Es la primera de las tareas de la e. bíblica: conseguir un texto lo más
correcto posible. «Los que desean conocer las Sagradas Escrituras deben,
ante todo, estar en vigilante alerta a corregir los códices, para que los
no correctos cedan ante los correctos» (S. Agustín, De doctrina christiana,
2,21: PL 34,46). Si el arte de la llamada crítica textual se aplica
corrientemente a cualquier libro profano de la Antigüedad, con mucha más
razón «ha de ejercitarse también en los Sagrados, por la misma reverencia
debida a la divina Palabra, pues por su mismo fin tiende a restituir a su
primitivo ser el Sagrado texto lo más perfectamente posible, purificándole
de las corrupciones en él introducidas por los amanuenses y librándole
cuanto se pueda de inversiones de palabras, repeticiones y otros defectos
de la misma especie, que suelen furtivamente introducirse en escritos
transmitidos de unos a otros durante siglos» (EB 548). El exegeta católico
más que cualquier otro debe sentirse obligado a entregarse a esta tarea
honrosa, o tener en cuenta las conclusiones ciertas de la crítica textual,
ya que únicamente son inspirados los autógrafos, tal como salieron de mano
de sus autores y fueron recibidos por la Iglesia, y los apógrafos, en
cuanto reflejan el texto original. Ciertamente la fe nos garantiza que los
libros sagrados se han conservado siempre en la Iglesia íntegros en su
sustancia; pero pueden haberse introducido adulteraciones en cosas
accidentales. De ahí la conveniencia de un trabajo encaminado a obtener un
texto críticamente lo más perfecto posible.
Los exegetas católicos deben sentir particular interés por esta
tarea ya que -en gran parte como consecuencia de que la metodología
histórica se desarrolló primeramente en países de mayoría protestante- la
mayor parte de las ediciones críticas hechas hasta ahora están realizadas
por autores acatólicos. Así, por lo que se refiere al N. T.: C.
Tischendorf (m. 1874) publicó en el espacio de 30 años (1841-72), 24
ediciones del N. T., descollando entre todas la que él llamó octava maior
(2 vol., Leipzig 1869-72), en la que tomó como base el texto griego del
códice Sinaítico, encontrado por él en el Monasterio de Santa Catalina, en
el Sinaí. Dos ingleses, B. F. Wescott (m. 1910) y F. J. A. Hort (m. 1892),
prepararon conjuntamente durante 30 años una nueva edición crítica del N.
T. (Londres 1881), con predominio de los códices Vaticano (B) y Sinaítico
(S). Otra edición monumental se debe a Hermann von Soden (m. 1914), el
cual cotejó unos 1.900 códices, que clasificó en familias (H, I, K) y,
tras un colosal esfuerzo, el más grande que se ha llevado a término en
este terreno, publicó un texto crítico del N. T. en cuatro vol. (Die
Schriften des N. T. in ihrer ültesten erreichbaren Textgestall, Berlín-Gotinga
1902-13) (v. t. BIBLIA VII; MANUSCRITOS ii). Desde entonces no ha
aparecido ninguna otra edición crítica completa del texto neotestamentario
que pueda compararse a las mencionadas. Y, sin embargo, el hallazgo de
nuevos textos, sobre todo el papiro Rylands 457 (P52), el Bodmer II (P66),
el de Magdalen College (P64), el de Barcelona (P67) y otros (v. PAPIROS
ni), reclaman que se proceda a una nueva edición crítica más actualizada,
para lograr en lo posible un mejor texto neotestamentario que esté más en
conformidad con el que salió de manos de sus autores. Las ediciones
manuales publicadas por los católicos en lo que va de siglo (E. J. Vogels,
Düsseldorf 1920; A. Merk, Roma 1933; J. M. Bover, Madrid 1943; v.) aportan
una valiosa contribución personal, pero son tributarias de las grandes
ediciones hechas anteriormente por críticos ideológicamente no católicos.
Aun cuando las dudas son generalmente poco importantes desde el punto de
vista doctrinal (palabras, o signos de puntuación, traspuestas o
equivocadas por los copistas), es evidente el interés de precisar lo mejor
posible el texto original, y así también los exegetas y teólogos podrán
abandonar la ingrata tarea de la crítica textual y dedicar todos sus
esfuerzos a ver y definir qué han querido decir y expresar los autores
sagrados con sus palabras. La dedicación de los exegetas a la crítica
textual no es para ellos un fin en sí mismo, sino un medio para conseguir
el fin, que consiste en captar en toda su profundidad el mensaje divino
expresado por palabras humanas (v. t. NUEVO TESTAMENTO 11).
El texto del A. T., tanto el hebreo como el griego, ha estado
sometido a más alteraciones que el del N. T., como es lógico dada su mayor
antigüedad, etc. Sabemos que en la historia del texto hebraico
veterotestamentario existió un primer periodo en el que se transcribía
libremente, con respeto pero sin excesivo control. Los trabajos para la
unificación del texto llevados a cabo por el llamado Sínodo de Jamnia o
Yam Nia (hacia ,finales del s.td. C.), fueron presididos por criterios de
crítica textual rudimentarios, pero aseguraron a la posteridad un texto
uniforme, que los Soferim y ius iviasurelas se esrorzaron por conservar
inalterable. Son de poca monta las diferencias existentes entre los
códices hebraicos de la Escuela de Tiberíades, representada por Moshé ben
Aser (m. 940 d. C.) y su hijo Aharon ben Moshé ben Asher, y los de la
Escuela de Babilonia, representada por Jacob ben Naftalí (v. ANTIGUO
TESTAMENTO ii). Los textos bíblicos hebraicos premasoréticos encontrados
en Qumrán han confirmado la existencia de recensiones hebraicas distintas
en algún punto de las del texto masorético, y han planteado nuevamente la
necesidad de una edición crítica del texto hebraico del A. T. superior a
la actual de R. Kittel, la cual, a partir de 1947, se basa sobre el códice
de Leningrado (1008 d. C.) (v. BIBLIA VII; MANUSCRITOS Ii). Una edición de
esta índole tiene en perspectiva la Univ. hebraica de Jerusalén.
4. Crítica literaria. Al hojear el libro de P. Dhorme (Choix de
textes religieux assyro-babyloniennes, París 1907), y el más extenso de C.
F. Jean (La littérature des Babyloniens et des Assyriens, París 1923), o
las colecciones más amplias de H. Gressmann (Altorientalische Texte zum
Alten Testament, Berlín 1965) y de B. J. Pritchard (Ancient Near Eastern
Texts, Princeton, New Jersey, 1955), encontramos una colección de textos
asiriobabilónicos, egipcios, sumerios, hititas y ugaríticos (Ch.
Virolleaud, Textes en cunéiformes alphabétiques des Archives Est, Ouest et
Centrales. Le Palais roya! d'Ugarit, París, 1957 ss.), sobre mitos en
torno a los orígenes (cfr. Sources Orientales, I, La naissance du monde,
París 1959), relatos épicos y leyendas sobre la muerte. En la obra de
Pritchard se recogen numerosos textos legales procedentes de Mesopotamia y
Asia Menor, de Egipto, de Sumer y de los Hititas. Más numerosos son
todavía los textos históricos de la antigua literatura egipcia,
asirio-babilónica, hitita, etc. Otros textos se refieren a encantamientos,
ritos, descripciones de festivales, himnos, oraciones, literatura
didáctica y sapiencia!, lamentaciones, cánticos y poemas, género
epistolar, etc.
Cotejando esta literatura con los textos de la Biblia, y comparando
también éstos entre sí, se vislumbran analogías en cuanto al tema, y se
aprecian ciertas formas literarias de decir comunes a los escritores de
una determinada época (v. Géneros literarios: BIBLIA Iv). Ahora bien, la
Biblia no se escribió en un día, sino a lo largo de 10 siglos y más (v.
BIBLIA I, 5-6; 111, 10). En todos los libros que la componen Dios habla a
los hombres por medio de unos hombres en concreto, en lenguaje humano y en
lengua hebrea, aramea y griega. De ahí que el exegeta ha de «esforzarse,
sin descuidar luz alguna que hayan aportado las modernas investigaciones,
por conocer la índole propia y las condiciones de vida del escritor
sagrado, el tiempo en que floreció, las fuentes, ya escritas, ya orales,
que utilizó y los modos de decir que empleó» (EB 557), para mejor conocer
cada uno de los libros de la Biblia y lo que en ellos se dice. Como dice
el Conc. Vaticano II: «para descubrir la intención del autor, hay que
tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios. Pues la verdad
se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole
histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios.
El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice o intenta decir, según
su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su
época. Para comprender exactamente lo que el autor propone en sus
escritos, hay que tener muy en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de
narrar, que se usaban en tiempo del escritor; y también las expresiones
que entonces se usaban en la conversación ordinaria» (Dei Verbum, 3,12).
No todos los libros son iguales: los hay históricos, proféticos, poéticos,
sapienciales. Y no todos emplean los mismos estilos, géneros y modos de
decir. Y es eso lo que debe estudiar el exegeta.
Por otra parte cada escritor está enraizado en un medio concreto y
en una época determinada. Por lo mismo, los exegetas antes de acometer la
interpretación de un pasaje o de un libro bíblico, han de averiguar por
todos los medios el tiempo en que fue escrito, los motivos que movieron al
escritor a componerlo, los destinatarios inmediatos y el fin que el autor
se propuso. Los escritores bíblicos no vivían aislados de su ambiente
histórico, cultural, económico y religioso. Palestina (v.) se encuentra en
la conjunción de dos continentes, África y Asia, y, en la Antigüedad, se
hallaba aprisionada entre los grandes imperios de Egipto y de los del
norte y este del Éufrates. Cuando los israelitas llegaron a Canaán (v.),
encontraron el territorio ocupado por otros pueblos semitas, que se habían
desplazado allí con anterioridad. La larga permanencia de Israel en Egipto
influyó poderosamente en la mentalidad judaica. También los cananeos, con
los cuales convivió Israel hasta la monarquía davídica, dejaron sus
huellas en la conducta moral y religiosa de Israel, en la literatura
histórica, didáctica y legislativa. Los años de la cautividad en Asiria,
Babilonia y Persia debían repercutir en su acervo cultural, con ideas
importadas de los países en que los israelitas vivieron en condición de
prisioneros. Con el advenimiento de Alejandro Magno y su victoria sobre
Darío (a. 333), el Oriente abrió sus puertas al helenismo, que dividió al
pueblo hebraico en dos tendencias: la de los que se aferraban a la
tradición, y la de los partidarios de la nueva cultura, que diera nueva
savia al añoso patrimonio yahwista (v. HEBREOS I-II). En la mayoría de los
escritos proféticos (Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc.) se reflejan
las condiciones de vida de su tiempo.
De otra parte antes de la aparición de Israel en el marco de la
historia, circulaba una copiosa literatura originaria de Babilonia,
Egipto, Ugarit, etc., que se extendía al margen de la existencia histórica
de Israel, y que influyó sobre su mentalidad y formas de expresión. La
legislación mosaica se debe a su fe, pero en su redacción influyen formas
debidas a los códigos de Sumer, de Asiria, de Babilonia (Hammurabi), de
los hititas y hurritas. Los modernos estudios sobre los antiguos tratados
de alianza del segundo y primer milenio antes de Cristo, han revelado su
influencia en la Biblia: v. ALIANZA (Religión) (G. H. Mendenhall, Law and
Covenant in Israel and the Ancient Near East, «Biblical Archaeologist» 17,
1954, 26-46; 49-76; D. J. McCarthy, Treaty and Covenant, Roma 1963). Los
textos rituales mosaicos presentan afinidades con el ritual egipcio,
babilónico y de Ugarit. La religión egipcia influyó al menos externamente
en ciertas formas de oración, como los Salmos.
Todos esos ejemplos se han mencionado sólo para dar una idea del
trabajo que el exegeta debe realizar, y apuntar algunas de las ciencias o
conocimientos auxiliares que necesita. Digamos, en suma que tanto la
Pontificia Comisión Bíblica como el Conc. Vaticano 11, señalan que todos
los esfuerzos de la e. crítico-histórica aplicada a la Biblia deben tender
a poner de relieve el sentido divino en el sentido humano, o sea, hacer
resaltar la verdad del mensaje de salvación envuelto en ropaje humano.
Para ello, son necesarias dos tareas: investigación científica del texto
de modo exhaustivo y exposición del mismo. El primer paso es sólo medio y
camino obligado para la e. e interpretación. La Const. Dei Verbum
considera legítimos todos los métodos de investigación histórico-crítica
que conducen a comprender más profundamente la intención de los
evangelistas, ya se trate de la cuestión de los géneros literarios, de la
historia de las formas y tradiciones, de la historia de los temas, o
también de la consideración de la situación vital (Sitz im Leben), con tal
que su objeto sea buscar el sentido divino en el sentido del hagiógrafo,
apartando todo prejuicio racionalista contra la sobrenaturalidad de la
Biblia.
5. Escritura y Tradición. El exegeta católico que trata de estudiar
y definir por todos los medios a su alcance la intención de los autores
sagrados de la Biblia, no puede perder de vista que, a través de la
variedad de autores humanos de que se valió Dios para la composición de
los Libros Sagrados, existe unidad en la Biblia, por ser un solo y mismo
Dios el autor de todos ellos, con todas sus partes. «Dios es el autor que
inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera
el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Pues aunque Cristo estableció
con su sangre la Nueva Alianza, los libros del Antiguo Testamento,
incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud
de sentido en el Nuevo Testamento y a su vez lo iluminan y explican» (Dei
Verbum, 4,16). Con relación a los libros del N. T., los del A. T.
presentan un carácter pedagógico, preparatorio e imperfecto, pero tienen
un valor perenne por contener enseñanzas sublimes sobre Dios y el
significado de la vida humana, por encerrar tesoros de oración y esconder
el misterio de nuestra salvación, el misterio de Cristo. Entre ambos
Testamentos existe una interdependencia, pues mientras los libros del A.
T. iluminan y explican los del N. T., si se leen con espíritu cristiano,
éstos muestran la plenitud de sentido contenido en aquéllos.
En efecto, con el advenimiento de Jesucristo (v.), plenitud de la
Revelación, Palabra hecha carne, quedó claro que el fin principal de la
economía antigua de la salvación, anunciada, contada y explicada por los
escritores sagrados del A. T., era preparar la venida de Cristo y que,
además de aludir a Él con palabras más o menos explícitas, muchas de las
realidades, acontecimientos, personas o cosas que refieren los libros
veterotestamentarios, por disposición de Dios, prefiguraban realidades,
acontecimientos, personas o cosas de la nueva economía, que preparaban y
anunciaban. Para Grelot, «la interpretación cristiana del Antiguo
Testamento, si ha de ser completa y rebasar los resultados más o menos
satisfactorios de un estudio puramente científico, debe poner en evidencia
esta presencia universal de Cristo en la Escritura» (Introducción a la
Biblia, I, Barcelona 1965, 203).
Pero la Palabra de Dios se encuentra y despliega su fuerza de modo
especial en el N.T., por razón de que, con la Encarnación del Verbo (v.),
llegó la plenitud de los tiempos, y porque el Espíritu Santo reveló a los
Apóstoles y a los Profetas toda la verdad (lo 16,13). Cristo, plenitud de
la Revelación, que habla las Palabras de Dios, mandó a los Apóstoles a
predicar el Evangelio, prometido por los Profetas, y que Cristo cumplió y
promulgó con su boca, como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma
de conducta (Dei Verbum, 2,7). La transmisión total de la divina
Revelación la hicieron los Apóstoles (v.), primeramente por la predicación
oral, después o casi al mismo tiempo por escrito, reproduciendo fielmente
lo que habían aprendido de Cristo, y lo que el Espíritu Santo les enseñó.
La Escritura es fruto y expresión de la predicación oral apostólica y, en
cierto sentido, una codificación necesaria de la misma, para que se
conservara con mayor fidelidad. La Escritura es el documento preeminente
de la predicación de los Apóstoles, a causa de su inspiración. Los libros
del A. T., incorporados a la predicación evangélica, son como el punto de
referencia y el argumento incontestable de cuanto ellos enseñaban; los del
N. T. son su expresión. La Escritura refleja la enseñanza de todo el
Colegio apostólico, sea que sus autores fueran apóstoles, u hombres de su
círculo; pues, tanto unos como otros escribieron bajo la inspiración del
Espíritu Santo y, por consiguiente, sus libros son la Palabra de Dios
hecha escritura.
De ahí, que tanto la Escritura como la predicación oral son
propiedad y elemento esencial de la Iglesia, por haber tenido su origen en
el acto mismo de su fundación. Biblia (v.) y Tradición (v.) son la
expresión auténtica de la divina Revelación, creadora de la Iglesia, de
modo que ella es el intérprete más autorizado de la Biblia, su, en cierto
modo, propio libro (v. BIBLIA 1, 5-6, y 111, 10). Los Apóstoles nombraron
como sucesores suyos a los Obispos (v.), dejándoles su cargo en el
Magisterio eclesiástico (v.) y confiándoles la herencia entera del
depósito revelado (v. FE III, 1). La predicación apostólica, escrita y
oral, y el magisterio episcopal son dos elementos inseparables en la
transmisión de la divina Revelación. Por eso, «el oficio de interpretar
auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado
únicamente al Magisterio de la Iglesia; y ella lo ejercita en nombre de
Jesucristo» (Dei Verbum, 2,10; 3,12). Por tanto, para descubrir el
verdadero sentido del texto sagrado, se debe tener también en cuenta la
tradición viva de la Iglesia y la analogía de la fe. «A los exegetas toca
aplicar estas normas en su trabajo, para ir penetrando y exponiendo el
sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda
madurar el juicio de la Iglesia» (Dei Verbum, 3,12). Condición de la
autenticidad del Magisterio de la Iglesia, en todas sus formas, es que se
pronuncie sobre el depósito revelado, después de haberlo escuchado
plenamente y haber percibido su sentido exacto en la resonancia que no
deja de tener en la vida y convicción de toda la Iglesia (U. Betti, La
trasmissione della divina rivelazione, en La Costituzione dogmatica sulla
divina rivelazione, Turín 1966, 194).
«La Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del
Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e
instituciones transmitidas: cuando los fieles las contemplan y estudian
repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios
que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en
el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la
plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las
palabras de Dios» (Dei Verbum, 2,8): v. t. TRADICIÓN (Teología). Con la
asistencia del Espíritu Santo, la Iglesia se esfuerza por comprender cada
vez más profundamente la Escritura; y para ello fomenta el estudio de los
Padres de la Iglesia (v.) y de la Liturgia (v.), e invita a los exegetas
católicos y a los demás teólogos a que trabajen en común esfuerzo y bajo
la vigilancia del Magisterio, para investigar con medios oportunos la
Escritura y para explicarla (Dei Verbum, 6,23). Como miembro de esta
Iglesia, el exegeta católico debe poner al servicio de ella todos sus
conocimientos y dotes exegéticas, para que, penetrando y exponiendo el
sentido de la Escritura, contribuya a la enseñanza y juicio de la Iglesia
y ejerza fielmente el encargo y oficio que ha recibido de interpretar
auténticamente la Palabra de Dios.
6. Sentido y alcance de la exégesis bíblica. Si tenemos presente el
trabajo exegético tal y como hasta aquí ha sido descrito, podremos
advertir claramente su peculiaridad, reflejo de la peculiaridad del ser
cristiano: en él se unen lo humano y lo divino, lo científico-natural y lo
religioso. Desconocer esa realidad, destruir esa armonía sería apartarse
del dogma católico: si se negara la vertiente científico-natural, se
estaría negando la condición de verdaderos autores que la fe cristiana
siempre ha reconocido a los hagiógrafos y cayendo en el fideísmo; si se
sostuviera que la e. debe hacerse sólo con medios científicocríticos sin
tener presente la luz de la fe, se estaría negando implícitamente que en
ella hubiera nada que trascendiera a la naturaleza humana y cayendo en el
racionalismo.
Esos escollos han sido evitados por la Iglesia a lo largo de su
historia, que ha defendido y promovido siempre la armonía de que hablamos.
No han faltado, sin embargo, autores singulares que hayan fallado en uno u
otro sentido. Así, p. ej., cabe denunciar en algunos comentaristas
antiguos excesos alegóricos en la Escuela de Alejandría (v. ALEIANDRíA VI)
o en la época medieval; o tendencias racionalistas en la Escuela de
Antioquía (v. ANTIOQUíA DE SIRIA rv) o en el averroísmo (v.) latino. En la
época contemporánea es la tentación racionalista la que sobre todo amenaza
a la ciencia exegética.
Para comprender la situación contemporánea de la e. b. es necesario
señalar un dato, independiente en sí de las perspectivas mencionadas,
pero, por razones fácticas, entremezclado con ella: el crecimiento de las
ciencias históricas. En el s. xrx se desarrolla el interés por los
estudios históricos, y como consecuencia se perfila la metodología y se
suceden los descubrimientos. Por lo que respecta a áreas conexas con la
literatura bíblica, baste recordar que en 1822, gracias a los esfuerzos de
Champollion (v.) se penetra en el conocimiento del antiguo Egipto; en
1802, G. F. Grotefend logró descifrar el primer grupo de inscripciones
trilingües de Persépolis, con el hallazgo y lectura, en etapas sucesivas,
de textos literarios asirio-babilónicos; desde 1880 se descubren y
estudian textos de la literatura sumeria; después de 1929 se han
descifrado los de la antigua Ugarit (v.); en 1947 se hace el
descubrimiento de gran número de manuscritos hebraicos premasoréticos en
Qumrán (v.), en donde están representados casi todos los libros del A. T.,
y de textos extrabíblicos referentes a la comunidad esenia allí existente
en tiempos de Cristo, etc. Todo ello, obviamente, enriquece el trabajo
exegético, a la vez que plantea nuevas cuestiones, etc.
De por sí todo ello es positivo: el cristiano, consciente de la
verdad de su fe, sabe que ésta no tiene nada que temer de la verdadera
ciencia. Por lo demás la utilidad y conveniencia de las ciencias humanas,
y concretamente las históricas, para un mejor conocimiento de la Biblia,
ha sido siempre subrayado por los autores y teólogos, que procuraron
desarrollar en la medida de sus posibilidades. Baste recordar, como
figuras señeras, los proyectos didáctico-investigativos de Orígenes (cfr.
S. Gregorio Taumaturgo, Discurso panegírico de Orígenes) y de S. Agustín (cfr.
su De doctrina christiana); o las palabras claras de S. Atanasio: «Para
encontrar el verdadero sentido de las Escrituras es preciso no leerlas de
pasada, sino examinar atentamente el tiempo, las personas, las causas que
intervienen en lo que está escrito» (Epístola de Decietis Nicaeni Synodi,
14).
Ello no obstante se debe reconocer que la rápida, y en ocasiones
vertiginosa, aportación de datos no dejaba de plantear problemas: no
resulta fácil valorar los datos, acuñar o perfilar metodologías, verificar
críticamente conclusiones, cte.; y la mente del exegeta está expuesta a
sentir una sensación de torbellino dejándose arrastrar o por un
escepticismo o por un criticismo exacerbado. Eso, sin embargo, hubiera
sido fácilmente superable, con las dificultades, claro está, propias de
todo trabajo, si no hubiera sido por la presencia de dos. factores de
perturbación presentes en el ambiente cultural: el racionalismo y el
principio protestante de la sola Scriptura.
El racionalismo (v.), al negar que pueda haber ninguna verdad que
trascienda a la razón humana, niega consiguientemente la Revelación; de
ahí que, para justificar su posición, se vea llevado a interpretar las
afirmaciones de los creyentes como engaños o ilusiones. De ahí que una
ciencia histórica de inspiración racionalista, al enfrentarse con el hecho
cristiano y, concretamente con la Biblia, tenderá, por fuerza de sus
propios prejuicios, a reducirla a realidad meramente humana, que se
intenta explicar por vía de pura evolución psicológica, etc. Todo lo cual,
de una parte, fuerza un planteamiento polémicoapologético, y, de otra,
difunde una mentalidad según la cual la fe debe someterse por entero a la
ciencia y se minusvalora -como poco científico- todo trabajo que de algún
modo tenga en cuenta la fe (y consiguientemente una e. que sea algo más
que puro análisis históricocrítico).
Más importante tal vez para la historia de la e. -ya que la anterior
es una posición nacida fuera de la fe ~ en polémica con ella, y ante la
que, por tanto, el creyente se siente espontáneamente llamado a
reaccionar- es el influjo y desarrollo del principio luterano de la sola
Scriptura. Lutero, en su pugna con la autoridad de la Iglesia, negó la
institución divina de la Iglesia tal y como la tradición cristiana la
había defendido. La Tradición misma, dice, no tiene sino un valor humano
histórico. La única vía de trasmisión de la Revelación divina es la S. E.,
mediante la cual Dios habla al hombre, y que -al no existir ni Tradición
ni Magisterio- debe ser interpretada individualmente, bajo la iluminación
directa de Dios a cada fiel (principios de la sola Scriptura y del libre
examen, v.). Lutero afirmaba que había una acción quasi instrumental de
Dios en la lectura de la Biblia: ésta es, decía, autopistós, es decir,
lleva en sí como una fuerza de convicción, como una exhalación del
Espíritu de Cristo en quien la lee con buenas disposiciones, que conduce
directamente a la verdad. Pero la realidad es que no es esa la vía que
Dios ha querido seguir para garantizar la verdad de su Palabra, sino que
ha instituido al efecto la iglesia a la que asiste para que trasmita y
proponga fielmente la verdad a la que la gracia interior del Espíritu
lleva a asentir. Habiendo negado esa realidad, y habiéndose privado de la
luz que de ella deriva, el protestantismo se vio abocado a la disgregación
y al subjetivismo: tantas interpretaciones de la Biblia, tantos conceptos
del cristianismo y de la Iglesia, cuantos pensadores con personalidad y
fuerza atractiva. Así se manifestó ya en vida de los propios protestantes
primitivos, y tanto Lutero como Calvino acabaron ejerciendo una autoridad
doctrinal, se acabó llegando a la redacción de escritos confesionales
(v.), etc.
Todo ello, sin embargo, no iba a la raíz del problema. No es, pues,
extraño que desembocara en una crisis profunda al chocar con el
racionalismo. Ello ocurre con el protestantismo liberal (v. LIBERAL,
TEOLOCíA PROTESTANTE), y su principal representante Schleiermacher (v.). A
partir de entonces -primera mitad del s. xrx- la opinión preponderante
entre los teólogos protestantes acepta una no bien definida inspiración
personal de los Apóstoles, reduce la inspiración bíblica a una vaga
asistencia que no excluye el error o a la acción por la que Dios guía y
mantiene el «espíritu común» de Israel o de la Iglesia primitiva, etc. De
esa forma los principios luteranos según los cuales la S. E. debía ser
interpretada por cada fiel, sufren una fuerte inflexión. Lutero, en
efecto, situaba esos principios en el interior de la afirmación del
carácter inspirado de la Biblia y de la acción del Espíritu Santo en cada
fiel. Todo ello desaparece, o se difumina, con el protestantismo liberal:
la inspiración divina es sustituida por el espíritu o sensus religioso de
la comunidad; el libre examen de cada fiel es sustituido por el estudio de
los textos en que históricamente se ha plasmado el espíritu cristiano con
los métodos propios de la ciencia crítica histórico-literaria, único
sistema que -una vez que se ha negado la acción carismática del Espíritu-
se presenta capaz de alcanzar una cierta verdad.
Se ha operado, de esa forma, una inversión radical de planteamiento:
la ciencia exegética aparece no como un auxiliar para la comprensión de
unos libros cuya verdad la Iglesia ya posee y de la que vive, sino como la
única instancia capaz de captar la verdad y dotada por consiguiente de
autoridad para dictar ley en todos los ámbitos del pensar y del vivir
cristiano. Tal es el panorama que agita a la e. b. no sólo protestante,
sino -a partir sobre todo de 1960- también a diversos sectores de la
católica. Podemos, pues, cerrar la exposición resumiendo en algunos puntos
el alcance y sentido de la ciencia exegética:
a) La e. o estudio científico de los textos bíblicos es una
actividad connatural al cristianismo, que aspira a servirse de todos los
medios a su alcance para obtener una comprensión todo lo perfecta posible
del texto inspirado; no es, sin embargo, la única fuente del conocimiento
cristiano. Más aún, la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, posee en
todo momento de su historia el mensaje que Cristo le dejó en depósito. La
e. no es la vía para conocer una verdad que tal vez se ha perdido, sino
sólo un medio para conocer con más riqueza de matices algo que ya se tiene
y de lo que se vive. De ahí la humildad y la grandeza de la e.: humildad,
porque no espera de sí misma una verdad radicalmente nueva; grandeza,
porque la verdad a la que sirve es la verdad divina.
b) En su trabajo el exegeta debe servirse de todos los
descubrimientos y ciencias humanas, manifestando con ello el aprecio de la
naturaleza humana y de su capacidad de verdad que son consustanciales al
dogma cristiano; pero no debe servirse nunca sólo de ellos, ya que debe
realizar su tarea a la luz de la fe. Y ello no porque desconfíe del hombre
o mire con recelo los estudios históricos, etc., sino sencillamente por
fidelidad al objeto de su estudio: La Revelación divina. Quizá conviene
subrayar que esos dos elementos -estudio científico, actitud de fe- han de
estar unidos desde el principio. Es decir, el auténtico exegeta no
consiste en un investigador agnóstico al que luego se le yuxtapone un
creyente fideísta, sino un creyente que, consciente de la verdad de su fe,
asume y valora desde ella las ciencias humanas en servicio de la verdad
que aspira a investigar.
V. t.: INTERPRETACIóN II; NOEMÁTICA; HEURÍSTICA; PROFORÍSTICA;
BIBLIA I, 5-6; 111, 10; IV, V y IX; TEOLOGÍA BÍBLICA.
BIBL.: Además de los Manuales de
Hermenéutica (v. INTERPRETACIóN II) y de la bibl. ya citada en el
artículo: C. LARCHER, L' actualité chrétienne de 1'Ancien Testament
d'aprés le Nouveau Testament, París 1952; J. MICHL, Dogmatischer Schri/tbeweis
und Exegese, «Biblische Zeitschriftn 2 (1958) 1-14; R. SCHNACKENBURG, Der
Weg der katholischen Exegese, ib. 161-176; P. GRELOT, Le sens chrétien de
l'Ancien Testament, París-Tournai 1962; E. CASTELLI, Ermeneutika e
Tradizione, Roma 1963; N. 1,OHFINK, Katholische Bibelwissenscha(t und
historisch-kritische Methode, Kevelaer 1966; íD, Die Kirche una das Wort
Gottes, Wurzburgo 1967; R. F. OSBORN, A New Hermeneutik?, «Interpretation»
20 (1966) 400411; R. SCHNACKENBURG, Konkrete Fragen an den Dogmatiker aus
der heutigen exegetischen Diskussion, «Catholica» 21 (1967) 11-27; G. VAN
RIET, Exégése et réflexion philosophique, «Ephemerides Theologicae
Lovanienses» 43 (1967) 389-404; P. ASVELD, Exégése critique et exégése
dogmatique, ib. 405-419; P. GRELOT, Que penser de 1'interprétation
existentiale?, ib, 420-443; A. GRILLMEIER, en Das Zweite Vatikanische
Konzil: Dogmatische Konstitution über die góttliche Offenbarung, Friburgo
Br. 1967, 528-557; H. KRUSE, Die Zuverliissigkeit der Heiligen Schrift, «Zeitschrift
für katholische Theologie» 90 (1968) 22-39; A. VACCARI, Historia exegeseos,
en Institutiones Biblicae, I, 6 ed. Roma 1951, 510-567; H. CAZELLES y P.
GRELOT, en A. ROBERT y A. FEUILLET, Introducción a la Biblia, I, 3 ed.
Barcelona 1970, 93-217.-Para el pensamiento protestante: E. FucHs,
Hermeneutik, Bad Cannstatt 1954; 0. CULLMANN, La nécessité et la fonction
de l'exégése philologique et historique de la Bible, en Le probléme
biblique dans le Protestantisme, París 1955, 131-147.
J. M. CASCIARO RAMÍREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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