Esperanza

Teología Moral y Espiritual.


    En el lenguaje corriente la e. corresponde a una particular actitud o estado de ánimo de quien aguarda un acontecimiento de cualquier clase: se tiene e. en que algo ocurra (v. i, 1). Los tres elementos básicos de esta actitud psicológica son: la espera (el deseo), la confianza y la paciencia. Su objeto es un acontecimiento que aún no ha sucedido, difícil, pero que no es imposible ni seguro que suceda. Característica de la actitud del que espera es la proyección confiada en el futuro y la paciencia para soportar el transcurrir del tiempo. Los acontecimientos que se esperan son queridos, deseados, por lo' que se excluye de la e. todo lo desfavorable y lo que no responde a las necesidades y ansias personales. La confianza se refiere o deposita sólo en las personas que tienen una voluntad libre, por lo que objeto de la e. no son los acontecimientos naturales, físicos, sino todo lo que depende de la decisión libre del hombre o de Dios: se espera algo de una persona en la que tenemos confianza. La paciencia (v.) de quien espera supone esfuerzo de ánimo; se trata de resistir la tribulación temporal, la prueba del tiempo que pasa mientras se aguarda el acontecimiento esperado. La e. es virtud particularmente exigida en la edad juvenil y que mantiene a quien la vive en un perenne estado de juventud espiritual.
     
      1. La esperanza, virtud teologal. La palabra e. se usa indistintamente en Teología para designar: 1) una pasión (v.) o apetito irascible (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q40 a2); 2) la cosa u objeto esperado, Dios mismo es llamado Esperanza en la S. E. (Ps 61,4); 3) la causa de nuestra e. (Ps 60,4); 4) la segunda virtud (v.) teologal diferente de la fe (v.) y de la caridad (v.) y, como éstas, fruto de un don divino o gracia. Aquí se estudiará este último aspecto.
     
      La virtud teologal de la e. se define como «hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios».
     
      De la definición se deducen las propiedades de esta virtud: a) es sobrenatural. por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,13; 1 Cor 13,13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural; el Conc. de Trento afirma que en la justificación viene infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad (Denz.Sch. 1530); b) se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,33); c) es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin; no es mera pasividad; d) es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (cfr. Rom 8,35; Philp 4,13); ni siquiera la pérdida de la gracia santificante puede quitar la e. (Sum. Th. 2-2 q18 a4 ad2).
     
      La e. que lleva a desear a Dios como suprema bondad, deriva de la fe (Sum. Th. 2-2 ql7 al7) y por esta razón la fe se llama madre de la e. La fe muestra a Dios como fin supremo del hombre, su felicidad, por lo que nace en el corazón humano un fuerte deseo de poseerlo (Heb 11,1). Sin fe la e. no se concibe (cfr. Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 41), aunque a diferencia de la seguridad propia de la fe, es característico de la e. una cierta inseguridad, puesto que no se posee lo que se espera. En el desarrollo de la vida sobrenatural (v. ORGANISMO SOBRENATURAL) la e. sigue a la fe y precede a la caridad; la e. puede existir sin caridad (Denz.Sch. 2457). Con el pecado se pierde antes que nada la caridad, después la e., y, por último, la fe que sin obras de caridad está muerta. La virtud de la e., siendo teologal e infusa, está íntimamente unida a la gracia (v.), con que el amor divino nos envuelve, y a dones particulares del Espíritu Santo como el don de temor de Dios (Is 66,24; v. ESPíRITU SANTO III). Como todas las virtudes presupone la repetición de actos humanos que acojan y hagan fructificar la llamada divina.
     
      2. Fe y esperanza en la Sagrada Escritura. En la Biblia la distinción entre fe y e. no es siempre clara; la mayor parte de las veces una incluye la otra. El futuro ocupa un puesto fundamental en la historia del pueblo de Israel que espera la plenitud de los tiempos, la era mesiánica. La fe en las promesas de Dios sostiene la e. del pueblo elegido (cfr. Heb 11) y lo empuja a observar todas las exigencias morales que esta e. lleva consigo. Israel confía en Dios del cual depende únicamente su futuro (Idt 9,5), soporta con paciencia las pruebas del tiempo presente y permanece fiel a las promesas divinas que patriarcas y profetas trasmiten y renuevan de generación en generación. Fe, confianza, fidelidad, paciencia, e. y amor son los varios aspectos de un complejo comportamiento espiritual del pueblo de Dios ante las promesas mesiánicas, que tocan no sólo a la comunidad de Israel sino también a cada israelita en particular.
     
      La originalidad de la e. bíblica está en el hecho de no ser simple espera de un acontecimiento futuro de cualquier clase; la palabra griega elpisein de la versión de los Setenta (V. BIBLIA VI), indica un concepto positivo, no neutro: espera confiada y perseverante de un bien, la Salvación (v.). El israelita vive en todo momento y no sólo en la necesidad (Ier 17,7), esperando en Dios, en las manos del cual está su futuro: El es la única certidumbre, todo pasa, El sólo permanece. Falsa e. es la de quien confía en las riquezas (lob 31,24), en los hombres (Ier 17,5), en el poder (Is 31,1; 36,6) o en los mismos objetos sacros (Ier 1,4; 48,13). Otro aspecto peculiar de la e. de Israel, que se conserva también en la virtud cristiana de la e., deriva del sentido religioso que el tiempo posee en la Biblia; para el israelita con la muerte cesa la e. que es virtud con una estructura eminentemente temporal (lob 17,15; Is 38,18; Ez 37,11): la fe y la e. pasan, dice S. Pablo (1 Cor 13,13; cfr. Denz.Sch. 1000) aunque las almas del purgatorio ejercitan todavía la virtud de la e. (cfr. Sum. Th. 2-2 ql8 a3).
     
      Con la venida de Jesús la esperanza mesiánica de Israel se realiza: la salvación escatológica, la plenitud de los tiempos, se ha cumplido, la vida eterna ha comenzado (V. REINO DE DIOS). La primera comunidad cristiana es consciente de que la salvación ha llegado, aunque aún no se ha actuado totalmente (v. CRISTIANOS, PRIMEROS II). El Conc. Vaticano II ha desarrollado en varios documentos este carácter escatológico de la vocación cristiana tan presente en la S. E. (cfr. Lumen gentium, 48; Gaudium et spes, 39); el acceso a las promesas de Dios exige el ejercicio de la virtud teologal de la e. en medio de las pruebas y tribulaciones del mundo (Apc 21,1-5; 21,22-26). En la moral del N. T. la virtud de la e. es el resultado de la descomposición del concepto complejo presente en el A. T. El término griego elpis aparece sólo en S. Pablo y en los escritos neotestamentarios posteriores. Según la doctrina paulina la e. alimenta la paciencia y la fidelidad realizándose de manera perfecta en el amor. En los evangelios sinópticos la e. no tiene un nombre preciso; en la primera Carta de S. Pedro asume un significado amplísimo que comprende toda la existencia cristiana. Será el desarrollo teológico posterior el que distinga claramente las diversas virtudes.
     
      Así, pues, la fe y la e. están unidas entre sí a través de la común actividad de la inteligencia y de la voluntad: las dos se apoyan en la Palabra de Dios, las dos tienden al bien particular del hombre, las dos pertenecen al tiempo. Pero se distinguen esencialmente: a) por su actividad: la fe es principalmente acto del entendimiento, la e. lo es de la voluntad; b) por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la e. en Dios en cuanto Bondad (cfr. 2-2 ql7 a6); c) por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en la e. no se tiene «infabilidad» de conseguir la salvación. Precisamente error de Lutero fue ver en esa certeza infalible de la salvación personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas virtudes. Por eso Trento definió que «acerca del don de la perseverancia... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza» (Denz.Sch. 1541). Por lo demás ésa es la enseñanza de la S. E. que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, pero pone condiciones morales para la eficacia de la redención y habla también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp 2,12; 1 Cor 4,4; 10,12; etc.).
     
      3. Objeto de la esperanza. El objeto formal de la e. es el amor misericordioso que la Trinidad nos muestra (Le 1,50; Mt 23,37), la Omnipotencia y fidelidad divinas. El cristiano, consciente de su incapacidad, se apoya en la fueza misericordiosa de Dios y se ejercita en la e. creyendo en la palabra divina que no pasará y uniformando su conducta con la ley de Cristo fielmente interpretada por la Iglesia que constituye el ambiente humano-divino donde la e. de cada bautizado es conservada y reformada. El cristiano que presta fidelidad a la Iglesia «comunidad de esperanza» (Lumen gentium, 8 y 64), demuestra creer en las promesas divinas y esperar confiadamente en el cumplimiento de todos sus designios (Heb 6,18-20) hasta en el trance mismo de la muerte (2 Cor 4,6-18). Su condición peregrinante acaba sólo con la muerte que pone fin a la e. Por eso la forma más radical de e. es la practicada por el mártir que acepta un fin históricamente catastrófico esperando la venida del Reino de los cielos. Así, pues, objeto formal primario es la Omnipotencia y fidelidad divinas y objeto secundario, la Iglesia, los Sacramentos, la gracia actual, la intercesión de los santos, la lucha ascética, etc.
     
      Objeto material secundario de la virtud de la e. es algo que está fuera de nosotros mismos: la victoria del Amor redentor de Cristo, la remisión de los pecados, la gracia que justifica y santifica y, en último término (objeto material primario), la vida eterna como visión intuitiva de Dios merecida por Cristo y prometida a todos sus discípulos. Dios es el fin supremo y la felicidad absoluta del hombre (cfr. lob 2,18; lo 14,1-3). La e. tiene por objeto una meta divina, eterna, la salvación, individual y colectiva, que se realizará el Día del Señor (Philp 3,12.20.21).
     
      La e. del premio eterno genera un amor imperfecto de Dios (S. Francisco de Sales lo llamaba «amor de esperanza») que está en la base de la contrición (v.) imperfecta, suficiente de todos modos para recibir dignamente el sacramento de la penitencia, como declaró el Conc. de Trente. El Magisterio de la Iglesia, contra las herejías quietistas, aunque no lo considera perfecto, tampoco considera indigno este «amor de esperanza» que tiene abundantes bases bíblicas (1 Cor 9,25; 1 lo 3,20; Apc 2.10; V. QUIETISMO).
     
      4. Necesidad de la esperanza. La moral católica hace hoy hincapié sobre el hecho que toda la vida cristiana está bajo el signo de la e. La experiencia de Israel se vive en la Iglesia, pueblo elegido, Israel espiritual, que lleno de gratitud a Dios por la riqueza de gracias ya obtenidas, confía y espera en la posibilidad de perseverar y cumplir el propio destino sobrenatural (cfr. Rom 8,37). La e. es necesaria para perseverar en la vocación cristiana, ser justificados y obtener la salvación: «Porque la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo» (Denz.Sch. 1530). La fe muestra al hombre la meta y el camino de la vida sobrenatural; la e. orienta la voluntad humana a Dios en cuanto fin último, le hace tender seriamente a la salvación mostrada por la fe y le hace apoyarse con confianza en el único medio para alcanzarla: la gracia auxiliadora. Por tanto, la e. al estar conectada con el fin último es necesaria para la salvación. Es exigida sobre todo a la hora de la tentación (v.) para vencer la cual es necesaria la confianza en que la ayuda de Dios no faltará.
     
      El Dios de los cristianos es Deus spei; la e. es el camino que Dios ha elegido para manifestar su amor a los hombres y el camino que lleva a amarlo directamente y a través del prójimo. Con la e. Dios descubre los secretos de su amor misericordioso, manifestado en la persona de Cristo, empujando así a corresponder a su amor. La e. cristiana se apoya en la certeza de que Cristo, «nuestra esperanza», ha resucitado y ha transformado la carne de pecado del primer Adán en carne de justicia y santidad: «Cristo es esperanza de gloria» (Col 1,27; 1 Tim 1,1), en Él las promesas de una nueva Creación se han hecho historia.
     
      La e. cristiana tiene por objeto la vida eterna tal y como nos es revelada en los Evangelios y fue resumida por Cristo en el sermón de la Montaña (v. BIENAVENTURANZAS). No se refiere, pues, de manera directa e inmediata a los bienes temporales: esos bienes, en efecto, son sólo anticipo o camino hacia la plenitud eterna, y, por tanto, no pueden ser término último de la actitud del corazón. Ello no quiere decir que el cristiano no aprecie el bien y la belleza; antes bien, los estima en grado máximo, pues aspira a su perfección total en la consumación de los cielos (v.). Ni tampoco que sea insensible al mal y al dolor; al contrario, la caridad (v.) le lleva a practicar hondamente la justicia (v.) y a esforzarse por servir a los demás. La e. cristiana no conduce en modo alguno a la pasividad y la inercia ante las miserias humanas (Lumen gentium, 31 y 35), no sofoca la e. terrena sino que más bien sostiene los legítimos esfuerzos de todos los hombres y empuja a la realización de sus nobles aspiraciones (cfr. 1 Tim 6,17; I Pet 5,9; V. TRABAJO HUMANO VII; MUNDO III, l).
     
      Medios para adquirir, conservar y aumentar la esperanza. La petición de gracias espirituales y materiales a Dios en la oración (v.) es señal cierta de e., que se adquiere, conserva y aumenta a través de la contemplación amorosa de Jesús manso y humilde de corazón que ha prometido reposo y paz a quien lo sigue (Mt 11,28-30). S. Pablo (Rom 12,12) indica que la e. está unida a la alegría (v.); la e. efectivamente da optimismo y seguridad en medio de las mayores dificultades y ayuda a dominar la sensibilidad cuando las promesas tardan en realizarse (cfr. 2 Pet 3,9). La oración y los sacramentos, especialmente la penitencia (v.), son los medios normales de ejercitar la e. y de vencer cualquier tribulación que pueda ponerla en peligro. El Conc. Vaticano 11 ha unido la alegría y la e. en las primeras líneas de la const. Gaudium et spes (cfr. también el n° 124); la alegría es señal de que se espera y envuelve y alimenta la práctica de la e.
     
      5. Pecados contra la esperanza. El apego a los bienes terrenos y al propio yo, el desaliento, el pesimismo y la tristeza (V. ALEGRÍA), causan la desconfianza en Dios y constituyen pecados más o menos graves contra la virtud de la e. La presunción y la desesperación son, sin embargo, los principales pecados contra esta virtud. La presunción es confianza no acompañada de santo temor de Dios. La e. del pecador que no se arrepiente de su pecado sino que persevera en él, degenera en arrogante presunción (perversa securitas). La moral católica considera la soberbia (v.) causa fundamental de la presunción, pecado pueril, propio de personas poco maduras, temerarias, que viven habitualmente en estado de falsa seguridad material y espiritual. Por ello se encuentra con frecuencia en cgndiciones de plenitud física y de autosuficiencia moral que llevan consigo una cierta vanagloria. El presuntuoso funda su seguridad y su e. no en la omnipotencia de Dios misericordioso sino en sus propias fuerzas. Las herejías de Pelagio (v.) y de Lutero (v.) difunden sentimientos de presunción haciendo creer que la gracia de Dios se consigue fácilmente, sin necesidad de esfuerzos humanos humildes y perseverantes (luteranismo) o pensando alcanzar la salvación sin la ayuda de la gracia, confiando únicamente en las propias fuerzas (pelagianismo). El presuntuoso «tienta» a Dios (v. JUICIO DE DIOS); el arrepentimiento (V. CONTRICIÓN) y la humildad (v.) son los mejores remedios contra la presunción.
     
      Cuando prevalece el temor sobre la fe en el amor misericordioso de Dios, hasta el punto de repudiarlo como fin último personal, la e. se transforma en desesperación. Se define como apartamiento voluntario de la felicidad eterna porque se juzga imposible de alcanzar. Tiene, pues, dos elementos: uno intelectual, que consiste en el juicio sobre la imposibilidad de alcanzar la felicidad eterna, y otro volitivo, el más esencial a este pecado, que es la fuga de la voluntad de aquella meta: «la desesperación no importa sólo privación de esperanza, sino también una repulsa (reccesum) de la cosa deseada porque se estima imposible de alcanzar» (Sum. Th. 1-2 q40 a4 ad3).
     
      El desesperado niega la eficacia de la Redención en su vida; se rinde delante de las dificultades, no confía en las promesas divinas de salvación y renuncia a la ayuda de Dios para conseguirla. La herejía de Jansenio (v.) favorece la desesperación al considerar indigno del cristiano el «amor de esperanza» que empuja a obrar rectamente pensando en el premio eterno.
     
      La desesperación es el pecado del hombre solo, espiritualmente aislado, que rechaza cualquier ayuda y se deja llevar por tendencias destructoras. Algunos moralistas la identifican con el pecado contra el Espíritu Santo, dado que la e. es indispensable para obtener la remisión de los pecados. Es un pecado incluso más grave que la misma presunción; su gravedad depende, naturalmente, del mayor o menor desprecio a Dios que lleva consigo. El apóstol Judas fue víctima de él.
     
      La desesperación, por otra parte, ha sido tema frecuentemente tratado en la literatura moderna; en su tratamiento filosófico pueden citarse a autores como Schopenhauer (v.), Nietzsche (v.), Kierkegaard (v.), Sartre (v.), etc.; como representantes de la «desesperación poética», recordemos a Leopardi (v.), Espronceda (v.), Baudelaire (v.), Verlaine (v.), etc. Por otro lado, puede recordarse la figura del desesperado en la historia de los Estados Unidos de América, tipo de delincuente excepcionalmente cruel que ha sido estudiado científicamente por el criminólogo alemán von Hentig.
     
      Causas (le la desesperación son, entre otras, la falta de fe, los pecados frecuentes que aumentan la potencia del mal en la voluntad, la soberbia, la no aceptación de las dificultades que la vida lleva consigo, etc. S. Tomás las resume en la lujuria, que destruye la condición de bien difícil del objeto de la e. y la pereza, que destruye su condición de bien arduo (Sum. Th. 2-2 q20 a4).
     
      Finalmente, conviene señalar la distinción que existe entre la desesperación y el desánimo (desesperación privativa) que procede de las dificultades no superadas, de la misma debilidad humana (enfermedades, etc.) o del carácter pusilánime; en estos casos no se duda de la Omnipotencia y de la Bondad divinas, sino que suele haber un cansancio físico o psíquico que produce el desaliento, que poco o nada tiene que ver con el pecado de desesperación, sobre todo si se ponen los medios ascéticos convenientes: humildad, descanso, etc.
     
      V. t.: CONFIANZA;    FIDELIDAD;    PACIENCIA;    AUDACIA;    VIRTUDES III.
     
     

M. A. PELÁEZ VELASCO M. A. MONGE SÁNCHEZ.

 

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991