ECLESIOLOGIA


I. Las grandes líneas de la eclesiología en la historia: 1. Líneas generales del N. T. 2. La época patrística. 3. Eclesiología oriental. 4. Del s. x111 al s. XV. 5. La eclesiología contrarreformista. 6. El Conc. Vaticano 1. 7. El «siglo de la Iglesia». 8. El Cone. Vaticano 11. II. Cuestiones metodológicas: 1. Autonomía del tratado sobre la Iglesia 2. Contenido. 3. Un posible principio central.
     
      La e. es la doctrina teológica acerca de la Iglesia. Prescindiendo de la sistematización doctrinal, que no tiene lugar hasta el s.XIV, desde sus inicios, la comunidad cristiana tuvo una determinada concepción de la Iglesia, una impresión general, que influyó en su modo de obrar, en la vida diaria y hasta en sus realizaciones externas, p. ej., artísticas. Esta comprensión que cada época alcanzó de la Iglesia, permaneciendo siempre fiel en lo esencial, fue comunicada a la posterior en la serie ininterrumpida de la Tradición.
     
      El presente artículo comprende dos partes: la primera, de índole más histórica, expone las líneas generales del estudio sistemático de la doctrina sobre la Iglesia (v.) hasta el momento actual. La segunda parte, de carácter metodológico, intenta responder a la pregunta sobre la posición de la e. dentro de la totalidad de la teología y sobre los elementos que ella debería analizar. Es éste un imperativo, impuesto por el lugar clave que ha venido ocupando la e., tal como se ha manifestado en el Conc. Vaticano II
     
      I. LAS GRANDES LINEAS DE LA ECLESIOLOGIA.
      II. 1. Líneas generales del Nuevo Testamento. En el N. T., ekklesia designa la comunidad de los creyentes, el «resto de Israel» (v.) que; en nombre de todo el pueblo, confiesa a Jesús como el Mesías esperado. La palabra es frecuente en S. Pablo, pero no es original suya. Se encuentra ya en el Evangelio (Mt 16,18; 18,17); y su uso debió ser frecuente entre los cristianos palestinenses a juzgar por expresiones de los Hechos de los Apóstoles. Pero toma después un alcance nuevo en función de los paganos invitados, que también forman el «Pueblo de Dios» (1 Pet 2,9-10; v.). La Iglesia aparece entonces constituida «por judíos y paganos», como lo reconoce el Conc. de Jerusalén el a. 49 (Act 15; v.). Es preciso notar que, desde los inicios, el término Iglesia se emplea también para designar las comunidades locales que realizan plenamente, en un lugar determinado, la Iglesia tal como se ha definido (V. IGLESIA I).
     
      a) Las referencias explícitas de los Evangelios Sinópticos a la vida de la Iglesia no son muchas, ya que se ocupan de la obra de Jesús antes de Pentecostés. Nos transmiten, sin embargo, muchos elementos importantes: la doctrina del Reino de Dios (v.), cuyo germen y presencia actual en el mundo es la Iglesia; la constitución jerárquica y la visibilidad de la Iglesia (v. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA), etc. El A. T. se caracterizaba por la espera del Reino y por un designio de elección y de separación, mientras que el N. T. lo es por el anuncio del Reino que tiene lugar por un designio de reconciliación y de comunión. Los Sinópticos no identifican explícitamente la Iglesia con el Reino pleno, del cual ella sólo es una primiciab) S. Juan, considerado el evangelista espiritual, ofrece datos importantes para la constitución de la estructura fundamental de la Iglesia (basada en el misterio de la Encarnación), por el hecho de subrayar las dimensiones de visibilidad y de sacramentalidad que la caracterizan.
     
      Todo ello se explica al presentar a la Iglesia como una comunión de personas, cuyo principio es la misma unidad de Dios, del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Cristo permanece en los discípulos y éstos en El porque permanecen en el amor y guardan sus palabras. La Iglesia procura la participación de todos los hombres en la vida de Cristo; así ella aparece como el término de la obra de Dios, fundada en la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Bien entendido, dicha comunión supone la mediación sacramental del Bautismo y ele la Eucaristía, como también la del testimonio apostólico.
     
      c)Los Hechos de los Apóstoles, al describir la historia de la primitiva Iglesia, ponen de relieve especialmente las relaciones entre el Espíritu Santo (v.) y la Iglesia, que son como la continuación de las relaciones manifestadas entre el Espíritu Santo y la persona de Cristo y la explicitación concreta de la asistencia indefectible del Espíritu Santo que Cristo había prometido a los Apóstoles. En numerosos lugares de los Hechos se insiste en el papel del Espíritu Santo en la fundación de la Iglesia (Pentecostés; v.), y en su propia vida que se desarrolla en el orden doctrinal, en el gobierno apostólico, así como en el ejercicio cultual o sacramental.
     
      d) A su vez S. Pablo insiste en la continuidad de la Iglesia (Pueblo de Dios) respecto a Israel y paradójicamente en su novedad, ya que queda constituida por judíos y paganos en la unidad del Cuerpo de Cristo. En los escritos paulinos nos es fácil percibir el ambiente trinitario en que se manifiesta la Iglesia: es el misterio de Cristo en el que se revela la voluntad salvadora del Padre, escondida desde la creación. Es la proclamación y la realización de la paternidad divina respecto a toda la humanidad. La elección y la predestinación eterna de la Iglesia en Cristo manifiestan el mismo sentido de la creación. La Iglesia es la nueva creación que realiza todo lo que Dios, en su libertad, ha querido desde toda la eternidad: la adopción de la humanidad en su Hijo.
     
      2. La época patrística. El periodo posapostólico nos ofrece ante todo la honda y rica visión de S. Ignacio de Antioquía (v.). En sus cartas aparece por primera vez la palabra «Iglesia católica» referida al conjunto de los creyentes (Carta a los de Esmirna, 8,2); por otra parte, la unidad de la Iglesia encuentra en Cristo y en el Obispo el centro y la norma de todos los elementos eclesiológicos.
     
      En cambio, este tema pierde interés en los apologetas del s. II. No obstante, queda un interrogante por lo que se refiere al escrito de Melitón de Sardes (v.) sobre la Iglesia, actualmente perdido, y que quizá se podría considerar como la primera eclesiología. Las aportaciones de los grandes alejandrinos a la doctrina de la Iglesia son más bien pobres.
     
      La obra de S. Ireneo (v.), considerado como el primer teólogo cristiano, es esencialmente una teología de la Iglesia. Su síntesis doctrinal incluye las grandes realidades que componen la Iglesia o de las que ésta vive (Cristo, la Iglesia de Roma, la Tradición, la Eucaristía...), expresadas con fuerza, a fin de afianzar la fe de la comunidad cristiana frente a la herejía. Como apologeta desarrolla, en contra de los gnósticos, una serie de elementos decisivos para la comprensión de la Iglesia. Así, en él encuentra su paternidad la doctrina que derivaría en las llamadas «notas de la Iglesia» (v. IGLESIA II, 1). Al mismo tiempo, a través de las ideas de «encarnación» y de «recapitulación», presentó un panorama muy fructuoso para la eclesiología.
     
      Mientras Ireneo insistió en la Iglesia como comunidad visible, jerárquicamente estructurada, Tertuliano (v.) la espiritualizó, en su periodo montanista, hasta perjudicar su auténtica comprensión. Entre Ireneo y Tertuliano se encuentra Hipólito de Roma (v.), cuyo concepto de la Iglesia a veces es claramente pneumático (en los escritos exegéticos) y otras veces extremadamente jerárquico, sin llegar a ofrecer un equilibrio satisfactorio.
     
      La e. recibe nuevo impulso con Cipriano de Cartago (v.). A él se debe el De unitate Ecclesiae que, aunque limitado en la temática, puede considerarse como el primer escrito dedicado íntegramente a la Iglesia. Esta obra ha influido mucho en el desarrollo posterior de la doctrina patrística sobre la Iglesia.
     
      La e. de los Padres de los s. IV-V está siempre condicionada por las controversias trinitarias y cristológicas. Un claro ejemplo de ello nos lo ofrece la doctrina de S. Atanasio (v.).
     
      Quien dio la pauta para el posterior desarrollo de la e., al menos en Occidente, fue S. Agustín, que elaboró su doctrina sobre la Iglesia sintiendo la necesidad, primero como presbítero y después como obispo, de explicar a los fieles su misterio (V. AGUSTÍN, SAN II, 5); lo hizo sobre todo exponiéndoles las Escrituras que se refieren, todas ellas, a Cristo y a la Iglesia. Además tuvo que responder a los problemas planteados por los donatistas (V. DONATO Y DONATISMo), de aquí la insistencia en la necesidad de la salvación en la Iglesia: «Extra Ecclesiam nulla salus», y se vio precisado a asumir en su e. las exigencias de sus posiciones en la doctrina sobre la gracia. En todos estos aspectos S. Agustín usó categorías o esquemas ligados a una síntesis de inspiración neoplatónica.
     
      La aportación agustiniana fue una adquisición perdurable en la tradición latina: la teología del Cuerpo místico (v.), la idea de la «ecclesia mixta», el valor objetivo de los Sacramentos y del carácter... La teología de la Civitas Dei dominó la e. de la Alta Edad Media. No obstante, sería un error pensar que este libro, con su título, facilitó un modelo para la realización de una sociedad temporal cristiana. Más bien son los textos morales los citados en la Alta Edad Media: los que presentan la figura del buen príncipe que gobierna con justicia y se aplica a fomentar el culto a Dios. Sin embargo, la e. de S. Agustín ofrece elementos para las posteriores controversias sobre la Iglesia espiritual, sobre todo a partir de la Reforma protestante.
     
      3. Eclesiología oriental. Con este título presentamos el periodo que comprende del s. VI al XI. En este tiempo, la mentalidad oriental se caracteriza por considerar a la Iglesia especialmente como misterio, conectado a la celebración de la Eucaristía. Se insiste también en la comunión de las iglesias locales. Se da una cierta reacción contra la idea de Iglesia universal y contra la centralización que tiene lugar en Occidente. La Sucesión apostólica es, para los orientales, la sucesión continua de los Obispos que, desde los inicios, ocupan las sedes de las iglesias fundadas por los Apóstoles. (v. SUCESIÓN APOSTÓLICA).
     
      Hay que reconocer, pues, que la concepción de la Iglesia en Oriente y en Occidente es fundamentalmente idéntica en lo que se refiere a la Iglesia como misterio; si bien en cambio difiere algo en lo tocante a la vida externa, a sus relaciones con el poder político, a su régimen canónico. Este hecho afecta al equilibrio y al sentido total de la e., estableciéndose una dualidad que el proceso histórico, de alejamiento de los orientales respecto de Roma y de la concepción de la Iglesia católica sobre el Primado del Papa, convirtió en oposición y en «cisma» (v.). De todos modos, otros elementos no estrictamente eclesiológicos, sino también teológicos, intervinieron en la ruptura: p. ej., el «Filioque», a partir del s. XIII el purgatorio (v.), y a partir del s. XIV la epiclesis (v.).
     
      4. La eclesiología, del s. XII al s. XV. Sorprende que la teología escolástica (v.) no haya elaborado un tratado especial sobre la Iglesia. Es verdad que entre los escolásticos, especialmente en S. Tomás de Aquino (v.), se encuentran muchos elementos de e. (cfr., p. ej., Sum. Th. 3 q8 sobre la gracia capital de Cristo). Algunos autores escolásticos, sobre todo de la escuela franciscana, proponen diversas cuestiones teológicas en conexión con la teología de la historia y, en consecuencia, con una notable carga eclesiológica (V. FRANCISCANOS IV); pero el lugar propio de la e. entre los escolásticos del s. xiv, en que se estructura ya un tratado especial, no es la Teología en el sentido estricto, sino el Derecho canónico. Los conflictos entre los papas y los emperadores sobre el «corpus christianum» dan ocasión a los teólogos a elaborar los primeros tratados sistemáticos sobre la Iglesia en que domina el carácter jurídico: cabe señalar a Jaime de Viterbo en su De regimine christiano (1301-1302), a Egidio Romano (v.) en su De ecclesiastica potestate, y a Juan de París en su De potestate regia et papali (los títulos ya son significativos: los tres tratados fueron suscitados por los conflictos entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII). En la escolástica decadente, en las disputas contra los valdenses (v.) y los husitas (v. HUSS) y en ocasión del gran cisma de Occidente y contra los conciliaristas aparecen obras de carácter más apologético, entre las que sobresale la Summa de Ecclesia, de Juan de Torquemada (v.).
     
      5. La eclesiología contra-reformista. Después que el Protestantismo (v.) discutió y negó toda mediación eclesiástica (magisterio, sacerdocio, Sacramentos, valor de la tradición...) los católicos replicaron. Lo hicieron en trabajos apologéticos, polémicos o, como se dirá a partir de 1560, «de controversia»: obras en que se discutían los temas en litigio, la principal de las cuales la constituye la de S. Roberto Belarmino (v.). Esta literatura de controversia tendrá tal éxito que, por lo menos en cuestiones de e., determinará el contenido de la Teología manualística tal como será expuesta en la enseñanza de las escuelas en todo el periodo postridentino hasta el Conc. Vaticano II.
     
      6. El Conc. Vaticano I. En el s. XIX la Iglesia se ve obligada a defender y a guardar su doctrina, su vida y su praxis contra los ataques ideológicos y concretos que en el campo del dogma, de la concepción del mundo y de la política le dirige un mundo anticlerical y ateo.
     
      La gran conmoción que supuso la Revolución francesa trajo consigo un debilitamiento, ante la opinión general, de la misma noción de autoridad. Más hondamente el movimiento racionalista e ilustrado contraponía a una autoridad de orden religioso un poder que simplemente tradujera los imperativos de la razón. El galicanismo (v.) y los movimientos de tipo episcopalista habían recibido nuevo auge. Todas esas circunstancias, aunque algunas de ellas fueran extrañas a la e. en sentido estricto, influían no obstante en ella, aunque no fuera más que por las actitudes que, pastoralmente, provocaban. Se advierte la necesidad de, sin olvidar la condición de cuerpo espiritual propio de la Iglesia, insistir en su condición de sociedad propiamente dicha, visible, institucionalmente desigual y jerarquizada, teniendo de Dios un orden propio no sólo de finalidades espirituales, sino de medios visibles, exteriores, en una palabra, como una «sociedad perfecta». Como tal, pues, supone esencialmente, no, sólo ministerios espirituales que orienten las conciencias personales a sujetarse a la autoridad espiritual de Dios, sino ministerios propiamente jerárquicos, por los cuales, bajo una forma visible y jurídica, la Iglesia tiene una autoridad sobrenatural positivamente conferida por Dios: la de los obispos y, supremamente, la del Papa.
     
      Existió también en el s. XIX, en el periodo que culmina con el Vaticano I (v.), una corriente eclesiológica de orden más místico e interior. Figuran en vanguardia 1. Adam Móhler (v.) en la escuela católica de Tubinga (V. TUBINECLESIOLOGIA 1GA, ESCUELA DE II); luego, los teólogos del Colegio romano, de la línea patrístico-dogmática, sin olvidar a los predecesores más lejanos invocados por aquéllos, como Petavio (v.) y Thomassino. Es indudable que M6hler influyó en todos ellos, en Perrone (v.), en Passaglia, Schrader, Franzelin (v.) y Scheeben (v.). Hubo también otras corrientes y personalidades: Pilgram en Alemania, Newman (v.) en Inglaterra, la restauración litúrgica de dom Gueranger (v.) en Francia, etc. Puede resumirse brevemente el fruto de esta corriente patrística y dogmática diciendo que insistían en situar a la Iglesia en la trayectoria del misterio de salvación y en su naturaleza sacramental derivada de su íntima conexión con la Encarnación. Aspecto que era prácticamente ajeno al resto de los tratados de la época.
     
      El Conc. Vaticano I (v.), como es natural, quiso dar acogida a las diversas corrientes del pensamiento católico. El proyecto de esquema incluía una amplia visión de la doctrina: comenzaba con un capítulo sobre el Cuerpo místico, y trataba después de la naturaleza y propiedades de la Iglesia, del Romano pontífice y de las relaciones entre la Iglesia y el poder civil. El capítulo inicial sobre el Cuerpo místico pareció a algunos Padres un tanto oscuro, y algunos temían que se prestara a ser entendido en el sentido de una «Iglesia invisible», y recomendaron su reelaboración. Lo que en efecto se encomendó a Kleutgen, que preparó un nuevo esquema. Mientras tanto la posterior evolución de los trabajos conciliares llevó a centrar la atención en el tema del Romano Pontífice, y ante los temores de no poder acabarlo pacíficamente (como efectivamente sucedió), se decidió tratar ante todo de lo referente al primado romano. Se desgajó así una parte de los esquemas anteriores formando la Constitutio dogmática prima de Ecclesia Christi (o Pastor aeternus), que fue aprobada poco antes de la interrupción del Concilio (v.). No se pudo así llegar a una presentación del entero dogma católico sobre la Iglesia, sino que se habló sólo de la potestad papal bajo su doble aspecto de primado de jurisdicción (v. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE) y de infalibilidad (v.).
     
      7. «El siglo de la Iglesia». Un periodo de máximo interés por la e., en el que valen las palabras ya conocidas de Guardini (v.): «un acontecimiento incalculable se está realizando, la Iglesia está viviendo un despertar en las almas», comienza después de la I Guerra europea. Diversos factores promovieron este despertar; pensemos únicamente en las condiciones espirituales de la posguerra que fomentaban el espíritu eclesial, en la aparición de los movimientos ecuménico, bíblico, litúrgico, en el nuevo descubrimiento de la e. agustiniana a través de Móhler y Scheeben, en el encuentro con la e. ortodoxa a causa del destierro de los teólogos rusos, etc.
     
      De otra parte, las preocupaciones que desde Belarmino hasta el s. XIX habían llevado a estudiar los aspectos jurídicos de la Iglesia y a desarrollar la presentación apologética, continuaban teniendo su vigencia; de hecho el protestantismo liberal y el modernismo (v. LIBERAL, TEOLOGÍA PROTESTANTE; MODERNISMO TEOLÓGICO) ponían de manifiesto la necesidad de hacer hincapié en los aspectos externos de la Iglesia, a fin de evitar la disolución de la e. en un vago comunitarismo de tipo humanitario. Sin embargo, se percibe a la vez la urgencia de no limitarse sólo a esos aspectos, sino de integrarlo en una visión teológica integral que recoja todas las dimensiones del ser y la vida de la Iglesia.
     
      Los primeros estudios teológicos destinados a ir más allá del planteamiento belarminiano y predominantemente apologético, fueron dedicados al Cuerpo místico. Dos importantes obras son exponente de este esfuerzo: Le corps mystique du Christ (1933), del jesuita belga E. Mersch (v.), y Corpus Christi quod est Ecclesia (1937), cuyo autor es el jesuita holandés S. Tromp. Con la Enc. de Pío XII, Mystici Corporis (1943), la doctrina alcanzaba definitivamente derecho de ciudadanía; así se remediaba la desconfianza que hacia ella habían sentido algunos PP. del Conc. Vaticano I que, para definir la Iglesia, prefirieron el concepto de sociedad.
     
      La doctrina del Cuerpo místico, sin embargo, no siempre facilitaba la armonía entre los dos aspectos de la Iglesia, institución visible y realidad interior: se prestaba a acentuar el aspecto espiritual en menoscabo del externo. El P. Koster publicó en 1940 una obra, Ekklesiologie in Werden, en que daba una exposición clara del problema. Para solucionarlo propuso una e. centrada en la idea de «Pueblo de Dios», que entre otras ventajas pone de relieve la continuidad de ambos testamentos. Así quedaba subrayada la dimensión histórica de la Iglesia. Esta presentación, que nos lleva a conocer el carácter social de la Iglesia, gparece como un aspecto complementario de la idea de Cuerpo místico (v.).
     
      Otra perspectiva de la Iglesia destinada a equilibrar su realidad interna y externa es la que la considera como «sacramento original» (Ursakrament). Esta concepción propuesta por el jesuita alemán Semmelroth parte de la idea agustiniana de sacramento como «forma visible de una gracia invisible». Así como Cristo, por su Cuerpo y en este mismo Cuerpo, es sacramento del Padre y nos une al Padre, analógicamente la Iglesia es sacramento de Cristo. Si se sabe integrar en la idea de sacramento lo que S. Agustín y la tradición eclesiástica denominaban sacramentum y res sacramenoi, el esquema arroja mucha luz. Ambos términos expresan la inseparable dualidad de la realidad externa e interna. Por otra parte, hay aún en esta explicación sacramental un valor muy positivo, en cuanto que establece una unidad entre todas las realidades que constituyen el régimen sacramental: la humanidad de Cristo, la Iglesia, los ritos sacramentales; aunque sabemos que el concepto de sacramento empleado para denominar a la Iglesia, no se adecua exactamente con el usado para designar a los siete sacramentos.
     
      El estudio de la tradición patrística y medieval ha insistido en otro principio en torno al cual se puede estructurar el conocimiento de la Iglesia: es el principio de «comunión» y «comunidad». Los estudios del card. Journet (v.) y de los PP. Congar (v.) y De Lubac (v.), seguidos de los de los PP. Hamer y Le Guillou han subrayado este aspecto fundamental que considera a la Iglesia como comunión de todos con Dios y de todos los cristíanos entre sí. Esta cohesión y comunión están significadas y mantenidas por la Eucaristía (v.), acto supremo de la institución eclesial. Atribuir a la Eucaristía su verdadero lugar de signo y causa de la comunión eclesial (v. IGLESIA II, 6) es una adquisición teológica muy positiva, de la cual en lo sucesivo difícilmente podremos prescindir.
     
      Todas estas consideraciones de la Iglesia como Cuerpo místico, como Pueblo de Dios, como sacramento, como comunión, ponían en evidencia la necesidad de una profundización en la perspectiva bíblica y de la tradición teológica. Nos hacen comprender la complejidad del concepto Iglesia, rico en múltiples facetas que ilustran los diversos aspectos del misterio. Porque, en última instancia, todas estas facetas nos obligan a considerar la noción de Iglesia como Misterio, como tantos teólogos recalcan siguiendo a S. Tomás. Esta consideración ofrece la ventaja de contener todo-lo que hay de válido en las diversas perspectivas. Tiene por eje la revelación histórica de la caridad del Padre en Cristo. Hace destacar perfectamente la prioridad de lo interno, sin olvidar que la Iglesia en su visibilidad es la realización del misterio, el sacramento de Cristo.
     
      S. El Concilio Vaticano II. Los diversos estudios e investigaciones reseñados habían ido creando un ambiente y aportando datos, sugerencias e ideas sin los que sería inexplicable el desarrollo y la obra del Conc. Vaticano II (v.). La preocupación por los temas eclesiológicos hacía prever, apenas fue convocado el Concilio, que éste se orientaría hacia la meta de profundizar en la doctrina de la Iglesia. En este sentido, el Vaticano II puede considerarse, como ha comentado Paulo VI en su Enc. Ecclesiam suam (n. 25), como una continuación de la empresa llevada a cabo por el Conc. Vaticano I.
     
      No debe, sin embargo, pensarse que el Concilio fuera una prolongación de los estudios científicos antes reseñados; otros muchos factores pastorales y eclesiales venían a confluir en el ambiente que le precede y a perfilar las líneas de su desarrollo: el crecimiento numérico y geográfico de la Iglesia, con los problemas que ello plantea con respecto a la organización de la Curia (v.) y a las relaciones entre ésta y el episcopado; la revitalización que habían experimentado las iglesias orientales (v. ORIENTAL CATÓLICA, IGLESIA); la expansión misionera y la nueva situación en que se encontraban los cristianos en los países recién descolonizados, etc. La coyuntura histórica y las perspectivas eran, desde muchos puntos de vista, muy distintas de las del Conc. Vaticano I.
     
      Más aún, mientras el Conc. Vaticano I tuvo una orientación netamente dogmática, el Vaticano II, tal y como lo concibió Juan XXIII, quería tener una orientación pastoral y dar lugar a una interiorización de la Iglesia en su propio ser, no para definir nuevos dogmas, sino para presentar la doctrina de una manera que condujera a los cristianos a meditar hondamente sobre ella y que fuera atractiva a los ojos de aquellos que viven fuera de la Iglesia y en un mundo surcado por profundas crisis. El resultado eclesiológico son sobre todo dos documentos fundamentales: la Const. dogmática Lumen gentium y la Const. pastoral Gaudium et spes, que presentan, según una división discutible, pero cómoda, la Iglesia ad intra y ad extra.
     
      Con la Const. Lumen gentium -que es el documento más importante para la e.- se intentó dar una presentación del dogma cristiano sobre la Iglesia que fuera relativamente completa e integrada, de manera que pudiera poner en movimiento un vasto programa de trabajo que afectara a la orientación de la teología y al perfeccionamiento de la misión evangelizadora y apostólica. La primera redacción del documento suscitó críticas, por considerar que partía de una definición casi exclusivamente jurídica de la Iglesia. Se trabajó luego intensamente hasta llegar al nuevo texto, que parte de una consideración dogmática de la Iglesia definiéndola desde el misterio de Dios y de Cristo. La acentuación del carácter misionero de la Iglesia, la proclamación solemne de la participación de todo cristiano en la misión de la Iglesia (simbolizada por la anticipación del capítulo sobre el Pueblo de Dios hasta ocupar el segundo lugar), la insistencia en los aspectos sacramentales, son también enormemente significativos. Sin querer desgranar toda la problemática de la Const. Lumen gentium, conviene que nos refiramos además al tema de la Colegialidad episcopal (v.). La realidad y misión del episcopado es tal vez la cuestión en que más claramente el Vaticano II se presenta como una continuación del Vaticano I; la preocupación por formular la doctrina sobre el episcopado, completando así la labor hecha en el Vaticano I, y evitando a la vez toda contraposición polémica, se manifestó vivamente en los trabajos. El punto en que queremos insistir, por parecernos muy importante para la e., es que el Concilio afirmó claramente que el episcopado no es un simple yuxtaposición ni una confederación de Obispos administradores de iglesias, sino un Colegio, un cuerpo (corpus episcoporum, según la expresión latina preferida por algunos obispos) solidariamente responsable, bajo la autoridad suprema de su cabeza, el Romano Pontífice, de la difusión del Evangelio de Cristo por todo el mundo, haciendo que resuene en cada iglesia local la unidad de la Iglesia católica (v. IGLESIA III, 7).
     
      Otros muchos documentos conciliares desarrollan o completan aspectos de la Lumen gentium: la condición misionera de la Iglesia (Decr. Ad gentes), la misión de los obispos y los presbíteros (Decretos Christus Dominus y Presbyterorum ordinis), el apostolado de los laicos (Decr. Apostolicam actuositatem)... Y, de modo especial, la Const. past. Gaudium et sties por lo que se refiere a las relaciones entre Iglesia y mundo (v. MUNDO V).
     
      El breve balance que acabamos de hacer del Conc. Vaticano II pone de manifiesto que, aunque en algunos aspectos este Concilio sea una continuación del Vaticano I, no es sin embargo un simple complemento del anterior. Los contextos, así como las finalidades, etc., de uno y otro Concilio tienen fisonomía propia.
     
      Después de la doctrina eclesiológica del Vaticano II y de la Enc. Ecclesiam suam de Paulo VI (1964), el centro de interés de la teología católica se ha desplazado en parte. El movimiento de secularización (v.) ha provocado además un cierto desplazamiento metodológico: antes se intentaba considerar al mundo a partir de la Iglesia y ahora se tiende a ver a la Iglesia a partir del mundo, con los diversos riesgos que esto supone, con el planteamiento de problemas tan radicales como el de la misma fe. Por otra parte los estudios bíblicos e históricos, la estimación del laicado (v. LAICOS I) activo, y también el diálogo ecuménico (v. ECUMENISMO I) llevan a una preocupación por la teología de los ministerios.
     
      II. CUESTIONES METODOLÓGICAS. 1. Autonomía del tratado sobre la Iglesia. Después que la e. ha polarizado tantas manifestaciones del cristianismo, nos podemos preguntar: ¿el estatuto de la e. se ha estabilizado suficientemente para permitir la elaboración de un tratado especial?a) Hacia una exposición de carácter dogmático. El interrogante de este apartado afecta menos a los elementos intrínsecos de la e. que a sus relaciones con el conjunto de la teología. La historia de la Teología nos advierte que la e. no se deja definir fácilmente. Como se ha podido observar en la parte anterior hoy se reacciona contra las perspectivas demasiado jurídicas y apologéticas que había tomado el tratado sobre la Iglesia, desde la contrarreforma. Un progreso ha tenido lugar al distinguir la Apologética (que en parte coincide con la llamada Teología fundamental), donde se incluye también el estudio de la Iglesia, y la exposición dogmática, aunque esta distinción no está libre de objeciones, ya que supone el disociar un contenido común y tener que tratar de un mismo objeto en lugares diversos. Al menos se ha manifestado que el «De Ecclesia» no se puede limitar a ser una propedéutica o una apologética, ya que la Iglesia se integra en el mismo corazón de la historia salvadora.
     
      Numerosos estudios presentan a la Iglesia en su perspectiva dogmática, a la manera de las otras partes de la dogmática especial. Las obras de síntesis son pocas, pero pueden citarse las aportaciones de Journet (v.), Congar (v.), Schmaus (v.). Los manuales de Teología generalmente no han recogido los resultados de estos trabajos. Así, p. ej., la Sacrae Theologiae Summa (5a ed. Madrid 1962), de losjesuitas españoles, continúa incluyendo el «De Ecclesia» en la Teología fundamental (con una introducción a la Teología el «De revelatione christiana», y otra a la S. E.).
     
      Conviene, sin embargo, tener en cuenta que la consideración «dogmática» en la Iglesia significa una profundización (por razón del método) en las cuestiones de Ecclesia, no una sustitución de la eclesiología al nivel (metodológico) «fundamental» por otra de nivel dogmático. De hecho, un estudio dogmático de la Iglesia lleva a una delimitación de las cuestiones que deben reservarse a la consideración fundamental (o apologética) de la Iglesia; de este modo la teología fundamental puede recobrar el nervio y la fuerza perdidos al acumularse sobre ellas un número creciente de reflexiones eclesiológicas que no le pertenecen necesariamente.
     
      b) Situación de una exposición dogmática en la síntesis teológica. A medida que se elaboraba una exposición de carácter dogmático surgía el problema de su situación en la síntesis teológica. J. Ranft, después de un detallado análisis histórico y de un examen sistemático de la cuestión, afirmaba que el lugar propio de la e. era entre el estudio de Cristo Redentor y el estudio de los Sacramentos. Aunque la mayoría de los teólogos aceptaron estas conclusiones, aparecieron algunas disensiones. No faltó quien propuso, más o menos explícitamente, la fusión de la cristología y de la e., dándoles por objeto (lo mismo que a toda la Teología) el «Christus totus», Cabeza y miembros. El P. Mersch especialmente trabajó en esta línea (v. CUERPO MÍSTICO). M. D. Koster se inquietó al ver a la e. reducida a ser sólo una parte de la cristología. Más recientemente se sugirió dejar su estudio al final de la síntesis teológica, proposición que supone una duda sobre la oportunidad de considerar la e. como un tratado distinto a los otros.
     
      Estas investigaciones, con sus tentativas, tienen el mérito de subrayar un hecho indiscutible: la conexión esencial entre el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia.
     
      c) La eclesiología como tratado separado. La mayoría de los estudios recientes presuponen la existencia de un tratado especial «De Ecclesia», sea en el interior de la Teología fundamental, sea entre los llamados tratados dogmáticos. Se pregunta ahora si éste es un acuerdo real o revela un cierto equívoco.
     
      Admitiendo la unidad de la Teología (v.), por razones prácticas y en función del distinto objeto material y de la diversidad de método, parece legítima la existencia de tratados. Nos preguntamos si se puede hablar de un tratado «De Ecclesia» según la significación comúnmente aceptada del término.
     
      Entre los que parecen defender un tratado separado cabe mencionar a K. Rahner (Escritos de Teología I, Madrid 1961, 41-46). En su sinopsis de una dogmática, incluye la e. en la dogmática especial (en oposición a la Teología «formal» y fundamental), y más particularmente en la parte consagrada a la caída y a la redención. O. Semmelroth, que considera a la Iglesia como sacramento, participa de esta opinión. Sitúa la e. entre la cristología (y soteriología) y el tratado sobre la gracia (cfr. Ekklesiologie. II. Wissenschaf tstheoretische Ueberlegungen, en LTK, III,787). También se había pronunciado en este sentido Ch. Journet, haciendo referencia al P. A. Gardeil (v.).
     
      Para no multiplicar testimonios, citemos el estudio de Stanislao Jáki sobre la e. contemporánea. Comprueba que los principios de S. Tomás de Aquino no favorecen la formación de un «De Ecclesia» y que algunos teólogos no simpatizan con la constitución de un tratado especial. El mismo Y. Congar, sensible a la complejidad del misterio de la Iglesia, insiste en la dificultad de definirla (Santa Iglesia, 23,44). Otros autores, entre los que se puede citar F. Malmberg, subrayan los aspectos eclesiológicos de otros tratados, o a la inversa, los aspectos «teológicos», «cristológicos», etc., de la eclesiología.
     
      Esta observación supone no sólo la negación de un tratado especial de e. en sentido estricto, sino quizá de todo tratado especial. No obstante, plantea el problema de una forma más aguda para la e. que respecto a las otras partes de la teología.
     
      Los teólogos dominicos de la escuela de La Saulchoir, Chenu (v.) y Congar especialmente, insisten en que la Iglesia en cierto sentido es todo el «misterio de salvación». Si es preciso un tratado separado, éste tendría por objeto descubrir el aspecto eclesiológico de los otros tratados. Recuerdan que, para S. Tomás, la sustancia de la Iglesia es la vida teologal. Esto equivale a afirmar que una e. completa debería incluir todo el orden del retorno hacia Dios (materia de la 2-2 de la Sum. Th.) que, según el designio presente tiene lugar por medio de Cristo (materia de la 3a parte de la misma Sum. Th.).
     
      La obra del P. Le Guillou, Teología del misterio. Cristo y la Iglesia, en esta misma línea, es una apología de la teología y de la e. de S. Tomás, presentada en conformidad con el pensamiento bíblico y patrístico. Le Guillou muestra cómo el N. T. y la tradición antigua inserta a la Iglesia en el centro del misterio, hasta el punto de preguntarse si es lícito aislarla de este contexto para tratarla aparte. Así justifica que S. Tomás no haya elaborado una e.: porque para el Aquinate ésta se encuentra en el movimiento mismo del misterio de Cristo que nos recapitula en Él y nos conduce al Padre.
     
      En estas condiciones, elaborar un tratado separado de e. supone uno de los siguientes peligros: o bien integrar en él elementos no estudiados en los tratados clásicos e insistir en las formas exteriores de la Iglesia, y cuyos inconvenientes ya han quedado señalados; o bien incluir lo que se refiere a la vida y a las estructuras de la Iglesia y analizar así, quizá inconscientemente, elementos ya estudiados en otros tratados (la Gracia capital, la misión del Espíritu, los Sacramentos... sin referirnos a muchos otros aspectos de la llamada Teología pastoral o de la misionología).
     
      Esto no equivale a condenar todo ensayo de exponer unitariamente el misterio de la Iglesia en todas sus dimensiones. El ensayo puede elaborarse mientras se considere una síntesis parcial, obtenida por la agrupación de cuestiones que tienen una relación directa con el aspecto «misterio».
     
      2. Contenido. Sin duda esta agrupación de cuestiones centrada en la idea de «misterio» aparece en la Const. dogmática Lumen gentium. Es posible que el comentario a ésta constituya, para muchos, un tratado sobre la Iglesia; aunque el citado documento no ha logrado presentar una síntesis total, sus ocho capítulos dan una visión suficientemente completa de la Iglesia.
     
      El esquema de la Constitución podría proponerse de la siguiente manera:a) En el cap. I, titulado «el misterio de la Iglesia», se describe su origen divino y su íntima naturaleza. Sigue el cap. 11 sobre el «Pueblo de Dios» en que se expone con insistencia el carácter peregrino e histórico del nuevo pueblo, en el ejercicio del sacerdocio común (v. IGLESIA III, 4), con la indicación del «sensus fidelium» y de los carismas (v. IGLESIA III, 5); también se desarrolla el tema de la unidad católica y universal, y las relaciones con las diversas categorías de cristianos y con los hombres en general.
     
      b) A partir del cap. III se expone la «constitución jerárquica de la Iglesia y particularmente el episcopado». Los Obispos (v.), sucesores de los Apóstoles por la consagración episcopal, constituyen en unión con el Papa el Colegio episcopal (v. COLEGIALIDAD EPISCOPAL) y ejercen los ministerios de enseñar, santificar y gobernar, ayudados por los presbíteros (v.) y diáconos (v.). En el cap. IV se enseña que los laicos (v.), por su misma dignidad cristiana, participan de la misión salvadora de la Iglesia, cooperando en el triple ministerio episcopal.
     
      c) Después de la exposición de la estructura jerárquica, la Constitución analiza el fin que la Iglesia pretende, y en el cap. V trata de la «universal vocación a la santidad» en sus diversas formas, sin excluir los consejos evangélicos (v.). En efecto, el cap. VI está dedicado a los religiosos (v.) que profesan dichos consejos bajo la autoridad eclesiástica.
     
      d) Por último, en el cap. VII se trata ex profeso del carácter escatológico (V. ESCATOLOGíA III) de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial. El cap. VIII dedica una especial consideración a la Virgen por su relación a Cristo y por su relación a la Iglesia, de la cual es «typus» en orden a su maternidad y a su virginidad (V. MARÍA II).
     
      Sin duda, una e. centrada en la Const. dogmática Lumen gentium tendrá que ser completada con la doctrina de la Const. pastoral Gaudium et spes destinada a presentar las relaciones Iglesia-mundo, Iglesia-historia y a subrayar la dimensión misionera propia a la Iglesia (v. IGLESIA III). La Gaudium et spes no interesa sólo por la presentación que la Iglesia hace de una serie de cuestiones morales y sociales, sino por el problema teológico que plantea sobre la relación intrínseca que existe entre las realidades profanas y humanas y el misterio de nuestra salvación en Cristo por medio de la Iglesia. Es la proclamación de una e. positiva que acoge a todo el mundo: «La Iglesia es el sacramento de la salvación ofrecida a todos los hombres».
     
      Estas dos Constituciones nos ofrecen todos los elementos para un posible tratado sobre la Iglesia, pero demasiado yuxtapuestos. Una verdadera síntesis probablemente deberá buscar su centro de coherencia en una mayor consideración del misterio de la Iglesia en relación con la historia salvadora, insistiendo en los fundamentos bíblicos.
     
      3. Un posible principio central del tratado sobre la Iglesia. En la búsqueda de un principio central de un tratado De Ecclesia, debe recordarse que en el símbolo de la fe (v.) la Iglesia es profesada inmediatamente después del Espíritu Santo. Aquí se da precisamente la interferencia entre la Trinidad y la historia salvadora. Esto significa que la Iglesia debe concebirse tanto pneumáticamente, como a la luz del misterio de la Encarnación. Así la Iglesia sería el contexto propio de la acción del Espíritu Santo, el cual, naturalmente, es el continuador de la obra del Hijo encarnado, en el curso de la historia. Esta concepción permite contemplar a la Iglesia en toda su riqueza y profundidad, pues una concepción exclusivamente pneumática o exclusivamente cristológica no nos mostraría la verdadera faz de la Iglesia. La primera nos ilumina la dimensión interna, interior de la Iglesia, la segunda nos hace ver a la Iglesia como continuadora de la obra del Hijo, tanto en su dimensión interna como externa. La concepción pneumática ha sido elaborada ampliamente por H. Mühlen, en una obra en la que no duda en presentar al Espíritu Santo como el centro de comprensión de la Iglesia, en una línea próxima a la Teología oriental, marcada por un predominio carismático. No obstante, dicha obra ha suscitado viva polémica dado que su autor al recalcar tanto la concepción pneumática de la Iglesia, deja en penumbra su conexión con el misterio de la Encarnación, elemento esencial para el desarrollo de una fructífera y verdadera eclesiología.
     
      V. t.: IGLESIA; CUERPO MÍSTICO; PUEBLO DE DIOS; REINO DE DIOS; CRISTOLOGíA; ECUMENISMO.
     
     

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J. E. VILANOvA BOSCH.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991