ESPAÑA. HISTORIA MODERNA Y CONTEMPORÁNEA 2


5. La recuperación material bajo los Borbones. La muerte sin sucesión de Carlos 11 (1700) iba a deparar la oportunidad de un cambio de dinastía, cambio que no parece haber caído desfavorablemente en la conciencia de determinados grupos de españoles convencidos de la conveniencia de una nueva situación. El testamento del último monarca de la casa de Austria representa así menos el reconocimiento de un derecho que el de la necesidad de un cambio de política. La dinastía de Borbón (v.) comienza a reinar en España con una consigna bien clara: establecer reformas. Su origen francés, el prestigio de Francia bajo la aureola del Rey Sol, y la carencia de impulsos creadores en una E. agotada y sin iniciativas iban a hacer sinónimos, por espacio de un siglo, reforma y afrancesamiento. De aquí derivan las formas concretas de la polémica, llamada a perdurar prácticamente hasta nuestros días, entre lo nuevo y lo viejo, lo genuino y lo foráneo.
     
      Pero la imposición de la dinastía borbónica en E. no se operó sin lucha. La llamada guerra de Sucesión (170113; v.) fue más un conflicto internacional que una contienda civil. La mayor parte de las potencias europeas (el Imperio, Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya) apoyaban al archiduque Carlos, que hubiera representado la continuidad de la casa de Austria en E.; en tanto que Francia apoyaba al nieto de Luis XIV, Felipe V (v.), que al principio no encontró hostilidad alguna por parte de los españoles. Sólo años más tarde, cuando empezó a consagrarse la típica tendencia de los Borbones al centralismo, se patentizó una oposición al nuevo rey en los Estados de la Corona de Aragón, y particularmente en Cataluña, que degeneró, a partir de 1704, en una lucha entre españoles. El país, agotado ya y deshecho de antemano, hubo de soportar así una nueva guerra, incierta e interminable, llena de las más variadas alternativas, por espacio de 12 años.
     
      Felipe V consiguió, al fin, imponerse como rey de E., pero las potencias enemigas de los Borbones dominaron el espacio exterior. Así fue como en la paz de Utrecht (1713; v.) se reconocía el cambio dinástico en el trono español; pero a costa de privar a la Monarquía católica de sus patrimonios europeos, Bélgica, Milán, Nápoles, Sicilia con dos pérdidas pequeñas, pero sensibles, en el territorio metropolitano: Gibraltar y Menorca. E. conservaba, eso sí, sus enormes posesiones americanas. El cuadro geohistórico familiar a la época de los Austria quedaba así brutalmente truncado por el tratado de Utrecht, e imponía en lo futuro nuevos cauces a la política exterior española.
     
      La actitud inicial de Felipe V ante aquellas pérdidas territoriales fue el revisionismo. Nunca soñó en recuperar los Países Bajos, pero sí creyó posible una vuelta a Italia, sobre todo a partir de su matrimonio con la parmesana Isabel de Farnesio. Un intento de intervención unilateral en la zona insular italiana (1717-20) falló por la oposición general de las potencias, y fue seguido por una táctica más dúctil, ya se operara por vías diplomáticas (congreso de Cambray, 1721-25; tratado de Viena, 1725; tratado de Sevilla, 1729), o ya mediante la intervención de E. en contiendas de tipo general. En este sentido, los políticos de Felipe V, y no sólo la tan decantada ambición de Isabel de Farnesio, supieron aprovechar con habilidad los litigios europeos (guerra de Sucesión de Polonia 1733-35, v.; guerra de Sucesión de Austria 1743-48; v.), para obtener alguna compensación en Italia. El reino de Nápoles y Sicilia quedó para el príncipe Carlos (luego Carlos 111 de E.), y los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla, para el infante Felipe. El entonces sagrado principio del equilibrio hubiera impedido que aquellos territorios pudieran incorporarse directamente a E.; pero la vinculación dinástica se mantuvo, con desigual eficacia, según los casos, hasta bien entrado el s. xix.
     
      Desde 1725, el revisionismo italiano alterna con la preocupación por las Indias y el dominio de las rutas oceánicas. A partir de mediados de siglo, con Fernando VI y más aún con Carlos III, la tensión atlántica será el eje central de toda la política exterior española. De acuerdo con aquella orientación, se imponían nuevos puntos programáticos, y, sobre todo, dos fundamentales. El primero, la revalorización de América, medio olvidada en la conciencia de los dirigentes españoles desde algunas generaciones antes. El agotamiento de los filones argentíferos y la autarquía económica del mundo criollo habían disminuido considerablemente las relaciones con la metrópoli y el interés de ésta hacia sus lejanos dominios. Los ministros de Felipe V, Patiño, Campillo, el marqués de la Ensenada (v.), supieron comprender lo que podían rendir los territorios indianos, si no ya en la producción de metales preciosos, en la de artículos ultramarinos, como el café, el cacao, el tabaco o el azúcar, cuyo tráfico se revalorizó de modo fabuloso a lo largo del s. xvlii. El sistema del llamado «pacto colonial», puesto en práctica entonces por todos los países de Occidente, según el cual las posesiones ultramarinas proporcionaban las materias primas y la metrópoli las elaboraba, aseguraba una vinculación económica de tipo complementario a uno y otro lado del océano, al tiempo que garantizaba, contra las tendencias autárquicas del Nuevo Mundo, el desarrollo de la industria manufacturera peninsular. Recordemos, p. ej., que Fernando VI hizo construir la mayor fábrica de tabacos del mundo, no en La Habana, sino en Sevilla.
     
      El segundo punto consistía en el dominio de los mares y control de las rutas, necesidad inherente a toda política colonial ultramarina. La creación de las tres grandes bases navales de El Ferrol, Cádiz y Cartagena, la acelerada construcción de buques y el rearme de las fortificaciones indianas, sobre todo en la estratégica zona del Caribe, fueron la inmediata consecuencia de esta nueva política.
     
      Volver la vista al Atlántico y cruzarse con las apetencias británicas era todo uno. En tiempos de Felipe V hubo dos cortas guerras con los ingleses, sin apenas otro resultado que la aceleración de la carrera de armamentos. Fernando VI (1746-59) prefirió, por consejo de su ministro Carvajal, una política de neutralidad, basculando sobre el equilibrio entre Francia e Inglaterra, para conferir a E. un papel de arbitraje. Su sucesor, Carlos III, aun sin discrepar de esta política tanto como usualmente se ha supuesto, hubo de romper la neutralidad al desequilibrarse la situación a favor de Inglaterra en la guerra de los Siete Años (1756-63; v.). La entrada de E. en aquel conflicto (1761), después de largas e inútiles gestiones diplomáticas, no fue suficiente para evitar el triunfo británico en el campo de las disputas coloniales. Pero pudo paliarlo un tanto. El pacto de Familia (v.) firmado con los franceses se mantuvo en la esperanza de una revancha que llegaría años más tarde con motivo de la guerra de Independencia de los Estados Unidos (177683; v. ESTADOS UNIDOS Iv). Como resultado de aquella última contienda, la presencia británica en el Nuevo Mundo quedó prácticamente limitada al Canadá. Los dominios españoles alcanzaron, por el contrario, su máxima extensión territorial, abarcando por el norte hasta Florida, Nuevo México y California. Con todo, el nacimiento de la nueva república norteamericana, que el ministro Floridablanca (v.) trató de limitar entre el Atlántico y el Misisipí, representaba a la larga un peligro virtual para las posesiones españolas, tan grande o mayor que el significado hasta entonces por los británicos.
     
      Pero los tres primeros reyes de la casa de Borbón no se limitaron a la restauración del poderío militar y naval de E., sino que llevaron a cabo una activa política de reestructuración de los órganos del país y de sus fuentes de prosperidad. Llegados a E., como decíamos, prevalidos de un programa reformista, mostraron desde el primer momento, como dos de sus principales virtudes, un claro talento administrativo, y una buena mano, por regla general, en la elección de sus ministros. E. fue unificada desde el punto de vista jurídico, desapareciendo casi totalmente la variedad constitucional de los distintos reinos; el gobierno y la administración territorial quedaron confiados a nuevas instituciones y órganos, severamente cortados por el patrón racional, como las capitanías generales y las intendencias, o provincias. Con ello, la administración, aunque siguió adoleciendo de algunos defectos, se hizo mucho más eficaz y funcional.
     
      Desde el punto de vista gubernativo, tiene una importancia capital la aparición de los ministerios, en un principio cuatro: Estado o Asuntos Exteriores, Gracia y Justicia, Guerra y Marina e Indias; a mediados de siglo se creó la cartera de Hacienda. El poder ministerial, con la consiguiente parcelación de actividades (supervisadas, esto sí, en última instancia, por el monarca) representó la superación de un viejo problema, planteado ya desde fines del s. xvi o principios del xvii: la incapacidad manifiesta de una sola persona, rey o valido, para llevar simultáneamente las diversas riendas de la dirección del Estado.
     
      Los gobernantes del xvlil se preocuparon también, fue una de las constantes de su política, por la expansión económica del país, tan agotado por la decadencia de la centuria anterior. Una política proteccionista (v. PROTECCIONISMO) puso las bases de una industria relativamente próspera, sobre todo en el ramo textil y en la construcción naval; se procuró mejorar la agricultura, se fomentó la extracción minera, progresaron enormemente las comunicaciones, y se desarrolló, sobre todos los demás sectores, la actividad comercial, especialmente la de productos ultramarinos, que fue la clave de la prosperidad dieciochesca. Las llamadas «fábricas reales», patrocinadas y aun financiadas por el Estado (lozas en Talavera, cristalería en La Granja, paños en Guadalajara, mantelerías en La Coruña, tabacos en Sevilla) son el símbolo más claro de esta política proteccionista, enraizada en los métodos del mercantilismo (v.) al uso. E., es cierto, no llegó a recuperar el papel histórico preeminente del Siglo de Oro; pero, cuidadosamente administrada por equipos de hombres trabajadores y por lo general eficientes, alcanzó a mediados de la era borbónica una plenitud física y una prosperidad económica francamente apreciables.
     
      6. El despotismo ilustrado y la revolución burguesa. Quizá una de las causas de que todo aquél resurgimiento no cuajara en formas históricas estables estribe, al margen de un casi insuperable condicionamiento de la coyuntura exterior, en una crisis interna de la conciencia nacional. A la plenitud física no correspondió una auténtica plenitud espiritual. Los movimientos intelectuales hispanos del s. xviii, aunque contaron con mentalidades bien dotadas, carecieron de espíritu original y creador; se limitaron a copiar, o a tratar de adaptar, corrientes y acervos venidos de fuera. La lucha entre tradición e innovación, unas veces sorda, otras declarada, llena prácticamente el espacio del siglo y esteriliza o retrasa muchos de sus logros.
     
      La revolución ideológica impone, frente al idealismo de los viejos tiempos, una visión racionalista y pragmática de la vida; las ciencias útiles y aplicadas priman sobre las especulativas, y la atención a los bienes materiales es el principal objeto, tanto de los políticos como de los tratadistas. Aunque el despotismo ilustrado (v.) español aparezca revestido de algunos rasgos peculiares, dominan aquí también el proyectismo económico, el reformismo racional, el regalismo (v.) religioso y el afán de mejorarlo todo mediante fórmulas abstractas y apriorísticas. En general, se proyectó mucho más de lo que se realizó, aunque no faltaran importantes realizaciones.
     
      Esta política de «todo por el pueblo, pero sin el pueblo», o revolución desde arriba, va unida a otro tipo de revolución, la revolución burguesa, que transforma las estructuras y el reparto de papeles en la sociedad. Los monarcas borbónicos y sus activos ministros, dispuestos a favorecer a las clases más industriosas y dotadas de iniciativa, combatieron, por lo general, a la vieja nobleza de sangre, a base de cercenar sus privilegios, y trataron de elevar a primer plano a la clase media intelectual y mercantil. Con ello pretendían alcanzar un doble objetivo; por una parte, limar la preeminencia y las exenciones de las clases altas, que coartaban la plena racionalización del poder central gubernativo, y por otra, dejar los puestos responsables del país (en lo político, lo administrativo, lo económico, lo cultural...) en manos de la clase más laboriosa y emprendedora.
     
      La revolución burguesa es, en el fondo, un fenómeno biológico, producto de una lenta rotación de las estructuras socioeconómicas, y, en modo alguno, simple resultado de una política dirigista; pero esta política, personificada principalmente por Carlos 111 y sus ministros, como Floridablanca o Campomanes (v.), tuvo la virtud de encauzar aquella revolución en nuevas formas institucionales y de conferirle un sentido «oficial» y expreso, que facilitó y coordinó su desarrollo, al tiempo que le imprimió una relevancia externa capaz de convertir al fenómeno biológico en un fenómeno de actitud. De esta actitud se pasaría fácilmente a la militancia y al enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, o, más concretamente, entre los partidarios de una y otra estructura social.
     
      Dos hechos típicos de este enfrentamiento fueron el llamado motín de Esquilache (1766; v. ESQUILACHE, MARQUÉS DE), y la expulsión de la Compañía de Jesús (1767). En el primer acontecimiento tiende a verse hoy la tentativa de un golpe de Estado por parte de las clases privilegiadas, prevaliéndose del descontento popular contra el ministro italiano Esquilache (Squilace); con el fin de cortar la política reformista. El segundo responde centralmente, según la más moderna versión histórica, al apoyo que los colegios jesuíticos prestaban a las clases privilegiadas, y a su participación, virtual o real, en la sorda pugna de estamentos. La expulsión vendría determinada así más por móviles sociales que religiosos; por más que la política regalista haya podido jugar también un importante papel en la cuestión.
     
      La revolución ideológica, en sentido racionalista, y la revolución social, en sentido burgués, se estaban, sin embargo, operando en un ambiente de relativa calma, como un proceso metabólico, cuando vino a precipitar las tensiones el hecho de la Revolución francesa (1789; v.). Coincidió aquel hito histórico con el comienzo del reinado de Carlos IV (1789-1808; v.); monarca tan bienintencionado como ingenuo y débil de carácter. Los políticos españoles, Aranda (v.), Floridablanca, tan seguros de sí mismos en tiempos de Carlos 111, no acertaban ahora con la política a seguir ante los acontecimientos que se estaban desarrollando al otro lado de los Pirineos; con lo que la usual afirmación de que el fracaso del nuevo reinado se debe a la incapacidad personal del monarca queda un tanto en entredicho. El fracaso viene determinado, en gran parte, por la propia contradicción interna de la política del despotismo ilustrado. La ideología de aquellos gobernantes coincidía en muchos puntos con la de los revolucionarios; pero, hombres típicos de la Ilustración (v.), abominaban de las revoluciones. Esta íntima contradicción gastó pronto a los dos ministros citados y elevó de rechazo a un político joven y ambicioso, Manuel Godoy (v.), no exento de talento, pero falto de la experiencia y el tino necesarios en aquellas circunstancias.
     
      Godoy no vaciló, al principio, en combatir a la Francia revolucionaria por todos los medios. E. se adhirió a la coalición europea antifrancesa, y entró en guerra (179395). Pero si las primeras campañas fueron triunfales, avalada la lucha por los sectores mayoritarios del país, pronto se echó de ver la defectuosa organización de la guerra, y aún más, la defección de ciertos elementos que más o menos simpatizaban con los principios ideológicos del enemigo. La desfavorable marcha de las campañas de 1794 aconsejó a Godoy buscar una avenencia con los franceses (paz de Basilea, 1795).
     
      En realidad, las ideas revolucionarias habían hecho su obra. Los propagandistas galos, y especialmente los girondinos (v.), habían tomado a E. como principal objetivo de su proselitismo exterior; y a pesar de las vigilancias, toda clase de folletos clandestinos, ejemplares de la Constitución francesa, la Declaración de los derechos del hombre o los alegatos de Mably, circulaban profusamente en los medios cultos españoles. En E. casi nadie deseaba una revolución violenta, pero no faltaban grupos ilustrados que procurasen introducir en el país los mismos «progresos», en sentido liberal-constitucional,- alcanzados en Francia. La llamada conspiración de Picornell (1795), organizada por un número relativamente pequeño de personas cultas pertenecientes a las clases burguesas, y fácilmente abortada, representa el primer intento conocido de revolución española.
     
      Entretanto, Godoy, entendiendo que la mejor salida era la vuelta a la tradicional alianza con Francia (al margen de cualquier diferencia ideológica), para hacer frente a las ambiciones británicas en América, firmó con los franceses el tratado de San Ildefonso (1796). No se trataba ya de una renovación de los viejos pactos de Familia, carente de sentido después de la extinción de la dinastía borbónica en Francia, ni tampoco de la confluencia de ideales o intereses comunes, supuesta la diametral diferencia en las directrices políticas de ambas potencias y el escasísimo interés de cada una en el engrandecimiento o prestigio de la otra; la alianza no fue así más que una coalición militar movida por la necesidad que cada parte tenía de una ayuda (Francia de la flota española, España de la potencia terrestre y fuerza de disuasión de Francia), ante el inevitable enfrentamiento de ambas con el expansionismo británico. De aquí que la alianza, o la serie de alianzas hispano-francesas, que siguió al tratado de San Ildefonso adoleciera de una falta de base auténtica y de una contradicción interna de fondo, que se echaría de ver muy pronto y sería fuente de las más graves complicaciones, especialmente para la parte más débil, en este caso E. Desde el punto de vista de los estrictos resultados históricos, la coalición habría de evidenciarse como absolutamente inútil e ineficaz en el logro de los fines comunes que perseguía.
     
      La situación condujo, como ya era previsible, a varias guerras con Gran Bretaña, en las que de nada sirvió el poderío militar y humano de los franceses, en una serie de acciones que se desarrollaron exclusivamente en el mar. Por su parte, la flota española, aunque conservaba teóricamente sus efectivos de los tiempos de Carlos III, dio muestras de vejez, rutina y falta de entrenamiento. Las derrotas navales del cabo San Vicente (1797), Finisterre y Trafalgar (1804; v.), sobre todo esta última, acabaron prácticamente con la potencia naval hispana.
     
      Entretanto, Francia, en manos ya de Napoleón Bonaparte, se había transformado en un imperio continental de vastas aspiraciones hegemónicas, sin que a E. le cupiese otra alternativa que marchar a su remolque. Godoy, preso en las mismas redes que había ayudado a tender, se había transformado en un simple satélite de Napoleón (v.). Algún tímido intento de pasarse a los aliados (sobre todo en 1806) fue conjurado inmediatamente por la amenaza francesa.
     
      En aquellas condiciones, realmente ominosas, faltó serenidad, tanto al débil Carlos IV como a su primer ministro. Cundía el descontento en el país, ante el desacierto de los gobernantes y las crecientes dificultades económicas, en tanto que Napoleón se mostraba cada vez más exigente en el condicionamiento de su supuesta alianza. La destrucción completa de la flota española en Trafalgar no permitía a E. hacer valer su papel, o, lo que es lo mismo, imponer condiciones en su trato con la gran potencia vecina. La última jugada de Godoy, para distraer las apetencias francesas hacia campos que no menoscabasen la integridad de E., fue un pretendido reparto de Portugal: tratado de Fontainebleau (v.) (1807; v.). Tropas francesas y españolas penetraron en el reino lusitano; pero la presencia de las fuerzas napoleónicas en territorio hispano se convirtió bien pronto en un peligro directo. Los franceses no estaban dispuestos a retirarse, y el Emperador galo exigía, como compensación por los territorios ocupados en Portugal, toda la zona comprendida entre los Pirineos y el Ebro.
     
      En aquellos momentos de zozobra, se produjo una revolución (motín de Aranjuez, v., marzo de 1808), que derribó el régimen de Godoy y, por rechazo, hizo abdicar a Carlos IV. No está claro, todavía hoy, el sentido exacto del motín, pues si la participación en él del elemento nobiliario ha hecho pensar en una «revuelta de los privilegiados», el papel director que desempeñó uno de aquellos nobles, el conde de Montijo, gran maestre de la masonería española y luego célebre conspirador liberal, podría dar al motín el cariz de un clarinazo del Nuevo Régimen que iba a nacer años más tarde en las Cortes de Cádiz. Para los efectos, todo fue lo mismo. La subida al trono de Fernando VII (v.) no llegó a ser efectiva entonces, y la nueva política quedó inédita. Al mismo tiempo que el nuevo monarca entraba en Madrid, lo hacía el general Murat al frente de un ejército francés. Napoleón se atrajo a ambos reyes, Carlos IV y Fernando VII, a Bayona, donde las presiones y amenazas lograron su renuncia. El Emperador, ya dueño virtual del país, hizo rey de E. a su hermano, José I Bonaparte (v.). Una serie de desaciertos y debilidades parecía haber hecho perder a E., definitivamente, su independencia nacional.
     
      7. La crisis del Antiguo Régimen. La entrada de la historia de E. en la Edad Contemporánea se verifica en medio de una triple crisis: por un lado, tenemos el esfuerzo de un grupo reducido, pero selecto de hombres, los afrancesados (v.), que aceptan los hechos consumados y pretenden introducir en el país nuevas realidades políticas e institucionales, y nuevas estructuras socioeconómicas, al amparo de la intervención napoleónica; de otro, el esfuerzo de una masa incomparablemente más amplia de españoles (los patriotas), que luchan a sangre y fuego por expulsar a los invasores: guerra de Independencia (v.). Y por último, el esfuerzo de otra minoría, dentro esta vez del grupo de los patriotas, por verificar desde E., y por obra de un poder español, un programa de reformas en muchos aspectos similar al que pretendían introducir los franceses (Cortes de Cádiz).
     
      De los tres hechos, fue el intento afrancesado el que tuvo más efímeras repercusiones históricas. Hoy se admite generalmente que entre los que apoyaron al rey José I Bonaparte había españoles que de buena voluntad confiaban en aquel cambio de dinastía como medio de lograr una sana reforma en el país, sin que por ello tuviera que sufrir grandemente la independencia nacional. Pero se vieron moralmente desbordados por una inmensa mayoría que los motejó de traidores e hizo de todo punto imposible una política bonapartista (constructiva o disolvente) en E.
     
      La guerra de Independencia (1808-14) es uno de los hechos más extraordinarios de la historia española. Representa uno de los primeros ejemplos de guerra total, y fue obra, directa o indirecta, de millones de hombres, mujeres y niños, que por todos los medios se propusieron, y consiguieron tras inauditos esfuerzos, la expulsión de los invasores. La increíble victoria de Bailén (julio 1808), obtenida por un ejército improvisado frente a las divisiones del general Dupont, hizo caer a los españoles en el engañoso convencimiento de que podía expulsarse al mejor ejército del mundo recurriendo a los medios de la guerra convencional. La inmediata intervención de la Grande Armée, dirigida personalmente por Napoleón, echó por tierra aquellas pretensiones; pero la resistencia de los españoles continuó indomable por medio de las guerrillas (v.), pequeñas partidas irregulares, que valiéndose de la sorpresa y del conocimiento del terreno, hicieron la vida imposible al ejército francés. La ayuda británica, en hombres, armamento y dinero, dirigida por Arthur Wellesley, fue un soporte en los momentos difíciles, y facilitó más tarde el contraataque. En 1812, ya estaban los franceses a la defensiva; y en abril de 1814, toda E. había sido liberada.
     
      Mientras tanto, se producía un hecho, no tan espectacular, pero de tanta o mayor trascendencia. Las Cortes de Cádiz (v.), reunidas en medio del fragor de la lucha (1810-13) y en una ciudad sitiada, representaban la revolución liberal española. Es más: aquella coyuntura excepcional fue justamente aprovechada por los innovadores para establecer sus reformas sin un poder regular que pudiera oponérseles.
     
      La doctrina liberal española, patrimonio de las minorías cultas, puede considerarse programada, en sus líneas más generales, desde 1795, y traduce las formas propias de los tres primeros años de la Revolución francesa: soberanía nacional, separación de poderes, monarquía constitucional, parlamento dotado de amplios poderes respecto del ejecutivo, libertad de imprenta (más que otro tipo de libertades, que aparecen en la legislación liberal española omitidas u oscuramente formuladas), igualación jurídica de las clases sociales, desamortización de las propiedades vinculadas y libertad económica. Todos aquellos puntos fueron tocados por los decretos de las Cortes gaditanas, y en especial por la Constitución de 1812, una de las más completas proclamaciones teóricas del liberalismo europeo; pero, por utópica e idealista, realmente inaplicable.
     
      El regreso de Fernando VII, en 1814, echó por tierra todo aquel vastísimo programa de reformas. Siguiendo la terminología consagrada por Federico Suárez, podemos dividir las actitudes ideológicas de los españoles de entonces en tres grandes tendencias: conservadores, enemigos de las reformas; innovadores, partidarios de un liberalismo a la francesa, y renovadores, o amigos de reformas sin romper con la tradición. En las Cortes de Cádiz, a pesar de la resistencia de los tradicionales, se habían impuesto los innovadores; Fernando VII seguiría una línea conservadora a ultranza. Así quedaban delimitadas las dos posturas radicales que iban a conferir caracteres dramáticos a la crisis del Antiguo Régimen en E., sin apenas lugar para soluciones intermedias o dialogadas.
     
      El régimen de plena soberanía fracasó en breve, por ineptitud de los colaboradores de Fernando VII, y por la gran crisis provocada por las devastaciones de la guerra de Independencia y la emancipación de los territorios americanos, que entonces comenzaba a producirse. El descontento cuajó en numerosas conspiraciones, que se urdieron con el inevitable concurso de las sociedades secretas (v.), y que se encargaban de hacer estallar grupos de militares jóvenes, entusiastas de las nuevas ideas. Sin embargo, estos «pronunciamientos», faltos de una auténtica base popular, fallaron una vez tras otra, hasta que en 1820 la propia debilidad del gobierno de Fernando VII permitió el triunfo de uno de estos golpes revolucionarios, y abrió la puerta a un ensayo liberal (trienio constitucional, 182023), que tampoco dio resultado. El abuso de la libertad política, las luchas de los partidos y la radical falta de eficacia del parlamentarismo hundieron a aquel sistema en el fracaso y en el descrédito. La bancarrota económica aumentó, y la administración, abandonada en aras de los debates políticos, cayó en el más completo desorden. A los alzamientos de los grupos realistas se unieron al fin la intervención de las fuerzas de la Pentarquía europea (Cien mil hijos de San Luis, 1823), que restableció a Fernando VII en su plena soberanía.
     
      En esta fase final del reinado (1823-33), pudo E. recobrarse un tanto de su penuria anterior, gracias al recurso al crédito extranjero y a una relativamente sana administración; pero hubo de resignarse al hecho consumado en los tres lustros anteriores (1810-24): la pérdida de todas las posesiones ultramarinas, excepto Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La debilidad interna, subsiguiente a la guerra de Independencia, las luchas políticas y la falta absoluta, desde los tiempos de Trafalgar, de una fuerza naval, dejaron a E. sin los elementos indispensables para contrarrestar, impedir o solucionar por una tercera vía la segregación de América. Desde aquel punto, carente de recursos y de intereses que defender en el ámbito mundial, quedaba E. relegada a la situación de potencia de tercer orden. Las consecuencias económicas de la emancipación americana (sin tener en' cuenta las cuales no sería posible comprender toda la historia peninsular de la época) no fueron menos desastrosas. E. perdió casi por completo su comercio exterior, basado en la riqueza ultramarina, y se vio privada de pronto de la fuente de acuñación de numerario. Disminuyó la cantidad de dinero en circulación, los precios bajaron vertiginosamente, cerraron las factorías industriales y se paralizó el comercio. La economía española se refugió familiarmente en sus propios recursos, y hubo de habituarse a una vida modesta, sin grandes pretensiones, que habría de crear hábito en un siglo en que el resto de Europa occidental se lanzaba con brío a las grandes aventuras del capital y el negocio.
     
      La muerte de Fernando VII (1833) abocó a un nuevo bandazo político, esta vez en sentido liberal. Aunque los realistas seguían siendo una mayoría en el país, carecían de los recursos y de las mentalidades rectoras que movilizaban a sus oponentes. El infante Carlos, cabeza de los fieles a la tradición, mantuvo una difícil resistencia por espacio de siete años (1833-40; primera guerra carlista); pero el liberalismo que integraba a los grupos mejor acomodados y más ilustrados del país, consiguió imponerse y prevalecer en E. por espacio de un siglo.
     
      8. La época liberal. Sucedió a Fernando VII su hija Isabel II (v.), niña de tres años, cuya minoría cubren las regencias de su madre, María Cristina de Borbón (v.), y del general Espartero (v.) El enlace entre los dos reinados es laborioso y difícil, por cuanto se alinean paralelamente la lucha dinástica e ideológica entre carlistas y liberales (v. CARLISTAS, GUERRAS), y las luchas políticas de los liberales entre sí. La oposición de D. Carlos al testamento de Fernando VII, y, por consiguiente, a la regencia de María Cristina y reinado de Isabel II, puso a éstas a disposición del elemento liberal, consagrándose por ambas partes, como suele suceder en todas las guerras civiles, la tendencia a los extremismos. Así se explica que los gobiernos de la Regencia fueran pasando del ultramoderado Cea Bermúdez (1833) al exaltado Alvarez Mendizábal (1836; v.).
     
      La medida más importante de la época de Cea Bermúdez es la división de E. en 49 provincias, que con insignificantes variaciones, ha llegado hasta nuestros días. Martínez de la Rosa (v.) establece el primer ensayo parlamentario con su Estatuto Real (1834), carta otorgada por la que se instituían dos cámaras consultivas, el Estamento de próceres y el de procuradores; aunque los métodos de elección reconocían un censitarismo extremadamente restringido, los debates cobraron desde el primer momento la frondosidad de un parlamentarismo a ultranza, del que hubieron de depender desde el primer momento las decisiones gubernamentales. Las medidas anticlericales del conde de Toreno (1835) no bastaron para calmar las exigencias de la izquierda, y el proceso levógiro, culminó con la subida al poder de Mendizábal.
     
      La principal obra de este político fue la llamada desamortización (v.) de los bienes eclesiásticos; aunque en sentido estricto se trata de una incautación por la fuerza. Mendizábal extinguió todas las órdenes religiosas que no se dedicasen a la beneficencia pública; se apropió, en nombre del Estado, de sus bienes, y los sacó acto seguido a pública subasta. La operación, aunque de enorme importancia material y moral, no alcanzó el volumen que vulgarmente se cree. Santaella estima que las tierras desamortizadas alcanzaron un 8% de las propiedades agrarias españolas; y en cuanto al valor total de las incautaciones, se ha calculado un importe de 2.700 millones de pts. Aunque estas cifras siguen sujetas a revisión, es evidente que los decretos de Mendizábal no removieron una riqueza suficiente para transformar de un modo radical las estructuras económicas del país. Por otra parte, la desamortización se realizó demasiado aprisa, y parece que, en general, no contribuyó a un mejor reparto de la propiedad, puesto que los lotes vendidos fueron demasiado extensos, máxime que una buena parte de los compradores eran ya terratenientes; con lo que las tierras, en lugar de parcelarse, se concentraron todavía más, especialmente en las regiones del sur. En cuanto a sus repercusiones sociales, fueron en general negativas, puesto que el cambio del régimen de propiedad supuso también un progresivo cambio en el régimen de explotación; muchos antiguos colonos o enfiteutas acabaron convirtiéndose en jornaleros, poniéndose así las bases de un proletariado campesino que iba a representar un papel fundamental en la historia de las luchas sociales.
     
      Más importancia material que la desamortización eclesiástica tuvo la civil, aunque ésta careciera de todo carácter violento (venta de tierras comunales; permiso a la nobleza para vender, si lo deseaba, sus tierras). Los movimientos fueron al principio muy lentos, pero ya a mediados de siglo alcanzaban un volumen de bastantes miles de millones de pesetas, que permitieron importantes inversiones industriales y ferroviarias. La desamortización civil, cuyo estudio se halla hoy poco más que iniciado, parece ser la base fundamental del capitalismo español contemporáneo. En cuanto a sus repercusiones sociales, fueron paralelas, pero más amplias, que las de la desamortización eclesiástica.
     
      El extremismo de Mendizábal provocó una importante reacción en el ala derecha de los liberales españoles, que cristalizó en el movimiento doctrinario y en la hegemonía del partido moderado. Tratadistas como Alcalá Galiano, Andrés Borrego, Juan Donoso Cortés y Joaquín F. Pacheco pusieron en boga el doctrinarismo (v.) en E. El principio doctrinario rechaza tanto el dogma absolutista de la soberanía por la gracia de Dios, como el revolucionario roussoniano de la soberanía del pueblo. El poder corresponde a los más aptos, los «inteligentes» para Donoso, los «buenos» para Pacheco, con lo que se establece un principio de selección, consagrado mediante el sufragio restringido. La Constitución ecléctica de 1837 da vigencia oficial a estos principios y consagra este sentido selecto y minoritario del liberalismo (v.) español para todo el siglo.
     
      Una revolución progresista derribó a María Cristina en 1840, sin que por eso basculasen decisivamente los supuestos ideológicos del régimen. En nombre de Isabel 11, ejerció la regencia el ídolo del progresismo (v.), general Espartero, que, sin embargo, tardaría poco en desacreditarse. Cometió un error político, confundir la jefatura del Estado con el ejercicio responsable del poder ejecutivo, términos inconciliables según la Constitución, y un error económico, la apertura arancelaria, movida por sus ideas de librecambista convencido, con lo que la incipiente industria capitalista nacional se vio abocada a la bancarrota. Espartero, combatido por los moderados y abandonado por los progresistas, hubo de exiliarse en 1843, como consecuencia de uno de los muchos pronunciamientos de la época.
     
      Aquel mismo año fue proclamada mayor de edad Isabel II, y a continuación se iniciaba la década moderada (1844-54), cuyo hombre fuerte es el general Narváez (v. NARVÁEZ, RAMÓN MARÍA DE). Es una época de orden, dentro de las convulsiones y vaivenes políticos que caracterizan toda la era liberal, de relativa expansión económica, evidenciada en el progreso industrial y naviero, en los inicios de la empresa ferroviaria, y, sobre todo, de consagración del centralismo y de la frondosa administración de la E. contemporánea. El Estado, fuerte y rico por lo general, sustituye en parte a una estructura socioeconómica defectuosa, y alimenta bien o mal a una abundante nómina, especialmente dentro de los cuadros de la clase media. El burgués español de mediados del s. xix, contrariamente al del resto de la Europa occidental, ve con recelo las aventuras del negocio o la empresa y prefiere «asegurarse» la vida con un destino oficial.
     
      Fueron precisamente las irregularidades administrativas una de las causas de la revolución de 1854, que derribó a los moderados e inició una época de vaivenes y desórdenes, que sólo se vieron temporalmente cortados por la irrupción de un partido intermedio, la Unión Liberal de O'Donnell (v.), que gobernó entre 1858 y 1863; fueron cinco años de paz interior y de notable prosperidad económica; pero la Unión Liberal no podía perdurar por mor de la variedad de su programa centrista, y a su caída entró el régimen isabelino en su periodo de descomposición definitiva.
     
      La revolución de 1868 (v.) tiene un doble fondo, intelectual y social. En el primer campo, fue un factor muy notable la introducción del pensamiento krausista (v. KRAUSISMO ESPAÑOL), tendente a magnificar la sagrada soberanía del hombre como ser «inagotable», y a proclamar enfáticamente los derechos individuales. En el aspecto social, el ala extrema del partido progresista, y un partido nuevo, el demócrata, utilizaron la naciente conciencia de las clases proletarias para dar a la revolución el carácter de un hecho de masas.
     
      La coalición de unionistas, progresistas y demócratas derribó en septiembre de 1868 a Isabel II y proclamó un régimen provisional, que al fin decidió la vía de una monarquía democrática. Para presidirla, se llamó a un príncipe -italiano, Amadeo de Saboya (1870-73; v.), que se mostró incapaz de encontrar una fórmula positiva de gobierno, después del asesinato de su principal valedor, el general Prim (v.), y entre la turbamulta de dos docenas de partidos inconciliables entre sí. Amadeo comprendió que no había otra salida que la abdicación, y con ella dejó la puerta abierta a la Primera República (1873; v.), que era, en realidad, otro callejón sin salida. Cierto que los republicanos contaban con el programa mejor elaborado, aunque en exceso teorizante, pero eran una pequeña minoría que tenía que apoyarse, para gobernar, en los no republicanos.
     
      Para más el advenimiento de la República coincidió con una etapa de subversión general. Por un lado, se desencadenaron las llamadas guerras cantonales, consecuencia concreta de la utopía federalista de Pi y Margall (v.), groseramente interpretada por la demagogia revolucionaria, los descontentos sociales y el particularismo ibérico. Por otro, se encendió de nuevo la guerra carlista, servida aquella causa por un nuevo pretendiente a la corona, Carlos VII, inteligente y provisto de un ideario expreso que había faltado al carlismo (v.) de la generación anterior. Y por si fuera poco, comenzó entonces la primera tentativa insurreccional en las Antillas: tres guerras civiles a un tiempo. E. se sumía en el caos, y la República agotó cuatro presidentes en once meses. Un golpe de Estado dado por el general Pavía derribó al régimen republicano y condujo a una nueva situación provisional, presidida por el general Serrano (v. SERRANO Y DOMÍNGUEZ, FRANCISCO). No era más que el puente para la restauración de los Borbones. El ciclo se cerró el 27 dic. 1874, cuando otro golpe militar, el del general Martínez Campos (v.) en Sagunto, proclamaba rey de E. a Alfonso XII (v.).
     
      La Restauración es la época más brillante y estable del liberalismo decimonónico español. El talento político del principal edificador del régimen, Cánovas del Castillo (v.), y la flexibilidad de su antagonista, P. M. Sagasta (v.), permitieron un sistema de dos partidos turnantes, en que la oposición quedaba legalizada y el respeto mutuo garantizado por unos y otros. No faltaron ciertas lacras endémicas en el liberalismo español, tales como la corrupción electoral y el caciquismo (v.); pero el entendimiento entre los dos partidos opuestos y sus respectivos líderes evitó por fin las inacabables luchas internas y aseguró 23 años de estabilidad política. La muerte de Alfonso XII, en 1885, con la consiguiente regencia de María Cristina de Habsburgo (v.), en nombre del rey menor, Alfonso XIII (v.) no alteró este estado de cosas. La Restauración se constituye así en una época apacible, doradamente burguesa, matizada por la apoteosis del género chico y la fiesta de toros. La economía se revitaliza, especialmente en el campo siderúrgico y minero, el textil, y, dentro de la agricultura, en los cultivos de tipo «industrial», como la vid, el olivo y los frutos de exportación. Con todo, el aumento de riqueza no supuso, en líneas generales, una mejor distribución de la misma.
     
      9. La era de los problemas sociales. De la Monarquía a la República. La guerra de Cuba (v.), reiniciada por un más fuerte movimiento independista desde 1895, condujo a un grave conflicto con los Estados Unidos en 1898. Una serie de errores e imprevisiones dieron a aquella guerra, ya de por sí dificilísima, un final desastroso. Desastre que ya no fue militar o naval, sino, ante todo, psicológico. La llamada Generación del 98 (v.) representa una brillante oleada de protesta contra la mediocridad y la rutina de la E. de la Restauración, y pretende edificar los destinos del país sobre bases radicalmente nuevas. La pérdida de los últimos jirones del Imperio, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tuvo así una repercusión moral incomparablemente mayor que la que había tenido hacia 1820 la emancipación de todo el continente americano.
     
      La gran crisis de conciencia del 98 viene acompañada de un hecho que contribuye a complicar sus matices: la entrada de la masa en la historia activa. Lo político y lo social se entraman así en un mismo problema. Los movimientos sociales organizados son en E. tan antiguos, por lo menos, como la Restauración. El primer congreso anarquista se celebró en Córdoba en 1872, y el partido socialista fue fundado en la clandestinidad, por Pablo Iglesias (v.), en 1879. Pero hasta los años finales del s. xix, estos movimientos no adquieren verdadera fuerza. El anarquismo (v.), que contaba con grandes masas de campesinos en Andalucía y del proletariado industrial en Cataluña, se lanzó por los caminos del terrorismo; en tanto los socialistas, menos numerosos, pero mejor organizados, iniciaban la táctica de las huelgas y la lucha sindical. La Semana Trágica de Barcelona (1909) señaló el clímax de aquel recurso a la sangre y a la violencia.
     
      Entretanto, la nueva generación de políticos, acorde con el espíritu del 98, trataba de buscar nuevos cauces. El regeneracionismo estuvo a punto de convertirse en un auténtico movimiento, aunque casi nunca llegara a cristalizar en realidades concretas. Antonio Maura (v.), que fue ministro varias veces entre 1902 y 1909, trataba de dirigir una revolución desde arriba, en la cual la España vital integrase los cuadros de una España oficial caduca y anquilosada. Para ello era preciso una reforma en los partidos políticos y las instituciones, tanto como en la actitud de grandes masas de españoles, inertes ante la vida política, y en los que Maura trató de infundir un sentido de ciudadanía. Otra de sus pretensiones era la de abrir cauces más anchos a la vida regional y local (Ley de Administración Local), con la que quería adelantarse a los movimientos regionalistas, singularmente el catalán, que ya empezaban a manifestarse. El excesivo personalismo de Maura, la enemiga de los políticos profesionales, que vieron en su intento renovador ,un peligro para la integridad de viejos intereses, y la gran explosión de la Semana Trágica, dieron al traste con los proyectos de revolución desde arriba y dejaron el camino abierto, según la opinión de muchos, a la revolución desde abajo.
     
      Canalejas (v.), otro gran político, menos proyectista que Maura, pero realizador, y dotado, dentro de su izquierdismo un tanto radical, de una visión clara y práctica, fue asesinado por un anarquista a fines de 1912. Desde entonces comienza una época de disolución, en la que se unen el problema político, el social y el regionalista; el primero por falta de auténtica sustancia en unos partidos que sólo se representan a sí mismos, y que siguen moviéndose de acuerdo con las reglas del turnismo, por pura inercia; el segundo, por la falta de escrúpulos del capitalismo industrial o agrario, frente a un proletariado empobrecido, que por su parte sólo recurre, salvo muy raras excepciones, al lenguaje del odio y de la violencia. Y el tercero, el regionalismo (v.), se desarrolla por culpa de un centralismo oficial esclerótico e inoperante, y por obra de unas fuerzas particularistas que sabían bien que podían aprovecharse de la debilidad del poder.
     
      La 1 Guerra mundial (1914-18; v.), representó una época de negocios fáciles en ciertos sectores, aunque la prosperidad fue mal aprovechada para asentar la buena coyuntura sobre bases firmes; pero la paz impuso una restricción en las exportaciones, con la consiguiente parálisis de la producción, que vino a sumar a los tres problemas citados, un cuarto: el económico.
     
      En 1923, la situación era de auténtica anarquía, cuando el general M. Primo de Rivera (v.) proclamó la Dictadura. Fue una solución provisional, pero que, de momento, garantizó el orden, permitió la recuperación económica, acabó con la pesadilla de la guerra de Marruecos (v. ÁFRICA, GUERRA DE II) (misión de protectorado encomendada a E. por los acuerdos internacionales) y dirigió un vasto plan de obras públicas. La prosperidad y la normalidad dieron un aire especial a los «felices años 20». Pero la Dictadura, por su propia naturaleza transitoria, no pudo resolver los grandes problemas de fondo, que seguían planteados, aunque bajo tierra. La Gran Depresión de 1930 la dejó sin su principal arma apologética: el desarrollo económico, y provocó su caída.
     
      10. La República, la guerra y la paz. A los quince meses de caída la Dictadura, se desvanecía la monarquía de Alfonso XIII, como consecuencia de unas elecciones municipales, que a mayor abundamiento, ganaron los monárquicos; hechos que revelan la tremenda debilidad del régimen. Los republicanos se lanzaron a la calle, y el monarca, aun sin motivos constitucionales para hacerlo, prefirió abandonar el país.
     
      La Segunda República (v.) vino así a sustituir a un tipo de monarquía decrépita, y del que ya estaban desengañados muchos monárquicos. Fue, como la primera, una república en la cual los auténticos republicanos estaban en minoría. Eran éstos, sobre todo, un grupo de intelectuales sumamente teorizantes y dogmáticamente convencidos de la bondad de sus fórmulas; sectores más o menos vastos del país les apoyaron inicialmente, más que por convicción ideológica, en la esperanza de que una renovación de las fuerzas políticas podría sanear el ambiente de la vida pública. Pero la mayoría de los que apoyaron al nuevo régimen no eran republicanos, ni siquiera de circunstancias, sino fuerzas de rebeldía, sobre todo de tipo social y regionalista, que esperaban utilizar el nuevo régimen, simplemente, como medio para lograr con mayor facilidad sus objetivos.
     
      Así naufragó la República, falsamente apoyada sobre fuerzas más poderosas que ella. El regionalismo, desbordado en sus cauces constructivos, descuartizaba la unidad del país, mientras la subversión social alcanzaba formas cada vez más violentas; los actos terroristas, los atentados personales, los incendios y profanaciones estaban a la orden del día, sin que un poder débil por mor de su propia estructura heterogénea supiese en ningún momento hacerle frente. Fracasaron primero (1931-33) los intelectuales de izquierda en su bamboleante alianza con los socialistas, como fracasó más tarde (1934-35) una coalición de derechas, la CEDA, dirigida por Gil Robles (v.), en su intento de integrar a la masa católica en el peso específico de la República.
     
      La gran revolución social de 1934 y el triunfo electoral del Frente Popular en 1936 (v. FRENTE POPULISMO) llevaron el caos a su colmo, y contra una situación insostenible estalló en julio de este último año el Movimiento Nacional (v.). El Movimiento fue un fenómeno sumamente complejo, en el que se mezclaron multitud de ingredientes e intenciones, con un denominador común: la repulsa a la anarquía en que había caído el país bajo la República. En él se integraron un alzamiento militar, la intervención de fuerzas activistas de derecha, principalmente la Falange y el Requeté, y la aportación masiva y voluntaria de grandes grupos de población y opinión, desde el gran capital hasta los pequeños labradores del Norte y la meseta del Duero; y desde los conservadores terratenientes hasta los jonsistas partidarios de una amplia reforma social.
     
      El Alzamiento, como tal, no logró su objeto, pero tampoco fue derrotado. Siguió una guerra civil (v. GUERRA ESPAÑOLA) de casi tres años (1936-39), en la que permanecieron neutrales muy pocos españoles, y que resultó ser una de las más duras de la historia de E. La intervención de fuerzas extranjeras no cambió el resultado de la contienda, pero la prolongó y la endureció todavía más. Al cabo, la táctica prudente, sobre objetivos militares y seguros, del general Franco (v.), decidió el triunfo del bando nacional. Franco fue nombrado, al tiempo que generalísimo, jefe del Estado, el 1 oct. 1936.
     
      El 1 abr. 1939 alcanzaban las tropas nacionales sus últimos objetivos. A la guerra civil más dura, siguió la paz más prolongada de la historia de E. Este último capítulo constituye aún, cuando se redacta este resumen, el «presente», y carece, por lo mismo, de perspectiva histórica. El país atravesó por una difícil etapa de reconstrucción, dificultad motivada tanto por los daños tremendos de la guerra interior, como por el inmediato comienzo, 1 sept. 1939, de la II Guerra mundial (v.). E. permaneció neutral, aun sin poder eximirse de una inicial actitud benévola hacia las potencias del Eje, que habían apoyado al bando nacional. Esta circunstancia dificultó extraordinariamente la inserción del régimen español en el cuadro político y diplomático del mundo tras la victoria aliada. E. se vio aislada (1946), no sólo en aquellos campos, político y diplomático, sino en el económico, lo que dificultó y retrasó aún más su reconstrucción. Con todo, se pusieron, por aquellos años, precisamente a consecuencia de tal prueba, las bases de una relativa autarquía; al tiempo que una serie de leyes e instituciones (Fuero de los Españoles, Fuero del Trabajo, Ley de Cortes, declaración de su condición de Reino) iniciaron el camino de una progresiva constitucionalización del régimen (v. iv).
     
      Los años 50, en que se logra al fin alcanzar y luego superar el nivel económico de la preguerra, son también de retorno a la convivencia internacional: entrada en la FAO, en la UNESCO, en la ONU, concordato con la Santa Sede, pacto con los EE. UU.; al mismo tiempo que una mal controlada expansión económica conducía a un proceso de inflación (en 1958, los precios se habían elevado hasta 15 veces por encima de los de 1936). Ello obligó a un plan de estabilización (v.), que, superado con éxito, permitió la puesta en marcha, en 1963, del primer Plan de Desarrollo (v. ni). El prodigioso avance experimentado por la economía española desde entonces, pese a los fallos parciales y a una todavía defectuosa distribución de las riquezas, ha contribuido a numerosos cambios en la mentalidad y vivencias españolas. El 20 nov. 1975 m. Franco, y dos días después Juan Carlos 1 (v.) es proclamado rey de España, de acuerdo con las Leyes de Sucesión a la jefatura del Estado (1947 y 1969); en die. 1978 se aprueba una nueva Constitución (v. Iv).
     
     

BIBL.: Entre las obras de tipo general, únicas a la que aquí cabe hacer referencia, tenemos, en primer lugar, las grandes obras de consulta, en su mayoría hoy envejecidas: clásica, pero casi totalmente superada, sólo útil para el s. xlx, es la de M. LAFUENTE, A. PIRALA y J. VALERA, Historia de España, 25 vol., Barcelona 1887-90 (interesan para tiempos modernos vol. VI-XXV); A. BALLESTEROS BERETTA, Historia de España y su influencia en la Historia Universal, 9 vol., Barcelona-Buenos Aires 1943-58 (vol. IVIX); L. PERICOT GARCÍA y COL., Gran Historia general de los pueblos hispánicos, 6 vol., Barcelona 1934-62 (t. III-VI: el criterio de estos tomos es ya actual); Historia de España, 19 vol., ed. R. MENÉNDEZ PIDAL, Madrid 1934-68... (XVIII y XIX).

 

JOSÉ LUIS COMELLAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991