La palabra e. viene del latín scrupulus, china o piedrecita que,
introducida en el zapato de un caminante, además de impedirle la
desenvoltura en el andar, es causa, a pesar de su nimiedad, de agudos
dolores. En efecto, el e. moral es sentido por el que lo sufre como una
especie de cuerpo extraño insinuado en su conciencia, que le tortura, y
del cual le es imposible librarse. Aunque todo verdadero e. es escrúpulo
de conciencia, si se examina bien al portador del mismo, se advertirá que
él mismo no llega a confundirlo del todo con su conciencia o con un acto
de ella. La conciencia no logra encontrar la paz, pero sabe que se halla
como poseída por un poder extraño: por esto se habla también de obsesión
(v.). De ahí, y a pesar de la angustia que todo e. lleva consigo, la
claridad con que en la mayoría de los casos es juzgado el fenómeno (en sí
y especialmente su contenido) como absurdo.
Nada tiene que ver el e. propiamente dicho con la llamada delicadeza
de conciencia, cuya finura y capacidad de discriminación alcanza una
admirable profundidad esencial -en contraste con el grosero formalismo que
caracteriza a la casi totalidad de los escrupulosos-, y cuya humildad y
sumisión se coloca en los antípodas de la rebeldía del verdadero
obsesionado. Aunque en ocasiones pueden presentarse dificultades
diagnósticas, por lo general el sacerdote experto reconoce a la legua el
estilo de la autoacusación escrupulosa, que revela muchas veces la
personalidad neurótica subyacente.
Periodos de e. los sufren por otra parte muchas personas sanas, en
algunas fases de la vida espiritual: novicios, neoconvertidos, hombres de
vida interior en particulares «crisis de maduración», que precisamente
anuncian el paso a una zona más elevada y más espiritual, más entregada,
del camino hacia la unión con-Dios. Tan sólo un estudio serio de la
personalidad del interesado en su conjunto y de su desarrollo biográfico
permitirá distinguir estos casos -en sus formas más acusadas- del de los
verdaderos neuróticos, que aquí nos ocupan (v. NEUROSIS).
Naturaleza del escrúpulo. El e., en sentido estricto, no es una
enfermedad sino un síntoma. Según la clásica definición de Kurt Schneider,
«se habla de obsesion cuando alguien no puede reprimir contenidos de la
conciencia, a pesar de juzgarlos como absurdos o de estimar que dominan y
persisten sin motivo» (Las personalidades psicopáticas, Madrid 1965, 95).
Se puede decir que el e. o anancasmo (del griego ananque: necesidad,
obligación, coacción) no es más que la exageración de ciertas tendencias
psicológicas normales, especialmente: a) la perseveración o iteración,
esto es, la tendencia a la repetición de actos por falta de seguridad en
la eficacia de la acción inicial: comprobar si una carta, la espita del
gas o una cuenta están bien cerradas; b) la llamada creencia en la
omnipotencia del pensamiento, por la que «ciertas cosas no se deben pensar
ni decir», p. ej., la enfermedad, la desgracia o la muerte de un ser
querido, pues el pensarlo «podría acarrear la realización de lo temido»; y
c) la duda, la vacilación, la incapacidad de tomar una decisión o una
actitud, aunque se trate de cosas de poca monta, como el tomar un medio de
locomoción u otro, o escoger uno de los platos del menú que presenta el
camarero. Estas tendencias, llevadas a la exasperación y cargadas de gran
ansiedad, cuando se desarrollan en el ámbito de la conciencia moral, dan
lugar al fenómeno escrupuloso.
La sensación de estar dominadas por una fuerza incoercible conduce a
estas personas a temer seriamente por su salud mental, con lo que su
angustia aumenta considerablemente, desencadenando una serie de mecanismos
de defensa que complican siempre más su situación. Pues bien, precisamente
el escrupuloso es un hombre acorazado contra la locura. No sufre ninguna
enfermedad mental propiamente dicha, ni sus síntomas evolucionan jamás en
sentido patológico grave hacia la psicosis (v.). Este dato experimental se
les puede y debe ilustrar con absoluta seguridad profesional. El prof.
Viktor E. Frankl de Viena hace de esta declaración la premisa ineludible
de su método terapéutico.
Por otra parte, el contenido religioso de los e. lleva a muchos
pacientes a considerar su sufrimiento de carácter exclusivamente moral, y
por ello se dirigen al sacerdote, o, mejor dicho, sucesivamente a una
serie de confesores, pues nunca encuentran quien les comprenda de modo
satisfactorio: unos son demasiado rígidos, otros demasiado blandos, unos
les tratan como a débiles mentales. otros exigen de ellos heroicos
esfuerzos de voluntad. Hay que aclarar desde el principio a estas personas
que su trastorno es de naturaleza psicológica (concretamente, emotiva) y
no moral, por lo que la confesión no puede constituir su cura. Es más, en
muchos casos se hace necesario prohibirles que se confiesen, al menos por
un cierto espacio de tiempo.
Clases de escrúpulos. Puede ser objeto de obsesión todo lo que cae
bajo el dominio del libre arbitrio (Jaspers): a) las más curiosas,
ridículas u obscenas imágenes aparecen de un modo imprevisto en la
conciencia, con una potencia irresistible, aun en momentos de
recogimiento, de devoción, en la iglesia, antes o después de comulgar,
etcétera; b) pensamientos a veces sueltos, a veces perfectamente
articulados, de haber cometido faltas graves, de estar ya condenados para
siempre, de haber olvidado de confesar pecados o circunstancias de los
mismos, etc.; c) sentimientos absurdos o inadecuados a las circunstancias:
alegría e incontenibles ganas de reír en un entierro, sensación de
inutilidad, de aburrimiento, de desesperación en medio de una conversación
entre amigos, o durante el trabajo más absorbente; y d) impulsos de
autolesionarse (arrojarse por el balcón), o de blasfemar en medio de una
función religiosa, de dañar al conyuge, de estrangular al hijo más
querido, etc.
Subrayemos que estos actos no llegan a cometerse nunca, y, por
tanto, no hay que tomar precaución ninguna contra los eventuales
desafueros que el escrupuloso dice sentirse tentado a realizar. Los
melancólicos que anuncian su suicidio, en algunas ocasiones lo ponen por
obra; el escrupuloso -que manifiesta irresistibles tendencias
autolesionistas o agresivas, jamás las lleva a la práctica.
Las acciones obsesivas son siempre mecanismos de defensa contra la
idea o impulso escrupuloso, y por ello algunos autores los consideran
síntomas secundarios de la neurosis. Estos actos obsesivos no tienen nunca
carácter de pecado o de delito, sí en cambio son a menudo tan ridículos
como inocuos, complicados como dolorosos, molestos para sí como para el
prójimo. Es de todos conocida la obsesión de lavarse las manos treinta o
cuarenta veces al día, con agua, jabón, alcohol y otros antisépticos por
temor a infectarse. Se empieza por las manos, después se pasa a la cara y
a todo el cuerpo. Se abren las puertas con los pies o con el codo, se
limpian minuciosamente trajes, cortinas, manteles, sábanas y muebles. Se
evita encontrar a quien pudiera ser portador de gérmenes, y se puede
llegar al aislamiento total. Este tipo de acción compulsiva va a menudo
unida al e. moral, y el rito ablutorio sustituye o acompaña al de la
confesión mil veces repetida. Hay personas devotas que repiten una oración
un gran número de veces, pues creen haberlas pronunciado mal, con poca
reverencia o sin la debida atención.
En algunas ocasiones el sistema de defensa contra la idea
escrupulosa se convierte en un complicadísimo ritual, que recuerda a los
de la superstición y de la magia: «para evitar el ataque de vértigo en
medio de la calle, debo saltar por encima de las líneas divisorias de los
adoquines»; «para no caer en la tentación impura, debo rezar 200
Avemarías»; «para calmar mis impulsos blasfemos, debo blasfemar una vez
pero en voz muy baja». Estos actos presentan frecuentemente un carácter
netamente expiatorio.
Se comprende que la división de la conciencia .que supone la
convivencia en ella del deseo de no pecar y del sentimiento perenne de
culpabilidad, o por lo menos de duda, representa no sólo un tormento
insoportable, sino un verdadero obstáculo para la vida intelectual y
espiritual, para el trabajo profesional o para la vida familiar y social,
aunque el juicio crítico permanezca intacto frente a todo lo que no tenga
que ver con el objeto de los e. en cada caso.
La presencia de los actos compulsivos sirve para distinguir el e. de
la delicadeza de conciencia, como también la restricción del campo en que
surgen: hay escrupulosos de la sinceridad, otros de las fórmulas, otros de
la castidad, los cuales en otros terrenos de la vida moral, como el amor
al prójimo y la confianza en Dios -y citamos dos piedras de toque de la
verdadera espiritualidad-, son de una transigencia rayana en la
indiferencia.
La personalidad escrupulosa. El e. aparece, en su forma patológica
más declarada, como síntoma de una neurosis, en que cristaliza una
estructura existencial bastante definida, aunque presenta siempre
variantes individuales. No se puede comprender ni curar, sino se comprende
y se modifica tal estructura existencial.
Se trata de personas cuyo «modo de estar en el mundo» (dasein de los
autores alemanes) es profundamente erróneo. Su relación consigo mismo, con
las cosas, con los demás hombres, con Dios, por motivos biográficos
enraizados casi siempre en la infancia, se ha restringido enormemente,
carece de elasticidad, de adaptabilidad, de amplitud, de cordialidad. Una
singular actitud de desconfianza marca su contacto con el mundo. Es esta
inseguridad existencial, lo que origina la rigidez que los caracteriza
-como sistema de seguridad- y que en el campo moral da lugar al escrúpulo.
A este tipo de existencia, restringida y rígida (cuyo estudio
fenomenológico ha permitido recientemente superar la interpretación
mecanicista freudiana, a base de conflictos entre hipotéticas entidades
intrapsíquicas: Ego, Super-Ego) algunos autores han calificado
gráficamente de herejías vitales.
En efecto, el anancástico es portador de una concepción de la vida
extraviada, deforme, desencarnada, que más que un sistema filosófico
racional, representa un conjunto de «axiomas», «tabús», «pseudodogmas»,
«miedos hipostatizados », etc., aceptados sin ninguna crítica y teñidos
intensamente de emotividad. Estos principios «heréticos» se forman casi
siempre en la infancia: una educación sin amor, dominada por la ley, el
deber, el voluntarismo, o sencillamente aguijoneada por el temor, que
padres egocéntricos, y a menudo afectivamente insatisfechos e inseguros,
dan a hijos, que por ello no conocerán la serenidad, ni el sentimiento de
«estar protegidos» (geborgenheit de los alemanes) ni de «ser amados y
estimados como personas». Fritz Künkel ha subrayado que no hay nada más
nocivo para un niño que la falta de calor afectivo de una familia, en la
que los padres no se aman entre sí y que, aunque evitan litigios abiertos
ante los hijos, crean una atmósfera de tensión permanente, de frío
cumplimiento del deber, de soportada «coexistencia pacífica»: el niño se
desanima profundamente, deja de creer en el amor, en la entrega
desinteresada, en la belleza de la vida, ve peligros por todas partes, y
organiza su sistema de seguridades neuróticas.
El «maniqueísmo» se estructura en su conciencia con facilidad: ve el
mundo dividido en dos regiones radicalmente distintas, la del bien (ideal,
espíritu) y la del mal (realidad, materia). Él debe estar siempre alerta,
siempre en pie de guerra contra la realidad, que se confunde con la
materialidad, con la corporalidad, con la instintividad. Este dualismo
maniqueo le lleva a una «huida hacia lo alto», hacia el perfeccionismo
farisaico, que no es amor al bien, sino miedo ante lo que él juzga el mal.
No acepta la relatividad de lo humano, de todo lo que es temporal e
histórico: él tiene necesidad de un mundo perfectamente cuadriculado,
regido por férreas leyes que no admiten excepción ni fallos. No soporta la
variación, la irregularidad, lo impreciso o difuminado, pues debe sentirse
en todo tiempo y lugar absolutamente seguro, libre de todo riesgo. El
legalismo (v.) constituye su refugio y, al mismo tiempo, su cárcel. Su
pedantería lo esclaviza, y la repetición de actos es para él un
sustitutivo (Ersatz) de la cualidad de los mismos. Su intransigencia
implacable ante cualquier olvido, distracción, retraso o flaqueza puede
convertirle en un Robespierre, en un formalista tímido, en un fetichista
enclenque, en un inquisidor tiránico... pero muchas veces permanece
encerrado en la jaula de oro del escrúpulo moral.
El e. -que en realidad corta las alas a la auténtica vida
espiritual, cuyo núcleo es la perfección del amor y que lleva consigo el
olvido de sí mismo- en el fondo le consuela: « ¡mira si soy bueno, que una
nonada me aflige tanto! ». El perfeccionista no puede vivir si no logra
vestir a diario la túnica de la inocencia. Una especie de orgullo satánico
le hace aspirar a «ser como Dios»: en efecto, no conoce la humildad, que
es aceptación de los propios límites, ni la esperanza cristiana, que es
conciencia gozosa de que «la fuerza de Dios se revela en la flaqueza» (2
Cor 12,19). El sentimiento de culpa, debido a la frustración de las
posibilidades expansivas, dialógicas y amorosas del ser humano, pasa a
formar parte de la «imagen santa» que se ha hecho de sí mismo, y aun se
convierte en el cabrito expiatorio (sündenbock de los alemanes, bouc
émissaire de los franceses), que le oculta la visión de su error
existencial de base, de su «herejía vital». Por ello es típico del
escrupuloso su paradójico apegamiento a sus e., la resistencia enorme que
opone a la cura radical de los mismos, su peregrinar de un confesor a otro
en busca, más que de curación, de consuelo y de compasión.
El escrupuloso, pues, tiene una espiritualidad completamente
falseada. Su imagen de Dios es la de un ídolo terrible, no la del Padre.
La Encarnación del Hijo, que es asunción del mundo, de la carne, de la
relatividad, de la flaqueza y del dolor humanos, no le conmueve. Él vive,
contrariamente a todo cristiano, fuera de la Encarnación.
Cura de los escrupulosos. Consistirá, por tanto, no en combatir los
escrúpulos, sino en un cambio radical de su actitud existencial, en una
verdadera conversión. Por ello, los e. no se curan en el confesonario,
sino mediante la conversación con un sacerdote experto (dirección
espiritual), o con psicoterapia (v.) en el gabinete del médico
especialista.
Los casos ligeros, o aun graves, pero agudos, pueden ser curados con
un tratamiento rápido, enérgico y muy hábilmente llevado por los
conocedores del método llamado de la «intención paradójica» de Frankl. No
podemos detenernos en su descripción, pero consiste en «quitar el viento a
las velas de la angustia», especialmente de la llamada angustia de
expectación, haciendo que el enfermo en vez de huir de su síntoma se eche
en sus brazos, exagerando su alcance, conduciéndole así a reírse de sí
mismo. En efecto, es la angustia de la expectación lo que provoca la
aparición del síntoma tan temido, como había ya notado S. Juan de la Cruz,
que afirmaba que la causa de las tentaciones contra la castidad de muchos
novicios de la vida espiritual es, precisamente, el temor exagerado que
tienen de las mismas.
Cuando este método no resulta eficaz o cuando la personalidad del
anancástico revela claramente su «herejía vital», su equivocado y reducido
«modo de estar en el mundo», hay que ir pacientemente a lograr la radical
modificación de esta estructura existencial. Normalmente es el
psicoterapeuta quien debe encargarse de ello, y es incluso peligroso
embarcarse en esa terapia si no se es un especialista. Ciertamente un
experto director de almas puede lograr los mismos resultados, y los viejos
consejos de Th. Müncker (o. c. en bibl.), así como los recientes de
Goldbrunner (o. c. en bibl.) son preciosos y a ellos hay que remitirse. El
terapeuta debe asumir el timón de la conciencia escrupulosa, prohibirá o
limitará mucho la confesión y los exámenes de conciencia, y poco a poco
irá descubriendo al escrupuloso sus errores de base, acerca de sus
relaciones consigo mismo, con las cosas, con los demás y con Dios. Hay que
lograr una verdadera reconciliación con la realidad total: sólo así la
vida religiosa de estos pacientes alcanzará autenticidad y capacidad de
desarrollo.
V. t.: OBSESIÓN; NEUROSIS; IMPERFECCIÓN MORAL; IDEAS FIJAS;
PSICOANÁLISIS; PSICOLOGÍA PEDAGÓGICA.
BIBL.: N. TURCO, Il trattamento 'morale'
dello scrupolo e dell' ossesione morbosa, 2 vol., Turín 1919-20; V.
RAYMOND, La guida dei nervosi e degli scrupulosi, Roma 1925; . CH. ARNAUD
WAGNEL, Le scrupule, París 1929; J. P. GEARON, Los escrúpulos, Barcelona
1931; A. EYMIEU, L'obsession et le scrupule, París 1933; TH. MONCKER, Die
psychologischen Grundlagen der kath. Sittenlehre, 4 ed. Düsseldorf 1953;
CH. ODIER, Les deux sources consciente et inconsciente de la vie morale,
Neuchátel 1943 (esta obra es preciosa para poder afrontar el problema de
la vida moral y espiritual de los neuróticos, pero su filiación
psicoanalítica y su insuficiencia teológica imponen las debidas reservas);
A. NIEDERMEYER, Compendio de Medicina Pastoral, Barcelona 1955; J. JÉRÔME,
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de culpabilidad, Madrid 1957; ID, La dirección espiritual en los
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1960; J. B. TORELLÓ, Psicoanálisis y confesión, Madrid 1963; J. J. LÓPEZ-IBOR,
Análisis estructurales de la obsesión y de los escrúpulos, «Actas
luso-españolas de neurología y psiquiatría» XX (1961) 1-10; T. GOFFI, El
alma escrupulosa, nociones, causas, pastoral, «Revista de Espiritualidad»
XX (1961) 79-102, 246-265; V. E. FRANKL, Teoría y praxis de las neurosis,
Madrid 1964; 1. GOLDBRUNNER, Spechzimer und Beichtstuhl, Friburgo 1965; G.
GRIESL, Pastoralpsychologische Studien, Innsbruck 1966.
JOAN BAPTISTA TORELLÓ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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