EUCARISTÍA. DEVOCIÓN A LA EUCARISTIA.


La E. «fuente y cima de la vida cristiana» (Conc. Vaticano II, Lumen gentittm: LG, 11) es el medio de los medios de santificación: por ser el sacrificio que actualiza el Misterio Pascual, Muerte y Resurrección de Cristo, que nos redime (Misa; v. li B, 2-3); por ser «el banquete en que Cristo es comido y el alma se llena de gracia» (Comunión; v. 11 B, 6-7); y porque en la E. está presente Cristo para con su familiaridad acrecentar en los fieles la vida de la gracia (v. Il B, 4-5) (cfr. Instrucción Eucharisticum Mysterium = EM, 50).
     
      1. La Eucaristía, sacrificio, fuente de santificación. A través del Misterio Pascual santifica el mismo Redentor a los hombres (lo 17,19), mediante nuestra incorporación vital con Cristo «de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien tendemos» (Const. Lumen gentium= =LG, 3). Pero este Misterio se actualiza en la E., sacrificio de la Nueva Alianza (LG, 3; cfr. Const. Sacrosanctum concilium=SC, 5.47), y ése es el momento en que toda la eficiencia de la sangre de Cristo se aplica en cada momento a quien la necesita y a quien la acepta. Aplicación que está garantizada porque a la acción principal de Cristo se une, en la participación «plena, consciente y actuosa» (SC, 14), la acción de toda la Iglesia que entonces ejerce su sacerdocio (v. IGLESIA in, 4), realizando con Cristo los fines del sacrificio (v. II, B, 3): la glorificación del Padre «por Cristo, con Él y en É1», la expiación y reparación por todos los pecados del mundo, pecados por los que explícitamente se ofrece la Misa, la impetración, reforzada la eficacia de la oración al ser asumida por Cristo Cabeza, y la acción de gracias, que, a más de ser «justa y necesaria, es nuestro deber y salvación» (prefacio de la Misa).
     
      Todos estos elementos del sacrificio, que de una manera insuperable se realizan en la Misa, tienden a reproducir en nosotros la actitud sacrificial del Redentor (v. REDENCIóN ii), por medio de cuya comunicación vital nos hacemos realmente sacerdotes y víctimas, ofreciendo a Cristo y ofreciéndonos a nosotros mismos, ya que, incorporados como estamos a Cristo, «el sacrificio de la Nueva Alianza significa aquel obsequio supremo con el que el principal oferente, Cristo, y con Él y por Él todos sus miembros místicos, honran debidamente a Dios» (Pío XII, enc. Mediator Dei, 125; cfr. 120 ss.).
     
      De aquí la necesidad insustituible de la Misa en todo esfuerzo ascético por adquirir la santidad (v.), y el lugar central que en la vida cristiana ocupa la Misa, no sólo frecuente, sino diaria. «Una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa» (J. M. Escrivá de BalaRuer, Camino, 528).
     
      La Misa, memorial de la Pasión del Señor, por encerrar todo el bien espiritual de la Iglesia, es el resumen y consumación de toda la vida espiritual (S. Tomás, Sum. Th. 3 q73 a3; 3 q65 al). Sin embargo, para que la participación en la Misa sea plena, es imprescindible disponerse a ella con un deseo vivo y consciente que nacerá de una fe reavivada que despierte la esperanza y encienda la caridad; éste es el clima exigido para que en cada uno haga efecto la obra de santificación. Pero además es necesario que la «poscomunión» personal se prolongue en la actividad cotidiana como se pide en la Liturgia: «mantener en la vida el sacramento que recibieron por la fe» (martes de la octava de Pascua), «adaptar sinceramente la vida a los frutos de la Misa» (dom. 3 de Epifanía). Por ello se impone hacer de la Misa paradigma de la vida, tratando de prolongar la actitud de Cristo sacrificado: buscando en todo la gloria del Padre a base de cumplir con esmero y cariño las propias obligaciones profesionales, sociales, familiares, etc.; dándole «gracias por todo, porque todo es bueno» (Camino, 268); desagraviándole con actos de amor y espíritu de penitencia; y orando continuamente, pidiendo al Padre, sobre la pauta del Padrenuestro, las cosas que se refieren al Reino de Dios (v.) y las que necesitamos para realizar su reinado.
     
      A todo este programa ayuda notablemente la parte didáctica que inseparablemente lleva la Misa, la Palabra de Dios, cuya meditación es la luz que necesita el cristiano para dar sentido a toda su actividad. Y entonces la Misa es «el manantial más fecundo, del que fluye la inspiración y la fuerza para el cumplimiento del deber, el hontanar de gracias que alimentan el amor fraterno y el compromiso de servicio a los demás» (Paulo VI, Mensaje al Congreso Eucarístico del Ecuador, 1 jun. 1967).
     
      2. La Eucaristía como banquete de transformación en Cristo. La santificación (recuperación de la imagen de Dios) es consecuencia de nuestra progresiva transfiguración en Cristo, imagen consubstancial del Padre (Rom 8,29; 2 Cor 3,18; v. JESUCRISTO v). Ésta, a más de la fe que se va iluminando con la meditación de la vida del Señor, se opera sobre todo por el contacto vivo y personal de la E.: «porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transformarnos en aquello que recibimos» (EM, 7; cfr. lo 6,55; 15,4). Se explica, pues, se recomiende la Comunión frecuente, y, a ser posible, a diario (EM, 29), pues «es claro que por la frecuente o diaria comunión se estrecha la unión con Cristo, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad» (EM, 37).
     
      Esta recomendación además se deriva de las premisas de la renovación litúrgica: pues, si al sacerdote se le recomienda celebrar a diario, y a ser posible con pueblo (EM, 44.42), y si el modo más perfecto de asistir a la Misa es comulgar (SC 55), es evidente que la mente de la Iglesia sigue siendo la tan recomendada comunión frecuente. Sabemos por último «que la E. es antídoto que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales» (Denz.Sch. 1638). «Se quedó para ti. No es reverencia dejar de comulgar, si estás bien dispuesto. Irreverencia es sólo recibirlo indignamente» (Camino, 539).
     
      3. La Eucaristía sacramento permanente para el trato familiar con Cristo. En una visión de conjunto de la E. el culto al Cuerpo de Cristo tiene un lugar destacado en la vida espiritual, porque la E. es un sacramento permanente donde Cristo está realmente presente mientras duran los signos sensibles de esa presencia, las especies sacramentales (v. 11 B4 y rrr,4).
     
      El culto a la E. es auxilio y solaz de los fieles y sirve para «prolongar la gracia del Sacrificio» (EM, 3g). Lo cual quiere decir que, si hemos de aspirar a extender la Misa a toda nuestra vida, surgirá espontáneamente, como medio principal, la comunión espiritual expresión del deseo de unirnos a Cristo «con fe viva, con ánimo reverentemente humilde y confiado a la voluntad del Redentor divino, con el amor más ardiente (ene. Mediator Dei, 143). Así la comunión espiritual no sólo dice relación a la sacramental, sino que ella es ya una unión, o mejor la renovación de la unión que causa la comunión sacramental.
     
      Esta comunión espiritual, que nunca ha de faltar en el culto a la E., se ha de renovar con la mayor frecuencia a lo largo del día. Y todo este culto resulta así un impulso más a participar en el Misterio Pascual, ya que los fieles están entonces presentes a Cristo presente en el sacramento, garantía sensible de su permanencia entre nosotros. Y «permaneciendo junto a Cristo Señor gozan de su íntima familiaridad y le abren su corazón en favor propio y de todos los suyos, y ruegan por la paz y salvación del mundo. Y, al ofrecer toda su vida junto con Cristo al Padre, mediante el Espíritu Santo, por tan admirable relación logran aumentar la fe, la esperanza y la caridad» (EM, 50).
     
      Éste es el sólido fundamento de la visita al Santísimo que, según Paulo VI es «prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor» (ene. Mysterium fidei).
     
      Cierto que en todas partes podemos reavivar nuestro contacto con el Señor «que es espíritu» (lo 4,24). Pero la fe nos asegura que el Dios-con-nosotros se quedó bajo los signos que perpetúan su entrega sacrificial porque «sus delicias son estar con los hijos de los hombres» (Prv 8,31). Agradecimiento obligado será, pues, acudir allí donde Él nos espera, el Sagrario. Ningún lugar, pues, como el templo para esos encuentros íntimos y personales que requiere la tan anhelada permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra un clima más apropiado, como lo demuestra la historia de los santos, y de donde puede mejor nacer el impulso para la oración continuada en el trabajo del día, en la calle, en todo lugar, para la santificación de la vida ordinaria. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad» (Letanías del S. Corazón; cfr. Pío XII, Enc. Hatirietis aguas, 20.34).
     
      V. t.: SACRAMENTOS 111; AYUNO II;SANTIDAD IV; LUCHA ASCÉTICA; CORPUS CHRISTI, FIESTA DEL; EXPOSICIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO.
     
     

BIBL.: P. M. V. BERNADOT, De la Eucaristía a la Trinidad, Barcelona 1946; F. X. DURWELL, En Cristo Redentor, Barcelona 1966, 11,4; A. FILOGRASSI, «De Sanctissirna Eucharistia», Roma 1947; I. GOMA, La Eucaristía y la vida cristiana, Barcelona s. a.; M. PHILIPON, La Trinidad en mi vida, Barcelona 1961; A. Royo MARK, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1954, HI, c.l, a.3; G. CHEVROT, Nuestra Misa, 4 ed. Madrid 1965; A. REY, La Misa, centro de la vida cristiana, Madrid 1970.

 

L. M. HERRÁN HERRÁN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991