I. Estudio histórico. II. Estudio sistemático.
Se ha venido a designar con el nombre de ecumenismo a todo el
esfuerzo desarrollado en las diferentes confesiones cristianas orientado a
la reconciliación de la cristiandad dividida. En este sentido, ecumenismo
(=e.) es casi sinónimo de movimiento ecuménico, que el Conc. Vaticano II
(Decreto de Ecumenismo n° 4) ha definido del siguiente modo: «Se entiende
por movimiento ecuménico las actividades y obras nacidas u ordenadas a
favorecer la unidad de los cristianos, de acuerdo con las diversas
necesidades de la Iglesia y las posibilidades de los tiempos». En un
sentido más estricto, con la palabra e. se designa un aspecto o dimensión
de la misión salvífica de la Iglesia (v. IGLESIA III, 3). En cuanto
distinta de la «pastoral» (misión ad intra) y de la «misionera» (misión ad
extra), la dimensión ecuménica se refiere a la responsabilidad de la
Iglesia respecto de las comunidades cristianas separadas con vistas a
reintegrarlas en la unidad (v. IGLESIA II, 2).
Una comprensión correcta del e. exige, por una parte, la
consideración histórica del fenómeno «Movimiento Ecuménico» y el estudio
de los criterios de la Iglesia Católica ante sus diversas manifestaciones;
por otra, la exposición sistemática en los principios del e. y de los
criterios para la práctica del mismo.
I. ESTUDIO HISTÓRICO.
A. Historia del movimiento ecuménico: 1. Los precursores. 2. La
institucionalización del ecumenismo. 3. El Consejo Ecuménico de las
Iglesias. B. La oposición protestante al movimiento ecuménico: El Consejo
internacional de Iglesias cristianas. C. La Iglesia Católica en el
ecumenismo: 1. De León XIII a Pío XI. 2. El pontificado de Pío XII. 3. El
Conc. Vaticano II: 4. La Iglesia Católica y el Conseio ecuménico.
Es difícil fijar una fecha a partir de la cual deba comenzar la
historia del movimiento ecuménico. El más importante intento de escribir
esta historia realizado hasta hoy por teólogos protestantes (R. Rouse y St.
Neill, A history of the Ecumenical Movement, Londres 1954) lleva este
subtítulo: «1517-1948», para indicar así que el movimiento ecuménico se da
en la Reforma (v.) protestante desde su mismo origen. Los escritores del
libro querrían de este modo rehacer la historia del Protestantismo, que ya
no sería sólo la historia de las sucesivas separaciones y fragmentaciones,
sitio el estudio de los intentos históricos de concordia y unión entre los
separados. Un historiador católico, por su parte, podría trazar la larga
serie de intentos realizados por la Iglesia Católica a lo largo de los
siglos para reintegrar en la unidad las ramas desgajadas del único tronco.
Sin embargo, por razones prácticas (y también teológicas), la historia de
lo que hoy comúnmente se llama movimiento ecuménico suele centrarse en el
estudio de las instituciones de diálogo entre cristianos que, desde hace
apenas un siglo, han ido surgiendo para intentar resolver el problema de
la unidad (para épocas anteriores, v. UNIÓN CON ROMA). La existencia de
esas instituciones y movimientos es consecuencia de un hecho que debe
valorarse en toda su gravedad: la progresiva toma de conciencia por parte
de las confesiones surgidas de la Reforma protestante, de que la unidad
querida por Dios para su Iglesia no es puramente invisible y, por tanto,
la ruptura de la unidad visible es contraria a los planes de Dios y ofensa
a su voluntad. Este dato eclesiológico es el que, entre otros factores,
explica que el origen institucional del movimiento ecuménico se dé sobre
todo en las filas protestantes y que sus actividades hayan sido miradas
por algunos «ortodoxos de la Reforma» como sospechosas de «convivencia con
Roma» o «catolizantes». Sobre la posición de la Iglesia Católica, v. C.
A. HISTORIA DEL MOVIMIENTO ECUMÉNICO. 1. Los precursores: a. La
Conferencia misionera de Edimburgo (1910). Es un dato histórico,
reconocido unánimemente, que los hombres y las actividades precursoras del
movimiento ecuménico entre los no católicos hay que buscarlos en el
redescubrimiento de la vocación misionera de la Iglesia por parte de las
confesiones salidas de la Reforma, a finales del s. XVIlI y durante el s.
XIX. Es, en efecto, una característica del protestantismo de los primeros
siglos un desinterés por el tema de las misiones (v.), en fuerte contraste
con esa gran expansión misionera de la Iglesia Católica (América, Asia,
África) que tiene lugar precisamente a partir de la ruptura de la
cristiandad occidental del s. XVI. Las misiones protestantes comienzan
realmente dos siglos después de la Reforma y forman una corriente paralela
a la vida de las confesiones. Es decir, no son las confesiones como tales
las que se sienten impulsadas a la misión sino hombres particulares y
«sociedades misioneras» (v. MISIONES II). Desde este ángulo «la historia
del protestantismo moderno es un esfuerzo por superar la disociación entre
misión e Iglesia, que ha marcado tan fuertemente los orígenes del
protestantismo» (M. J. Le Guillou, Misión y Unidad, 23). Pero la expansión
misionera protestante del s. XIX proyectó sobre el campo de la misión
todas las divisiones cristianas: «Las comunidades madres -escribe G. Thils
(Historia doctrinal del movimiento ecuménico, 8)- se hallaban bastante
habituadas a vivir en esta multiplicidad de grupos separados, amparándose
en un solo Cristo y en un solo Espíritu. Las comunidades jóvenes se
encontraban descaminadas: ¿dónde estaba el verdadero cristianismo?».
El escándalo de la división de los cristianos apareció con una
fuerza impresionante con ocasión de la World Missionary Con f erence de
Edimburgo (1910), «punto de referencia capital en la historia del
Ecumenismo» (Thils). En esta gran Asamblea consultativa de las sociedades
misioneras protestantes, «un delegado de las jóvenes iglesias del Extremo
Oriente, cuyo nombre no quedó registrado, se alzó para hacer patente su
emoción ante el cristianismo dividido, que ponía en riesgo el crédito del
Evangelio en su país: Vosotros nos habéis mandado misioneros que nos han
dado a conocer a Jesucristo, por lo que os estamos agradecidos. Pero, al
mismo tiempo, nos habéis traído vuestras distinciones y divisiones: unos
nos predican el metodismo, otros el luteranismo, otros el
congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos
prediquéis el Evangelio y dejéis a Jesucristo suscitar en el seno de
nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia» (A.
Villain, Introducción al ecumenismo, 21-22).
El trabajo y el clima de Edimburgo preparaba las futuras
conferencias ecuménicas. El 21 jul. 1910 la Asamblea abordaba el tema de
la comisión VIII: «La cooperación y el progreso hacia la Unidad», que era
ya formalmente ecuménico. Por lo demás, los temas de las otras comisiones
reflejaban una preocupación por la unidad a impulsos de la idea misionera:
es preciso predicar el Evangelio a un mundo no cristiano, pero sólo hay un
Evangelio; el misionero quiere instaurar la Iglesia, pero ésta es la
Iglesia una de Jesucristo... Pero, tal vez, la mayor significación de
Edimburgo para el desarrollo ulterior del e. sea el haber servido de lugar
de encuentro y de toma de conciencia de hombres que después serían los
promotores y los líderes de las grandes iniciativas ecuménicas en el mundo
protestante: John Mott y J. Oldham, organizadores de la Conferencia; los
obispos americanos Bren y Temple, que fundarían Faith and Order; el
arzobispo sueco N. Sóderblom (v.), alma de Life and Work; el pastor A.
Keller, etc. De este modo, la Conferencia de Edimburgo fue un punto de
partida decisivo. Planteó a los grupos religiosos protestantes, incluso a
los que apenas se habían preocupado por el tema de la unidad de la Iglesia
Universal. Ya en su específico terreno misional, la Conferencia de
Edimburgo fue el punto de partida para la creación del Consejo
internacional de Misiones, que terminaría integrándose el año 1961 en el
Consejo Ecuménico de las Iglesias.
b. Otras organizaciones. En otras dos asociaciones internacionales
se cultivaron también ideas y personas que engrosarían las filas del e.:
la Federación universal de asociaciones cristianas de estudiantes y la
Alianza mundial para promover la amistad internacional a través de las
iglesias. La primera, fundada en 1895, va unida al nombre de John Mott,
que sería nombrado en 1948 Presidente honorario del Consejo Ecuménico de
las Iglesias. La Federación ha sido calificada de verdadero «laboratorio»
del movimiento ecuménico: su carácter interconfesional y misionero (su
lema: Make fesus King) hizo que en sus grupos de reflexión se plantearan
la mayoría de los temas que después serían la agenda permanente del
diálogo ecuménico. De las filas de la Federación salieron los principales
sostenedores del movimiento ecuménico: John Mott, J. Oldham, W. Paton, N.
Sóderblom, W. Temple, Kraemer, Visser't Hooft, Susanne de Dietrich, etc. (cfr.
Le Guillou, o. c. 33-37; S. Dietrich, Cinquante années d'histoire: la
Fédération Universelle des Associations chrétiennes d'étudiants,
1895-1945, París 1948).
La Alianza, por su parte, asumía y coordinaba los esfuerzos que a
principios del s. XX realizaban las confesiones de origen protestante para
promover la paz internacional entre las naciones (Un organismo semejante,
la Liga internacional de los católicos por la paz, 1911, celebró una
importante conferencia en Lieja, presidida por el card. Mercier). Tomó su
nombre definitivo en la Conferencia de Berna (1915). Su significación en
la historia del e. radica, sobre todo, en la relación de la Alianza con N.
Sóderblom, a través del cual se hacen presentes en el movimiento ecuménico
los ideales «sociales» que la Alianza patrocinaba (cfr. Thils, o. c.
6-18).
2. La institucionalización del ecumenismo. La historia del
movimiento de ideas entre los cristianos separados, que tiene los
mencionados precursores puede ser descrita en dos grandes etapas. En la
primera, que consideraremos como de «institucionalización», se incluyen
dos corrientes de pensamiento acerca de la unidad cristiana que
cristalizan en torno a dos organizaciones, conocidas por sus nombres
ingleses: Life and Work y Faith and Order. La segunda etapa es la historia
del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
a. El movimiento «Life and Work» (Vida y Acción). En mayo de 1914
era promovido arzobispo luterano de Upsala (Suecia) un hombre activo y
emprendedor: Nathan Sóderblom. Desde el comienzo de la guerra europea
dirige la acción de las cristiandades nórdicas al servicio de la paz y
despliega una actividad incansable en pro del «orden social cristiano». Su
Appeal for Peace (nov. 1914) constituye, según el historiador Nils
Karlstróm, el punto de partida del movimiento Life and Work (cfr. A
history of the Ecumenical Movement, 520). Los esfuerzos de Sóderblom y sus
seguidores se orientan a preparar una gran conferencia mundial de
confesiones cristianas, que, en cuanto tales, abordarán una acción
conjunta cristiana en el mundo: Universal Christian Conference on Life and
Work. La Conferencia tuvo lugar en Estocolmo del 19 al 30 ag. 1925.
Asistían 610 legados oficiales que representaban, en 33 países, todas las
tendencias del protestantismo y anglicanismo; hubo representantes de los
ortodoxos; por razones doctrinales (v. C), la Iglesia Católica no estuvo
presente. El orden del día fue: 1. La Iglesia y las cuestiones económicas
e industriales; 2. La Iglesia y los problemas morales y sociales; 3. La
Iglesia y las relaciones internacionales; 4. La Iglesia y la educación
cristiana; 5. La Iglesia y los métodos de cooperación y federación. La
conferencia se dedicó deliberadamente al terreno práctico, sin «ocuparse
-dice el relator oficial de la Conferencia- de las cuestiones referentes a
la fe o a 1a estructura eclesiástica».
¿Sobre qué bases se sustentaba esta reunión? «Estocolmo -éscribía en
1937 Congar- invitaba a los cristianos a unirse en el terreno de la vida y
de la actividad práctica, muy especialmente en el campo de la moral social
e internacional. El mensaje proclamado en la Conferencia definía a ésta
como un esfuerzo para orientar a los discípulos del Señor hacia un
programa de actividad práctica y esto en el terreno de la vida, dejando de
lado las cuestiones doctrinales, litúrgicas y eclesiásticas» (Cristianos
desunidos, 190-191). Al problema de la desunión de los cristianos se le
quiso dar una solución práctica: «doctrine divides, but servcce unites».
Pero, como reconocía el pastor W. Monod, una de las principales figuras de
la Conferencia, «la elaboración de un programa de acción común implicaba
la tácita adopción de una determinada actitud en el terreno de la doctrina
y de la disciplina». El proyecto de situarse en el plano de la vida
incluía, de modo más o menos explícito, una cierta concepción del
cristianismo y de la unidad, que podría formularse así: «se estima que en
el cristianismo hay una realidad esencial, en la que todos estamos ya y
podemos sentirnos unidos; mientras que hay todo un orden de realidades
accesorias, en las cuales y por las cuales estamos divididos. La realidad
esencial es la vida, la entrega del alma a Cristo y el servicio fraternal
que resulta de esa entrega; las realidades accesorias son el dogma, el
culto, las organizaciones eclesiásticas diversas y aun opuestas» (Congar,
o. c. 192). La unidad -explicaba Sóderblom en Estocolmo- está en la f ides
qua creditur, en nuestro sentimiento subjetivo ante Cristo, que nos es
común; la división proviene de la fide quae creditur, las doctrinas y las
diferentes interpretaciones de la fe. De la f ides qua debemos pasar a la
acción y a la vida, dejando entre paréntesis, como accesoria, la fi des
quae: la unión hay que buscarla no en la dogmática y en la estructura
eclesiástica, sino más allá de ellas o contra ellas. «Difícilmente,
comenta Congar (o. c. 194), podría encontrarse una oposición más radical a
la enseñanza de la iglesia Católica». La sincera aspiración a la unidad
que Sóderblom y la Conferencia de Estocolmo inyectaban en Life and Work,
aparecía, sin embargo, tremendamente lastrada en lo doctrinal por la
teología protestante liberal (v.) humanista de la época y, en lo social,
«rezumaba la ideología de la Sociedad de Naciones, apenas un poco más
ataviada de colores evangélicos de lo que pudiera estarlo en el Presidente
Wilson» (M. Pribilla, Um kirchliche Enheit. Stockholm, Lausanne, Rom,
Friburgo 1929, 90). Con todo, Estocolmo y sus planes de acción social
fueron una manifestación de la unión de los cristianos según el bello lema
de la conferencia: «communio in adorando et serviendo oecumenica».
Imposible relatar con detalle la evolución posterior del movimiento.
Si bien su objeto permanece el mismo, en el transcurso de los años puede
observarse un creciente reconocimiento de la importancia de la teología y
de la doctrina en todo lo relativo a la unidad de los cristianos: «paso de
la sociología a la escatología», diagnosticaba la revista «Irenikon» (año
1937, 186-193), comentando la II Conferencia mundial de Life and Work,
celebrada en Oxford, 12 a 26 jul. 1937. En 1931, fallecía Sóderblom y fue
elegido para sucederle el Dr. G. Bell, obispo de Chichester, que dirigía
los trabajos preparatorios de la Conferencia. En Oxford se reunieron 425
representantes de diversas confesiones cristianas, con mayor participación
de ortodoxos que en Estocolmo. La atmósfera general de la Conferencia no
era la de Estocolmo. Habíase transformado por completo, el clima político:
a la decadente Sociedad de Naciones (v.) sucedía la era de, los
totalitarismos (v. FASCISMO; NAZISMO; COMUNISMO) entonces en su apogeo.
Por eso es de admirar el tema elegido para la conferencia: «Iglesia,
Nación, Estado», que fue abordado por cinco comisiones. La significación
de Oxford 1937 en la historia del e. es importante: a lo largo de las
reuniones aparece una vez y otra la importancia de la doctrina y de la
teología a la hora de plantearse el tema de la unidad de la Iglesia: «La
misión de la Iglesia, como su razón de ser -se dijo ~n Oxford (cfr. Thils,
o. c. 30)-, es su testimonio, el de una revelación que, al mismo tiempo,
es una Redención. Todo lo que en este testimonio de las Iglesias no esté
conforme con esta Revelación falsea y hace ineficaz su acción en el
mundo». Lo cual equivale a plantear el tema de la naturaleza de la Iglesia
como previo al de la unidad práctica de los cristianos. En este sentido,
Oxford equilibra -si no desplaza- el liberalismo teológico de Estocolmo.
Ello hay que atribuirlo, sin duda, a la presencia de la teología
dialéctica (v.), que había devuelto al protestantismo el sentido de una
dogmática y la necesidad de una eclesiología. «El primer deber de la
Iglesia y el mayor servicio que puede prestar al mundo es el ser
verdaderamente Iglesia». «Las Iglesias reconocen una vez más que la
Iglesia es una». Este clima teológico, todavía muy insuficiente -como
ponían de manifiesto anglicanos y ortodoxos-, preparaba no obstante la
creación del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
b. El movimiento «Faith and Order» (Fe y Constitución). Si Life and
Work nace bajo la inspiración evangélica y liberal, Faith and Order es el
producto específico del mundo anglosajón anglicano. «En el origen del
movimiento no existía la oposición liberal entre lo visible y lo
invisible, entre las iglesias y el cristianismo, entre las creencias y la
fe; sino, al contrario, la idea de que debía llegarse a una unidad de los
cristianos en la fe y en la constitución eclesiástica» (Congar, o. c.
209). Este °,s el pensamiento del obispo anglicano Ch. H. Brent, cuando,
después de la Conferencia misionera de Edimburgo (1910), decide trabajar
en pro de una Conferencia mundial consagrada a las cuestiones de fe y
estructura de la Iglesia. Para prepararla se constituye un comité que
preside el Dr. Brent y tiene como secretario a Robert H. Gardiner.
En 1920 tiene lugar en Ginebra una conferencia preparatoria y, del 3
al 21 ag. 1927, la I Conferencia Mundial de Faith and Order en Lausana
(Suiza). La temática de la Conferencia nos sitúa de lleno en los problemas
doctrinales del e.: 1. Llamamiento a la unidad; 2. El mensaje de la
Iglesia al mundo; 3. La naturaleza de la Iglesia; 4. La Confesión de fe;
5. El ministerio eclesiástico; 6. Los sacramentos. En Lausana se procedió
por el método de «acuerdos» y «desacuerdos», lo que puso de manifiesto la
situación real de los cristianos en lo referente a la doctrina de la fe.
Lausana, sintetiza G. Thi1s (o. c. 42), puso de relieve algunos principios
fundamentales de la obra ecuménica. En primer lugar, el objeto de las
reuniones ecuménicas: no se requiere a nadie que abandone o comprometa sus
convicciones doctrinales, pero cada uno debe esforzarse en explicarlas a
los demás y comprender sus puntos de vista; las divergencias irreductibles
deben mencionarse con la misma lealtad que los acuerdos. Con respecto a
los participantes: las Conferencias de Faith and Order deben ser congresos
de delegados que representan oficialmente a las confesiones, no simples
personas interesadas por el ecumenismo. En cuanto a la autoridad de las
Conferencias: no sustituyen a la autoridad de cada confesión, sino que les
facilitan el diálogo y los medios para realizarlo. Esta línea de Faith and
Order, como veremos, será asumida después por el Consejo Ecuménico de las
Iglesias.
La II Conferencia mundial tendría lugar en Edimburgo del 3 al 18 ag.
1937, coincidiendo con la de Life and Work en Oxford. El arzobispo
anglicano de York, W. Temple, sustituyó al Dr. Brent muerto en 1929. Bajo
su presidencia se reunieron más de 500 delegados de 123 confesiones y
comunidades cristianas diversas. Los temas abordados son sustancialmente
los mismos de Lausana y el mismo también el método de trabajo. Bajo el
título «La unidad de la Iglesia en la vida y en el culto», la Conferencia
se manifestó respecto del objetivo final de las discusiones ecuménicas.
Contando con la unidad espiritual ya existente -dice el informe oficial de
Edimburgo- «no buscamos crear algo nuevo; desearíamos, guiados por el
Espíritu Santo, descubrir en su plenitud la naturaleza de la Iglesia
creada en Dios por Cristo». La Iglesia es «una»: esto será plenamente
reconocido en Edimburgo; pero existen diversas concepciones de la
«unidad». El informe expone estas concepciones y señala posibles caminos
de aproximación. De este modo, las actas de la Conferencia de Edimburgo
recogen una importante confrontación de las dogmáticas cristianas allí
representadas.
Faith and Order, después de su integración en el Consejo Ecuménico
de las Iglesias -al que nos referimos a continuación- ha celebrado otras
dos Conferencias mundiales: Lund (15-28 ag. 1952) y Montreal (jul. 1963).
3. El Consejo Ecuménico de las Iglesias. Desde el punto de vista
organizativo, las iniciativas ecuménicas en el ámbito no católico han
alcanzado un punto culminante en la creación del Consejo Ecuménico de las
Iglesias (CEI), cuya génesis y desarrollo constituye la segunda etapa de
la historia del ecumenismo.
a. Origen histórico. La idea de una Conferencia cris tiana mundial
fue patrocinada, después de la guerra europea, por el arzobispo de Upsala
Sóderblom y por el patriarca de Constantinopla en su carta de 1920. En
estas mismas fechas, J. D. Oldham y sus intentos de crear un Consejo
internacional de Misiones apuntan a la misma idea: una especie de Sociedad
mundial de confesiones cristianas, paralela a la Sociedad de Naciones. En
la Conferencia del movimiento Fe y Constitución en Lausana (1927),
Sóderblom y la Comisión VII sugerían la creación de un órgano mundial que
agrupara a los movimientos Fe y Constitución (Faith and Order) y Vida y
Acción (Life and Work), pero la propuesta tuvo poco eco. No obstante, a
partir de 1932, ambos movimientos trabajaron en colaboración creciente.
«El tiempo trabajaba también a favor de la unión. La idea de Iglesia hacía
progresos en los medios no romanos» (Thils, o. c. 80). Las dos comisiones
permanentes de ambos movimientos aprobaron en 1936 un informe del Dr.
Oldham que sugería proponer a las dos Conferencias mundiales que se
celebrarían en 1937 (Oxford y Edimburgo) la creación de un Consejo mundial
de Iglesias, para que echaran raíces oficialmente las iniciativas
ecuménicas. La propuesta fue aceptada, y se nombró el «Comité de los
Catorce», encargado de preparar la nueva institución. Por fin en la
reunión del Comité celebrada en Utrecht del 9 al 12 mayo 1938 se
constituyó el «Comité provisional preparatorio del Consejo Ecuménico de
las Iglesias», que se reunió el día 13 bajo la presidencia del arzobispo
Temple y teniendo como Secretario general al holandés Dr. Visser't Hooft,
desde entonces alma del Consejo Ecuménico. Sobre las bases establecidas
por este Comité se hizo una invitación oficial a las iglesias para
adherirse y enviar sugerencias (agosto 1938). En febrero de 1939, el Dr.
Temple informaba a la Santa Sede del proyecto. La Guerra mundial
interrumpió las gestiones e impidió la constitución del Consejo Ecuménico.
Durante la guerra mueren el Dr. Brown y el arzobispo Temple; el «Comité
provisional» desarrolla actividades caritativas y trabaja por la paz.
Terminada la contienda, el Comité establece su sede en Ginebra y
prosigue sus trabajos: entre los años 1945-1948 se crea la Comisión de
ayuda a la iglesias y servicio de refugiados (1946), el Instituto
ecuménico de Bossey, Ginebra (1947), el Departamento de juventud, la
Comisión de iglesias para los asuntos internacionales, etc. Pero la
fundamental actividad del Comité iba encaminada a la preparación de la
Asamblea mundial en la que se constituiría oficialmente el Consejo
Ecuménico de las Iglesias (=CEI). Tuvo lugar en Amsterdam (22 ag. al 9
sept. 1948). Participaron 147 iglesias de 44 países representadas por 351
delegados. En el «Mensaje de la Asamblea» declaran «su firme voluntad de
permanecer unidos». El día 23 ag. se aprobó la siguiente resolución: «La
Asamblea del CEI queda constituida desde este instante. Son miembros de la
Asamblea los delegados elegidos oficialmente por las Iglesias adheridas al
CEI. El CEI adquiere así su definitiva existencia (Rapport d'Amsterdam,
V,32). Se nombró un Consejo de presidencia. El Comité central tuvo como
primer Presidente al obispo Bell. El nombramiento de Secretario general
recaería sobre el Dr. Visser't Hooft, que lo sería hasta 1966, sustituido
por el pastor Eugene C. Blake, presbiteriano de USA. El último paso en la
constitución del CEI es la integración del Consejo internacional de
Misiones (Nueva Delhi, 1961): «así el actual CEI ha salido de los tres
grandes movimientos ecuménicos del Cristianismo del s. XX: Vida y Acción
(cristianismo práctico), Fe y Constitución, y Consejo Internacional de
Misiones» (E. C. Blake en Rapport d'Upsal 1969, 286).
b. Constitución y estructura. La «Base» del CEI. El Consejo
Ecuménico de las Iglesias se entiende actualmente a sí mismo «como una
asociación fraternal de iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como
Dios y Salvador según las Escrituras y se esfuerzan por responder juntas a
su común vocación para la gloria del solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo» (Constitución del CEI, art. 1). La primera redacción de la «Base» (Amsterdam)
contenía sólo el elemento cristológico, pero en Nueva Delhi fue modificado
y se le agregó el aspecto trinitario; ello debe atribuirse, sin duda, a la
creciente influencia en el CEI de las iglesias orientales y, en concreto,
a la entrada de la ortodoxa rusa en el CEI, que tuvo lugar en Nueva Delhi
1961. Se discute la significación teológica de la «Base» y su alcance. La
II Asamblea (Evanston 1954) declaró: «Si la Base está lejos de ser una
profesión de fe, es, sin embargo, mucho más que una simple fórmula de
compromiso: es verdaderamente un fundamento sobre el que descansa toda la
vida y actividad del CEI» (Evanston - Nouvelle Delhi, 1961, 228). La
sustitución de la palabra «aceptan» (fórmula de Amsterdam) por «confiesan»
(fórmula de Nueva Delhi) señala, en todo caso, el irreprimible deseo de
los miembros del CEI de llegar a una común confesión de fe.
Miembros del CEI. Del CEI forman parte como miembros, no los
cristianos individuales, sino las confesiones en cuanto tales. Por
«Iglesia» entiende el CEI, a estos efectos, «las denominaciones formadas
de comunidades autónomas agrupadas en un territorio determinado»
(Reglamento del CEI, art. I,1), lo que, en este sentido, abarca desde el
gran patriarcado de Moscú hasta la pequeña comunidad evangélica española.
Para ser admitido como miembro del CEI hace falta: la aceptación de la
«Base» y la aprobación de la Asamblea por 2/3 de mayoría. En 1969, el CEI
tiene 229 miembros y otros 11 asociados.
Fines y funciones del CEI. Son los siguientes: 1) Proseguir la obra
de los movimientos universales Fe y Constitución, Vida y Acción, Consejo
internacional de Misiones. 2) Facilitar la acción común de los cristianos.
3) Desarrollar el estudio en común. 4) Favorecer el progreso de la
conciencia ecuménica y misionera entre los fieles de todas la confesiones.
5) Ayudar a todas ellas en su tarea mundial de misión y evangelización. 6)
Establecer y mantener relaciones con los consejos nacionales y regionales,
las alianzas confesionales mundiales y otras organizaciones ecuménicas. 7)
Convocar sobre un asunto particular, cuando las circunstancias lo exijan,
Conferencias mundiales. que quedarían autorizadas a publicar sus
conclusiones (cfr. Constitución del CEI, art. III).
Poderes del CEI. La autoridad del CEI fue el punto más delicado a
determinar desde que se precisó la idea de un Consejo que tiende a ser de
Iglesias, es decir, de confesiones en cuanto tales. El art. IV de la
Constitución dice así: «El CEI emitirá opiniones y dará ocasiones para una
acción conjunta en las cuestiones de interés común. El CEI podrá actuar en
nombre de las iglesias miembros en el caso de que una o varias de ellas se
lo autoricen expresamente... El CEI no podrá legislar para las iglesias ni
actuar de ninguna manera en su nombre, salvo en los casos citados más
arriba o en circunstancias ulteriormente especificadas por las iglesias
que lo constituyen». El CEI, pues, según sti propia constitución, no tiene
«autoridad eclesiástica», en el sentido estricto de la palabra: la
autoridad la conservan para sus comunidades, los propios miembros. Algunos
hablan de una «autoridad carismática» del CEI; Visser't Hooft escribe: «El
CEI no reclama para sí ninguna autoridad. Pero debe saber que puede, Deo
volente, ser repentinamente investido de la autoridad del Espíritu Santo»
(Rapport d'Amsterdam, 1,279). La Declaración de Toronto, a la que
aludiremos después, reconoce al CEI una cierta «autoridad moral»: «La
autoridad del CEI reside únicamente en el peso que tenga cerca de las
iglesias por su propia sabiduría» (Evanston - Nouvelle Delhi, 1961, 260).
La cuestión de la autoridad del CEI plantea crudamente la cuestión de su
naturaleza eclesiológica, que será expuesta más adelante.
Organización del CEI. El CEI ejerce sus funciones a través de un
complejo cuadro organizativo que, en síntesis y según el Rapport d'Upsal
1969, es el siguiente: 1) La autoridad suprema es la Asamblea general; se
reúne cada seis años. Los asientos de la Asamblea se repartirán entre las
confesiones miembros por el Comité central, en base a los factores
siguientes: importancia numérica, representación confesional y repartición
geográfica de cada una (Constitución, art. V), a ser posible con 1/3 de
laicos entre los delegados. La Asamblea tiene un Consejo de Presidencia
con seis miembros que, después de Upsala y hasta 1975 está formado por el
patriarca Germano (ortodoxo, Yugoslavia), el obispo Hans Li1je (luterano,
Alemania), el pastor D. T. Niles (metodista, Ceilán), el pastor E. A.
Payne (Baptista, Inglaterra), el pastor J. C. Smith (presbiteriano, USA) y
el obispo negro A. H. Zulu (anglicano, Sudáfrica). 2) La misión de llevar
a la práctica las decisiones de la Asamblea se encomienda al Comité
central, del que forman parte los miembros del Consejo de Presidencia y
otros 120 miembros elegidos por la Asamblea. Su mandato dura hasta la
próxima Asamblea y se reúne una vez al año. El Comité central nombra su
propio Comité ejecutivo, que consta de 16 miembros elegidos entre los
miembros del Comité central. 3) En dependencia directa de la Asamblea
funcionan unas Comisiones, con estatuto propio. La Constitución vigente
del CEI señala especialmente la Comisión de Fe y Constitución y la
Comisión de Misiones y evangelización. Aquélla es el más importante órgano
teológico del CEI y tiene como función esencial «estudiar las cuestiones
de fe, de constitución y de culto, así como los factores de orden social,
cultural, político y racial que influyen sobre la unidad de las Iglesias»
y «estudiar las implicaciones teológicas de la existencia del Movimiento
Ecuménico». Desde Upsala la Comisión está formada por 150 teólogos
propuestos por las confesiones, entre ellos por primera vez desde su
origen, nueve católicos. Merece también señalarse la Comisión de las
Iglesias para los asuntos internacionales. 4) Bajo la dirección del
Secretario general del CEI, en Ginebra, está constituida la sede
permanente del CEI (120 route de Ferney, Genéve) que, junto a otros
Comités y Secretariados, la Biblioteca especializada y los Archivos, sirve
para canalizar el trabajo de las cuatro Divisiones del CEI: a) División de
Estudios, con cuatro Departamentos (Fe y Constitución, Iglesia y Sociedad
-que prolonga el movimiento Vida y Acción-, Evangelización, Estudios
misioneros) y dos Secretariados (Libertad religiosa, Relaciones sociales y
técnicas); b) División de Formación ecuménica, con tres Departamentos
(Juventud, Laicos y Cooperación de hombres y mujeres en la Iglesia, la
familia y la sociedad) y el Instituto ecuménico de Bossey, centro
universitario de estudios ecuménicos; c) División de Ayuda y servicio
entre las Iglesias, que «es el instrumento que permite a las iglesias
cumplir su diakonía y testimonio común para responder a las miserias del
mundo» (Rapport d'Upsal, 259); d) División para las Misiones y la
evangelización, continuadora del Consejo internacional de misiones con una
compleja organización.
c. Actividades del Consejo Ecuménico. Los múltiples organismos del
CEI han desarrollado unas actividades de muy diverso valor y significado,
que es imposible reseñar aquí. Destaquemos solamente las dos Conferencias
mundiales de Fe y Constitución (Lund 1952; Montreal 1963), que han
afrontado los grandes problemas teológicos relativos a la unidad de los
cristianos (Lund: Naturaleza de la Iglesia, el culto. La intercomunión;
Montreal: La Iglesia en el designio de Dios, Escritura y Tradición. La
obra redentora de Cristo y el ministerio de su Iglesia, El culto y la
unidad de la Iglesia de Cristo), y la Conferencia mundial de Ginebra
(1966), organizada por el Departamento Iglesia y Sociedad. La actividad
fundamental del CEI desemboca en sus grandes Asambleas plenarias:a) I
Asamblea: Amsterdam (22 ag. al 9 sept. 1948). Tema general: «Desorden del
hombre y designio de Dios», estudiado en cuatro secciones (I. La Iglesia
Universal en el designio de Dios; II. El designio de Dios y el testimonio
de la Iglesia; III. La Iglesia y el desorden de la sociedad; IV. La
Iglesia y los asuntos internacionales). El trabajo de la Asamblea puso de
manifiesto, junto a la voluntad de permanecer unidos, las grandes
diferencias de fe y disciplina que separaban a las distintas comunidades
cristianas: el «rapport» de la sección I distinguía entre una eclesiología
de «tipo protestante» y otra de «tipo católico» como siempre presentes en
las discusiones. Numérica e intelectualmente, el signo de la Asamblea fue,
sin duda, «protestante». b) II Asamblea: Evanston/USA (15 al 31 ag. 1954).
Tema general: «Cristo, esperanza del mundo», estudiado en seis secciones
(1. Nuestra unidad en Cristo y nuestra desunión como Iglesias; 11. La
misión de la Iglesia ad extra; III. La sociedad y sus responsabilidades en
el plano mundial; IV. Los cristianos y la lucha en favor de una comunidad
mundial; V. La Iglesia en medio de las tensiones raciales y étnicas; VI.
El cristiano en su vida profesional). Dos corrientes teológicas
atravesaron las discusiones: una, más bien de corte americano, que
acentuaba las esperanzas humanas en el progreso continuo de la humanidad
(R.
Niebuhr; v.) y otra, más frecuente en la teología europea, que
llamaba la atención sobre el carácter escatológico del Reino de Dios (K.
Barth; v.). Es de señalar que las iglesias ortodoxas, en desacuerdo con la
concepción de la unidad reflejada en el «rapport» final, formularon una
«declaración de principios» separada. c) III Asamblea: Nueva Delhi (19
nov. al 3 dic. 1961). Tema general: «Cristo, luz del mundo», estudiado en
tres secciones (I. Koinonía, Unidad; II. Martyría, Testimonio; III.
Diakonía, Servicio). El «rapport» sobre la Unidad, preparado por Fe y
Constitución contiene una importante declaración de la Asamblea (cfr.
Nnuvelle Delhi 1961, 113), que serviría de base para el diálogo posterior
entre católicos y teólogos del CEI y sería tenida muy en cuenta en el Conc.
Vaticano II. «La visión protestante de la unidad, como hipnotizada por el
futuro en Evanston, se ha tornado hacia el pasado en Nueva Delhi, no sólo
en la creación de Cristo -lo que siempre ha hecho-, sino en los datos
apostólicos. Por esta razón se ha vuelto más adulta cara a los verdaderos
problemas, como son la naturaleza de la sucesión histórica, el episcopado,
la validez y plenitud de los ministerios» (E. Baudouin, en «Irenikon»
35/1962/24). El giro se debe, en buena parte, a la presencia de los
teólogos rusos. d) IV Asamblea: Upsala (4 al 20 jul. 1968). Tema general:
«He aquí que hago nuevas todas las cosas», estudiado en seis secciones (I.
El Espíritu Santo y la Catolicidad de la Iglesia; II. Renovación de la
misión; III. El desarrollo económico y social; IV. Hacia la justicia y la
paz en los asuntos internacionales; V. El culto; VI. Hacia nuevos estilos
de vida). Upsala ha sido calificada por un católico de «Asamblea de la
renovación» (A. Javierre). Terminado el periodo «fusiforme» del CEI,
Upsala ha debido enfrentarse desnudamente con el futuro del ecumenismo.
Los dos aspectos más salientes de Upsala han sido: de una parte, el téte-á-téte
entre el CEI y la Iglesia Católica provocado por el Vaticano II y, de
otra, la presencia obsesiva en las discusiones de las llamadas teologías
«de la muerte de Dios» «de la secularización», «de la revolución», etc.
(v. RADICAL, TEOLOGÍA), con el riesgo evidente de una visión «horizontalista»
del cristianismo, como señaló en la apertura el Dr. Visser't Hooft. Upsala,
en sus decisiones, ha operado un desplazamiento de acentos en la tarea del
CEI: la preocupación eclesiológica de Amsterdam, se hace cristológica en
Evanston y Nueva Delhi, y ahora -en Upsala- se transforma en
antropológica. El tiempo dirá si la opción de Upsala (la unidad de la
Iglesia sólo puede encontrarse si se busca en la unidad de todos los
hombres), que se reflejará en la tarea del CEI del siguiente sexenio, se
muestra o no fecunda.
d. Naturaleza teológica del Consejo Ecuménico. Cuando partieron de
Amsterdam, muchos de los delegados no llevaban una idea clara de lo que es
el CEI. Desde entonces, la naturaleza teológica del CEI es tema de
continuo debate. Ponerla en claro parece necesario. Pero esto es casi
imposible sin tomar una cierta postura acerca de la naturaleza de la
Iglesia y de su unidad. A esto tendía la célebre Declaración de Toronto
(1950). Explica, ante todo, lo que no es el CEI: no es ni será nunca una «super-Iglesia»;
no es la «Una, Sancta» que confiesan los símbolos de fe; tampoco puede
fundarse sobre una determinada concepción de la unidad de la Iglesia; la
adhesión de una confesión al CEI no implica que considere relativa su
eclesiología, ni que se adhiera a una concreta concepción de la unidad de
la Iglesia. La Declaración señala después los presupuestos positivos del
CEI, entre otros: pertenecer al CEI no implica que una confesión reconozca
a las otras como Iglesia «en el verdadero y pleno sentido de la palabra»,
pero exige reconocer que en las otras «hay elementos -vestigia Ecclesiae-
de la verdadera Iglesia».
La cuestión sigue abierta y es de gran interés eclesiológico. Como
dice la Declaración, «el CEI, por su misma existencia, constituye una
manera nueva de abordar los problemas de las relaciones entre iglesias»
(el texto de la Declaración en Evanston - Nnuvelle Delhi. 259-263).
B. LA OPOSICION PROTESTANTE AL MOVIMIENTO ECUMÉNICO. Como
apuntábamos más arriba, la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia,
punto de partida del movimiento ecuménico entre los no católicos, encontró
desde el principio una oposición permanente en ciertos medios del
protestantismo, que veían muy peligrosa la nueva actitud desde el punto de
vista de «las esencias de la Reforma protestante». Ese ambiente difuso ha
tomado un cierto cuerpo organizado en el llamado Consejo internacional de
Iglesias Cristianas.
1. Historia. Constituido en Amsterdam (ag. 1948), el International
Council of Christian Churches considera su razón de ser «denunciar y
oponerse por todos los medios a los errores y desviaciones del Consejo
Ecuménico de las Iglesias», calificado de tendencias comunistas,
modernistas, pacifistas y romano-católicas. Presidente desde su fundación
es el Dr. Carl McIntire, pastor de la «Bible Presbyterian Church» de
Collingswood (N. J., USA). Acusado por esta comunidad de «gobierno
antidemocrático» y de exagerar el número de afiliados al Consejo
internacional (McIntire decía ¡ 1.500.000! ), su propia confesión se
retiró de dicho Consejo en 1956. Pertenecen al mismo unos 55 grupos y
pequeñas comunidades «evangélicas», «creyentes en la Biblia», que siguen
en general las corrientes protestantes del fundamentalismo (v.), aunque
hay también baptistas (v.), congregacionalistas (v.) y metodistas (v.).
Proceden de 23 países, en su mayor parte anglosajones.
2. Estructura y doctrina. El órgano supremo del Consejo
internacional es la Asamblea general, que debe reunirse, por lo menos,
cada cinco años. El Comité ejecutivo, formado por 50 miembros, es elegido
por la Asamblea. Se han celebrado Asambleas plenarias en 1948 (Amsterdam),
1950 (Ginebra), 1954 (Filadelfia) y 1962 (Amsterdam); esta última se opuso
a enviar observadores al Vaticano II. El Consejo internacional tiene,
desde 1953, una publicación oficial: «The Reformation Review», editada en
Amsterdam.
Los grupos pertenecientes al Consejo internacional «se han unido
sobre la base de una concreta declaración de fe, que comprende las
verdades capitales del Cristianismo bíblico». Son las siguientes (art. II
de la Constitución): «La absoluta inspiración divina de la S. E. en su
lengua original, con las consiguientes inerrancia, infalibilidad y
carácter de suprema autoridad en lo relativo a Fe y vida; la Trinidad; la
eterna divinidad y perfecta humanidad -excepto el pecado- de Jesucristo;
su nacimiento de una Virgen; su muerte vicaria y expiatoria; su
resurrección corporal y su segunda venida; la salvación por la gracia como
resultado de un renacer por el Espíritu y la Palabra; la eterna felicidad
de los redimidos y la pena eterna de los condenados; la perfecta y
espiritual unidad de todos los hijos de Dios; la necesidad de mantener la
pureza de la Comunidad tanto en la doctrina como en la praxis». En la
Asamblea de Filadelfia se agregó a esta Base: «la total corrupción del
hombre a consecuencia del pecado original». El Consejo internacional es,
doctrinalmente, un grupo que se sitúa en los antípodas del movimiento
ecuménico: el punto de la base puesto en letra cursiva significa negar que
existe un problema de unidad de los cristianos, puesto que la unidad de la
Iglesia es invisible. El Consejo internacional representa el ala
radicalmente conservadora e inmovilista del protestantismo actual,
obsesionada por el temor de que el movimiento ecuménico «trabaje» a favor
de la Iglesia Católica romana (cfr. F. E. Mayer, The religious bodies of
America, St. Louis 1954; H. H. Harms, en Evangelisches Kirchenlexikon II
(1960) 351 ss.; G. Thils (católico), o. c. 361 ss.).
C. LA IGLESIA CATÓLICA EN EL ECUMENISMO. Bajo este título deberían
exponerse históricamente tres órdenes de cosas: por una parte, las
iniciativas católicas que testimonian un interés por el e.; después, la
actitud oficial y magisterial de la Santa Sede ante los problemas
planteados por el movimiento ecuménico; por último, las instituciones
creadas por la Iglesia Católica para canalizar oficialmente su
participación en el movimiento. Se trata de tres aspectos de una única
realidad: la preocupación de la Iglesia Católica por purificar e integrar
el movimiento ecuménico.
En el catolicismo de los años 1900-1950 no hubo un movimiento hacia
la restauración de la unidad en el sentido en que este movimiento, como
hemos visto, tomaba cuerpo en las confesiones separadas de Roma. La
convicción irrenunciable de la Iglesia Católica de que la unidad de la
Iglesia se encuentra en su propio seno, daba un color muy específico a su
actitud en esta materia: el gran servicio a la unidad de todos los
cristianos que puede prestar la Iglesia de Roma es ser ella misma,
proclamar y manifestar su unidad. La historia de la creciente
participación de la Iglesia Católica en el movimiento ecuménico está
marcada por la interacción de estos dos factores: por una parte,
progresiva captación del carácter dinámico de la unidad de la Iglesia y,
por otra, la también progresiva clarificación entre los no católicos de la
naturaleza y los fines de las reuniones e instituciones de diálogo
ecuménico nacidas al margen de la Iglesia Católica.
l. De León XIII a Pío XI. Al hacer una sintética historia de este
«movimiento» católico habría que recordar numerosas personas, grupos y
ambientes que fueron profundamente sensibles a lo que entonces se llamaba
«unión de las iglesias». No deja de ser interesante -y es cosa no
demasiado conocida- que la figura más preocupada por el tema en la Iglesia
Católica de su época fue un gran Papa romano: León XIII (v.). «Su
pontificado -se ha dicho- puede considerarse como el principio de un nuevo
periodo en la historia de las relaciones de la Iglesia Católica romana con
las restantes confesiones cristianas» (R. Aubert, La Santa Sede y la unión
de las Iglesias, 29). El problema de la unidad cristiana es el tema
fundamental de la carta Praeclara gratulationis (1894), dirigida al
universo entero con motivo de su jubileo episcopal. Desde el punto de
vista dogmático, volvió sobre él en la enc. Satis cognitum (1896).
León XIII no se limitó a las exposiciones doctrinales, sino que
promovió distintas iniciativas encaminadas a la unión de las comunidades
cristianas, sobre todo las orientales y la comunión anglicana. En 1895
crea la «Comisión Pontificia para la reconciliación de los disidentes con
la Iglesia». Toma enérgicas medidas para defender la personalidad de las
comunidades orientales reconciliadas con Roma y fomenta el estudio
científico de la tradición oriental. Simultáneamente impulsaba las
relaciones con el anglicanismo (v.) muy prometedoras desde el «Movimiento
de Oxford» (v.). El primer cardenal nombrado por León XIII fue Newman
(v.). Impulsó las conversaciones de lord Halifax y el P. Portal
(1889-1896) para el restablecimiento de la unión con los anglicanos, que
serían interrumpidas con ocasión de la carta Apostolicae curae (1896) que,
en base al dictamen de una comisión de teólogos, negaba la validez de las
ordenaciones anglicanas.
En la época de León XIII y por su iniciativa comienza a extenderse
en la Iglesia Católica la semana de plegarias por la unión de los
cristianos, fijada originalmente en los días que preceden a Pentecostés, y
que S. Pío X trasladaría a los días 18 a 25 de enero, para hacer coincidir
las fechas con la iniciativa surgida en el mundo anglicano y hoy extendida
por todas partes. Benedicto XV (v.) continuó la línea de León XIII en lo
relativo a los cristianos orientales, y la fundación del Instituto
PontificioOriental en Roma pondría de relieve ttn nuevo aspecto sobre el
que insistiría, sobre todo, Pío XI: entre los medios humanos de preconizar
la unión juega un papel muy importante' el estudio y la investigación
científica. Simultáneamente concedía amplias indulgencias a los que
participaran en la semana de oración por la unidad. Es éste el momento de
aludir a las célebres «Conversaciones de Malinas», iniciadas bajo
Benedicto XV y que se prolongan en los primeros años del pontificado de
Pío XI. Se trata de unos encuentros que tuvieron lugar, bajo la dirección
del card. Mercier (v.) y de lord Halifax, entre representantes anglicanos
y de la Iglesia Católica. Su objeto estaba bien definido; no se trataba de
entablar negociaciones, sino simplemente de aprender a conocerse y a
exponer libremente las posibilidades de un acuerdo o los motivos de una
divergencia. Los participantes no habían recibido ningún mandato oficial
de Roma ni de Cantorbery. No obstante, «sabemos que estamos de acuerdo con
la autoridad suprema, pues ella nos bendice y estimula», escribía Mercier
en 18 en. 1924. Más adelante, el giro que habían tomado las conversaciones
y el sentido equívoco que se les había dado en ciertos ambientes, hicieron
inoportuna su continuación. Pero el método de Malinas quedaría
incorporado. Son de Pío XI estas palabras, muy citadas después: «Para
conseguir la unión es ante todo necesario conocerse y amarse. Conocerse,
porque si la obra de reunión ha fracasado tantas veces, ha sido debido en
gran parte a la falta de conocimiento entre una y otra parte. Si existen
mutuos prejuicios, es necesario eliminarlos. Parece increíble que estos
errores y estos equívocos subsistan y se repitan entre los hermanos
separados contra la Iglesia Católica; por otra parte, por faltarles el
verdadero conocimiento, también los católicos han carecido de caridad
paternal. ¿Saben todos cuán preciosos, buenos y cristianos son estos
fragmentos de la verdad católica? Las partes desprendidas de una roca
aurífera son también auríferas» (Discurso de 10 en. 1927).
Las iniciativas unionistas que hemos descrito al hacer la historia
del movimiento ecuménico no podían ser ignoradas por la Iglesia Católica,
ya que se relacionaban con una cuestión capital de la fe: la unidad de la
Iglesia. Esa historia, aunque sumariamente expuesta, puede ayudar a
comprender la actitud de los Papas que, deseosos -como hemos visto- de
favorecer todo lo que pudiera significar acercamiento en las diferentes
ramas de la familia cristiana, se vieron obligados, por su gravísima
responsabilidad pastoral, a recordar ciertos principios, a hacer ciertas
declaraciones y a tomar ciertas medidas que no siempre fueron bien
interpretadas.
Tanto Life and Work como Faith and Order (v. i A) quisieron que la
Iglesia Católica participara en sus sesiones y Asambleas. La ideología
subyacente a esos movimientos por aquellas fechas explica en buena parte
la enérgica actitud de las autoridades de Roma. Cuando el pastor Neander,
en nombre de Life and Work visitó al papa Pío XI para invitar a la Iglesia
Católica a la Conferencia de Estocolmo de 1925, el Papa le prometió su
oración más sincera y sus mejores deseos, pero no juzgó conveniente la
participación en la Conferencia. En efecto, el clima teológico del momento
lo expresan bien estas palabras de Journet escritas en aquella época: «Sin
duda se había invitado a la Iglesia Católica con cortesía y deferencia,
pero habiéndole dado a entender que prescindiera de todo aquello que
declara esencial y necesario, por considerarlo ellos accidental y
facultativo» (L'Union des Eglises et le Christianisme pratique, París
1927, 23-24).
Por su parte, Faith and Order se dirigió desde sus comienzos a la
Santa Sede. En 1914 el card. Gasparri, en nombre de Benedicto XV,
agradecía la información que Robert Gardiner, secretario del movimiento,
había enviado a Roma, y el Papa le prometía que los católicos se unirían a
la semana de oraciones para la unidad, fijada por los promotores de Faith
and Order para el 18-25 de enero. Con ocasión de la conferencia
preparatoria de Ginebra (1920), unos delegados de Faith and Order fueron
recibidos por Benedicto XV el 16 mayo 1919, al que encontraron con una
«bondad irresistible», pero con una «rigidez inquebrantable». La Iglesia
Católica no participaría en la Conferencia de Ginebra. La misma
disposición mantendría Pío XI a propósito de la Conferencia de Lausana
(1927). Ambos Pontífices consignaron oficialmente la disciplina católica
por medio de los documentos del Santo Oficio: el Decreto de 4 jul. 1919 y
la Resolución de 8 jul. 1927 (AAS 11/1919/309 y 19/1927/278), que
remitían, a su vez, a la carta Apostolicae Sedis dirigida por el Santo
Oficio a los obispos ingleses en 16 sept. 1865 (texto en «Miscelanea
Comillas» 1'5/1951/210 ss.), por la que se prohibía la participación de
los católicos en la «Asociation for the Promotion of the Union of
Christendom». La actitud de la Santa Sede ante Faith and Order venía,
pues, condicionada por la peculiar eclesiología anglicana y su célebre «Branche
Theory», teoría de las tres ramas, según la cual las Iglesias Romana,
Ortodoxa y Anglicana son tres ramas distintas y de igual valor que,
juntas, constituyen la Iglesia Católica indivisa fundada por Jesucristo.
Tal como se presentaba entonces, la concepción de la unidad
imperante en Faith and Order «supone que ninguno de los cuerpos
eclesiásticos actualmente existentes constituye en sí mismo la única y
verdadera Iglesia de Cristo: todas las iglesias vigentes en la actualidad
son imperfectas, no sólo en sus miembros, sino también en sí mismas y se
encuentran en estado de cisma respecto de la única y verdadera Iglesia de
Cristo que todavía no existe» (R. Aubert, o. c. 115). En este clima, la
Iglesia Católica no podía participar sin sembrar, entre sus fieles y entre
los demás cristianos, los mayores equívocos acerca de la eclesiología. La
incomprensión que encontró la actitud de la Santa Sede obligó a Pío XI a
dirigir a sus hijos católicos la enc. Mortalium animos (6 en. 1928),
severa y enérgica, denunciando los peligros y los errores que, desde la fe
católica, se observaban en el movimiento ecuménico. Las metas y los
objetivos del movimiento, tal como entonces aparecían, tenían toda la
ambigüedad de que -está cargada la palabra con que el Papa los designa: «pancristianismo».
La evolución ulterior de Life and Work y Faith and Order determinó
que Pío XI autorizara la asistencia privada de católicos a las
conferencias ecuménicas de 1937, «con libertad de asistir a todas las
reuniones, aunque sin tomar parte activa en las decisiones ni en los
votos» («Irenikon» 16/1939/4-5).
2. El pontificado de Pío XII. (v.). De una gran riqueza doctrinal en
los más diversos campos, este pontificado no podía dejar de tener gran
significación en el terreno del ecumenismo. Varias encíclicas dirigidas a
las Iglesias orientales muestran la continuidad de la acción de la Santa
Sede en lo relativo a la cristiandad ortodoxa. Las enc. Mystici Corporis
(1943), Mediator Dei (1947) y Humani generis (1951), sobre todo la
primera, contienen indicaciones doctrinales de gran interés en lo relativo
a la unidad de los cristianos. Pero, sobre todo, dos documentos del Santo
Oficio abordan de un modo expreso la participación de los católicos en el
diálogo ecuménico. Se trata del monitum de 5 jun. 1948 y de la célebre
instrucción Ecclesia Catholica de 22 dic. 1949, escritos ambos con ocasión
de la creación del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
Aunque estos documentos parecieron a muchos en su día como la
voluntad de Roma de aislarse frente al movimiento ecuménico, en realidad
su significación es muy diversa: contienen las medidas disciplinares y
doctrinales que la Iglesia Católica debía necesariamente tomar, habida
cuenta, por una parte, de su decisión, prudente pero firme, de promover
con mayor intensidad el diálogo y los contactos con los hermanos
separados; y, por otra, de la grave responsabilidad de proteger la
verdadera fe y la pureza de la doctrina de los fieles. Conviene además
tener en cuenta que no ha sido el Vaticano II sino la citada instrucción
Ecclesia Catholica quien por primera vez ha proclamado que el movimiento
ecuménico de los no católicos ha sido suscitado por la gracia del Espíritu
Santo... No deja de ser sintomático, en este sentido, que por las mismas
fechas (1950), la Santa Sede diera un paso sin precedentes: autorizar de
modo definitivo a una Asociación de la Iglesia Católica (el Opus Dei, v.)
a recibir a los no católicos como socios cooperadores.
La lectura de la instrucción muestra que lo que preocupa a la Santa
Sede es el peligro de indiferentismo o de falso irenismo que podría
introducirse en los fieles si se daba una multiplicación indiscriminada y
acrítica de reuniones interconfesionales. A los obispos corresponde
aplicar las medidas que en la instrucción se señalan para obviar este
peligro. Pero, «no sólo deben velar con diligencia y eficacia sobre este
Movimiento, sino también promoverlo y dirigirlo con prudencia: con este
fin nombrarán sacerdotes que, fieles a las directrices de la Santa Sede,
sigan de cerca todo lo que concierne al Movimiento». La instrucción, por
otra parte, autorizaba a los católicos a la oración conjunta con los otros
cristianos, excluida la Communicatio in sacris. De este modo la
instrucción da un paso que, en coherente y homogénea evolución, marcará la
línea, que se expresará del modo más autorizado años después en el Decreto
del ecumenismo del Conc. Vaticano II
3. El Concilio Vaticano lI. Los pontificados de Juan XXIII (1958-63;
v.) y de Paulo VI (1963-; v.) y, sobre todo, el Conc. Vaticano II
(1962-65; v.) son de una trascendencia difícil de exagerar para el futuro
del movimiento ecuménico. Desde el punto de vista institucional es de una
gran importancia la creación por Juan XXIII (5 jun. 1960) del Secretariado
para la unidad de los cristianos, que tiene como precedente la Comisión
Pontificia creada en 1895 por León XIII citada anteriormente. El
Secretariado fue creado con el siguiente objetivo: «Para mostrar nuestro
amor y nuestra benevolencia hacia los que llevan el nombre de cristianos,
pero se hallan separados de esta Sede Apostólica, y a fin de que puedan
seguir los trabajos de Concilio y encontrar más fácilmente la vía que
conduce a esta unidad por la cual Jesús dirigió al Padre celestial una
súplica tan ardiente» (Motu Proprio Supremo Dei nutu, 5 jun. 19„0). Creado
con ocasión del Concilio, se orientó inmediatamente en dos direcciones:
trabajos teológicos y contactos personales. Durante la celebración del
Concilio el Secretariado para la unidad fue asimilado a una comisión
conciliar y se encargó de la preparación del Decreto Unitatis
redintegratio sobre el ecumenismo. Terminado el Conc. Vaticano II, el
Secretariado pasó a ser un organismo permanente de la Santa Sede para
promover y coordinar las relaciones de la Iglesia Católica con las otras
comunidades cristianas. El card. alemán Agustín Bea (v.) fue su primer
presidente. A su muerte (1969) fue nombrado cardenal y nuevo presidente el
holandés J. Willebrands, hasta entonces secretario del organismo. Para
este cargo se designó al P. J. Hamer, dominico belga.
No debe ni siquiera intentarse ahora la tarea de exponer los
documentos, las manifestaciones, los contactos personales que manifiestan
la acción ecuménica de la Iglesia Católica durante ambos pontificados.
Baste nombrar, a título de ejemplo, el encuentro de Paulo VI y el
patriarca de Constantinopla Atenágoras (v.) en Jerusalén (1964) en el que
culmina el esfuerzo histórico del Papado por la aproximación a los
orientales (cfr. P. Rodríguez, Sentido ecuménico del viaje de Paulo VI a
Jerusalén, «Nuestro Tiempo» 116/1964/3-26), y la visita de Paulo VI a la
sede en Ginebra del Consejo Ecuménico de las Iglesias (1969). Por Roma han
pasado a visitar a Juan XXIII y a Paulo VI las figuras más destacadas de
la cristiandad no católica. La presencia permanente en Roma, durante los
años del Vaticano II, de más de un centenar de observadores oficiales de
las otras comunidades cristianas han dado un nuevo tono al clima
ecuménico, al permitir llegar de modo muy intenso al mutuo conocimiento.
En el terreno doctrinal, el gran documento normativo para los
católicos es el Decreto de ecumenismo Unitatis redintegratio, promulgado
solemnemente por el papa Paulo VI junto con los Padres conciliares el día
21 nov. de 1964. Consta de tres capítulos, además de un proemio y una
conclusión: el primero dedicado a los principios católicos del ecumenismo
(nn. 2-4); el segundo contiene normas para el ejercicio del ecumenismo
(mi. 512); el tercero contempla en dos secciones diferentes, a las
iglesias orientales (mi. 14-18) y a las iglesias y comunidades eclesiales
separadas en Occidente (nn. 19-23). De este documento nos serviremos
abundantemente en la parte sistemática de nuestro estudio. Pero antes de
entrar en ella cerraremos la parte histórica resumiendo las relaciones de
la Iglesia Católica con el Consejo Ecuménico de las Iglesias.
4. La Iglesia Católica y el Consejo ecuménico. La historia de sus
relaciones constituye un importante capítulo de la participación de la
Iglesia Católica en el movimiento ecuménico.
a. Una primera etapa va desde la creación del Consejo ecuménico
(1948; v. I, A, 3) hasta la constitución por la Santa Sede del
Secretariado para la unidad de los cristianos (1961). Ésta se caracteriza
por una actitud de expectativa y prudente reserva de la Iglesia Católica,
motivada por los equívocos que, en torno a la naturaleza del Consejo
ecuménico y del ecumenismo en general, podía observarse en los medios
protestantes, junto a otros factores de diverso tipo y secundarios con
respecto al anterior. La Santa Sede no envió observadores a Amsterdamni a
Evanston. Desde el punto de vista disciplinar, la conducta de los
católicos estaba regulada, como hemos visto, por la instrucción del Santo
Oficio Ecclesia Catholica, que permitió aumentar el contacto al nivel de
diálogo entre teólogos.
b. La segunda etapa, de 1961 a 1968 (Upsala), se caracteriza por una
creciente relación entre la Iglesia Católica y el Consejo ecuménico. La
doctrina del Conc. Vaticano II y el Secretariado para la unidad son los
instrumentos, doctrinal y práctico, por parte de la Iglesia Católica.
Manifestaciones: cinco observadores católicos en Nueva Delhi (1961) y
otros cinco en Montreal (1963); en Upsala: 15 observadores y varios
invitados especiales -entre ellos, mons. Willebrands, y mons. Ch. Moeller,
Subsecretario de la S. C. para la Doctrina de la Fey cerca de 150 teólogos
católicos enviados por las universidades y revistas especializadas. Por
parte del Consejo ecuménico se enviaron observadores oficiales al Conc.
Vaticano II y a otras Asambleas católicas. No obstante, lo más importante
de esta etapa es la relación orgánica establecida entre el Consejo
ecuménico y el Secretariado, desde la creación en 1965 del llamado «Grupo
mixto de trabajo de la Iglesia Católica y el Consejo ecuménico», que se
reúne periódicamente y promueve el estudio y la cooperación de ambas
entidades dentro de un vasto programa, en el que merece destacarse: el
ámbito teológico de Fe y Constitución (se prepara un estudio conjunto
sobre «catolicidad y apostolicidad», p. ej.) y el de Vida y Acción
(creación de la «Comisión de Investigación sobre la sociedad, el
desarrollo y la paz», que ha promovido una importante Conferencia de
expertos en Beirut, 21 al 27 abr. 1968). Desde Upsala, la Iglesia Católica
pertenece a Fe y Constitución después que, previo acuerdo del Consejo
ecuménico con el Secretariado, fueron nombrados por la IV Asamblea nueve
teólogos católicos como miembros de la Comisión.
c. La etapa actual arranca de la cuestión del posible ingreso
oficial de la Iglesia Católica en el Consejo ecuménico planteada en Upsala.
El tema presenta matices delicados e implica cuestiones doctrinales que
deben ser pensadas y estudiadas despacio. Por otra parte, incluso desde el
punto de vista de la utilidad práctica, las cosas no están del todo
claras; son en efecto muchos los que vacilan al contestar a una pregunta
del tenor siguiente: ¿cómo puede potenciar más el movimiento ecuménico la
Iglesia Católica: participando más plenamente en el CEI o manteniéndose
como hasta ahora? Ciertamente una lejanía absoluta de la Iglesia Católica
con respecto al CEI puede provocar insensiblemente roces e
incomprensiones. Pero una presencia plena de la Iglesia Católica en el CEI
plantearía, según los expertos del mismo, enormes problemas estructurales
que obstaculizarían su misma vida y podría dar origen a dificultades
psicológicas y prácticas no fácilmente solubles. De esa forma, tanto por
razones doctrinales como por consideraciones pastorales, la mayoría de
quienes se han ocupado de esta cuestión piensan que lo más conveniente es
mantener la actitud prudente dibujada hasta ahora. El «Grupo mixto de
trabajo» declara en 1967: «por el momento, la pertenencia de la Iglesia
Católica al Consejo ecuménico no permitiría un mejor servicio a la causa
común de la unidad de los cristianos». El momento cumbre de las relaciones
cordiales Iglesia Católica - Consejo ecuménico ha sido la visita de S. S.
Paulo VI a la sede del Consejo en Ginebra (10 mayo 69). En su discurso, el
Papa calificó al Consejo ecuménico de «movimiento maravilloso de
cristianos, de hijos de Dios que estaban dispersos (lo 11,51) y que ahora
se encuentran buscando una recomposición de la unidad». Después de señalar
los aspectos de «creciente colaboración» entre el Consejo ecuménico y la
Iglesia Católica, el Papa dijo lo siguiente: «a veces se formula la
pregunta: La Iglesia Católica, ¿debe hacerse miembro del Consejo
ecuménico? ¿Qué podríamos en este momento responder? Con toda franqueza
fraternal Nos no consideramos que la cuestión esté madura hasta el punto
de que se pueda o se deba dar una respuesta positiva. La cuestión queda
todavía en el terreno de la hipótesis. Comporta serias implicaciones
teológicas y pastorales. Exige, por consiguiente, estudios profundos y
compromete en un camino que la honradez obliga a reconocer que podría ser
largo y difícil. Pero esto no impide que os aseguremos que miramos hacia
vosotros con gran respeto y profundo afecto. La voluntad que nos anima y
el principio que nos dirige nos inducirán siempre a una búsqueda, llena de
realismo pastoral y de esperanza, de la unidad querida por Cristo».
V. t.: UNIÓN CON ROMA; CISMA; REFORMA PROTESTANTE; CONTRARREFORMA;
IGLESIA, HISTORIA DE LA; ORIENTALES, IGLESIAS; LIBRE EXAMEN.
BIBL.: Para la historia del
movimiento ecuménico, dos obras fundamentales: R. ROUSE y SAINT NEILL, A
History of Ecumenical Movement, Londres 1950 (protestante), y G. THILS,
Historia doctrinal del Movimiento Ecuménico, Madrid 1965 (católica).
Además, L. VISCHER, A documentary History of the Faith and Order Movement
(1927-1963), St. Louis (USA) 1963; F. DVORNIK, Bizancio y el Primado
Romano, Bilbao 1968.-Documentación sobre el Consejo Ecuménico de las
Iglesias: Désordre de 1'homme et dessein de Dieu (Rapport d'Amsterdam),
París 1948; L'Espérance chrétienne dans le monde d'aujourd'hui (Rapport
d'Evanston), Ginebra 1955; Nouvelle-Delhi, Rapport de la III Assemblée,
París 1962; Rapport d'Upsal, Ginebra 1969 (hay un resumen en castellano:
Upsala 1968, Salamanca 1959).-Una valoración católica de la IV Asamblea
en: A. M. JAVIERRE, Upsala 1968: el diálogo ecuménico bajo el signo de la
antropología, «Rev. Española de Teología» 28 (1968) 255-296. Para la
Iglesia Católica y el movimiento ecuménico, además de la obra citada de G.
THILS: R. AUBERT, La Santa Sede y la unión de las Iglesias, Barcelona
1959; G. BAUM, La unidad cristiana según la doctrina de los Papas,
Barcelona 1963; R. TUCCI, El Movimiento Ecuménico, el Consejo Ecuménico de
las Iglesias y la Iglesia Católica, en Upsala 1968, 253-275; J. HAMER,
Nuestras relaciones con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, «Ecclesia»
31 (1971) 1729-30.-Una extensa valoración del movimiento ecuménico a raíz
de la instrucción Ecclesia Catholica, en VARIOS, XII Semana Española de
Teología: el Movimiento Ecumenista, Madrid 1953. V. t. la bibl. del art.
siguiente.
PEDRO RODRÍGUEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|