En el pensamiento griego se expresó principalmente con la palabra pneuma,
que significa aliento, soplo vital; la palabra latina spiritus tiene el
mismo significado etimológico. Pero el verdadero correlato griego del e.,
en sentido moderno, es el término nous (mente), consagrado por Anaxágoras
(v.). A través de la historia, la palabra e. ha ido incorporando muchos
matices, según los sistemas filosóficos: sustancia incorpórea, alma
racional, entendimiento, principio vital, materias sutiles, etc. Hoy la
filosofía utiliza la palabra e. por contraposición a naturaleza (v.). En
general, se puede entender por e. lo opuesto a la materia (v.), sin
depender de ella por lo menos intrínsecamente. Ahora bien, definir el e.
como lo inmaterial es insufiente, pues no nos dice lo que el e. es en sí.
El e. es un ser que no sólo es, sino que conoce y sabe que conoce, que,
por una reflexión inmediata, tiene noticia de que «es».
E. es, de manera eminente, Dios; en segundo lugar, los ángeles o e.
puros; y, finalmente, el hombre. Remitiendo para Dios y los ángeles a las
voces respectivas, vamos a considerar aquí el e. humano. Tres puntos
principales pueden estudiarse: su constitución propia, sus formas y su
relación con el cuerpo. En este artículo se estudiarán los dos puntos
primeros; como el tercer punto define al e. como alma, remitimos para su
estudio a ese artículo (v. ALMA).
1. Constitución del espíritu humano. La interpretación de la esencia
del e. puede tomar tres direcciones fundamentales: afirmación de su
finitud(A), afirmación de su infinitud(B), afirmación de su finitud e
infinitud conjuntamente(C).
A) La afirmación de la radical finitud del e. humano toma en la
filosofía moderna impulso con el empirismo (v.) inglés. Locke (v.) reduce
el conocimiento humano a la percepción de ideas simples y complejas; habla
de la «sustancia» como un «no sé qué» que sirve de soporte a las ideas
provenientes tanto de los sentidos externos (sustancia corporal) como de
la experiencia interna (sustancia espiritual). Locke equilibra el concepto
de sustancia corpórea y de sustancia espiritual. Con Hume (v.), el e. o el
yo no es siquiera «sustancia como soporte de vivencias», sino sólo un haz
de vivencias. No tiene el e. humano acceso alguno al absoluto, ni
dimensión de infinitud. Posteriormente Berkeley sostendría que el e. es
una colección de ideas. Esto dio lugar en la segunda mitad del s. xvii a
una especie de naturalismo del e. (con Holbach, Lamettrie y otros).
Kant (v.) supo ver mejor la finitud del e. humano. En la Crítica de
la razón pura explica cómo el objeto queda determinado por el sujeto.
Ahora bien, el sujeto no crea sin más el objeto; la finitud del e. humano
se muestra en que sólo puede determinar productivamente al objeto como
fenómeno (apariencia), pero no al objeto como nóumeno (cosa en sí). De
esta suerte, el conocimiento humano se reduce al ámbito de la «apariencia
para un sujeto», pero no llega a lo «en sí» del ente. El e. es
radicalmente finito, sin posibilidad de trascendencia, puesto que su
horizonte es constitutivamente finito («aparecer para»).
Partiendo de algunos puntos de la teoría kantiana, pero desviándose
de otros, surge el positivismo (v.) posterior. Dentro de la corriente
evolucionista, Darwin (v.) presenta al hombre articulado en el ámbito
animal, caminando hacia una perfección de orden inmanente: el e. sería a
lo sumo una eflorescencia, un epifenómeno reductible a las leyes del orden
inmediatamente inferior.
La filosofía existencialista ha recogido el tema de la finitud del
e. humano, tal como Kant la dejó. Pero llega a radicalizarla, hasta
desembocar en la nada. Presenta al hombre como el único ser poseedor de
«existencia», coincidiendo ésta con la temporalidad. Según Heidegger (v.),
la existencia humana se halla arrojada al mundo, y es dominada por el
ente: el mundo trasciende de la existencia. Pero, además, la existencia es
esencialmente formadora del mundo: trasciende el mundo, al ente, sacándolo
de su ocultamiento y prestándole el ser, el sentido, la verdad. Pero hay
más: en primer lugar, la existencia humana carece de fondo, procede de un
abismo sin fondo, de la nada; en segundo lugar, su término es la muerte,
abismo sin fondo de la nada; en tercer lugar, el ser de la existencia
humana es un correr anticipadamente hacia la muerte, hacia la nada. De
esta suerte, la existencia es nonada, finitud radical.
La limitación del e. se radicaliza en la filosofía de Sartre (v.).
Distingue el «en sí» y el «para sí». El «en sí» está todo en acto, sin
mezcla de posibilidad; el «para sí» es el ser específicamente humano. Como
todo lo que es debe ser «en sí», entonces el «para sí» no es, consiste en
nada. El «para sí» se caracteriza por tres «éc-stasis»: tendencia a la
nada, al otro y al ser. El primer éc-stasis es el de la conciencia, que es
descomprensión o grieta del ser: la conciencia no posee contenido alguno,
es mera existencia, porque lo que parece ser su contenido procede del
objeto; o sea, es nada, y por eso puede convertirse en lo otro al conocer.
El segundo éc-stasis del «para sí» es un «para otro»: la relación
fundamental entre los «para sí» estriba en que ambos tratan de convertirse
recíprocamente en objeto; ello termina en un fracaso, porque esa finalidad
es contradictoria. El tercer éc-stasis es hacia el ser: el «para sí»
anhela ser, aunque es nihilidad; pero se angustia ante la amenaza de
sofocamiento por el «en sí». Lo que el hombre quiere es convertirse en un
«en sí» que al mismo tiempo sea su propio fundamento, es decir, un «en
sí-para sí»: quiere ser Dios; pero Dios es imposible, porque un «en
sí-para sí» es una contradicción. Por tanto, este éc-stasis desemboca
también en el fracaso. El hombre es una «pasión inútil».
Los límites de los planteamientos estudiados son muchos, pero hay
una afirmación que urge no perder, si se quiere entender el constitutivo
del e.: la finitud de éste. El hombre es ciertamente finito y siempre
sigue siendo finito en su autorrealización.
B) El idealismo (v.) intenta superar la limitación finita del pensar
en Kant. Primero Fichte (v.) y, posteriormente, Schelling (v.) y Hegel
(v.) insisten en la infinitud constitutiva del e., el cual trasciende la
subjetividad finita.
Pero el concepto de e. ilimitado se dibuja ya desde los principios
de la filosofía griega, tomando forma en la doctrina de Anaxágoras sobre
el nous (que tiene su antecedente en el Logos de Heráclito): éste es mente
motora del torbellino cósmico; impulsa y dirige. Anaxágoras afirma que el
nous es lo más ligero que existe, lo más puro; tiene conocimiento de todo,
posee la mayor fuerza, domina todas las cosas que tienen alma y la
revolución del mundo que en él tuvo origen (Diels, B 12). Sólo el nous es
infinito y autocrático; no está mezclado con cosa alguna, sino que existe
por sí mismo.
El tema de la infinitud pura del e. resonaría en la filosofía
medieval, a partir de un oscuro texto de Aristóteles (v.) en el libro De
Anima (I1I,4,429a-430a). Habla allí de un entendimiento pasivo y de un
entendimiento agente, activo. El pasivo es receptáculo potencial de las
ideas, no tiene mezcla ni está mezclado al cuerpo, es corruptible y
mortal; el agente es de carácter superior y su función es producir los
inteligibles, suministrando así el material cognoscitivo al entendimiento
pasivo. Este entendimiento agente es acto por esencia, eterno, inmortal y
sin mezcla alguna. Esta teoría fue recogida especialmente en la filosofía
árabe: Alfarabi y Avicena (v.) identifican el entendimiento agente con el
alma de la esfera lunar: de ella fluyen las especies inteligibles que
informan los entendimientos pasivos, los cuales son particulares y propios
de cada hombre. El activo, en cambio, es único y común para todos, siempre
en acto e inmortal.
El argumento general en el que se puede apoyar la afirmación de un
entendimiento o de un e. activo por encima de las conciencias individuales
es que la verdad (v.) es esencialmente impersonal, y por este motivo,
universal y absoluta. Lo absoluto sólo es auténtico cuando no es
individual, sino impersonal. Pero si la verdad introduce entre los
diversos espíritus la unidad de e., tiene como fiador la idea de e. Para
justificar lo absoluto de nuestros pensamientos, estamos constreñidos a
apoyarlos en un pensamiento o e. impersonal. El e. no sería mi conciencia,
ni las conciencias, sino el acto extraconsciente que funda toda
conciencia. Ese e. universal, por ser uno, es inmanente a nosotros, puesto
que nos fundamenta. Pero es también trascendente: como ideal de verdad
impersonal que se ha de realizar. Tal es también la afirmación del
idealismo moderno.
Sobre todo Hegel (v.) sostiene que el sujeto singular queda
absorbido en el e. universal infinito, siempre creador. El e. finito es el
lugar de la autopercatación del e. El e. es la Idea que retorna a sí,
después de su alienación en la naturaleza. «Decir que el absoluto es el e.
es la más alta definición del absoluto: puede decirse que la tendencia
absoluta de toda cultura y de toda filosofía ha sido encontrar esta
definición y comprender su significado y contenido (Enzyklopüdie, § 384).
El «e. subjetivo» es sólo el primer momento, al que se opone el «e.
objetivo» de las instituciones y de la historia. Por encima de éste se
eleva el «e. absoluto» del arte, de la razón y de la filosofía. En todas
estas formas, «la esencia del e. es la libertad» (ib. § 382).
En el primer momento, la libertad (v.) consiste en ser cabe-sí o
posesión de sí. En la Fenomenología del Espíritu estudia Hegel el e.
subjetivo: el e., como yo, es esencia, cuya realidad es algo inmediato e
ideal; el e. es, como conciencia, solamente el aparecer del e. Según Hegel,
Kant concibió el e. sólo como conciencia; por ello, los sistemas kantianos
son meras determinaciones de la fenomenología, pero no de la filosofía o
del e.: aunque Kant rechazara la concepción sustancialista del e. (como
alma), no llega al concepto de e. como despliegue. Para Hegel, el e. se
pone como querer libre, se sabe libre y se quiere como objeto de sí; en
esto consiste la actividad de desplegar la idea y de poner el contenido,
que se despliega como existencia. En cuanto simplemente subjetiva, la
afirmación de la libertad quedaría como principio del corazón; pero de
suyo está destinada a desplegarse como objetividad, como realidad
jurídica, moral, religiosa y científica.
En el segundo momento, el e. es en la forma de un mundo de
producciones de sí, en el que la libertad se da como necesidad existente.
Las fases del e. objetivo son el derecho, la moralidad y la eticidad. Esta
última representa la verdad del e. subjetivo y objetivo. Las instituciones
económicas y estatales son la encarnación del e. universal, del que los
individuos son instrumentos. Aunque Hegel dice que los individuos son
instrumentos «libres» (en cuanto reconoce en el Estado sus propios fines),
esta libertad está muy cerca de la libertad spinozista (v. SPINOZA). El
peligro de esta concepción estriba en rebajar la personalidad del hombre
al papel de simple medio, siendo propiamente; las instituciones la sede
del e. y de la eticidad. El materialismo (v.) dialéctico marxista llevaría
al extremo las consecuencias de esta doctrina (v. MARX).
En el tercer momento, el e. es unidad en sí y por sí, que
eternamente se produce: «el e. en su verdad absoluta». El paso por el que
el e. debe hacerse consciente de sí como e. absoluto (en el arte, en la
religión y en la filosofía) está condicionado por el concepto romántico de
que el arte y la filosofía son expresiones de un pueblo, en donde los
individuos son más vehículos y profetas, que autores.
Una vez que el e. finito queda absorbido en el infinito, desaparece
la distinción kantiana entre «cosa en sí» (nóumeno) y «apariencia»
(fenómeno). De este modo, el conocimiento humano se realiza en el
horizonte incondicionado del ser absoluto. Pero el e. finito es siempre el
lugar en que el e. absoluto se realiza y comprende (captando todo lo demás
como momentos finitos suyos); de este modo, el conocimiento humano se
convierte en una realización del infinito mismo: el e. finito se absorbe
en el infinito.
Posteriormente las filosofías de B. Croce y L. Brunsclhvicg
recogieron parecida problemática y solución. Para Croce (v.), p. ej., el
hombre individual, lo mismo que las diversas disciplinas (arte, filosofía,
ciencia), no son más que «momentos» pasajeros del e., la única realidad
que abarca en unidad todos los elementos diversos. El e. es el
desenvolvimiento (svolgimento) puro, infinito, síntesis a priori de todas
las síntesis.
El idealismo afirma que el e., como tal, se realiza en el horizonte
abierto al ser en toda su infinitud, y eso debe ser mantenido
enérgicamente frente al kantismo; pero afirma ese horizonte incondicionado
e infinito a costa de la singularidad del e. humano, y esto debe ser
denunciado.
C) Una teoría del e., que no quiera ser meramente ecléctica, debe
explicar la dimensión de finitud e infinitud del e. como una tensión en el
seno de éste. Con la finitud que supone el que solamente se puede saber
«esto», va ligada indisolublemente la participación en lo infinito,
participación que se logra por el mero hecho de «poder» saber (M. Buber).
Ambas dimensiones no son como dos propiedades yuxtapuestas, sino como la
duplicidad del proceso en que se hace cognoscible verdaderamente la
existencia humana.
El hombre se distingue de los demás vivientes por su excentricidad
(H. Plessner), por su carácter «no acabado» (A. Gehlen) y abierto a las
múltiples realidades del mundo. Esta apertura se manifiesta, por una
parte, como una capacidad para conocer la estructura esencial, las leyes y
el sentido de las cosas; y, por otra, como capacidad de adoptar decisiones
libres de cara a la realidad.
Por el conocer, el ser de las cosas penetra en el hombre. El que
conoce, percibe las estructuras de las cosas y, con ello, se percibe a sí
mismo. Cuando conozco las cosas, sé que las conozco. En mi saber quedan
presentes lo otro y yo mismo. El conocer, como presencia en mí de lo
conocido, consiste en mi identificación con lo conocido en la profundidad
iluminada de mi propio ser. El conocimiento (v.) es una trascendencia en
la que el ente humano hace que lo trascendente se convierta en inmanente
como trascendente. La filosofía medieval ya afirmaba así la inmaterialidad
del e.: una realidad es inmaterial cuando no depende de la materia ni en
su esencia ni en su actividad, al menos intrínsecamente. Considerando la
actividad del entendimiento (v.), descubrimos que ésta, en sí misma e
intrínsecamente, no depende del cuerpo. Las operaciones del entendimiento
pueden tener por objetos seres abstractos y universales y enunciar
relaciones necesarias, universales e intemporales; ello excluye que sean
realizadas por un órgano corporal, porque éste sólo puede realizar una
actividad particular, concreta y extensa. El entendimiento no es potencia
orgánica, sino inmaterial; su principio no puede ser a su vez sino
inmaterial, es decir, intrínsecamente independiente del cuerpo.
Por el querer libre, el ser del e. penetra en las cosas, está más
allá de sí mismo, de lo otro. Pero se trata de una trascendencia (v.) de
la inmanencia (v.), de la interioridad, que está vinculada a la libertad:
la entrega determinada a otro que se basa en la autodeterminación. La
filosofía medieval afirmaba también la inmaterialidad de la voluntad: ésta
se mueve sólo bajo la determinación del bien universal, sub specie boni.
Esa necesaria e incontenible tendencia al bien universal hace que la
voluntad no se halle jamás satisfecha con los bienes particulares, finitos
y cambiantes: tiende siempre más allá, hacia un bien estable y perfecto,
el único que puede calmar sus aspiraciones. Esto supone que la voluntad es
inmaterial, porque ninguna potencia orienta su actividad hacia lo que está
sobre ella esencialmente y le es inaccesible.
Hechas estas aclaraciones, ¿cuál es entonces la condición de
posibilidad de todos los conocimientos particulares y de todas las
voliciones concretas respecto del mundo?
Todo aquello con lo que nos encontramos en relación de conocimiento
y querer «es». Ni siquiera el acontecimiento más imprevisto escapa a la
amplitud omnicomprensiva del ser: el ser (v.) es trascendental, lo
comprende todo absolutamente. Cuando digo «ser» trazo un «círculo
ilimitado» alrededor de todo lo que puedo pensar y querer. El ser
significa la amplitud universal que todo lo encierra, la raíz común de
toda la realidad (v.). Cuando digo de algo que «es» entro en la amplitud
ilimitada del horizonte del ser. Esta apertura al ser posibilita el
encuentro con los entes (v.), a la vez que nos lleva más allá de ellos.
Decir ser, equivale a decir amplitud trascendental, horizonte
omnicomprensivo, apertura ilimitada. El horizonte a cuya luz están los
entes concretos, «objetivos», no puede ser él mismo «objetivo», puesto que
ese horizonte es lo que hace posible la objetividad. Pensarlo
objetivamente (como quiere el logicismo o el positivismo cientista) sería
colocarlo como un ente, con lo cual tendríamos que comprenderlo también
por el horizonte mismo. El e. se define así como movimiento hacia el ser,
tendencia al todo. El e. trasciende la limitación y determinación del acto
concreto, pues está orientado a la totalidad del ente. Sólo porque el e.,
desde su comienzo existencial, es una tensión hacia la «totalidad del
ser», pueden brotar actos particulares. El e. es un movimiento anticipador
hacia el ser. El movimiento anticipador y omnicomprensivo del e. es
detectado propiamente no en sí mismo, sino en los actos concretos; el e.
es así aquel «ente que vive de algún modo la infinitud del ser» (Millán
Puelles); como e., participa de la infinitud del ser; como finito, es una
«remisión vacía» al ser, y sólo puede descubrir el ser por su encuentro
con el ente concreto. No es el infinito mismo, sino el «vacío abierto» a
él.
El hombre vive en el horizonte irrestricto de significado, y desde
él puede preguntar por todo, y no sólo por algo en particular. La
autorrealización esencial del e. anticipa siempre más allá de sí, pues
prenuncia la totalidad absoluta del ser ilimitado. Esta anticipación no es
posesión actual de la infinitud, sino posesión virtual. En lo íntimo del
e. humano encontramos la contraposición de finitud actual e infinitud
virtual: por una parte, se encuentra realizando el ser en cuanto ser (en
la línea de lo infinito) y, por otra, sin destruir su infinitud, se
encuentra enmarcado en lo finito. De este modo se hace comprensible tanto
la afirmación kantiana y existencialista de la finitud del e., como la
afirmación idealista de su infinitud. De aquí se sigue también la
posibilidad de entender un e. infinito (v. DIOS Iv, 3): en él el acto de
entender y querer sería su propia sustancia: «En Dios, el entendimiento,
lo que entiende, la especie inteligible y el acto de entendr son una y la
misma cosa» (S. Tomás, Sum. Th. 1 q 14 a4).
2. Formas del espíritu humano. Los actos propios del e. son el
conocimiento y el amor, por los que se abre a la comunicación
interpersonal y, radicalmente, a Dios. Pero el e. humano da vida a un
cuerpo y se realiza en la historia asumiendo en esa relación interpersonal
el mundo que le rodea. Da así origen a unas creaciones del e.
(instituciones, cultura, arte...) que tienen una realidad que perdura con
independencia del sujeto que las hizo nacer; son, en ese sentido, formas
objetivadas del espíritu. Hegel, basándose en ese hecho e interpretándolo
desde sus presupuestos peculiares, habló de e. subjetivo (ser en sí), e.
objetivo (ser fuera de sí) y e. absoluto (ser en sí y para sí);
posteriormente Hartmann ha hablado de e. personal, e. objetivo y e
objetivado. La distinción hegeliana, tal y como él la entiende, implica la
reducción del hombre a una pura inmanencia, y es, en ese sentido,
inaceptable; vamos no obstante a servirnos de la terminología de Hartmann,
derivada de la hegeliana, aunque corrigiéndola para evitar las
implicaciones mencionadas.
1) Espíritu personal. Tradicionalmente se ha comprendido al hombre
concreto como una estratificación de tres niveles: en la Antigüedad y en
la Edad Media eran el concupiscible, el irascible y el intelectual
(Platón, Aristóteles, Santo Tomás); los contemporáneos (Hoffmann, Lersch,
Hartmann y otros) hablan de cuerpo, alma y espíritu. El alma o psique es
el factor de totalidad que da sentido y fin al organismo, como potencia
configuradora que sobreexcede las series causales; muestra dos planos: la
biopsique y la psique sensitivo-perceptiva. En este nivel falta lo que
caracteriza al e. propiamente dicho: la conciencia del objeto y la
conciencia del yo. Así, el perimundo (Umwelt) animal no es un mundo de
«objetos», sino de «excitares» de un número de posibilidades innatas.
Según esta terminología, el e. es el factor de poder creador del hombre;
el e. no se constituye mediante la génesis causal y el crecimiento
orgánico, es decir, no emerge por maduración o evolución de estratos
inferiores: es irreductible a la vida o a la naturaleza. El e. se
constituye por la propia configuración de sí mismo, por medio de la libre
captación de sus posibilidades y por el libre cumplimiento de éstas. El e.
es así potencia autoconsciente y autodeterminante; realiza y forma el ser
moral, que trasciende lo natural.
Max Scheler (v.) define el e. personal por las notas de
intencionalidad (capacidad de apertura dinámica y teleológica) y de
trascendencia (capacidad de ir más allá de sí mismo y de la vida).
Por la intencionalidad se quiere significar que el e. no puede
cobrar conciencia de sí, sino abriéndose al mundo de las cosas y de las
personas. La primera nota del e. es la «conciencia de objeto»: el hecho de
que el hombre se separe y distinga, como sujeto de lo otro. Este
«enfrentamiento» al mundo ha sido destacado y exagerado por Klages; para
él, e. y vida (alma) son potencias totalmente autónomas, irreductibles
entre sí, sin una raíz común. Ese falso enfrentamiento se supera si se
advierte que el e. humano es la forma (v.) de la materia: en el hombre, el
e. penetra la materia y le da forma, constituyéndole en un cuerpo (v.) que
posee vida y está provisto de diferentes órganos. En el humbre, el e.
anima a la materia; en cuanto modelador del cuerpo, le llamamos alma (v.).
Por la trascendencia se quiere significar que el e. participa en le
mismo que se le enfrenta. Por los actos de conocimiento y de amor el
hombre se trasciende a sí mismo, haciéndose capaz de entregarse a los
otros. En esta participación se enriquece el e. Ya los antiguos reconocían
esto en el adagio: anima lit quodammodo omnía; el e. tiene la posibilidad
de convertirse inmaterialmente en todas las cosas. No se trata de una
identificación real, sino intencional. El enigma del e. resalta en esta
dialéctica de posesión real de sí y posesión intencional de las demás
cosas. Esta trascendencia «horizontal» se halla colmada por una
trascendencia «vertical».
En efecto, en todo verdadero conocimiento espiritual, participamos
en la verdad supratemporal, en cuanto supratemporal. Aunque el objeto del
juicio y el juicio mismo sean temporales, no lo es la verdad misma que
expresan. En el juicio verdadero se alcanza el acontecimiento temporal
bajo un aspecto supratemporal. Al conocer la verdad de nuestros juicios
captamos una porción de eternidad. En el plano de la libertad ocurre lo
mismo: si en determinado momento alguien lleva a cabo lo que en este
momento es recto y bueno, entonces es intemporalmente valedero y bueno que
en el tal momento haya efectuado tal acción. Lo bueno y valioso realizado
en el tiempo posee un aspecto supratemporal; y al participar en éste
mediante actos libres, nos movemos en la eternidad. Pues bien, la
eternidad o supratemporalidad de la verdad y del valor de nuestros actos
presupone la eternidad o supratemporalidad del e. Sólo se puede obrar en
cuanto se es; si con la actividad espiritual se alcanza la esfera de lo
imperecedero, es que el ser espiritual es imperecedero, inmortal (v.
INMORTALIDAD).
2) Espíritu objetivo. Vivimos en una esfera «impersonal» de
opiniones, de prejuicios, de representaciones, de la que participamos
todos en grado diverso; esta esfera impersonal se llama e. objetivo. La
experiencia del e. personal es más inmediata, pero menos inteligible (por
ser más interior); la experiencia del e. objetivo es más inteligible en
sus determinaciones, pero menos inmediata en su existencia. El hombre, al
penetrar en la esfera del e. objetivo, se halla sometido por educación y
formación a un ámbito espiritual que encuentra dado de antemano y del que
parcialmente puede apropiarse. Esta penetración no es más que
humanización, pues con la palabra «hombre» (v.) entendemos un ser vivo que
se distingue de los demás por su espiritualidad, es decir, por su
liberación de las fuerzas inmediatas del instinto y por su distanciamiento
de los procesos y cosas. Aun sin estar de acuerdo con la dialéctica
hegeliana, podemos admitir que el e. personal vive por sus relaciones con
la comunidad espiritual, la cual integra la vida del e. objetivo. Y así
como el e. personal está soportado por el hábito psíquico del individuo,
también el e. objetivo está soportado por la comunidad (pueblo o grupo); o
mejor, la persona (v.), en su dimensión comunitaria, es el soporte
concreto del e. objetivo, que existe por y en las personas, pero tomadas
éstas no en cuanto singularidades individuales, sino en cuanto que
formando sociedad (v. t. CIVILIZACIÓN Y CULTURA). La conexión del e.
objetivo es lo que se denomina vida espiritual histórica del hombre. Su
conexión con el e. objetivado es el e. histórico.
El e. objetivo es todo aquello que puede expresarse de un pueblo: la
totalidad de los posibles predicados sobre el sujeto «pueblo», y aparece
como «posesión común espiritual». A él pertenece el lenguaje, la
producción y la técnica, las costumbres existentes, el derecho vigente,
las apreciaciones predominantes, los usos, la forma tradicional de
educación, el tipo preponderante de actitudes, las modas y los gustos
típicos, la comprensión artística, las cosmovisiones vigentes en una
determinada cultura, etc. El e. objetivo aparece del modo más fino y sutil
allí donde su contenido es mínimamente intuitivo: en las normas del
pensar, en los conceptos y juicios.
Así, pues, el e. objetivo no es una realidad personal, sino que vive
en los e. personales. Él los liga a la tradición histórica, a su tiempo y
a su comunidad. Este e. vinculador se experimenta especialmente en las
épocas de amenaza, lucha, victoria o derrota. No es la totalidad de una
sustancia, de la que las personas fueran modos; es más bien como el aire
que se respira y que no se puede captar como una masa de contornos
definidos. Es unidad de sentido.
3) Espíritu objetivado. Es la exteriorización, plasmación u
objetivación del e. personal y del e. objetivo históricamente vivido. Tal
objetivación requiere normalmente, como condiciones de posibilidad tanto
la importancia relativa del contenido como la solidez relativa de la
materia que acoge. La estructura del e. objetivado se define por tres
componentes: la configuración real o imagen sensible, el contenido
espiritual y la relación esencial al e. viviente (personal u objetivo). En
la plasmación de la obra, en la acción y en la obra realizada se
manifiesta y reverbera el e. que la realizó. Y así, la obra no es simple
cosa muerta, sino que porta en sí algo del e. de su creador. Por eso puede
ser comprendida y amada aun después de haber dejado de existir el creador.
La presencia intangible del e. objetivado es una prueba más de la
libertad humana: el e. personal puede configurar y dominar lo instintivo y
natural; y en el e. objetivado (en las obras científicas y artísticas)
reconocemos siempre el viviente que las creó: él nos habla desde estas
obras, en la medida en que nosotros, como personas, participamos en ellas.
De esa forma el hombre, en cuanto que nace y vive en la historia, se
enfrenta con la propia cultura (e. objetivo) y en sus obras y decisiones
expresa su riqueza interior (e. objetivado). Aunque todo ello no agota
exhaustivamente su espiritualidad: el hombre, en efecto, trasciende la
cultura, ya que tiene dimensiones teologales.
La cuestión del método para estudiar la realidad espiritual, surgió
con notable énfasis a mediados del s. xix, cuando se quiso ver la
constitución de las llamadas «Ciencias del E.», orientadas a las
creaciones del e., o sea, a los ámbitos y formas de la cultura. En 1883
intentó Dilthey (v.), con su Introducción a las Ciencias del E., separar
nítidamente las Ciencias de la Naturaleza de las Ciencias del E.; estas
últimas tienen por objeto la realidad histórico-social e intentan revivir
(nacherleben) y pensar las expresiones de esa realidad. En las Ciencias
del E., el principio de causalidad tiene que ser completado por el
principio de finalidad (teleología), de valor y de sentido. Lo natural se
explica (Erklüren) por leyes causales; lo espiritual se comprende (Verstehen)
por el sentido. Por ej., desde las objetivaciones personales puede la
psicología comprender las conexiones subjetivas de vida. E. Spranger, E.
Rothacker, H. Freyer, Th. Litt, K. laspers, O. F. Bollnow y otros han
seguido estas directrices. Parecido proceder utilizaron W. Windelband, H.
Rickert y R. Stammler (v. CIENCIA VII, 2-3).
V. t.: ALMA; FACULTADES; HOMBRE; ESPIRITUALIDAD; INTELIGENCIA;
ENTENDIMIENTO; CONOCIMIENTO; VOLUNTAD; AMOR; LIBERTAD; CONCIENCIA; YO;
PERSONA; INMORTALIDAD; ESPIRITUALISMO.
BIBL.: G. W. F. HEGEL: Filosofía
del espíritu, en Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, III, Madrid
1918; W. DILTHEY, Introducción a las Ciencias del Espíritu, México 1949;
MAx SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires 1938; íD,
Muerte y Supervivencia, Madrid 1934; N. HARTMANN, Das Problem des
geistigen Seins, Berlín 1934; H. FREYER, Theorie des objektiven Geistes, 2
ed. Stuttgart 1966; L. KLAGEs, Der Geist als Widersacher der Seele,
Leipzig 1939; A. MILLAN PUELLES, La estructura de la subjetividad, Madrid
1967; A. MARC, El ser y el espíritu, Madrid 1962; C. G. JUNG, Simbología
del Espíritu, México 1962; M. F. SCIACCA, El hombre, este desequilibrado,
Barcelona 1958; E. GRASSI y TH. VON UEXKÜLL, Las ciencias de la naturaleza
y del espíritu, Barcelona 1952; F. ROMERO, Teoría del hombre, Buenos Aires
1952; A. WILLWOLL, Alma y Espíritu, 2 ed. Madrid 1953; 1. MARITAIN, Cuatro
ensayos sobre el espíritu en su condición carnal, Buenos Aires 1944; ST.
STRASSER, Le probléme de Cdme, Lovaina 1953; F. BÜCHNER, Cuerpo y espíritu
en la medicina actual, Madrid 1969; A. SANTOs RUIZ, Vida y espíritu ante
la ciencia de hoy, Madrid 1970.
J. CRUZ CRUZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|