminología de S. Tomás es muy matizada: sólo una vez llama a estas verdades exactamente praeambula f idei (In Boéthium de Trinitate, q2 a3 c.); más frecuentes son en él las expresiones: «preámbulos para los artículos de la fe» (Sum. Th. 1 q2 a2 adl; 2-2 q2 a10 ad2), «cosas que preceden a la fe» (In 3 Sent. D24 ql a2 so12), «presupuestos» o «antecedentes para los artículos» (De Veritate, q14 a9 ad8 y ad9 respectivamente). Para entender el significado de esta terminología es indispensable ser conscientes de que S. Tomás no se refiere con ella al acto de fe (fides qua creditur) para el cual serían previos tales preámbulos (éste es el sentido moderno de la expresión), sino al contenido objetivo de la fe, es decir, de lo que se cree (fides quae creditur; v. IV,« concibiendo ese contenido objetivo como un edificio armónico, las verdades que S. Tomás llama preámbulos son presupuestos de la fe en cuanto que constituyen el piso inferior de la construcción; al no sobrepasar todavía el nivel de la simple razón, tales verdades están subyacentes al resto y le sirven de apoyo; los «artículos», las verdades específicamente sobrenaturales, se harían para nosotros poco inteligibles sin esta conexión con verdades naturalmente conocibles.
     
      Esta explicación nos hará comprensibles las terminologías que encontramos contemporáneamente con las fórmulas de S. Tomás e incluso un poco antes de él: Felipe el Canciller (m. 1236) llama «antecedentes para la fe» a «las cosas que son de razón natural» (Ms. Biblioteca Nac. de París, lat. 15749, fol. 85r, citado por J. M. Parent, La notion de dogme au XIüe siécle, en Études d'histoire littéraire et doctrinale du XIIIe siécle, I, París-Ottawa 1932, 148); a esas mismas cosas llama Guillermo de Melitona (m. 1257-60) «dignidades» (en el sentido de que son primeros principios o principios-base y además evidentes en sí mismos), mientras que a los «artículos» los llama «suposiciones» (en cuanto que son principios no evidentes en sí mismos); de todos estos principios se deducen las. conclusiones (Quaestiones, 2; citado en B. Pergamo, De quaestionibus ineditis Fr. Odonis Rigaldi, Fr. Gulielmi de Melitona et Codicis Vat. Lat. 782 circa naturam Theologiae deque earum relatione ad Summam Theologicam Fr. Alexandri Halensis, «Archivum Franciscanum Historicum» 29, 1936, 311); Felipe el Canciller llamaba a esas conclusiones «consecuencias de la fe» (ib.). Hay, por tanto, en todo ello, una concepción global, que estructura el contenido objetivo de la fe y aquello que se relaciona con ella.
     
      Volviendo al sentido moderno de la expresión, éste debe ser puesto en conexión con el tema de la racionabilidad de la fe. Ya S. Agustín reconocía que «nadie cree una cosa, a no ser que antes piense que esa cosa debe ser creída» (De praedestinatione sanctorum 2,5), es decir, al acto de fe, por el que aceptamos una verdad como revelada por Dios, debe preceder una convicción de que debemos prestar esa nuestra adhesión a ella (v. CREDENTIDAD); y esta persuasión, para no ser arbitrarla, deberá fundarse en motivos objetivos; encontramos así en estas palabras agustinianas justificada la doctrina de los preámbulos de la fe en el sentido moderno de la expresión.
     
      2. Sistematización teológica. Sin embargo, una estructuración refleja y una sistematización completa de los preámbulos de la fe es un fenómeno relativamente tardío en la historia de la Teología, que va unido al paso del cultivo de la Apología al de la Apologética (v.). Apología y Apologética proceden etimológicamente del mismo verbo griego: apologeisthai, es decir, defenderse o defender a otro.
     
      En el uso real, Apología fue siempre una defensa de puntos concretos del cristianismo, que eran atacados. Ya en el s. iI nace la Apología como género literario teológico (los llamados Padres apologistas; v.), que se despliega en dos frentes: hacia el judaísmo y hacia el paganismo. La Apología antijudaica se enfrenta con el fenómeno de un judaísmo que ha sufrido ya su definitiva derrota política bajo Adriano, pero que en ella renueva su esperanza mesiánica (v. MESIANISMO) y niega la Mesianidad de Jesús (v. MESíAS); en estas circunstancias, la Apología antijudaica construye una Cristología con testimonios del A. T. Una mayor diversidad de formas presenta la Apología antipagana: refuta las acusaciones populares contra el cristianismo, al que el pueblo atribuye ateísmo por su oposición a la idolatría, inmoralidad en sus reuniones de culto o insolidaridad social y política; impugna los fundamentos jurídicos de las persecuciones; y se opone a los intentos de renovación del politeísmo o a las fantásticas concepciones gnósticas; especialmente en esta última forma de la Apología antipagana que hemos enumerado, se pasa, a veces, de la defensa al ataque y así la Apología se convierte en Polémica. La Apología continúa siendo cultivada en la Edad Media, en la que pierde interés la antipagana, y surge la anti-islámica junto a la antijudaica. En realidad, la Apología, como género literario teológico, nunca ha dejado de existir, pues tiene valores permanentes.
     
      La Apologética (v.), en su sentido más propio, es la ciencia que estudia todos los preámbulos de la fe y fundamenta su realidad. Puede decirse que la Apologética nace cuando, en lugar de defender verdades concretas de la fe contra las dificultades que se presentan en torno a ellas, aparece la preocupación de justificar la decisión de creer en cuanto tal, o «establecer la fe como pía y verídica y saludable en universal», según la expresión de Guillermo de Auvernia (m. 1249; De fide, cap. 3 en Opera I, París 1591, f. 15b). Su concepción es importante: que la fe es verídica se justifica por los milagros; que es pía y saludable significa que el acto de fe ha de realizarse por una decisión moral con valor religioso (para ello, psicológicamente libre), pero obligatoria (saludable quiere decir necesaria para la salvación); la libertad psicológica del acto de fe, implicada en que la fe es pía, es significativa del carácter no necesitante que poseen las pruebas de que la fe es verídica o de la ayuda de la gracia para dar el paso siguiente a la aceptación de las pruebas. Este planteamiento es recogido por S. Tomás en la Suma Teológica (2-2 ql a4 ad2) y desarrollado en Contra Gentiles (I,6), donde hace una breve síntesis de los motivos de credibilidad; sin embargo, la Summa contra Gentiles tiene todavía más de Apología que de Apologética, si bien no pretendemos entrar aquí en la cuestión muy discutida sobre los destinatarios concretos de la obra.
     
      No puede ser incluido aquí ni siquiera un breve esbozo de la historia de la Apologética (para ello, v. APOLOGÉTICA II). Baste señalar que un plan de Apologética que abarca ya el estudio completo de los preámbulos de la fe en su doble vertiente metafísica e histórica fue trazado por vez primera el día de S. Catalina (1396) en un sermón académico en la fiesta de la Patrona de la Facultad de Filosofía, pronunciado por Enrique de Langenstein, Fundador y Rector de la Universidad de Viena (publicado por A. Lang, Die Katharinenpredigt Heinrichs von Langenstein, «Divus Thomas» [Fr.] 26, 1948, 123159). El que este tipo de proyectos no fuera desarrollado por entonces, es comprensible porque el cristianismo rara vez, en aquella época, chocaba con la total negación. Estos puntos de vista sólo pasan a primer plano con el Renacimiento, cuando hubo que comenzar a defender la fe cristiana en cuanto tal.
     
      De mayor interés es recordar aquí que la doctrina sobre los preámbulos de la fe fue sistematizada y hecha enseñanza oficial por el Magisterio de la Iglesia a lo largo del s. xtx, especialmente durante el Pontificado de Pío IX.
     
      3. Plano filosófico e histórico de los preámbulos de la fe y su configuración en el Conc. Vaticano I. Para su inteligencia es necesario, una vez más, distinguir en los preámbulos de la fe sus dos planos fundamentales: el filosófico metafísico y el histórico. El primero de ellos quedó claramente subrayado en la controversia que provocó el tradicionalismo teológico (v. FIDEÍSMO Y TRADICIONALISMO). Las proposiciones que en jun. de 1855 la Sagrada Congregación del índice propuso a Agustín Bonnetty para que las suscribiera, establecen que «el raciocinio puede probar con certeza la existencia de Dios» (Proposición 2a: Denz.Sch. 2812; v. DIOS Iv, 2); este trabajo de la razón se concibe como previo a la fe y conducente a ella (cfr. Proposición 3a: Denz.Sch. 2813). De modo implícito y aunque de paso, el Conc. Vaticano I supone que ese Dios existente se concibe como sabio y veraz (así al hablar del motivo del acto de fe; cfr. Const. Dei Filius cap. 3: Denz.Sch. 3008); y ello es obvio, pues no se da un verdadero concepto de Dios si no se le concibe como de perfección infinita; es característico que la primera de las proposiciones que L. E. Bautain (v.) suscribió en 1840 (durante el Pontificado de Gregorio XIV) ante mons. Raess, obispo coadjutor de Estrasburgo, uniera la posibilidad racional de probar la existencia de Dios y la posibilidad racional de probar la infinitud de las perfecciones divinas (cfr. Denz.Sch. 2751).
     
      Pero el Magisterio eclesiástico ha prestado aún mayor atención al plano histórico de los preámbulos de la fe. Pío IX, en la enc. Qui pluribus (9 nov. 1846), colocaba, como el punto culminante del proceso racional previo a la fe, «más allá [del cual la razón] no puede avanzar», el conocimiento claro y manifiesto de que «Dios es el autor de la fe» (Denz.Sch. 2780), es decir, conocimiento de la realidad del hecho de la Revelación. El Conc. Vaticano 1 definió que «para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que se uniesen con los auxilios internos del Espíritu Santo los argumentos externos de su Revelación, a saber, hechos divinos y, en primer lugar, los milagros y profecías, los cuales, al mostrar claramente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, son signos certísimos de la divina revelación y acomodados a la inteligencia de todos» (Denz.Sch. 3009).
     
      El texto es importante, pues pone en conexión la racionabilidad de la fe con la existencia de signos certísimos del hecho de la Revelación (v. REVELACIóN ni, 2). Primariamente la intención del Concilio era afirmar la certeza objetiva de los signos en sí mismos. Así consta por la respuesta que fue dada a la propuesta de enmienda del texto hecha por mons. Ferré: deseaba éste que, en lugar de la fórmula «para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón», se dijera «para que se pueda demostrar que el obsequio de nuestra fe es conforme a la razón» (Mansi 51,214); mons. Martin, en nombre de la Diputación de la fe (la Comisión redactora del esquema), rechazó la propuesta, respondiendo que en el texto «no se trata de las diversas personas que hacen el acto de fe, sino que se trata de la fe considerada en sí misma» (Mansi 51,320). La voluntad del Concilio de plantear la cuestión en el plano objetivo reaparece en la respuesta dada (Mansi 51,319) a la enmienda propuesta por el obispo de Seo de Urgel (Mansi 51,211 s.). Claro que si los signos son en sí certísimos y su existencia tiene conexión con la racionabilidad de la fe («para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón»), el Concilio supone que pueden conocerse con certeza y de hecho son conocidos con certeza; recuérdese en el texto citado la expresión: «y acomodados a la inteligencia de todos». Esta idea de que, de hecho, los signos son conocidos está implícita en otra expresión del mismo capítulo: «Aunque el asentimiento de la fe, de ninguna manera, es un movimiento ciego del ánimo...» (Denz.Sch 3010); téngase en cuenta que esta frase iba precedida, en el esquema 2°, de esta otra: «Aunque no creeríamos, si no viéramos que hay que creer y por ello el asentimiento de la fe ... ». La supresión de estas palabras se hizo para que no se viera en ellas un apoyo al semirracionalismo de Hermes (v.), como si la evidencia fuera la razón por la que creemos o sólo se debieran creer aquellas verdades que la razón estimara admisibles y que ella pudiera concebir (cfr. Mansi 51,205); pero, al suprimirla, se declaró expresamente que la fórmula era exacta y usada por S. Tomás; la supresión se hizo para evitar equívocos y por considerar esas palabras innecesarias para la idea que se deseaba expresar (cfr. Mansi 51,320); por ello, la frase que ha permanecido debe ser considerada sinónima de la anterior suprimida, entendida en su sentido recto. La fórmula que comentamos supone, por tanto, un conocimiento de los preámbulos de la fe, previo al acto mismo de fe.
     
      4. Los motivos de credibilidad. Los signos (motivos de credibilidad) que demuestran la realidad del hecho de la Revelación (aspecto histórico de los preámbulos de la fe) son calificados por el Concilio de «certísimos» (Denz.Sch. 3009). Se interpretaría mal esta palabra, si se quisiera deducir de ella que, en la mente del Concilio, se trata de signos tales que produzcan una certeza necesitante o una certeza distinta que la certeza moral. Tienen simplemente la certeza máxima, que les corresponde en cuanto signos. Es decir, que aunque la certeza de ellos en sí sea moral (y la certeza moral no en sí absoluta como la metafísica), sin embargo, es evidente que cuando hay tales signos a favor del hecho de la Revelación, se puede razonablemente (y se debe) hacer el acto de fe; este paso se justifica, ya que es metafísicamente imposible que Dios permita la existencia de signos moralmente ciertos a favor de un pretendido hecho de una Revelación en sí inexistente. La interpretación que hemos dado de la palabra «certísimos» corresponde, sin duda, a la mente del Concilio. Según el mismo Concilio, «por los signos externos la Revelación divina se hace creíble» (Denz.Sch. 3033); nótese que esa credibilidad -y no la evidencia de la cosa- es el término a, que nos llevan los signos anteriormente calificados de «certísimos». Más notable todavía es otra fórmula del Concilio, sobre todo si se atiende a su historia: en un párrafo importante se afirma que «sólo a la Iglesia católica pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan admirables, que han sido dispuestas por Dios para la evidente credibilidad de la fe cristiana» (Denz.Sch. 3013). Al P. Jandel, Maestro general de los dominicos, pareció impropia la expresión; la palabra «evidente» se habría deslizado en el texto en un exceso oratorio; por ello, debería ser sustituida por otra palabra como «cierta» o «indudable»; según el P. Jandel, decir que es «evidente» es tanto como atribuir a esos argumentos a favor del origen divino de la fe cristiana un carácter tal que suprimiría la libertad en el acto de fe, el cual no sería sino únicamente la conclusión lógica y automática de un silogismo (Mánsi 51,219 ss.). A estas consideraciones se respondió que la objeción parecía olvidar la distinción entre «evidencia de la verdad» y «evidencia de credibilidad»; «credibilidad» significa que algo puede y debe razonablemente ser creído; ahora bien, siempre que hay motivos moralmente ciertos a favor del hecho de la Revelación, es evidente que podemos y debemos creer (Mansi 51,235).
     
      La intervención del P. Jandel y la respuesta a ella son fundamentales, pues nos dan un criterio para interpretar otras expresiones. Así, p. ej., hablando de las relaciones entre la razón y la fe, el Concilio afirma que «la recta razón demuestra los fundamentos de la fe» (Const. Dei filius cap. 4: Denz.Sch. 3019). El verbo «demuestra» encontró, entre algunos Padres, cierta dificultad, ya que sugería -así, al menos, opinaba mons. Gandolfi- que los motivos de credibilidad engendran una certeza apodíctica, cuando en realidad producen una certeza moral; por ello, mons. Gandolfi proponía sustituir la palabra «demuestra» por otra más suave, «prueba» (Mansi 51,245). El tema de la evidencia de los motivos de credibilidad, ya anteriormente suscitado por el P. Jandel, era así planteado de nuevo. El Relator, mons. Pie, respondió ahora que «en un cierto sentido verdadero» se puede hablar de demostración de los preámbulos de la fe por los motivos de credibilidad, aunque no se trate de una demostración que induzca evidencia necesitarte, como sucedería si las verdades de la fe fueran, en sentido estricto, intrínsecamente demostradas; por ello expresiones como «demostración evangélica» eran tradicionales en la Iglesia, sin que se pretendiera excluir con tales expresiones que la voluntad influye en el proceso de la fe (Mansi 51, 369). Además, entre los miembros de la Diputación de la fe, se contaba el card. Dechamps (v.), uno de los más insignes apologetas del s. xix; su obra fundamental tenía como título Demonstration catholique de la religion chrétienne» (Malinas 1857), y en ella, no obstante la palabra «Demostración» que encabeza el título, se insistía incesantemente, en esa obra, en que hay que colocarse «en el punto de vista de la buena fe», es decir, se insistía en la buena disposición del sujeto que interiormente sigue el proceso lógico. En Dechamps, como en el Conc. Vaticano 1, «la recta razón» no significa simplemente la razón que discurre correctamente, sino la razón sostenida por la buena fe y por la buena voluntad. Estos aspectos no quedan excluidos por el verbo «demuestra» que el Concilio utiliza, como no están excluidos por el título de «Demostración» de la obra de Dechamps. Todo ello es tanto más claro cuanto que el texto conciliar que comentamos dice «demuestra» y no «puede demostrar»; se habla allí, por tanto, de un estado existente de hecho, que el Concilio ha descrito poco antes como estado de certeza libre, pues en él «el benignísimo Señor excita y ayuda con su gracia a los que yerran, para que puedan venir al conocimiento de la verdad (1 Tim. 2,4), y confirma con su gracia a aquellos que ha trasladado de las tinieblas a su admirable luz (cfr. 1 Pe. 2,9), para que perseveren en esta misma luz, no abandonando Él, si no es abandonado» (cap. 3: Denz.Sch. 3014). Todo el párrafo supone que las pruebas son tales que no excluyen, sino que suponen la gracia para creer; si fueran pruebas de evidencia necesitante, no se requeriría la gracia, pues todo se desarrollaría hasta su final como mero proceso lógico.
     
      Pero una vez visto el valor de los signos o motivos de credibilidad, por los que se justifica el hecho de la Revelación, es obvio preguntarse cuáles son en concreto esos signos. El Concilio no ha pretendido hacer una enumeración completa. Ha aludido a ellos como a «argumentos externos», los ha descrito como «hechos divinos» y ha retenido como principales («en primer lugar») «los milagros y profecías» (Denz.Sch. 3009). En el contexto se trata de los milagros (v.) y profecías (v.) históricos de que nos habla la Escritura: los realizados por Moisés y los profetas, y, sobre todo, por Cristo y posteriormente por los Apóstoles (Denz.Sch. 3009; cfr. el canon 4 de los correspondientes al cap. 3: Denz.Sch. 3034). De los milagros modernos (Lourdes, p. ej.), el Concilio no habla; pero ello no significa que no los considere signos válidos como motivos de credibilidad. El haber considerado a los milagros históricos de la Escritura como signos principales no indica que sean los únicos, sino que más bien supone lo contrario. El mismo Concilio, en otro lugar, habla del hecho de la Iglesia, que es, «por su admirable propagación, su eximia santidad e inagotable fecundidad en todos los bienes, por su unidad católica e invicta estabilidad, un motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su legación divina» (Denz.Sch. 3013). Pío IX, en la enc. Qui pluribus, 9 nov. 1846, había hecho una enumeración mucho más completa de los motivos de credibilidad (Denz.Sch. 2779). El Concilio, al no pretender ser completo, no hizo una enumeración exhaustiva de los motivos de credibilidad, ni siquiera recogió todos los ya enumerados en la anterior enc. Qui pluribus.
     
      De los signos que el Concilio-valora como primarios, «los milagros y profecías», se dice además en el texto conciliar que son «acomodados a la inteligencia de todos» (Denz.Sch. 3009). La expresión admite tres interpretaciones y las tres son posibles como explicación del texto:
     
      a) «Acomodados a la inteligencia de todos», es decir, no sólo a la de los hombres de otras épocas, sino también a la de los de nuestro tiempo. La doctrina así expresada es verdadera y ha sido formulada por S. Pío X en el Juramento antimodernístico, con clara alusión a este pasaje del Vaticano 1: «Admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir, hechos divinos y, en primer lugar, los milagros y profecías, como signos certísimos del origen divino de la religión cristiana, y los tengo como sumamente acomodados a la inteligencia de todas las edades y hombres, también de los de este tiempo» (Denz.Sch. 3539). Sin embargo, aunque las frases del «Juramento» aluden evidentemente al Vaticano I e incluso repiten fórmulas suyas, no consta que en él se haya pretendido hacer exégesis, estrictamente hablando, del texto conciliar.
     
      b) Es posible también que «todos» signifique no sólo los fieles, sino también los hombres que todavía no tienen fe. El sentido sería entonces: Los signos pueden ser conocidos antes de haber aceptado la fe. Si el texto se entiende así, constituiría una condenación del error propuesto por Bautain, para quien la fe es anterior al empleo de la razón en el campo de los preámbulos de la fe (cfr. Denz.Sch. 2755 ss.). Comparada con la primera interpretación, esta segunda estuvo ciertamente presente en las preocupaciones del Vaticano I: así, p. ej., mons. Simor (Mansi 51,47); y el texto mismo del esquema primitivo hablaba de «hechos divinos, que sean externos y conocibles a los hombres, aun antes de aceptar la le, como signos de locución divina» (Mansi 51,64).
     
      c) Es también posible la explicación, que se encuentra en muchos autores, para los que la frase significaría simplemente que estos signos, los milagros y profecías, son acomodados a la inteligencia no sólo de los hombres muy cultos, sino también de los hombres de poca cult!ira. Dechamps, hombre de tanto influjo en la elaboración del texto, pensaba que la vía histórica es bastante más difícil para los rudos que la vía empírica que parte del hecho maravilloso de la Iglesia (del que, por lo demás, esos rudos son testigos inmediatos). Pensando en ellos habría añadido el Concilio el famoso párrafo sobre la Iglesia como signo de credibilidad, párrafo al que antes nos hemos referido (Denz.Sch. 3013). Hacemos estas matizaciones a esta tercera interpretación, porque dado el influjo de Dechamps en la elaboración del texto, no resulta muy verosímil que el texto contradiga (prácticamente habría que decir «condene») lo que parece era el núcleo central de su sistema apologético.
     
      5. Los motivos internos y externos en relación con el acto de fe. El canon 3° de los correspondientes al cap. 3° de la Const. dogmática Dei Filius contiene complementos doctrinales de importancia, sobre todo en su segunda parte, pues la primera es prácticamente repetición de ideas del capítulo: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede ser hecha creíble por signos externos, y que, por ello, los hombres deben moverse a la fe por la sola experiencia interna de cada uno o por la inspiración privada, sea anatema» (Denz.Sch. 3033). Las palabras «inspiración privada» son alusión a los Reformadores (Calvino), mientras que «experiencia interna» alude al protestantismo reciente (Schleiermacher) (cfr. Collectio Lacensis, 7,528 ss.); es, por tanto, una posición del protestantismo, tanto en su forma antigua, como en su forma moderna, lo que aquí se condena. Sin embargo, es curioso que el texto contiene, en su redacción definitiva, una modificación importante, con respecto a su forma precedente. Si la forma anterior hubiera permanecido, el canon, en su segunda parte, habría condenado a quien dijera «que los hombres se mueven a la fe por sola experiencia interna de cada uno». A petición de mons. Amat (Mansi 51,232), se aceptó (Mansi 51,332) decir «deben moverse», en lugar de «se mueven»; en efecto, como objetaba mons. Amat, «hay algunos que se mueven a la fe por experiencia interna, sin que les conste de los signos externos de la revelación divina» (ib.). Al aceptar esta enmienda, el Concilio se colocaba en la cuestión de iure, y dejaba la puerta abierta en la cuestión de facto. Colocado el canon en la cuestión de iure, cobra un enorme relieve la cláusula «y que por ello» («ideoque») que enlaza las dos partes del canon: se condena a quien diga que los hombres han de moverse a la fe por experiencia interna o inspiración privada, porque los signos externos no son válidos para ello («la revelación divina no puede ser hecha creíble por signos externos»). Por el contrario, ha sido evitada la cuestión de hecho, porque sería falso decir que nadie se mueve de hecho a la fe por los motivos internos indicados; precisamente mons. Amat objetaba en el Concilio que algunos hombres se mueven a la fe por este camino (ib.). Sin embargo, la conexión, tan fuertemente subrayada en el Concilio, entre racionabilidad de la fe y existencia de signos externos, y la insistencia en la certeza de estos signos (con la alusión a su conoscibilidad, ya que son acomodados a la inteligencia de todos los hombres, sea cual fuere la interpretación de la palabra «todos») hacen suponer que para el Concilio el caso más normal es el del creyente que se mueve a la fe por los motivos externos, mientras que el caso de experiencia interna sería relativamente menos frecuente.
     
      El Conc. Vaticano 1 dejó fuera de la perspectiva de su problemática la posibilidad de que niños y rudos hagan el acto de fe sin más certeza del hecho de la Revelación que la que suele llamarse «respectiva», es decir, una certeza apoyada en motivos no válidos en sí, pero suficientes para ellos y los únicos de que ellos son capaces. La posición prácticamente común de los teólogos en este punto es favorable a la posibilidad real de este caso.
     
      El Conc. Vaticano 1, en una perspectiva de facto, describió el conocimiento de los motivos de credibilidad como un proceso en el que el hombre es ayudado de hecho por la gracia (v.); los argumentos externos y la acción de la gracia aparecen como íntimamente unidos de hecho: «para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que se uniesen con los auxilios internos del Espíritu Santo los argumentos externos de su revelación» (Denz.Sch 3009). «A este testimonio eficaz [el signo maravilloso y externo que es la Iglesia] se añade el socorro de la fuerza divina» (Denz.Sch. 3014).
     
      Pero el Conc. Vaticano 1 no se pronunció sobre la cuestión de iure: ¿puede el hombre conocer los motivos de credibilidad con la sola luz natural del entendimiento y sin ayuda de la gracia? A esta pregunta respondió afirmativamente Pío XII en la ene. Humani generis (12 ag. 1950): «Más aún, la mente humana puede padecer, a veces, dificultades incluso en la formación de un juicio cierto de credibilidad acerca de la fe católica, aunque son tantos y tan admirables los signos externos dispuestos por Dios, que aun con la sola luz natural de la razón puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana» (Denz.Sch. 3876). Esta posibilidad habrá de ser interpretada, al menos, como posibilidad física.
     
      Podría preguntarse qué interés tiene esta doctrina de la ene. Humani generis, con la que se afirma una posibilidad que de hecho no sabemos si se realiza (sabemos por el Vaticano 1 que de hecho argumentos externos y acción de la gracia van unidos). Sería superficial ver en la afirmación de esta posibilidad, no verificada de hecho, una mera cuestión bizantina. Es de gran importancia mantener con toda claridad que el hombre tiene potencia física para conocer tales signos sin ayuda de la gracia. La negación de la potencia del hombre equivaldría a negar u oscurecer el valor de la razón (v.) y la validez de los signos. Ya el Conc. Vaticano 1 defendía la validez de los signos en sí, al calificarlos de «certísimos» (Denz. Sch. 3009); de ello podría deducirse que si alguna gracia se requiriese para su conocimiento, no sería una gracia elevante (tal gracia no puede requerirse para una operación meramente natural, como es conocer signos en sí válidos). La ene. Humani generis, al excluir la necesidad (al menos, la necesidad física) de cualquier gracia (no ya elevante, sino incluso sanante), ha subrayado aún más la validez de los signos en sí y con respecto a la misma situación del hombre histórico. Si las dificultades que el hombre puede encontrar en este proceso, y a las que alude el pasaje citado de la ene. Humani generis, son o no tales que constituyan para el hombre histórico una imposibilidad moral de realizarlo sin una gracia sanante (salvaguardada la posibilidad física) es cuestión abierta al estudio de los teólogos.
     
      Cuestión abierta es también, y que depende de cómo se conciba la teoría sobre el «análisis de la f-e» (v. iv,c), si además de este juicio de credibilidad «natural» que el hombre puede formar con las solas fuerzas naturales, se requiere para el acto de fe otro juicio de credibilidad «sobrenatural», distinto de aquél, para el que sería necesaria una gracia intrínsecamente sobrenatural, es decir, elevante. Personalmente juzgamos que no se requiere.
     
      Las preocupaciones actuales del Magisterio eclesiástico van en la línea de oponerse a «un renaciente fideísmo» (v.), descrito como una «abdicación de la inteligencia que tiende a arruinar la doctrina tradicional de los preámbulos de la fe» (Paulo VI, Discurso al 6° Congreso Tomístico Internacional, 10 sept. 1965: AAS 57, 1965, 789), es decir, a desconfiar de las fuerzas de la razón para conocer los motivos de credibilidad, y a desconfiar de la validez de éstos.
     
      En el protestantismo, el fideísmo es tradicional. La posición de Calvino (v.) que no admite otro motivo de credibilidad, fuera del testimonio interno del Espíritu Santo, superpone, en realidad, persuasión de credibilidad y fe, y concibe la fe como puro don de Dios sin continuidad con una preparación humana previa o paralela a la fe (cfr. Institution de la Religion Chrétienne, 1,7,1-5). Aunque llevado a su última radicalidad, es lógicamente protestante el postulado de Bultmann (v.) que a la vez que afirma una justificación o justicia que no se apoye en las obras del hombre, postula una fe que no se apoye en presupuestos lógicos, para destruir así «toda falsa seguridad y todo falso deseo de seguridad que podría tener el hombre, ya sea que esta seguridad se funde en sus buenas obras o en un conocimiento firme de sus constataciones. El hombre que quiere creer en Dios como en su Dios debe saber que no tiene nada en sus manos sobre lo que pueda hacer reposar su fe; que debe, por decirlo así, verse suspendido en el aire y no puede reivindicar ninguna justificación de la verdad de la Palabra que se le dirige. Porque fundamento y objeto de la fe son idénticos» (Die Rede vom Handeln Gottes, en Kerygma und Mythos, 2. B., Hamburgo 1952, 207). Este fideísmo protestante no se refiere sólo a los preámbulos de la fe en su aspecto histórico, sino también en el metafísico (tesis protestante clásica de la imposibilidad de una «Teología natural»; v. TEODICEA).
     
      V. t.: REVELACIÓN III, 2; MILAGRO 111; PROFECÍA Y PROFETAS II; IGLESIA II; CREDENTIDAD, MOTIVOS DE; APOLOGÉTICA; RAZóN II.
     
     

CÁNDIDO POZO.

 

    BIBL.: R. AUBERT, Le probléme de Pacte de foi, 2 ed. Lovaina 1950, 102-222; 228-232; 452-511; 737-757; M. BRILLANT y M. NÉDONCELE, Apologétique, 2 ed. París 1948; G. DE BROGLIE, La vraie notion thomiste des «praeambula lidei», «Gregorianum» 34 (1953) 340-389; íD, Précisions complémentaires á propos de la notion thomiste des «Praeambula lideiu, «Gregorianum» 36 (1955) 291 ss.; fD, Les signes de crédibilité de la révélation chrétienne, París 1964; A. GARDEIL, Crédibilité, en DTC 3,2201-2310; íD, La crédibilité et 1'apologétique, 3 ed. París 1928; A. LANG, Die Wege der Glaubensbegründung be¡ den Scholastikern des 14. lahrhunderts, Münster 1931; íD, Die Entfaltung des apologetischen Problems in der Scholastik des Mittelalters, Friburgo-Basilea-Viena 1962; íD, Teología fundamental, I, Madrid 1966; G. MUSCHALEK, Praeambula fidei, en LTK 8,653-657; M. NICOLAU, Psicología y Pedagogía de la fe, Madrid 1960, 55-85; F. SCHLAGENHAUFEN, Die Glaubensgewissheit und ihre Begründung in der Neuscholastik, «Zeitschrift für katholische Theologie» 56 (1932) 313-374; 530595; F. DE B. VIZMANOS, La Apologética de los escolásticos postridentinos, «Estudios Eclesiásticos» 143 (1934) 418-446.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991