ESTADOS PONTIFICIOS.HISTORIA.


Reciben la denominación de e. p. los territorios italianos sometidos a la soberanía temporal del Pontificado, que, entre diversas vicisitudes, contribuyeron, durante una época caracterizada por el enfrentamiento entre monarquías y naciones, a garantizar la independencia y autonomía espirituales de la sede romana.
     
      1. Orígenes. Al producirse el derrumbamiento del Imperio romano de Occidente, la comunidad cristiana de Roma y su cabeza, el Papa, poseían amplios territorios extendidos por diversas regiones (Italia, Dalmacia, Galia meridional, África del norte) constituyendo el llamado Patrimonium Petri. Las riquezas extraídas del usufructo y explotación de estos bienes eran considerados como patrimonio de los pobres (res pauperum) y se destinaban primordialmente a obras asistenciales y benéficas y al sufragio de las necesidades del mantenimiento del culto y sus ministros. Dicha riqueza se articulaba en torno a un curioso sistema constituido en su primer escalón por los fundos (fincas de labranza), dando lugar la unión de varios de ellos (de 5 a 15 y a veces aún más) a una mü: sa y la de estas últimas a un patrimonium. Sobre tal vasto conglomerado territorial el Papado no se irrogaba por aquel entonces ningún título ni atributo de soberanía política. El proceso por el cual el Pontificado reivindicaría, por espacio de más de un milenio, el derecho a poseer un Estado propio se iniciaría a mediados del s. viii, una vez rotos los vínculos más o menos amistosos que unieron a Roma con los lombardos por el deseo de Roma de ejercer un dominio sobre los territorios colocados bajo la soberanía nominal de Bizancio (el Exarcado de Rávena y la Pentápolis), caídos en manos del rey lombardo Astolfo.
     
      Basándose en las excelentes relaciones existentes entre Roma y la denominada con posterioridad monarquía carolingia, de cuya instauración y consolidamiento el Papa había sido uno de los principales artífices, Esteban 11, tras conceder a Pipino el Breve (v.) la dignidad de Patricius romanorum, por la que quedaba constituido en defensor de la Iglesia romana, le instó a forzar a los lombardos la entrega de los territorios anexionados. Concluidas felizmente para las armas de Pipino las campañas emprendidas con tal fin, el monarca francés hizo entrega al Papado en el a. 756, de las comarcas disputadas (el ducatus romanus, el exarcado y la Pentápolis) bajo la donación que pasó a la Historia con su nombre. Con este acto nacieron los e. p., proceso que corre paralelo al desligarse de la península italiana, y con ella los e. p. mismos, de la órbita bizantina para vincularse a la esfera de los países del ámbito más propiamente europeo occidental, en el que se están consolidando las monarquías nacidas de las invasiones bárbaras.
     
      2. Los estados pontificios y el Imperio carolingio. Al vencer definitivamente a los lombardos y anexionarse su reino, Carlomagno (v.) confirmó la donación hecha por su padre a Roma e incluso amplió la extensión de sus dominios, aunque algo más tarde se retractara de su decisión inicial y recortara considerablemente las dimensiones de aquéllos. A compás del incremento de la potencialidad del estado carolingio, la supervisión e injerencia de Carlomagno en los asuntos romanos se acrecentaron espectacularmente. El testimonio, quizá más irrecusable, del reconocimiento de tal situación se encuentra en el envío al rey francés por León III al comienzo de su pontificado, de las llaves de San Pedro y del pendón de la Ciudad Eterna. Temeroso este mismo Papa de su eventual deposición por algunos clanes nobiliarios romanos, solicitó el socorro de Carlomagno. Llegado éste a Roma, la Navidad del año 800 presenciaría uno de los acontecimientos capitales del mundo medieval y que más leyendas y comentarios suscitara a lo largo de las centurias posteriores: la coronación de Carlomagno como Emperador de Occidente por el Papa. Irrogándose la hereditariedad del Imperio romano en su calidad de curator de Italia y soberano de la Urbe y sus comarcas, el Papado estableció así, por medio de tal acto, un nexo de solidaridad que hacía de la nueva realidad política y espiritual surgida de la coronación, la prolongación legítima del Imperio romano. Con la mencionada iniciativa de León III se sentaban también las bases de una peculiarísima situación, configurada por el reconocimiento del Papado al Imperio de la soberanía temporal (incluso sobre el Patrimonium Petri) y la decisión del Imperio de reconocer en la Iglesia la fuente de toda potestad y poder terrenos.
     
      Muerto Carlomagno y elevado al trono su hijo Ludovico Pío (v.), las endémicas revueltas que asolaban a Roma por la hostilidad entre sus diversas facciones aristocráticas brindaron al nuevo monarca la oportunidad de ensanchar en favor del Imperio las prerrogativas concedidas a su padre por León III. Consolidado en el trono pontificio Eugenio II merced al apoyo de las tropas carolingias, fue promulgada en Roma (924) la denominada «Constitución Romana» o Constitutio Lotharii (del nombre del hijo mayor de Ludovico Pío, firmante del documento), por cuyas cláusulas se estipulaba que el Emperador ejercería en adelante en Roma, sin menoscabo del poder ejecutivo en posesión del Papa, el derecho de suprema justicia; al tiempo que se obligaba mediante juramento a los romanos a aplazar la consagración de los Pontífices elegidos en el futuro hasta tanto que éstos no prometiesen solemnemente fidelidad al Emperador, ante sí o en presencia de sus representantes.
     
      Al reinado de Ludovico Pío pertenece también, según la tesis de mayor crédito entre los especialistas, el nacimiento del apócrifo de la Donatio Constantina o Constitutum Constantini, que atribuía el origen del poder temporal de los Papas y de su soberanía estatal sobre una gran parte de Italia a un pretendido obsequio de Constantino a Silvestre I, como muestra de gratitud por su curación milagrosa de la lepra y su conversión al cristianismo. Según ese apócrifo, aparte de concederle múltiples distinciones, el Emperador habría colocado a los pies del Papado «todas las provincias, lugares y ciudades de las tierras de Occidente» y habría construido en Oriente una nueva capital «porque no es justo que tenga poder el Emperador terreno allí donde reside el Emperador celestial, príncipe de los sacerdotes y cabeza de la religión cristiana». Dicho apócrifo obtuvo una gran difusión y audiencia a lo largo de toda la etapa medieval, aunque rara vez los Pontífices lo invocaron como fundamentación de sus derechos temporales. Sus autores e intenciones provocaron desde el s. xv amplios debates entre los estudiosos, que aún hoy no se hallan de acuerdo en algunos extremos de la exégesis del citado documento. En general, la tesis prevaleciente entre los especialistas es la que hace inspiradores y redactores del mencionado texto a los doctrinarios de la monarquía carolingia, que aspiraban con su publicación a encontrar en su páginas argumentos para consolidar el Imperio de Carlomagno y explicar su separación del bizantino. Confirmador de aspiraciones de algunos pontífices, es lógico que también participaran en su génesis propagandistas del poder temporal del Papado, que explicitaban así una opinión muy extendida y esgrimida por sus defensores en los siglos posteriores, según la cual, las donaciones de Pipino y su hijo sólo habían revestido, en realidad, el carácter de justas restituciones a los sucesores de San Pedro de los territorios sobre los que tenían desde tiempos de Constantino numerosos títulos que avalaban su legítima posesión.
     
      3. Los estados pontificios y el Sacro imperio romano germánico. Con el deseo de aprovechar las escisiones introducidas en el seno de la dinastía carolingia a la muerte de Ludovico Pío para suprimir los vínculos que encadenaban, en gran medida, la suerte del Papado al Imperio, y atenuar con ello el alcance de las facultades concedidas a aquél por la Constitutio Romana, el papa Juan VIII no regateó su apoyo a Carlos el Calvo, al que coronaría Emperador en Roma en la Navidad del 875, no sin antes haber alcanzado de éste la supresión de toda tutela sobre la elección de los futuros Papas y su gobierno temporal. En peligro continuo por las sangrientas incursiones musulmanas, permanentemente acechada por la eclosión de luchas intestinas, la ciudad de Roma presentó en algunos periodos de la Alta Edad Media un lamentable espectáculo. Tal estado de cosas mostró ostensiblemente la necesidad insoslayable de acogerse de nuevo a la protección de un poder temporal, de todos respetado por su fuerza. Como en tiempos de la monarquía carolingia, otra vez confluyeron los deseos y aspiraciones de una dinastía y del Pontificado, cuando en 962 Juan XII solicitó la presencia en Roma del monarca germano Otón I. Satisfechos los anhelos de éste por su coronación como Emperador en la fiesta de la Candelaria del a. 962 y por el consentimiento papal a fundar nuevos arzobispados en sus posesiones del norte de Europa, Otón el Grande otorgó al Pontificado la renovación de las donaciones carolingias. Sin embargo, el mantenimiento de la cláusula de la Constitutio Romana, que establecía la consagración papal previo juramento de fidelidad al Emperador, dibujó un punto de fricción en las relaciones entre Otón I y Juan XII, quien prontamente abriría las hostilidades contra su antiguo protector, el cual acabaría por deponerle.
     
      En el transcurso del siglo siguiente, los e. p. debieron hacer frente al peligro normando. El antagonismo entre ambas potencias dio paso, al cabo de escaso tiempo, a una franca reconciliación durante el breve pontificado de Eugenio 11, que vio en esta alianza un eficaz medio de contrarrestar la continua intromisión germánica en los asuntos romanos. Tras la importante medida decretada por el citado Pontífice en pro de la independencia de la iglesia y de la elección de su cabeza de toda potestad temporal, las tensas relaciones entre el Pontificado y el Imperio alcanzarían su punto culminante al desembocar en la célebre querella de las Investiduras (v.).
     
      4. Los Hohenstaufen y el Papado. Al término de la cuestión de las Investiduras, las varias libertades conseguidas por el Papado en su enfrentamiento con el Imperio, rápidamente vieron disminuida su trascendencia a consecuencia de las frágiles bases sobre las que se asentaba el poder temporal de los Pontífices en sus propios estados y, de modo especial, en la misma Roma. A mediados del s. XII, las revueltas provocadas por el célebre revolucionario y heresiarca Arnaldo de Brescia (v.) obligaron una vez más al Papado a recurrir al auxilio del Imperio. Detentaba entonces su cetro Federico 1 Barbarroja (v.), cuya protección hizo posible el regreso de Eugenio 111 a Roma, de la que había huido a causa de los intentos mancomunados del Senado y de Arnaldo para instaurar en la Urbe un régimen republicano. Coronado Emperador en la basílica de S. Pedro por Adriano IV (18 mayo 1155), cuya autoridad temporal había afianzado de manera enérgica, Federico entraría pronto en declarada discrepancia y antagonismo con el Papado al violar en numerosas ocasiones los acuerdos consagrados por el Concordato de Worms (v.) entre ambas potestades. El conflicto se agravó al mostrarse el Emperador decidido partidario del antipapa Víctor IV, del bando imperial romano, en contra de los derechos de Alejandro 111 (v.), el cual, tras excomulgar a Federico, buscó refugio en Francia, desde donde se afanaría con éxito por catalizar la resistencia antigermana de los e. p. y de las ciudades septentrionales italianas. Derrotado en Legnano, Federico se vio forzado a solicitar la paz y el perdón de su rival. Poco después, Inocencio III extraería gran fruto de los pleitos dinásticos, a que diera lugar la lucha por la sucesión de Federico Barbarroja, para la expansión de los e. p., que se acrecentaron con la anexión del ducado de Espoleto, parte de Toscana y la recuperación de la Marca de Ancona, mediante el beneplácito de Otón IV (en 1201) que mostraba con ello el reconocimiento hacia el Papa, cuya ayuda le había sido decisiva para su ascensión al trono Imperial. No obstante, poco más tarde de que se firmara la Constitución de Spira (22 mar. 1209) (por la que el Pontificado rescataba la casi totalidad de las concesiones hechas en épocas pasadas al Imperio en materia espiritual), la llama de la discordia entre el Papado y los Hohenstaufen volvió a encenderse por el intento de Otón IV de apoderarse de algunas provincias sujetas al poder temporal de Roma. Excomulgado el emperador, Inocencio 111 (v.) logró ver coronados sus esfuerzos al conseguir, tras numerosas vicisitudes, la elevación al trono imperial de su protegido y educando Federico de Sicilia (nieto de Barbarroja), que recibió el título de Federico II. Contra las grandes esperanzas que en él depositara Inocencio III, la actitud de Federico 11 hacia éste en los pontificados de Gregorio IX (v.) e Inocencio IV (v.) provocaría el último gran acto del duelo que durante la época medieval enfrentaría a Roma con los sucesores de Carlomagno en la siempre reverdecida cuestión del ejercicio de su soberanía temporal. La violación del juramento realizado ante Inocencio 111 de no permitir nunca la unión de la corona de Sicilia con la imperial, su conducta ante la cruzada incansablemente propugnada por Roma durante su reinado (V. CRUZADAS, LAS), los vuelos de autonomía e independencia de su política religiosa cara a las directrices de la Santa Sede y sus permanentes pretensiones a anexionar diversos territorios sometidos a la soberanía del Papado, fueron, entre otros, los principales puntos de fricción entre Federico 11 y este último. La inquebrantable energía de Gregorio IX encontró en Inocencio IV un indesmayable continuador, quien buscaría en la ayuda francesa un poderoso instrumento para frustrar las aspiraciones del Emperador. La desaparición de la dinastía Hohenstaufen traería consigo la concordia casi inalterable entre las dos potencias cuyas rivalidades llenaran con su fragor casi todas las páginas de la historia precedente. A partir de entonces y hasta el desgarramiento de la cristiandad en el s. xvi, las relaciones entre el Imperio de los Habsburgos y el Papado se encauzarían por derroteros sosegados y, en general, pacíficos.
     
      5. El Papado en Aviñón y el Cisma de Occidente. No por ello la singladura de Roma como potencia temporal dejó de ser accidentada y turbulenta. La permanencia e, incluso, el acrecentamiento del endémico estado de anarquía en que se debatía desde tiempo atrás la trayectoria de Roma en su vertiente temporal, motivaron, en un primer momento, que durante la segunda mitad del s. XII[ los sucesores de S. Pedro viesen transcurrir gran parte de su existencia fuera de la Urbe y, por último, que, en los inicios del s. xiv, la abandonasen para fijar su residencia en Aviñón. Con la ausencia de los Papas aumentó el estado anárquico y se produjo la paulatina disgregación de los territorios pontificios por la implantación de regímenes tiránicos por diversos aventureros locales así como por las incursiones y ocupaciones de parte del territorio llevadas a cabo por los estados limítrofes: Venecia ocupó Ferrara en 1313; Milán compró Bolonia a sus habitantes; Cola de Rienzo se hizo con el poder en Roma, etc. En esta difícil situación Inocencio VI, en 1353, confió al cardenal español Gil de Albornoz (v.) el encargo de poner remedio a este estado de cosas. Este hombre de genio supo doblegar a todos los rebeldes, reconquistar los territorios perdidos y organizar su administración por medio de un código que permaneció en vigor durante más de 400 años.
     
      Con el cisma de Occidente (v. CISMA Iti) se recrudecen las luchas y vuelve la anarquía y el desorden a los e. p. Concluido el Cisma con la ascensión al trono pontificio de Martín V, el Papado debió proyectar las directrices de su poder temporal sobre unas realidades políticas distintas a las imperantes en la Italia de comienzos del trescientos. La fragmentación de la autoridad, característica de toda la trayectoria de los e. p. durante la Edad Media y, en particular, en sus postreras centurias, alcanzó entonces una de sus cotas culminantes. La soberanía papal sobre extensos territorios era tan sólo nominal, usufructuando el ejercicio del mando innumerables condotieri y soldados de fortuna.
     
      6. Los estados pontificios en los albores de la Edad Moderna. Convertida la península italiana en el campo de batalla donde las grandes potencias del momento dirimían el liderazgo y hegemonía de los pueblos occidentales, el poder temporal del Papado fue causa de que la Santa Sede no pudiera mantener en aquella lucha la neutralidad a que su misión espiritual parecía destinarla (v.
     
      REYES CATÓLICOS; CARLOS VIII y LUIS XII DE FRANCIA). La política de balancín que orientó su actitud ante el pleito hispano-francés había de desembocar fatalmente en el eclipse de su función y ascendencia en el plano de las relaciones internacionales. Al sellar por un siglo la suerte de Italia la paz de Cateau-Cambrésis (v.), Roma asistió al estrepitoso cuarteamiento de su deseo multisecular, orientado siempre a impedir la consolidación de un poder fuerte y de una potencia hegemónica en el suelo de la península. Sin embargo, antes de que la monarquía hispánica viese consagrada su primacía en ella, el Papado había conseguido coronar, en algunos de sus puntos, la amplia actividad encaminada a conseguir el robustecimiento del poder temporal en los territorios bajo su mandato, a través principalmente de medidas militares y económicas. En el primer orden de cosas, César Borgia (v.) redujo una vez más a la obediencia pontificia a los indómitos clanes señoriales de la Romaña, mientras que por su parte el fogoso julio 11 (v.) se apoderaba de Bolonia y Perusa (1506), recuperaba de manos de Venecia a Rávena y Cervia (1509), conquistaba Módena y Regio (1520) y se anexionaba, bien que de forma transitoria al igual que las últimamente citadas, Parma y Plasencia (1512). En adelante, algunos de sus sucesores persistirían en la misma empresa; y así, Clemente VII suprimiría la autonomía municipal de Ancona (1532) y Paulo 111 la de Perusa (1540). En cuanto a la potencialización económica de los e. p., sus metas serían en gran parte logradas en los decenios centrales del s. xvi y, en particular, al término de dicha centuria. Ante la necesidad de hacer frente a las exigencias económicas derivadas del clima belicista que envolvió a la península italiana en los inicios de la Edad Moderna y de la lucha contra la reforma protestante, el Papado se vio llevado, en forma insoslayable, a acometer una vasta obra de modernización de sus estados con el fin de capacitarlos para responder con éxito al doble desafío de la nueva coyuntura histórica. La explotación intensiva de los ricos yacimientos de alumbre de Tolffa fue el principal motor del desarrollo material experimentado durante el s. xvi por las regiones gobernadas desde Roma. Una serie de eficaces medidas favorecedoras de los pequeños y medianos propietarios (por medio, sobre todo, de la emisión de empréstitos) reforzarían el sólido edificio material construido por la curia romana en este siglo. En diversas ocasiones, graves embates y dificultades pusieron, sin embargo, en peligro de derrumbamiento dicha labor. La brusca y vertiginosa caída de las rentas agrícolas, producidas como consecuencia del hipertrofiado desarrollo de la ganadería, provocó una gran crisis social, reflejada en numerosas secuelas, de las que el bandolerismo fue la más espectacular y prolongada. Pese a sus repetidas tentativas, los Papas del s. xvi no lograrían compensar los territorios perdidos para la agricultura con la desecación y bonificación de marismas v suelos hasta entonces incultivables.
     
      El papado de Sixto V (v.) representa la culminación de la política centralizadora y de potencialidad económica iniciada por sus predecesores un siglo atrás. Su talento organizador halló su mejor muestra en la creación de una estructura administrativa y burocrática que diera respuesta a la doble exigencia de gobernar un estado, en trance de modernización. Bajo su inspiración y mandato, los tribunales tradicionales (Penitenciaría y Rota) y los cuatro grandes servicios centrales (Cancillería, Dataría, Cámara Apostólica y Secretaría de Estado) se vieron aumentados con 17 congregaciones más, en las que se fundían príncipes de la Iglesia y prestigiosos especialistas. Ocupada la mayor parte de las nuevas comisiones de la temática estrictamente religiosa, 6 tomaron a su cargo la dirección del fomento y actualización de las obras y negocios públicos de los e. p.: aumento de la fiscalidad y de la marina de guerra, revisión de los procedimientos judiciales, etc. Las energías del Papa no se agotaron con esta tarea e impulsaron la puesta en marcha de una sistemática operación policiaca destinada a erradicar la plaga del bandolerismo de que eran presa sus territorios. La vasta obra de reconstrucción y embellecimiento de la Roma clásica y de urbanización de la ciudad medieval, emprendida desde los días de Pío II, encontró también en él un infatigable animador. Por último, y en mayor medida que algunos de sus antecesores, Sixto V comprendió en toda su dramática dimensión el problema alimenticio que podía conducir el empobrecimiento y extinción de la agricultura, en sus estados. De ahí que no cejara a lo largo de su breve y fecundo pontificado en impulsar la reactivación de aquélla, sobre todo en regiones como la Romaña y la Marca de Ancona, y en adoptar radicales medidas para impedir la exportación de granos.
     
      7. Del siglo XVII a la Revolución francesa. Durante todo el s. xvit, los e. p., al igual que Italia entera, fueron una de las zonas más afectadas por la crisis social y económica característica de la mayor parte de la centuria, particularmente en sus decenios centrales. La relativa prosperidad material y el gran auge cultural y artístico capitalizados en el s. xvi sufrieron ahora una importante merma, sobre todo en el último campo señalado. Con el fin de detener esta decadencia, se aplicaron diversas medidas, entre las que ocuparía un lugar sobresaliente la creación, a comienzos de siglo, de una banca nacional (la del Santo Spírito), que pusiera el crédito y finanzas pontificios al abrigo de eventuales y previsibles bancarrotas. Ninguno de los remedios ensayados daría, sin embargo, los. frutos esperados y el cuarteamiento material de los e. p. se manifestó ostensible a lo largo del s. xvtt, en un proceso paralelo al experimentado por el prestigio y el ascendiente de la Santa Sede en el mundo de la cultura y las relaciones internacionales de la época. Marginadas sus territorios de las asoladoras conflagraciones del s. xvit, los e. p. vieron afectada su neutralidad durante el s. xvtii, en el que sus fronteras fueron continuamente violadas por las grandes potencias que hicieron de nuevo de Italia uno de los campos predilectos en la dirimación de sus disputas. La guerra de Sucesión española alumbraría esta situación (v. CLEMENTE xt), cuyos parámetros permanecieron inalterables hasta las contiendas de la era napoleónica. Un gran pontífice, Benedicto XIV (v.) supo calibrar en sus justas dimensiones las difíciles consecuencias, para el prestigio y la irradiación espirituales del Papado, derivadas del mantenimiento de un poder temporal, sin medios capaces de garantizar su eficacia e incesantemente menospreciado a compás de los progresos realizados por la secularización en el ámbito de la política mundial. Sin embargo, sus planes al respecto no llegaron nunca a materializarse y serían desechados por sus sucesores. El cuadro ofrecido por los e. p. en el marco de una Europa como la dieciochesca distaba de poder asemejarse con el que presentara en el quinientos. Pese a los esfuerzos de algún pontífice aislado, como el citado Papa Lambertini, la falta de eficacia hizo presa durante toda aquella centuria de la estructura gobernante y burocrática de los e. p., al tiempo que la existencia de una nobleza decaída y sin aliento histórico le privaban de todo fermento renovador y ascendente en este dominio. Los testimonios dejados acerca del clima reinante en los e. p. por sus visitantes y viajeros dieciochescos rivalizan en la descripción de su ensombrec¡miento. Tal era, en síntesis, el aspecto que ofrecían los e. p. cuando iba a descargar sobre ellos la tormenta de la Revolución francesa.
     
      8. De la República romana a la desaparición de los estados pontificios. Diversos lances y peripecias condujeron a la Santa Sede en su enfrentamiento con los gobiernos revolucionarios franceses, a la firma del trátado de Tolentino, premonición clara de la adversa suerte que habría de correr poco después el poder temporal de Pío VI (v.). FI largo pontificado de su sucesor Pío VI[ (v.) presenciaría también su supresión por las bayonetas napoleónicas y su restablecimiento, una vez concluida la aventura bonapartista. Los esfuerzos de Consalvi (v.) para sofocar los brotes revolucionarios y autonomistas surgidos en varias de sus regiones (especialmente en aquellos territorios de larga tradición levantisca y antirromana) a través de una política en la que dosificaban, hábil pero infructuosamente, las medidas de tolerancia con las fuertes y represivas, no alcanzaron las esperanzas depositadas en ellos. A partir de 1820 la agitación de los e. p. se convertiría en crónica, mostrándose inútiles todas las tentativas de León XII y Pío VIII por evitarla (V. CARBONARIOS; MASONERÍA). Por último y ante el abierto estado revolucionario de varias provincias sobre las que la autoridad de Roma no gravitaba con fuerza, Gregorio XVI (v.) apeló al apoyo militar extranjero, ayuda que sólo transitoriamente pondría fin a las superficiales y, por ello, más espectaculares manifestaciones de los brotes independentistas. Según es sabido, el inicio del pontificado de Pío IX (v.) exhumó en algunos círculos la vieja idea de la teocracia medieval, traducida ahora en el anhelo de lograr la unidad italiana merced a la acción del Papado. Prontamente, el curso de los acontecimientos en los e. p. hizo naufragar aquellas ilusiones y una vez más se encendieron los deseos autonomistas de casi la totalidad de las regiones que componían el «Patrimonio de San Pedro». La desaparición del poder temporal del pontificado se convirtió entonces en una de las ideas medulares de toda una vasta corriente ideológica, que encontraría ardientes partidarios en diversos países europeos, en particular en algunas de sus esferas intelectuales. En 1860 la popularidad capitalizada por la monarquía saboyana tras Magenta y Solferino (V. NAPOLEóN III) fue aprovechada por sus dirigentes para celebrar un plebiscito en la Romaña, que mediante él se anexionó al Piamonte. Tal hecho provocaría la respuesta armada de Pío IX, que fracasó tras la derrota de sus tropas en Castelfidardo (septiembre de 1860). Acto seguido, Víctor Manuel II (v.) ensancharía su corona con la incorporación de las Marcas y Umbría. Sólo el Lacio quedaba ya sujeto a la obediencia papal. Como sucediera en 1849, de nuevo las fuerzas de Napoleón III salvaron al poder temporal del Papado del inminente peligro a que se hallaba abocado. Pese a ello, el acontecimiento esperado por todos, incluso por el propio Pontífice, no tardó en llegar y cuando, el 20 sept. 1870 los soldados del general piamontés Cardona entraban en Roma por la célebre Porta Pía, caía el telón sobre el milenario poder temporal del Pontificado. Nuevos destinos se abrían para la Iglesia. A partir de entonces y hasta 1929, la «cuestión romana» (v. It) dividiría al mundo católico y de forma particularmente intensa al pueblo italiano.
     
      V. t.: PAPADO, HISTORIA DEL;VATICANO, ESTADO 7EL;ITALIA VI.
     
     

BIBL.: A. EHRHARD y W. NEUSs, Historia de la Iglesia, Madrid, 111, 1961 (fundamental para los orígenes del tema); VARIOS, Historia de la Iglesia católica, 4 ed. Madrid 1964 (excelente para la parcela medieval del tema). Sobre el mismo periodo ofrece también una sugestiva síntesis la Historia de la Iglesia de D. Roes, sobre todo su vol. III, Barcelona 1956; G. MOLLAT, Stato Pontificio, en Enciclopedia Cattolica, XI, Ciudad del Vaticano 1953, 1272-1283 (buen resumen con abundante bibl.); N. VALERI, L'Italia nell' état dei principati (1343-1516), Milán 1949; G. CAROCcl, Lo stato della Chiesa nella seconda metá del secolo XVI, Milán 1961 (puesta al día bibliográfica y crítica); J. DELUMEAU, Vie économique et sociale de Rome dans la seconde moitié du XVI siécle, París 1957-59 (exhaustiva tesis doctoral); íD, La civilisation de la Renaissance, París 1967 (magnífica panorámica de conjunto); íD, Les progrés de la centralisation dans I'État pontifical au XVI siécle, «Revue Historiqueo (1961); S. JACINI, La politica ecclesiastica italiana da Villafranca a Porta Pia, Bari 1938 (sereno y ponderado); G. MOLLAT, La Question romaine de Pie VI á Pie XI, París 1932; M. VAUSSARDI, La Fin du pouvoir temporel des papes, París 1954 (buen resumen). V. t. las bibliografías de CLEMENTE XI, BENEDICTO XIV, PÍO VI, PÍO VII, PÍO VIII, Pío IX, LEEN XII y GREGORIO XVI.

 

J. M. CUENCA TORIBIO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991