ESPIRITUALIDAD, LITERATURA DE. LITERATURA UNIVERSAL.


1. Concepto. Apoyándose en la Teología dogmática y moral y, en cierto modo, trascendiéndola, aparece la Teología ascética y mística, que buen número de especialistas modernos integran en la denominación genérica de Teología espiritual. Con esto, se ha intentado solucionar el problema previo de la terminología, que tan agudamente se ha planteado siempre al tratarse de estas ramas de la Teología, pues las más serias dificultades han surgido tradicionalmente a la hora de fijarles unos límites y un contenido determinado. Sin embargo, esta cuestión queda, al menos de momento, soslayada, al designar globalmente a la ascética y a la mística con el nombre de Teología espiritual o espiritualidad (v.), siendo los libros y tratados que versan sobre estas cuestiones los que constituyen la 1. de e. Ello no impide, por otra parte, que puedan aceptarse por todos unos límites, todo lo amplios que se quiera, para diferenciar desde un principio los dos grandes campos de la e. (V. ASCETISMO II; MÍSTICA ti).
     
      De acuerdo con, esto, y teniendo en cuenta toda la tradición religiosa que nos ha llegado desde la Edad Antigua y Media cristiana, la ascética abarcaría el campo de lo que la Teología ha llamado virtudes adquiridas, es decir, conquistadas por el hombre con esfuerzos personales y conscientes, mientras que la mística sería el campo de los dones otorgados por gracia, en virtud de una donación gratuita de Dios, sin que el esfuerzo humano ocupe en ella un papel primordial. Así, de acuerdo con la doctrina de S. Tomás de Aquino (v.) y de J. Duns Escoto (v.), la ascética se centra en las virtudes adquiridas, mientras que la mística no se adquiere, sino que se recibe. En la ascética, el alma se comporta de forma primordialmente activa, mientras que en la mística es Dios el que toma la iniciativa, bajando hasta el hombre, que sólo tiene que ponerse en actitud de recibir lo que de Dios le viene, sin que su voluntad y esfuerzo tengan fundamentalmente otro papel que el de la aceptación agradecida y atenta de lo recibido. Ello no quiere decir que ascética y mística se den separadas; en cada persona van unidas o entremezcladas. Por lo demás, y aunque en estos puntos esenciales estén de acuerdo prácticamente todos los tratadistas de e., en los detalles existen divergencias notables, que provienen del carácter y personalidad de cada autor tanto como del contexto cultural en que se haya formado y de las corrientes filosóficas dominantes en su tiempo (aristotelismo, platonismo, etc.).
     
      2. La ascética. Así, pues, podemos considerar que la primera rama de la 1. de e., y como su prolegómeno, es la ascética, palabra que deriva del griego askesis, con la significación general de `ejercicio'. En un principio, se trataba de aquellos ejercicios corporales y espirituales que desarrollaban determinadas facultades del hombre, haciéndolo apto para actividades específicas, como las de atleta, soldado o filósofo. Pero luego, con el cristianismo, la palabra se ciñó al ejercicio espiritual, con una finalidad estrictamente ética. Según esto, ascética es ya todo esfuerzo que, ejercitando el espíritu humano, le permite adquirir un entero dominio de sí mismo con vistas a un ideal de perfección moral. Según los medios empleados para lograr este ideal, la ascética puede ser positiva o negativa. Esta última consiste en la ruptura de los lazos y afectos que llevan al desorden moral; la positiva busca practicar la virtudes que directa o indirectamente conducen a la perfección del espíritu.
     
      En cuanto a sus orígenes, para muchos tratadistas hay ya un germen de ascetismo en el pensamiento pitagórico (V. PITÁGORAS), en cuya doctrina se considera fundamental el sacrificio de la voluntad, siendo el retraimiento silencioso un medio indispensable para llegar a la perfección. También la escuela de los cínicos, y a su cabeza Antístenes (v.), buscan librar al hombre de las ataduras terrenales ejercitándolo en el desprecio de los afectos familiares y patrióticos y en la victoria sobre las necesidades materiales. Ambas doctrinas fueron luego completadas y sistematizadas por los estoicos (v.), hasta el punto que, para algunos, estoicismo ha llegado a ser sinónimo de ascetismo. De acuerdo con esto, Zenón de Citio (ca. 335-ca. 264 a. C.) enseñó que el hombre encuentra la perfección exclusivamente en la virtud, sin otros requisitos suplementarios. Con la escuela de Alejandría (s. I-iv d. C.), la doctrina del ascetismo alcanza ya una estructuración completa. Los neoplatónicos (v.) enseñan al hombre a ordenar toda su vida con vistas al retorno definitivo a la unidad divina, y Plotino (v.) llega al desprecio de la sensibilidad, buscando el reposo espiritual en la serenidad del ser.
     
      Todas estas doctrinas, como todos los esfuerzos humanos de perfección, son purificadas, potenciadas y asimiladas luego por el cristianismo (v.), que predica desde el primer momento el desprecio de cuanto pudiera disminuir las energías espirituales de cara a la consecución de la perfección individual. En adelante, los ejercicios ascéticos serán esenciales en la nueva religión, creándose códigos de reglas que, basadas en la doctrina y praxis cristianas y con alguna influencia de las corrientes filosóficas ya enumeradas, tienden a proporcionar un camino seguro de purificación interior. A lo largo de toda la Edad Media se perpetúa este ideal ascético, con tintes de senequismo y estoicismo, destacando en ello las letras españolas, con figuras como Alfonso X (v.), López de Ayala (v.), o los escritores de prosa doctrinal del s. xv.
     
      Sin embargo, este movimiento no alcanza su culminación hasta el reinado de Felipe 11 (v.), quien, al acoger fervorosamente las resoluciones de Trento y el espíritu de la Contrarreforma establece un verdadero clima religioso en España, eminentemente apto para fomentar el desarrollo de los ideales ascéticos. También las órdenes religiosas, con sus ideales reformistas, buscando imprimir a sus reglas la máxima austeridad, fomentan entre sus miembros, y entre todos los fieles a través de la predicación, el ideal de perfección basada en la renuncia espiritual. Una legión de escritores y predicadores fomentan o desarrollan estas doctrinas, que encuentran en S. Ignacio de Loyola (v.) su máximo exponente, a través de ese método acabado de ascetismo práctico que son los Ejercicios Espirituales.
     
      Y es, en España, y en el Siglo de Oro, donde aparecen los máximos exponentes de la ascesis cristiana, con tratadistas como los franciscanos fray Alonso de Madrid (s. xvi), fray Francisco de Osuna (1497 m. antes de 1542), fray Bernardino de Laredo (v.), S. Pedro de Alcántara (v.), fray Juan de los Ángeles (1536-1609), fray Diego de Estella (v.), etc.; los agustinos S. Tomás de Villanueva (v.), Malón de Chaide (v.), o el beato Alonso de Orozco (1500-91); los carmelitas S. Juan de la Cruz (v.) y S. Teresa de Jesús (v.); los dominicos fray Luis de Granada (v.), y fray Alonso de Cabrera (v.); los jesuitas Pedro de Ribadeneira (v.) o Juan Eusebio Nieremberg (v.), junto a otros muchos pertenecientes a diversas órdenes o al clero secular, como el jerónimo fray Hernando de Talavera (1428-1507), el trinitario fray Simón de Rojas (v.), o el fogoso predicador y tratadista del clero secular S. Juan de Ávila (v.). Todos ellos enriquecen la doctrina ascética cristiana, dejándola estructurada y definida magistralmente en sus líneas fundamentales.
     
      Entre los no españoles, se puede mencionar aquí a los medievales G. Groot (v.), J. Gerson (v.), S. Catalina de Siena (v.) y T. de Kempis (v.). Posteriormente, entre los s. xvi y XVII, cabe destacar a L. Scupoli (v.), el difundido S. Francisco de Sales (v.), siempre leído hasta nuestros días, y L. Lallemant (v.); más adelante, J. P. Caussade (v.), G. B. Scaramelli (v.), y llegando ya al s. xlx, B. F. Lieberman (v.), F. W. Faber (v.), Ana Catalina Emmerick (v.) y su confidente C. M. Brentano. Muchos de ellos, como veremos, no es fácil encuadrarlos como escritores ascéticos, puesto que también son místicos, p. ej., S. Catalina de Siena, Kempis y el mismo S. Francisco de Sales; ello es comprensible puesto que lo que suele llamarse ascética y mística está, especialmente en el cristianismo, siempre íntimamente relacionado. En los s. xix y xx los escritores de temas de e. son muy numerosos, aunque en su mayoría están poco estudiados desde el punto de vista literario.
     
      3. Mística. La segunda rama de la 1. de e., como hemos dicho, recibe el nombre de mística, palabra que deriva del griego myein, que significa `cerrar, ocultar', de donde proviene mystikos, en el sentido de cerrado, arcano, misterioso. Así, pues, desde el punto de vista etimológico, la palabra mística vendría a designar un tipo de vida espiritual de naturaleza inefable y oculta, superior a la vida religiosa puramente ascética o moral, definición excesivamente vaga, pero que ya ofrece un primer concepto de lo que con esta palabra queremos significar. Intentando precisarla más cuidadosamente, se podría decir, todavía en un sentido lato, que mística es toda doctrina filosófica o religiosa que intenta llegar a la comunicación directa con el Ser Supremo, a través de una visión unitiva lograda antes de la muerte. Sin embargo, hoy día, la mayoría de los tratadistas restringen el nombre de mística al campo estrictamente religioso, aludiendo tan sólo a los estados de perfección sobrenatural basados en la unión inefable, que, a través del amor, lleva a cabo Dios como agente principal con el alma, cuando ésta es fiel; accidentalmente, dicha unión con Dios puede ir acompañada de carismas determinados, como visiones, éxtasis, o revelaciones, pero no son necesarios ni forman parte de la esencia de la mística cristiana. La naturaleza de la unión mística es, más que intelectual, amorosa, y su perfección se halla en la íntima unificación con la Divinidad, a través de un estado de plenitud de fe y de amor, sin que por ello quede absorbida la individualidad del alma en el océano de la Divinidad, como opinaron los panteístas (v. PANTEÍSMO) y los ontologistas (V. ONTOLOGISMO). Interesa ahora insistir, pese a la creencia común, en el carácter puramente accidental de los fenómenos (v.) místicos extraordinarios que no siempre aparecen en los místicos, y a los que antes hemos aludido, como visiones, revelaciones, estigmatizaciones, etc.; además no están unidos esencialmente a la unión perfecta del amor, y se dirigen fundamentalmente a la edificación de los demás.
     
      En cuanto a la forma concreta de ascender al estado místico perfecto, se suelen distinguir tres grados diferentes: la purgatio, o vía purgativa, peldaño preliminar, que consiste en la purificación y apartamiento de toda culpa moral, y hasta del afecto de la misma, que en gran parte coincide con la ascética (v. PURIFICACIÓN III); la illuminatio o vía iluminativa, mediante la cual el alma, ya purificada, sube al conocimiento directo, al mismo tiempo deslumbrante y tenebroso, de la esencia divina y de sus atributos, intuyendo de forma inefable y misteriosa la presencia de Dios en su interior (v. ILUMINATIVA, víA); por último, la unio, o vía unitiva, consuma el abandono completo del alma en Dios, fenómeno que los místicos designan audazmente con el nombre de matrimonio espiritual (V. UNIÓN CON DIOS II).
     
      Es tradicional la división de la Teología mística en experimental y teorética, según que el tratadista describa fenómenos que ha experimentado por sí mismo (caso de S. Teresa y de S. Juan de la Cruz), o simplemente intente sistematizar sobre todo las experiencias que otros han sentido y descrito anteriormente (así, fray Bernardino de Laredo o fray Francisco de Osuna). Al conjunto de tratados que reflejan y estudian el fenómeno místico se les designa con el nombre de literatura mística, lo que constituye la segunda de las ramas de la 1. de e. Conviene subrayar con claridad el hecho de que no es lo mismo literatura mística que literatura cristiana en general. Existe, en efecto, un misticismo natural o no cristiano, que se encuentra en todos aquellos que aspiran a la posesión de Dios por medio del amor, buscando la unión íntima con hl. Y también existe una literatura cristiana que no trata de mística, sino de otros temas de Teología, moral, etc.
     
      Podemos afirmar, en general, que el misticismo natural o filosófico florece, o pretende hacerlo, en doctrinas ajenas al cristianismo. Así, en el budismo (v.) existe un fenómeno de rasgos en cierto modo místicos, que se conoce con el nombre de nirvana (v.) en el que se da un estado de supresión absoluta de deseos y pasiones para lograr la unión perfecta con el Bien Esencial. También en el taoísmo (v.) se busca la unión amorosa con la Divinidad mediante la contemplación pasiva de los fenómenos celestes, considerados como manifestación sensible de la esencia espiritual de Dios. Pero es en el platonismo (V. PLATÓNICOS), con su sublime teoría del amor y de la subida a Dios a través de la Belleza, donde se encuentran elementos más similares a los que defiende el misticismo cristiano. A este respecto, es revelador el estudio de Menéndez Pelayo (v.), en su Historia de las ideas estéticas, sobre los rasgos platónicos que aparecen en los místicos españoles de los s. xvi y xvii. También en la religión musulmana se han dado tratadistas y experimentadores de fenómenos de naturaleza mística, como Algazel (v.) y Abentofail (1110?-85).
     
      Pero, a pesar de todo esto, no cabe duda de que la doctrina mística más profunda, completa y sistematizada es la cristiana, y, sobre todo, la ortodoxa católica. Su relación con el platonismo ya ha quedado señalada. Pero, además, conviene destacar la influencia que en ella ha ejercido la concepción, o, quizá mejor, la terminología del pensador judío-helenístico Filón de Alejandría (v.), con su teoría del Logos-Verbo (o inteligencia divina, en cuanto que contiene las ideas arquetípicas de cuanto existe), y que defiende un género misterioso de sabiduría basada en la unión de voluntad e inteligencia con el Ser Divino, a través'de una intuición directa de su esencia que comporta la experiencia inmediata de la Divinidad. Ya en el s. tti d. C., Plotino (v.) recomienda la purificación espiritual como requisito de acceso a lo divino, en busca del éxtasis mediante el cual el alma descansa en la contemplación amorosa de Dios, donde se aquieta como en su centro.
     
      Pero será la gran figura del anónimo cristiano conocido como el Pseudoareopagita (hacia fines del s. v) quien en sus escritos fundamentales De mystica theologica y De divinis nominibus habrá de reducir a sistema y método las doctrinas místicas cristianas, defendiendo la existencia de un conocimiento de Dios que escapa a las fuerzas naturales, y para cuya consecución ofrece unos métodos que disponen al alma para recibir esta donación gratuita, en el caso de que Dios hubiera dispuesto concedérsela. Las doctrinas del Pseudoareopagita, junto con las de S. Agustín (v.), y en menor grado las de Sinesio, obispo de Ptolemaida (ca. 370-75 y m. ca. 413-14) y S. Efrén el Sirio (v.) dan lugar a la floración de la mística medieval, representada principalmente por la escuela de los victorinos (s. xii), sobre todo con Hugo y Ricardo de San Víctor (v. SAN VÍCTOR, ESCUELA DE), y que luego continuaría S. Bernardo (v.) La Teología escolástica (v.) sistematiza y amplía estas doctrinas, destacando S. Alberto Magno (v.) De adhaerendo Deo, S. Tomás de Aquino (v.) S. Buenaventura (v.), fray Jacopone da Todi (v.), entré' otros. También los místicos alemanes alcanzan notable trascendencia, sobresaliendo Eckhart (v.), el b. Enrique de Suso (v.) y Tauler (v.), sin olvidar al holandés lua de Ruysbroeck (v.), tan leído y comentado en toda 1 Europa medieval, junto al español Raimundo Lulio (v.) Y no se puede dejar de mencionar aquí a la conocida italiana S. Catalina de Siena (v.).
     
      Pero es en el Siglo de Oro español cuando la mística cristiana, fecundada por todas estas doctrinas y escuelas y renovada por las experiencias directas de sus principales figuras, alcanza su plena madurez, enriqueciendo sus fuentes con las aportaciones más dispares, desde la concepción del amor trovadoresco, petrarquista o neoplatónico, al lenguaje cortesano o de los libros de caballerías con recuerdos, si bien lejanos, del sufismo musulmán, y de concepciones éticas de origen grecolatino. Todos los escritores ascéticos españoles, los más importantes de los cuales se han enumerado antes, tratan, por lo menos lateralmente, problemas relacionados con el misticismo, aunque sean S. Teresa de Jesús (v.) y S. Juan de la Cruz (v.) las figuras cumbres que coronan este inmenso y majestuoso edificio. Junto a ellos, Miguel de Molinos (v.), y algún otro de menor relieve, ponen el contrapunto del misticismo heterodoxo.
     
      4. Espiritualidad y literatura. a. Generalidades. Como ha destacado Emilio Orozco, no puede extrañar que el fenómeno místico, e incluso el ascético, cristalicen en obras de acendrada calidad literaria. En efecto, ya el mismo fenómeno psicológico que configura la inspiración poética y el sentimiento místico son de naturaleza semejante, pues se basan en la intuición más que en el razonamiento, y en lo emotivo más que en lo intelectual. Poesía y amor religioso son dos formas parecidas de la sensibilidad humana, e incluso de su capacidad de apasionamiento. Además, tanto la poesía como la mística representan dos formas de conocimiento que, trascendiendo el, mundo de lo sensible, buscan la intelección directa de las esencias ocultas y misteriosas, siendo tanto más excelente el misticismo cuanto más noble y elevado es el objeto de su amor y conocimiento. Por otra parte, como señala Midleton Murri, la esencia del fenómeno poético radica en el encuentro de dos almas, fenómeno que corre paralelo con el ansia de unión que siente el místico de cara a Dios. Incluso en su actitud ante ta naturaleza coinciden el místico y el poeta, en cuanto que ambos se vuelven a ella con amor, buscando símbolos y alegorías en que encarnar sus sentimientos.
     
      Todo esto demuestra la situación pareja en que se colocan el místico y el poeta al intentar expresar sus estados de alma. Por esto resulta lógico el curioso hecho de la analogía existente entre el lenguaje del místico y el del poeta. Para expresar lo inefable, incluso para darse eficazmente a entender, el místico y el poeta han de recurrir a todo tipo de metáforas, antítesis, paradojas e hipérboles. En ambos, existe un estado de tensión amorosa, que tiende a expresarse. El objeto de este amor es diferente en uno y otro, pero en los dos late, lleno de pujante intensidad, ese sentimiento. Por eso, unos y otros crean un lenguaje tenso, inusitado, jadeante en el esfuerzo, a veces heroico. Y al igual que el poeta busca crearse un vocabulario rico y matizado que dé salida a la pasión, también el místico ha de buscarse ese cauce lingüístico que diga eficazmente lo que de forma confusa se desarrolla en el diálogo amoroso entre Dios y el alma enamorada. La lengua es, para el poeta y para el místico, el material e ineludible. Ambos habrán de manejarla, intentando obtener de ella todas sus virtualidades, haciéndola expresiva e y moldeándola conscientemente. Como dice Orozco, «el n místico, al expresar un álgo de una realidad espiritual, a que queda sobre lo natural y racional, no puede decirlo más que saliéndose de las expresiones convencionales de la lengua común». Por esto puede hablarse en un sentido absolutamente riguroso de la existencia de una verdadera a1. de e. Lo artístico y lo religioso, en este caso, no sólo no se estorban mutuamente, sino que se dan la mano y se confunden. Y la expresión del alma, en tensión dolorosa s o gozosa, lo que siempre ha constituido la forma más noble de ese delicado fenómeno que se llama literatura, aparece en el escritor religioso con una pureza y un esplendor incomparable.
     
     

BIBL.: P. SAINz RODRIGUEZ, Introducción a la historia de la literatura mística en España, Madrid 1927; íD, Espiritualidad española, Madrid 1961; H. HAIZFELD, Estudios literarios sobre mística española, Madrid 1955; E. OROzco DíAZ, Poesía y mística, Madrid 1959; J. SEISDEDOS, Principios fundamentales de la mística, Madrid-Barcelona 1913-17; W. R. INGE, Christian mysticism, Londres 1948; A. POULAIN, Des gráces d'oraison. Traité de Théologie mystique, 11 ed. París 1931; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1945; F. CAYRE, Patrologie et histoire de la théologie, 2 ed. París 1950-55 (dedica especial atención a los autores de espiritualidad).

 

C. CUEVAS GARCÍA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991