La filosofía clásica establece una división tripartita de la verdad: 1)
Verdad como propiedad de las cosas o verdad ontológica. 2) Verdad como
propiedad del conocimiento, es decir, adecuación o conformidad de mi
entendimiento con la realidad. Se trata de la verdad lógica. 3) Y,
finalmente, la verdad como prerrogativa del lenguaje. A las verdades del
primer tipo se les opone la falsa apariencia; a las del segundo, el e.; y
a las del tercero la mentira (v.) (S. Tomás, De veritate, ql). Con este
esquema tenemos ya situado al error Su estudio compete, pues, a la
gnoseología (v.) o teoría del conocimiento (v.).
Antes de adentrarnos en su estudio conviene dejar suficientemente
clara una distinción importante entre ignorancia (v.) y error. Ambos
coinciden en ser privación de un conocimiento para el que se posee
aptitud, frente a la nesciencia que no viene a ser otra cosa que la
absoluta falta de capacidad para hallar la verdad; lo único que ocurre es
que mientras la primera no supone juicio alguno, el segundo connota
forzosamente la segunda operación del espíritu (v. juicio). El e. se nos
manifiesta en un juicio falso, para errar debemos juzgar, y podemos
definirlo como el estado en que se encuentra la mente humana cuando toma
lo falso por verdadero. Puede distinguirse también entre e. y engaño. Del
primero sólo puede hablarse en el ámbito de los juicios; del segundo, en
la esfera de las percepciones. Los fenomenistas al no distinguir
claramente entre sensación y percepción descartan la posibilidad de engaño
en esta segunda (v. FENOMENISMO).
Algunas interpretaciones. Los eleatas negaban existencia al e., y el
argumento en el que se basaban era congruente con los supuestos
ontológicos de que partían. Sólo del ser puede hablarse, el discurso
lógico sobre el no-ser es imposible e inviable; hablar del e. es un non-sens
puesto que una proposición errónea es una proposición que
«no-es-verdadera» y en definitiva, de lo que no-es no puede enunciarse
nada (v. ELEA, ESCUELA DE). Una postura, a radice, antípoda a la de los
fixistas presocráticos sería la de los sofistas (v.) y la de los
escépticos (v.) absolutos, para los que nuestro conocimiento se halla
irremediablemente preso en el e. y jamás puede librarse de éste por más
vueltas que le dé. Si para aquéllos el e. resultaba incongruente con el
principio primero de su ontología, para éstos, lo que sí es absurdo es el
poder hablar de conocimiento verdadero.
Muchas veces las tesis ingenuas del escepticismo ocultan una
confusión de conceptos y una extrapolación de lo que en el fondo ha sido
el aguijón que ha impulsado al hombre a filosofar. De la imperfección de
nuestro conocimiento, de nuestras limitaciones en el campo gnoseológico,
de nuestra misma finitud constitutiva, propiedades éstas que explicarían y
hasta justificarían una cierta actitud crítica y un cierto antidogmatismo
(v. DOGMATISMO), pretenden inferir un perenne estado de e., la incapacidad
de nuestro entendimiento para llegar a la verdad, y ello lo hacen
justamente basándose en la argumentación de que lograr tal propósito
supone una dificultad no superable por nuestra capacidad humana.
Saliéndole al paso a esta tesis, la filosofía tradicional ha hecho
una distinción entre el e. llamado positivo y el e. negativo. Por e.
positivo o auténtico e. no debe entenderse otra cosa que la representación
falsa del objeto por parte de la subjetividad del cognoscente, mientras
que por e. negativo debemos entender el conocimiento imperfecto e
incompleto de algo, sin que tales propiedades connoten una falsa
aprehensión de un tal objeto. Un antecedente de esta tesis lo
encontraríamos en S. Agustín (v.), cuando nos avisa de la necesidad de
conservar los errores en esta vida, y del poco valor que por tal hecho
tiene ésta: «A mí mismo me ha sucedido equivocarme en una bifurcación de
caminos y no pasar por donde se había ocultado un grupo de donatistas
armados que esperaban mi paso; y así sucedió que llegase a donde me
dirigía tras un largo rodeo. Conocidas después sus asechanzas, me regocijé
de haberme equivocado, dando graz:ias a Dios, ¿Quién dudará anteponer un
viajero que yerra de este modo a un salteador que de este modo no se
equivoca? (...). Por esto mismo es miserable esta vida en que vivimos ya
que en algunas ocasiones es necesario el error para conservarla. Muy lejos
de mí el creer que tal sea aquella vida donde la verdad misma es vida de
nuestra alma, donde nadie engaña ni es engañado» (Enquiridion, 17,5). Para
el converso de Tagaste esta vida sería el lugar de las verdades a medias,
de los errores útiles o negativos, pareciendo querer contraponer
dialécticamente a ésta, la otra vida en la que habrían desaparecido por
completo todos estos obstáculos que taran nuestro paso por el mundo. Dios,
al fin y a la postre, sería el «premio de nuestros errores» (In Joann.,
63,10).
En el fondo, las tesis examinadas conciertan en lo fundamental con
la tesis primigenia de la filosofía como un saber intermedio, con la
modestia socrática del saber, con la «docta ignorancia» de un Nicolás de
Cusa (v.), y anticipan históricamente las modernas tesis del «problematicismo
filosófico» y de la «dialéctica del no-saber» de las que Kant (v.),
Hartmann (v.) y laspers (v.) serían buenos representantes.
Este último, en un sentido muy agustiniano, distingue entre
Falschheit (Falsedad) y Un-wahrheit (No-verdad). La primera supondría el
más craso e., que en la filosofía jaspersiana vendría a ser el
recluimiento en una tesis exclusiva que rechazase a todas las demás,
mientras que la segunda sería más bien la imperfección de mi conocimiento,
el no-Ser absoluto y definitivo de cada ser que voy conociendo, lo
inconcluso de mi realizarme en el mundo (cfr. Von der Wahrheit, Munich
1947, 475 ss.; R. Almazán Hernández, Introducción a la problemática de la
Verdad en la filosofía de Karl laspers, «Studium» X,1970,83-113). El
pensador alemán llega al igual que Agustín de Hipona a postular
dialécticamente la existencia de un Ser, al que gusta de llamar
Trascendencia, antídoto de esas imperfecciones y en el que desaparecen
esos «errores negativos», esas «verdades a medias»: «Pero la Verdad
Absoluta sólo puede existir allí donde ya no hay lugar para la falsedad,
en la Trascendencia, en donde la falsedad, junto con las verdades para
nosotros, desaparecen» (o. c., 597).
Es interesante tener en cuenta la tesis relativista, según la cual
la marcha de la humanidad es una sucesiva serie de errores, pero errores
no en el sentido positivo del término, sino errores como ideologías,
puntos de vista, teorías, etc., que durante determinado momento histórico
fueron mantenidas como válidas, «como si» no fuesen tales errores, y tuvo
que ser una época posterior la que demostrase la no validez de estos modos
de enfrentarse a la realidad, la que las puso a la luz como tales errores;
esta misma razón les puede hacer suponer que la teoría en las que se
hallan instalados y desde la
cual critican a las demás no tiene derecho a pretender ostentar un
rango de validez absoluta, que se encuentran instalados sobre las arenas
movedizas de la historia, pues una época posterior tendrá igualmente
derecho a descalificarla. No hay otro modo de proceder para el
historicismo (v.), la verdad está en función de la temporalidad, la
cronomanía para decirlo con Maritain; pero no por ello hay que desechar
los errores, sino que debemos servirnos de ellos como de sendas perdidas
de caminos que no debemos recorrer nunca. Estos errores tienen al menos
una ventaja, la de señalarnos un callejón sin salida, pero, ¿no nos están
mostrando ya una verdad con ello? (V. REALISMO; DUDA).
Aparte del relativismo (v.) profesado por quienes defienden esta
tesis, podemos señalar dos rasgos igualmente distintivos de la misma: a)
Imposibilidad de asignar a una disciplina científica o filosófica un fin
universal y supra-histórico. La finalidad le viene impuesta por la misma
época (G. Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía, cap. I). b)
Proceso negativo del conocimiento humano. Vamos conociendo por modo de
negación. Como afirma Ortega en Ideas y Creencias, «tras mucho errar se va
acotando el área del posible acierto» (Obras completas, V, Madrid 1946,
404-405).
Dentro de estas líneas que venimos comentando, puede recordarse aquí
a Nietzsche (v.), para el que el mundo de la verdad debe ceder y dar paso
al mundo de la apariencia, del error. Sustenta su extraña tesis en base a
un escepticismo historicista y relativista. Según él, el reino del ser
debe ser sustituido por el del devenir, y la misma metafísica debe ser
sustituida por el arte donde entra la apariencia, lo no-verdadero, etc. La
verdad no sería otra cosa que el e. en el que me hallo instalado; el e.
que fomenta al existente es para él verdad. Quizá cabe aquí recordar a
Unamuno cuando advierte de «que vale más el error en que se cree que no la
realidad en que no se cree; que no es el error, sino la mentira, la que
mata al alma» (Obras Completas, III, 994).
En general, casi todas las tesis defensoras de un escepticismo a
ultranza se apoyan en el argumento de la falibilidad de nuestros sentidos.
De que en ocasiones el testimonio de dichas potencias orgánicas pueda
inducirnos a e., infieren que en ninguna ocasión y bajo ningún motivo
puede ser digno de crédito tal testimonio. Es justo reconocer que a menudo
podemos ser inducidos a error por los sentidos, pero ello acontece de una
manera accidental, pues si nos equivocan no hay que imputarlo a su misma
esencia, que como la de toda potencia cognoscitiva se halla orientada a la
verdad, y es una contradicción rotunda que una potencia cognoscitiva sea
siempre errónea, pues en tal caso no serviría de ningún modo para conocer.
En definitiva, si hay e. es porque hay certezas (v.) y evidencias
(v.). Las tesis del escepticismo (v.), relativismo (v.) y probabilismo
(v.) generalizados son inadmisibles y contradictorias. Por otra parte,
aunque el conocimiento (v.) y los juicios (v.) humanos sean en ocasiones
imperfectos, y, según el método (v.) utilizado, no puedan llegar a veces a
un conocimiento exhaustivo de algo, eso no quiere decir que se yerre;
conocimiento imperfecto quiere decir conocimiento verdadero y no
exhaustivo o completo, pero no quiere decir e. o conocimiento falso.
Análisis filosófico. La filosofía perenne, por el contrario, lleva a
cabo una valoración de los sentidos (v. SENSACIÓN), y tiene en cuenta la
posibilidad de que por culpa de éstos seamos accidentalmente conducidos al
error. Los sentidos, a veces, pueden verse afectados de manera distinta a
como son las cosas y por esta razón son portadores de una representación
deformada de la realidad. Los sentidos no se engañan respecto al hecho de
sentir, pero sí accidentalmente respecto a las cosas mismas sentidas. «Que
haya falsedad en el sentido, avisa Tomás de Aquino, proviene de que
percibe o se figura las cosas de manera distinta a como son» (Sum. Theol.,
1 q17 a2).
Nos basta, pues, con examinar cómo perciben los sentidos las cosas
para averiguar los tres tipos de errores posibles a que podemos ser
conducidos por ellos. Los sentidos perciben las cosas: 1) De una manera
primaria y directa; se refiere al sensible propio o cualidad primaria de
cada sentido. 2) De una manera directa y secundaria; el sensible común,
aquella cualidad sensible objeto de varios sentidos. 3) De una manera
secundaria y accidental. Por lo que hace al segundo y al tercer caso, la
falsa apreciación se refiere no tanto a la indisposición misma del órgano
cuanto a que aun estando cada uno de ellos bien dispuestos pueden errar,
debido a no otro motivo que a no hallarse esencialmente orientados a este
tipo de sensibles. ¿Qué ocurre con respecto al objeto formal propio de
cada sentido? ¿Es posible que un sentido se equivoque al percibir su
sensible propio? Cuando ello ocurre la razón hay que buscarla en la
indisposición del órgano correspondiente -es el caso de aquéllos que
teniendo enfermo el paladar hallan amargo lo dulce-, siendo, pues, así,
que el motivo es antípoda al que explica el e. con respecto a otras
cualidades.
Ha sido el profesor Millán Puelles el que en su obra La Estructura
de la Subjetividad (Madrid 1967) se ha ocupado en uno de los capítulos
(«La explicación genética del error», 34 ss.) de las consecuencias tan
importantes, conciliables con lo más sabroso de la filosofía moderna, que
se desprenden de las consideraciones tomistas con respecto a los errores
de nuestros sentidos.
El hecho de que un sentido pueda errar acerca de su sensible propio
se debe, en esto el prof. Millán sigue la línea tomista, a que entre el
sentido y su sensible, e incluso en el mismo sentido se interpone «algún
agente de perturbación de índole material», o dicho de otra manera, a que
la subjetividad humana, por la índole de corporeidad que le acompaña,
tiene un cierto carácter de cosa y ello hace de algún modo posible el
error de un sentido con respecto a su cualidad primaria. «Los errores
sensibles son posibles (en la medida según la cual son errores) en virtud
del carácter, que la subjetividad tiene, de poder ser afectada de una
manera física por condiciones de naturaleza material» (ib. 66). A dicho
carácter es a lo que Millán Puelles se refiere cuando nos habla de la
«Estructura reiforme de la subjetividad», de su «condición de cosa o cuasi-cosa»
(ib.).
Las consecuencias que para una antropología deduce Millán a partir
de la tesis de los errores sensibles deben ser tenidas en cuenta, sobre
todo por la conexión que manifiestan con ciertas corrientes de la
fenomenología existencial:
1) La existencia del mundo exterior no se torna problemática. «La
subjetividad que se explica su error sobre un objeto sensible por la
indisposición de un órgano sensorial es una subjetividad que ya está
inserta en el ámbito o mundo de las cosas y que además experimenta ,su
manera' de formar parte de él» (ib. 68). Idea ésta que recuerda a la
«intencionalidad» de Husserl o al «ser-en-el-mundo» heideggeriano.
2) El que la subjetividad al explicarse el fundamento del error
sensible pueda aprehenderse a sí mismo como res extensa nos revela su
índole de no absolutez, la imposibilidad de verse a sí misma sólo como
conciencia. 3) Que a la subjetividad le afecte la índole de cosa no quiere
de ningún modo decir que las mismas cosas se vean afectadas por dicha
índole. Porque la subjetividad se da cuenta de que esa cosa deja
absolutamente de serlo. La subjetividad participa de la manera de ser de
las cosas y ello anula una cosificación absoluta de la conciencia. En el
fondo esta tesis mantiene un cierto respeto a la teoría aristotélica de la
unión entre cuerpo y alma, de ésta como «primer principio de un cuerpo
natural organizado» (De Anima, II,1,412a27-b5). La subjetividad humana no
es un puro espíritu en relación accidental con el cuerpo, sino que es una
sustancia completa de la que no se puede separar la materia prima
(corporeidad) de la forma sustancial (alma), es subjetividad instalada
«en» y «con» las cosas, «espíritu en el mundo».
Voluntarismo y naturalismo. Pueden recordarse aquí algunas
explicaciones a la génesis del error. Entre ellas destacan, como
diametralmente antípodas, la voluntarista, entre cuyos más ilustres
defensores cabe señalar a Descartes (v.) y Malebranche (v.), y la
naturalista, que cuenta con Kant (v.) como máximo exponente.
Para el racionalista francés la causa del e. es totalmente imputable
a la facultad volitiva, y la razón de ello es que «la voluntad se extiende
mucho más que el entendimiento»; Descartes no es que no quiera desechar
del ámbito del entendimiento percepciones oscuras y confusas, sino que lo
que pretende es subrayar la infinitud de nuestra voluntad frente a la
finitud del entendimiento. «¿De dónde, pues, nacen mis errores? A saber,
sólo de que siendo la voluntad mucho más amplia y extensa que el
entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo
también a las cosas que no entiendo, y como es de suyo indiferente a ellas
se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo
verdadero. Esto hace que yo me engañe y peque» (Meditaciones Metafísicas,
Medit. IV). El uso de la voluntad no solamente puede extenderse a la
afirmación de ideas sin correlato real (errores), sino igualmente a la
elección del mal. En último término, la causa del e. y del mal sería la
misma (Principios de la Filosofía, XXXV-XXXVIII). La razón de acudir a una
explicación panvoluntarista del e. pretende ser congruente con uno de los
puntos fundamentales del sistema del Cartesio: «Dios no puede ser causa de
nuestros errores». Repugnaría a la esencia divina que ello fuese así; una
vez eliminada por la existencia de Dios la hipótesis de un genio maligno
que se complaciese en engañarnos, sólo cabe imputar la posibilidad de
equivocarnos a nosotros mismos, pero no a nuestra naturaleza, que consiste
en puro pensamiento, pues ésta no puede estar orientada en ningún caso al
e., sino a nuestra libertad.
La postura de Malebranche viene a ser muy parecida a la cartesiana.
El e. es aquel acto en el que nuestra voluntad deslumbrada por un
resplandor falso, se deja llevar por la apariencia. Como puede verse la
voluntad interviene dos veces en la explicación del e.: es la misma
voluntariedad la que, por una parte, se deja deslumbrar por lo falso, y,
por otra, se abandona a esa apariencia, se deja llevar por ella. La
crítica que se puede hacer a esta postura radica justamente en esa doble
intervención de un mismo acto de la voluntad: es la misma voluntariedad
aquella por la cual libremente nos entregamos a la apariencia, y aquella
otra que nos lleva forzosamente a juzgar lo aparente como si fuese algo
real. Malebranche no ha reparado en que por ser el primer acto causa del
segundo la voluntariedad no puede ser la misma, aparte de que juzgar lo
aparente como si se tratase de algo real no es misión de la voluntad, sino
del entendimiento que en todo caso obra imperado por la facultad volitiva.
En Kant, la interpretación voluntarista en exceso que acabamos de examinar
da paso a una interpretación mecanicista o naturalista que justo por no
hacer uso de la voluntad va a verse en dificultades insalvables. La verdad
reside en una adecuación (Ubereinstimmung) del objeto, que nos es mostrado
por los sentidos (intuición), con el entendimiento, que posee unas
estructuras conformadoras de la sensibilidad (categorías). Cuando la
sensibilidad se adecua al entendimiento, imponiéndole éste dichas
estructuras, es fuente de conocimiento verdadero, pero cuando sucede de
modo contrario es causa del error. Si para Malebranche se trataba de
dejarse llevar de la apariencia, para Kant de lo que se trata es de
dejarse llevar por la sensibilidad. ¿Y cómo puede ello acontecer sin que
intervenga la voluntad? ¿De qué criterio podemos valernos para saber
cuándo mi entendimiento impone sus estructuras al material que le
suministran los sentidos y cuándo es la sensibilidad la que se impone a
aquél? (Crítica de la Razón Pura, Dialéct. Trascend., Intr. I: «De la
ilusión trascend.»).
Certeza y probabilidad. La situación antípoda al e. es la «certeza»
(v.), que es aquel estado en el cual se encuentra la mente cuando sobre la
base de una evidencia objetiva asiente a la verdad sin que medie
vacilación de ninguna especie. El escepticismo dogmático o absoluto viene
a negar la posibilidad de adquirir un tipo tal de evidencia (v.) y con
ello la posibilidad de que la mente humana sea válida en el ejercicio de
la adquisición de la verdad. El más famoso argumento empleado por la
filosofía escéptica es el que desde Sexto Empírico se ha llamado
«argumento del dialelo». En esencia viene a decir que la búsqueda de un
criterio de verdad es descabellada, pues un tal criterio debe ser
verificado por otro y así hasta el infinito (Montaigne, Ensayos, II,14).
Otra modalidad del escepticismo sería el «probabilismo» defendido
por la segunda y tercera Academia (cfr. Contra Academicos, II,10-30).
Nuestra inteligencia, aun cuando le esté vedado el logro de la verdad,
puede no obstante hallarse en posesión de unas apariencias que en mayor o
menor medida se acercan a la verdad. Esta tesis revela una profunda
contradicción. ¿Cómo podemos afirmar hallarnos en posesión de unas
apariencias que tienen una cierta probabilidad de acercarse a la verdad,
si todo tipo de conocimiento que logre la verdad es inaccesible y asentir
a unas apariencias con visos de verdad es ya formular un juicio en cierta
manera verdadero? (V. PROBABILIDAD Y PROBABILISMO 1-2). Finalmente, entre
la certeza y la probabilidad, hay que mencionar aquí la duda (v.).
V. t.: VERDAD; CERTEZA; CONOCIMIENTO; APREHENSIÓN; JUICIO;
ENTENDIMIENTO; INTELIGENCIA,3; RAZÓN; SENSACIÓN; PERCEPCIÓN.
BIBL.: Además de la ya citada,
puede verse: V. BROCHARD, Les sceptiques grecques, París 1924; L. KEELER,
The problem ot error lrom Platon to Kant, Roma 1934; L. NOEL, Notes
d'épistémologie thomiste, Lovaina-París 1925; M. D. ROLAND-GOSSELIN, La
théorie thomiste de l'erreur, «Mélanges thomistes» (1923) 253-274; B.
SCHWARZ, Der Irrtum in der Philosophie, Münster 1934; R. VERNEAUX.
Epistemología general, Barcelona 1971.
R. ALMAZÁN HERNÁNDEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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