Esperanza. Teologia Dogmática.


    l. Fenomenología de la esperanza. La actitud psicológica que designamos «esperar» en el sentido activo, es aquel estado de ánimo que se dirige a un hecho futuro, favorable, incierto, posible. A tales características del objeto del esperar, corresponden en el sujeto que espera las disposiciones psicológicas de la expectación, el deseo, la incertidumbre y la confianza. La expectación es la apertura al futuro, el interés por él. Ciertas tendencias del Budismo (v. BUDA) y de la Psicología profunda (v.) han preconizado suprimir la expectación, adquiriendo un total desinterés por el futuro mediante la perfecta concentración en el presente. La apatía respecto del futuro es también un síntoma de ciertas enfermedades mentales. Pero el interés por el futuro puede tener un carácter negativo, como ocurre con el temor y la desesperación (v. ii). En el temor, el futuro es concebido como dañoso, y por tanto, indeseable. En la desesperación existe una inicial proyección al futuro por cuanto la situación presente resulta insoportable; pero tal proyección queda frustrada ante el convencimiento de que el futuro no puede aportar remedio alguno a los males presentes.
     
      El esperar, por el contrario, supone que la apertura hacia el futuro está teñida de deseo de los bienes que creemos habrá de traernos. Tal apertura al futuro implica en el esperar una cierta incertidumbre, ya.que lo absolutamente necesario no se espera en el sentido activo de esta palabra, sino que solamente se aguarda. Finalmente, el esperar implica confianza en que el bien futuro deseado, aunque incierto, acabará por realizarse. De aquí que, en el sentido más estricto, no quepa esperar más que con referencia a las acciones libres, ya que en los acontecimientos cósmicos, la incertidumbre no tiene fundamento óntico, sino solamente fundamento psicológico, puesto que tales acontecimientos son en sí mismos necesarios, y se funda en la ignorancia de alguno de los factores que pueden originarlos. Respecto a las acciones libres, sí cabe, en cambio, que reúnan todos los caracteres entitativos del objeto esperado: pueden ser futuras, favorables al sujeto que espera, posibles, son siempre inciertas, y cabe tener confianza en que se realicen, fundándose en el conocimiento de las disposiciones psicológicas de la persona que ha de realizarlas.
     
      Como actitud religiosa, el esperar se refiere a un acontecimiento que depende de la voluntad divina. Sus supuestos son, por tanto, fundamentalmente dos: un determinado concepto del tiempo religioso, y un determinado concepto de la divinidad. Las distintas imágenes del tiempo son uno de los caracteres fundamentales de las diversas culturas: el tiempo simbólico, de la cultura mágica; el tiempo helicoidal, de la cultura hindú; el tiempo circular, del clasicismo grecorromano; el tiempo vectorial, de la religión bíblica. Para la visión mágica del mundo, en efecto, cada uno de los actos y momentos de la vida humana no es sino la actualización de arquetipos eternos e inmutables. Para el hinduismo y el budismo, la existencia se repite, mediante la metempsícosis (v.), un número indefinido de veces en diferentes niveles superiores o inferiores, hasta que, definitivamente liberada por la ascesis y la meditación, el alma escapa de «la rueda de la vida». El pensamiento griego, a su vez, concebía la eternidad del cosmos como la perpetua repetición periódica de los mismos estados del universo. La Biblia, por el contrario, entiende el transcurir cósmico como una historia irreversible, que tuvo un comienzo y se encamina a un fin, y cada uno de cuyos periodos no volverá jamás a repetirse.
     
      Ni en la cultura mágica ni en la helénica cabe la e. en sentido estricto, pues en la primera no hay expectación de futuro, y en la segunda, el devenir está sujeto a un proceso fatal y necesario. En las religiones hindúes, la e. de liberación es inmanente, ya que depende sólo de la decisión virtuosa o pecadora de cada hombre. Para el hombre bíblico, la expectación es el talante fundamental; pero el futuro liberador que aguarda. no depende primariamente de sus propias decisiones, sino de la intervención del Dios Salvador. De ese modo, el concepto bíblico del tiempo vectorial (V. TIEMPO IV) se conecta con su concepto del Dios providente. En efecto: para que la e. de un futuro soteriológico se funde en la decisión divina, es preciso que Dios sea concebido, como en la Biblia, dotado de omnipotencia, bondad y libertad. La omnipotencia de Dios garantiza la eficacia de su acción salvadora. Su bondad justifica la confianza en gtle su gracia va a ser suficiente y sobreabundante. La libertad de Dios respecto del cosmos y de la humanidad hace que sea imprevisible, dentro de las exigencias de su amor y su justicia, la medida en que su acción salvadora va a ejercerse en favor de un hombre determinado y en un momento determinado (V. DIOS III).
     
      2. La esperanza en el Antiguo Testamento. El esperar religioso es uno de los componentes esenciales de la espiritualidad del A. T., puesto que la intervención salvadora de Dios se realiza en el suceder histórico, y su culminación ha de tener lugar en la consumación de los tiempos, en la plenitud escatológica, de acuerdo con el anuncio cada vez más preciso e insistente de los profetas; v. ALIANZA (Religión) n. Pero el A. T. no habla de la e. solamente en sentido positivo, sino también negativamente, condenando las falsas esperanzas, que se apoyan en motivos distintos de la confianza en Dios: «Yahwéh sabe que los cálculos de los hombres son sólo viento» (Ps 94,11); «Yahwéh hace fracasar los planes de las naciones, impide los pensamientos de los pueblos» (Ps 33,10); «el corazón del hombre imagina su camino, pero Dios dirige sus pasos» (Prv 16,9). En concreto, nadie debe basar su e. en la riqueza: « ¡He ahí al hombre que no ha puesto en Dios su fortaleza, sino que confiaba en la abundancia de sus bienes, haciéndose fuerte en su crimen! » (Ps 52,9); «¿Acáso coloqué yo en el oro mi confianza, y dije al oro fino: `Tú eres mi seguridad'? ¿Me complací en mis numerosos bienes, en las riquezas adquiridas por mis manos?» (lob 31,24-25). Ni debe confiar en su propia bondad: «Si yo digo al justo: `Vivirás', pero él, confiando en su justicia, comete el mal, ya no será recordada toda su justicia, sino que por todo el mal que ha cometido, morirá» (Ez 33,13). Ni en los hombres: «Así habla Yahwéh: `Desgraciado del hombre que confía en el hombre, que hace de una carne su apoyo, y cuyo corazón se aparta de Yahwéh'» (Ier 17,5). Ni en la fuerza militar y las alianzas: «Porque has confiado en tus carros, en la multitud de tus guerreros, el tumulto se elevará en tus ciudades, y todas tus fortalezas serán devastadas...» (Os 10,13-14). Ni siquiera en la posesión de símbolos religiosos: «No confiéis en palabras mentirosas:¡Es el santuario de Yahwéh!, ¡santuario de Yahwéh!, ¡santuario de Yahwéh!'» (Ier 7,4).
     
      Hasta tal punto es esencial para el hombre del A. T. la expectación del futuro, que se caracteriza la felicidad (v.) como la posesión de un porvenir, y la desgracia como su carencia: «Que tu corazón no envidie a los pecadores, sino teme a Yahwéh siempre, porque existe un porvenir, y tu esperanza no será aniquilada» (Prv 23-18); «Porque quien está unido a los vivientes, conserva esperanza, y mejor es un perro vivo que un león muerto» (Eccl 9,4); «¿Es que tengo yo aún fuerzas para esperar? Destinado a un fin cierto, ¿para qué seguir viviendo?» (lob 6,11).
     
      Sin embargo, la e. veterotestamentaria es incierta, puede no realizarse. Isaías ha pintado elocuentemente la decepción de Dios ante la conducta de Israel: «Cantaré a mi amigo el canto de su amor por su viña. Mi amigo tenía una viña en una ladera fértil. La cavó, quitó las piedras, plantó vides escogidas. Edificó en medio una torre, hizo un lagar. Esperaba uvas, pero le dio agraces. Y ahora, habitantes de Jerusalén, gentes de Judá, sed jueces, os lo ruego, entre mi viña y yo. ¿Qué pude hacer por mi viña que no hiciera? Esperaba uvas, ¿por qué solamente agraces?» (Is 5,1-4). También fracasa la e. de los hombres: «Esperábamos luz, y son tinieblas; claridad, y caminamos en la oscuridad» (Is 59,9); «Esperaba compasión, pero en vano; buscaba consoladores, pero no los hallé» (Ps 69,21).
     
      La confianza en Dios es característica fundamental del justo: «Dichoso el hombre que confía en Yahwéh, de quien Yahwéh es la esperanza. Se asemeja a un árbol plantado al borde del agua, que tiende sus raíces hacia la corriente: nada teme cuando llega el calor, su follaje sigue verde; en un año de sequía no se inquieta, y no deja de dar fruto» (Ier 17,7-8); «En ti esperaron nuestros padres; esperaron, y los libraste; hacia ti clamaron, y fueron salvos; esperaron en ti, y nunca en vano» (Ps 22,5-6). ¿Cuál es el fundamento de esa e.? El A. T. señala varios: la omnipotencia divina: «Porque tú eres mi esperanza, Señor Yahwéh, fe mía desde la juventud. En ti me he apoyado desde el seno, tú has sido mi parte desde las entrañas de mi madre; a ti mi alabanza siempre... Ahora envejecido, cargado de años, oh Dios, no me abandones: que yo pueda anunciar tu brazo a las edades venideras, tu poder y tu justicia, oh Dios, hasta las nubes» (Ps 71,5-6.18); la misericordia: «Y yo como olivo rozagante en la casa de Dios, yo confío en la misericordia de Dios para siempre jamás» (Ps 52,10); la fidelidad de Dios a sus promesas: «Sí, Señor Yahwéh, tú eres Dios, tus palabras son verdad, y tú haces esta bella promesa a tu servidor» (2 Sam 7,28). En algunos textos, Dios es designado simplemente como «la esperanza» por antonomasia (Ier 17,7; Ps 71,5).
     
      En última instancia el A. T. dirige al hombre hacia Dios mismo, pero lo hace con una pedagogía que va poco a poco llevando de lo terreno a lo eterno, y que está unida a la profundización en la Revelación sobre el más allá (v. INMORTALIDAD; MUERTE; RETRIBUCIÓN). NO es, pues, extraña que en los textos más antiguos, la e. del israelita se dirija más bien a los bienes terrenas, y en primer término a los materiales aunque tomados muchas veces como señal o signo de los bienes morales y religiosos: una vida larga: «El temor de Yahwéh prolonga los días; los años de los malvados se abreviarán» (Prv 10,27); una posteridad numerosa, como en la promesa a Abraham de ser padre de un gran puebla (Gen 12,1); riquezas: «Si de verdad escuchas la voz de Yahwéh... serás bendito en la ciudad y serás bendito en el campo; benditos serán el fruto de tus entrañas y el producto de tu suelo, la cría de tus vacas y el aumento de tus ovejas; bendita será tu panera, y bendita tu artesa» (Dt 28,1-35); la victoria sobre los enemigos: «De los enemigos que se alcen contra ti, hará Yahwéh vencidos: salidos por un camino a tu encuentro, por siete caminos huirán delante de ti» (Dt 28,7). Pero también, y con intensidad creciente, el israelita aspira a bienes morales y religiosos: el perdón de los pecados: «Si tú retienes las faltas, Señor Yahwéh, ¿quién subsistirá? Pero en ti se halla el perdón: por eso se te teme. Yo espero a Yahwéh, mi alma espera...» (Ps 130, 3-5); e incluso, en las más altas expresiones de la espiritualidad del A. T., los salmistas llegan a aspirar a una unión estable con Dios: «Mi alma tiene sed, sed del Dios vivo: ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?» (Ps 42,3).
     
      La e. de Israel une entre sí los aspectos colectivo e individual: el hombre del A. T. no está sólo situado ante su propia salvación personal, sino que se sabe parte de un pueblo destinatario de unas promesas que afectan a la entera creación. De ahí que sueñe con el esplendor que alcanzará su pueblo en la consumación de los tiempos, en el «día de Yahwéh» (v. DÍA DEL SEÑOR). El objeto de esta e. colectiva tiene también aspectos materiales: «Consumiréis las riquezas de las naciones, os adornaréis con su opulencia» (Is 61,6). Pero predomina el aspecto de plenitud moral y religiosa: «No habrá mal ni destrucción en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahwéh como las aguas llenan el mar».
     
      3. La esperanza en el Nuevo Testamento. El esperar pertenece hasta tal punto a la esencia de la actitud cristiana ante la vida, que en la mayoría de los escritos del N. T. no es designada con un término especial, sino identificada con el ser cristiano, y vinculada a la fe (v. II, 2; FE I). Sólo en S. Pablo se enuncia la tríada de virtudes fe, esperanza y caridad (1 Thes 1,3; 5,8; 1 Cor 13,13, etcétera). Pero incluso en los escritos del Apóstol, la distinción entre la fe y la e. dista mucho de ser precisa y constante. El concepto neotestamentario del esperar presenta importantes novedades en relación con el del A. T.: a) la meta última de la e. cristiana se sitúa ya, sin ambigüedad alguna, en la vida posmortal, y no en la vida presente, aunque de algún modo su realización tenga aquí su raíz y comienzo. b) El objeto propio de la e. no es la felicidad, sino la perfección ético-religiosa, cuya culminación se realizará en la otra vida mediante el encuentro con Dios «cara a cara», que vendrá acompañado de la felicidad, al satisfacer todas las ansias del hombre (v. FELICIDAD II). En esta vida, por el contrario, el logro de la justicia, objeto inmediato de la e., viene condicionado por el sacrificio y el dolor (v.). c) El fundamento de la e. cristiana no son sólo las promesas divinas, sino la realización de las mismas que ya ha tenido lugar en la Encarnación, Redención y Resurrección de Jesús, y en la comunicación del Espíritu divino que cada cristiano posee como principio ontológico de su regeneración, que se manifestará plenamente al fin de los tiempos. d) La dimensión comunitaria de la salvación esperada, que ocupaba el primer plano en el A. T., pasa en el Nuevo a un segundo plano en relación con la salvación individual; aunque el individuo ha de alcanzar su propia salvación mediante la pertenencia a una comunidad, la Iglesia, cuya realidad terrestre será continuada por la comunidad de los bienaventurados.
     
      Hasta tal punto considera S. Pablo propio del cristiano la e., que caracteriza a los paganos como los que «no tienen esperanza ni Dios en este mundo» (Eph 2,12; cfr. 1 Thes 4,13). En Heb 11 se da una definición conjunta de la fe y la e., ilustrada con ejemplos tomados del A. T.: «la fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la certeza de lo que no vemos»; y en los hechos que a continuación se citan, predomina unas veces la convicción propia del creer, y otras, la confianza propia del esperar. Y es que la fe cristiana no es un saber estático, que se justifique a sí mismo, sino un «saber de salvación», una creencia en la venida soteriológica de Dios. El carácter de expectación hacia un futuro aparece fuertemente subrayado en el concepto paulino de la e.: no sólo el hombre, sino la creación entera gimen anhelantes aguardando la liberación (Rom 8,18-23); pues si es cierto que hemos sido ya salvados, lo hemos sido aún sólo en esperanza (Rom 8,24); y esta situación presente del cristiano no puede compararse con la plenitud venidera: «el leve padecimiento transitorio nos prepara un peso incalculable de eterna gloria» (2 Cor 4,17); hasta el punto de que si la e. cristiana no hubiera de realizarse, seríamos hombres radicalmente frustrados: «si sólo para esta vida hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres» (2 Cor 15,19). El objeto último de la e. tiene, según el Apóstol, una doble vertiente: la visión directa de Dios (1 Cor 13,12; v. CIELO) y la resurrección de la carne (1 Cor 15; v.) en el Reino definitivo de Dios, que será inaugurado con la segunda venida de Cristo (v. PARUSÍA). Pero tanto S. Pablo como S. Juan enseñan que si bien la realización plena de la e. ha de tener lugar en el futuro escatológico, sin embargo, el creyente ha comenzado a vivir ya desde ahora la vida eterna (v. GRACIA), mediante la inhabitación en él del Espíritu divino; recibido por la fe y el Bautismo (Rom 8,11.23; 2 Cor 5,5; lo 6,54, etc.).
     
      Es importante insistir en un aspecto de la e. que no siempre se expone con suficiente relieve: el que al hablarnos de ella, los escritores neotestamentarios no ponen en primer término el aspecto de felicidad, sino el de perfección ético-religiosa, en contraste con las descripciones paradisiacas de otras religiones, e incluso del A. T. Para el N. T. la realización de la e. consiste en «estar para siempre con Jesús» (loh 14,1-3; 17,24; 1 Thes 4,16-17, etcétera), en conocer plenamente al Dios que se define como Amor (1 Ioh 4,7-8.16). No existe, pues, heterogeneidad entre el ideal de vida que el cristiano ha de realizar en este mundo (entrega a la verdad y el amor), y el ideal que se le promete para el otro. La vida eterna no es un mero «premio» a la buena conducta, sino la plenitud de lo que ya desde ahora es la existencia cristiana. Por eso en esta vida, en la que sólo se realiza el ideal cristiano en una primera etapa imperfecta, la e. ha de venir acompañada inseparablemente de otra virtud: la paciencia (v.), es decir, la capacidad de soportar con ánimo las limitaciones de la existencia terrena sin desfallecer en la espera: «Nosotros nos gloriamos incluso con las tribulaciones, sabiendo bien que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no decepciona, porque el amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,3-5). De aquí que S. Pablo nos presente la fe de Abraham, modelo de la nuestra, como un «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18).
     
      La e. cristiana es una «esperanza mejor» (Heb 7,19) que la del A. T., puesto que se funda en una realización mucho más plena y perfecta de las promesas salvadoras de Dios que las de la historia de Israel: la Redención y Resurrección de Jesús: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que -lo ha entregado por todos nosotros, ¿cómo no nos va a conceder juntamente con él todo favor?» (Rom 8,31-32).
     
      4. Historia de la teología. La elaboración teológica de los datos bíblicos de la e. se realizó progresivamente sin grandes controversias hasta la Reforma protestante. Los Padres y los teólogos medievales fueron esclareciendo cuál es el objeto propio de la e., su fundamento, su clase de certeza, los pecados que a ella se oponen. Este proceso doctrinal culmina en la sistematización propuesta por S. Tomás de Aquino: «Esperar implica cierta tendencia del apetito hacia el bien; no del bien ya conseguido, como ocurre con la alegría y el goce; sino del bien conseguible, como ocurre también con el deseo y la codicia. La esperanza, sin embargo, difiere del deseo en dos cosas. En primer lugar, porque el deseo se refiere indistintamente a cualquier bien, y por ello se atribuye al apetito concupiscible; la esperanza, por el contrario, se refiere a un bien arduo, difícil de alcanzar, y por ello se atribuye al apetito irascible. En segundo lugar, porque el deseo tiende al bien en cuanto tal, prescindiendo de si es posible o imposible obtenerlo; la esperanza, en cambio, tiende a un bien en cuanto que es posible de alcanzar, e implica, por tanto, cierta seguridad de conseguirlo. Por consiguiente, en el objeto de la esperanza hay que considerar cuatro propiedades: primero, que sea un bien, y en ello difiere del temor. Segundo, que sea un bien futuro, y en ello difiere del goce y el placer. Tercero, que sea un bien arduo, en lo cual difiere del deseo. Cuarto, que sea un bien posible, en lo cual difiere de la desesperación. Pero un bien puede ser alcanzado de dos modos: por el poder de uno mismo, o por la ayuda de otro: pues lo que es posible gracias a los amigos, de algún modo lo llamamos posible... El bien sumo, que es la felicidad eterna, sólo puede alcanzarlo el hombre mediante el auxilio divino, según se dice en Rom 6,23: `El don gratuito de Dios es la vida eterna'; por tanto, la esperanza de lograr la vida eterna tiene dos objetos: la vida eterna misma, que se espera; y el auxilio divino, de quien se espera» (Quaestiones disputatae de Spe: art. 1).
     
      Las controversias de los teólogos católicos posteriores acerca de la doctrina de la e. se limitan a aspectos secundarios y técnicos. El pensamiento de Lutero y Calvino sobre la fe y su papel en la justificación (v.) replanteó ciertos aspectos fundamentales de dicha doctrina. El más importante de ellos es la afirmación que parecen defender de que la fe cristiana exige la absoluta certeza en la propia justificación y predestinación. Así Lutero: «Nadie puede ser justificado sino mediante la fe, de tal modo que es necesario que crea con fe firme que ha sido justificado, y no dude en modo alguno que ha recibido la gracia. Pues si duda y está inseguro, entonces ya no está justificado, y ha vomitado la gracia» (Weimarer Ausgabe 2,13). Esta doctrina fue rechazada por el Conc. de Trento, que estableció, por una parte, el deber de todos los cristianos de tener e. firme en el auxilio divino; y por otra, la ilegitimidad de toda pretensión de certeza absoluta en la propia justicia y predestinación: «Igualmente acerca del don de la perseverancia, del que está escrito: `El que perseverare hasta el fin, ése se salvará' ... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, obrando el querer y el acabar. Sin embargo, los que creen estar firmes, cuiden de no caer, y con temor y temblor obren su salvación... En efecto, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria y no todavía a la gloria, deben temer, por razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el-mundo y con el diablo...» (Denz.Sch. 1541; cfr. 1526, 1533, 1540, 1563-66).
     
      5. Reflexión teológica. De acuerda con los datos que proporcionan las fuentes teológicas, pueden resumirse como sigue los principales aspectos de la teología católica de la esperanza, virtud sobrenatural por la que se espera de Dios, con confianza, la vida eterna y todo lo que pueda ayudar a obtenerla. En cuanto a su objeto propio, unos teólogos han defendido que era Dios en sí mismo; otros, la visión de Dios; otros, en fin, han unido ambos elementos. Según ya se ha dicho, nos parece que el objeto propio de la e. es Dios como supremo bien, cuya consecución proporciona al hombre en primer lugar su perfección, y en segundo lugar, la felicidad (v. DIOS IV, 6). También han discutido los teólogos católicos si la esencia de la e. estaba en el deseo (Escoto, Suárez, cte.), en la confianza (S. Tomás, S. Buenaventura, cte.), o en ambos elementos unidos, como opina la mayoría.
     
      Finalmente, la elaboración teológica ha tratado de precisar el doble aspecto de certeza y de inseguridad esenciales al concepto católico de esperanza. La visión de Dios, en efecto, sólo puede lograrse en la vida futura mediante la sincera búsqueda de la verdad y del amor en la vida presente. La realización de tal búsqueda implica dos elementos: la gracia de Dios y la cooperación con ella de la libertad humana. El creyente puede y debe tener la certeza total de que Dios no ha de dejar de proporcionarle la gracia suficiente para responder a la ley moral; aunque el grado de abundancia con que la gracia se comunica a cada hombre depende de los libres e inescrutables designios de Dios. En cambio, ningún hombre puede tener certeza de cuál va a ser su propia respuesta a la acción divina en cada uno de los momentos de su vida, ni, por tanto, cuál será su situación ante el juicio de Dios cuando esta vida se consume; pero todo creyente puede y debe tener el firme propósito de esforzarse por cumplir la voluntad de Dios con la ayuda de su gracia.
     
      Quedan así patentes los elementos esenciales del concepto católico de esperanza: confianza total en la gracia divina; inseguridad sobre la propia colaboración a ella; elevación de ánimo proveniente del propósito decidido de esforzarse en esta colaboración.
     
      6. Concepciones no cristianas de la esperanza. Hagamos, por último, unas brevísimas referencias a la e. en el mundo actual, que puede ampliarse acudiendo a los artículos de esta Enciclopedia en que se habla de las distintas ideologías a que aquí se alude. Aparte de la concepción cristiana ya vista, tres nos parecen la actitudes básicas del hombre de nuestro tiempo no cristiano respecto a la e.: el escepticismo positivista; el pesimismo psicoanalista o existencialista; el optir-.•°--:o materialista marxista o capitalista.
     
      Para el primero (en el que parece que hay que incluir algunas corrientes estructuralistas) no existe ni progreso ni retroceso en la historia humana: solamente alternancia de expresiones estructurales dentro de un repertorio limitado de tipos, que responden a factores antropológicos constantes (V. ESCEPTICISMO; EXISTENCIALISMO). Para Freud (v.) y Sartre (v.) no cabe la e. en la solución definitiva del conflicto vital, porque en el interior de todo hombre existe una contradicción esencial e irreductible: entre los instintos de vida y los de muerte en Freud; y entre la tendencia a «ser en sí» y a «ser para sí» en Sartre. El optimismo marxista y capitalista coinciden en esperar un progreso indefinido del hombre gracias a la evolución de su dominio técnico sobre la naturaleza, aunque para el marxismo cada una de las fases de tal progreso encierra una contradicción histórica que ha de ser superada en un proceso dialéctico (v. COMUNISMO; MARX Y MARXISMO; CAPITALISMO).
     
     

M. BENZO MESTRE.

 

    V. t.: ESCATOLOGÍA II y 111; HISTORIA VI; VIRTUDES 11. BIBL.: Sagrada Escritura: P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969; C. SPtcQ, La révélation de Cespérance dans le N. T., París 1930;    íD, La Teología moral del Nuevo Testamento, 1, Pamplona 1970, 291-353; E. WALTER, Glaube, Hoffnung und Liebe im N. T., Friburgo Br. 1940; J. VAN DER PLOEG, Vespérance dans l'A. T., «Revue Biblique» 61 (1954) 481507; T. DE ORVIso, Los motivos de la esperanza cristiana según S. Pablo, «Estudios bíblicos» 4 (1945) 61-85; 196-210; A. GELIN, Vespérance dans 1'A. T., «Lumiére et vie» 8 (1959); J. VILLARES, La esperanza cristiana a la luz de las enseñanzas bíblicas, Bilbao 1957; L. CERFAux, Le chrétien dans la théologie paulienne, París 1962.



Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991