Se llama d. (de duo, dualis: dos, dual) a la doctrina que afirma la
existencia de dos principios supremos, increados, contornos,
independientes, irreductibles y antagónicos, uno del bien y otro del mal,
por cuya acción se explica el origen y evolución del mundo; y también, en
un sentido más amplio, a las doctrinas que afirman dos órdenes de ser
esencialmente distintos, con más o menos radicalismo: p. ej., ser ideal y
ser real, Dios y mundo. naturaleza y gracia (en el plano cognoscitivo
razón y fe), materia y espíritu, orden tísico (de la necesidad) y orden
moral (de la libertad y el deber) (en el plano cognoscitivo constatación y
valoración ética), conocer y querer (plano de la actividad consciente),
bien y mal (plano de la actividad moral), etc. En el primer caso se trata
del d. en el sentido más estricto y usual del término, y se puede llamar
d. teológico, cosmogónico (relativo al origen del cosmos) o religioso; en
el segundo caso se puede hablar de un d. metafísico, que se opone de modo
irreductible al correspondiente monismo (v.), y ambos se oponen al
panteísmo (v.). Las dos formas de d. guardan relación entre sí. El término
d. es utilizado por primera vez por Tomás Hyde (Historia religionis
veterum Persarum, Oxford 1700, 114) en sentido teológico para designar el
d. de la religión persa; la misma significación tiene en Bayle (Dictionnaire
historique et critique, Rotterdam 1697, art. Zoroastre) y Leibniz (Essays
de Théodicée, 1710, 11,144,149). Wolff (Psychologia rationalis, Francfort
y Leipzig 1734, 34) introdujo su sentido metafísico y ontológico, al
emplear el término d. para significar las relaciones del alma con el
cuerpo.
Dualismo estricto. El d. religioso (v. II) aparece en muchos pueblos
antiguos, como China (v.) y Egipto (v.), pero especialmente en Persia. Su
religión, impulsada y reformada por Zoroastro (v.) hacia el s. VI a. C.,
establece un principio divino del bien, Ormuz, y otro del mal, Ahrimán.
Formas de d. se encuentran después en el orfismo (ca. s. VI a. C.; v.), en
el gnosticismo (s. II d. C.; v.), en el maniqueísmo (v.), en la doctrina
gnóstico-maniquea de Prisciliano (v.), y, ya en la Edad Media, en los
bogomilas (v.) albigenses (v.). cátaros (v.) y valdenses (v.). La más
influyente de estas doctrinas, después del mazdeísmo (v.) de Zoroastro,
fue el maniqueísmo (v.).
En líneas generales, las doctrinas dualistas coinciden en los
siguientes rasgos: El principio del Bien es identificado con la Luz y el
Espíritu; el principio del Mal con las Tinieblas y la Materia, o con el
diablo o demonio (maniqueísmo). La materia es, pues, mala, y principio del
mal; o bien creada por un demiurgo distinto del Dios bueno (gnosticismo de
Marción), o por el diablo, principio del mal (Prisciliano). Toda la
realidad material, y en particular el cuerpo humano, resulta así
desvalorizada. Los dos principios están en pugna entre sí, y esa lucha
constituye la historia del mundo; el universo y la vida del hombre son su
escenario; la victoria final corresponderá al principio del bien. En
moral, predican una purificación o ascesis rigorista y extrema; o bien
ceden ante lo inevitable y justifican la relajación: porque no es posible
resistir al principio del mal que inclina a pecar, y es ese principio, no
la persona singular, el responsable del pecado. Tanto su ascetismo como su
fatalismo son pesimistas.
El d. trata de explicar la presencia del mal (v.) en el mundo, que
ha preocupado tanto a los hombres, pero sin hacer responsable al hombre.
Aparece cuando se descubre que en el universo todo tiene una finalidad,
que le ha sido impresa por su autor, y no se quiere aceptar la
responsabilidad de la libertad humana. Esa presencia del mal puede
inclinar también hacia el ateísmo, en la medida en que el espíritu humano
esté más dispuesto a renunciar a la finalidad universal y a las
consecuencias de la responsabilidad personal. El d. se produce también por
la tendencia simplista a hacer del bien y del mal realidades absolutas
existentes en sí, como elementos puros que, en todo caso, pueden mezclarse
y atemperarse. En el polo opuesto de esta actitud se encuentra la
apreciación del bien y del mal como meros puntos de vista relativos de los
sujetos valorantes.
La inconsistencia y error del d. pueden quedar fácilmente de
manifiesto por los siguientes razonamientos: Dios es único, infinito y
omnipotente (v. DIOS IV, 7-11); el principio del mal no puede ser Dios ni
puede limitar la potencia infinita del único Dios. Por otra parte, todo ha
sido creado por Dios, y como tal bueno; todo lo que existe es bueno (Dios
miró todas las cosas que había creado y vio que erarl buenas: Gen
1,4.7.10.12.18.21. 25.31); también lo es, por tanto, la materia (además,
el Verbo se encarnó; la Encarnación, v., en el cristianismo es una
revalorización de la materia y del cuerpo humano frente al plantonismo y
al maniqueísmo, y una doctrina optimista). El mal no es ser en sí mismo,
no es algo positivo; es sólo privación de bien, carencia de la perfección
debida a una naturaleza. Lo positivo es el bien carente o privado; el mal
sólo se da en el bien, como defecto. Un mal absoluto, existente en sí,
sería una contradicción: una nada que existe. Como el mal no es un ser
positivo, no necesita causa; sólo el ser tiene causa o principio, y todo
ser es bueno. Tiene causa la entidad positiva a la que le acontece estar
privada de la perfección debida; esa privación es querida accidentalmente,
o sólo permitida, y siempre en función de un bien mayor. Por tanto, no hay
que buscar una causa primera del mal, un principio o Dios del mal. No hay,
pues, un principio del mal que sea Dios, o simplemente un mal absoluto y
positivo. El d. es contrario a la creación universal (habría algo distinto
de Dios que se sustrae a su acción creadora) y a la trascendentalidad del
bien (todo ser, en cuanto ser, es bueno). El mal ha sido introducido en el
mundo por el pecado de la criatura inteligente y libre. Lejos de ser la
materia, es el espíritu el origen del mal. Sólo la obra de Dios fue
material, la obra del pecado es enteramente espiritual. No hay cosas
malas, sino malas voluntades, y éstas no pueden hacer malas las cosas. Hay
que hablar, pues, de un bien de la creación y de un mal de la caída o
pecado (v.).
Los principales autores que refutaron con más profundidad el d.
fueron S. Agustín y S. Tomás de Aquino. S. Agustín, que antes de su
conversión había sido maniqueo, le opuso después la doctrina del mal como
privación: todo procede y participa de Dios, y, en cuanto tiene ser, es
bueno. Los maniqueos preguntaban de entrada: ¿de dónde procede el mal? S.
Agustín se dio cuenta de que ese planteamiento presuponía la existencia
del mal como algo positivo y forzaba así la respuesta maniquea. Y entendió
que era anterior otra pregunta: ¿qué es el mal? (De natura boni contra
maniqueos, cap. IV: «Proinde cum quaeritur unde sit malum, prius
quaerendum est quid sit malum»). S. Tomás de Aquino combatió el d. en su
forma albigense. Lo principal de su doctrina se encontraba ya en S.
Agustín, y no tuvo más que recogerlo y exponerlo. Pero el conjunto de su
pensamiento es más eficaz contra el d., por la importancia que da a la
materia en la constitución del hombre y en el conocimiento, siguiendo a
Aristóteles. S. Agustín, más platónico, tendía a ser excesivamente
espiritualista, y cualquier espiritualismo favorece el desprecio de la
materia y el d.
Otros dualismos. En diferentes autores se han dado formas muy
diversas de d. ontológicos. Se encuentra en Pitágoras (v.), con la
oposición entre límite e ilimitado, par e impar, a las que corresponden
otras ocho oposiciones; en Empédocles (v.), con el contraste entre la
amistad y el odio, que Aristóteles interpreta como el Bien y el Mal (cfr.
Metafísica, 1,4,984b34-985all); en Anaxágoras (v.) con el caos primitivo y
la inteligencia (Nous); en los atomistas (v. ATOMISMO), con el vacío
infinito y la multiplicidad de corpúsculos invisibles. Se acentúa en
Platón (v.), con los dos mundos: el mundo inteligible de las ideas,
eterno, inmutable y necesario, y el mundo sensible de la materia,
temporal, mudable y corruptible. Platón desvaloriza el mundo de la
materia; de su doctrina procede la imagen del cuerpo como cárcel del alma.
El d. platónico reaparece completo en los neoplatónicos (v.), aunque en
éstos se añade la doctrina de la emana ción, que liga ambos mundos (v.
EMANATISMO).
Descartes (v.) acentúa el d. entre el espíritu (res cogitans) y la
materia (res extensa). Kant (v.) introduce un nuevo d.: entre la razón
pura y la razón práctica, el mundo natural de la apariencia (fenómeno) y
el determinismo, y el mundo moral de la realidad en sí (nóumeno) y la
libertad. Los espiritualistas posteriores insisten en el d. entre
naturaleza y espíritu. A algunas de estas formas de d. se opone el monismo
(v.), que concibe todo lo real como un ser único, con diferencias no
irreductibles, sólo graduales, entre sus manifestaciones; las diferencias
pueden parecer irreductibles, en todo caso, por la limitación de nuestro
conocimiento.
Estos d. metafísicos, ontológicos o gnoseológicos, según la
radicalidad con que se admitan, pueden incidir en un d. estricto, o en
otros errores de tipo racionalista que, como el monismo, tampoco reconocen
el pluralismo de lo real, con sus diferentes grados y modos de ser (v.) y
con los diferentes modos y métodos (v.) de conocimiento (v.). Entre los
distintos seres que componen la realidad (v.) hay una unidad, pero no la
identidad que supone el monismo ni la oposición en dos bandos que dice el
d.: se trata de una unidad únicamente de origen, la que les da el formar
parte de la creación (v.), lo que lleva consigo una cierta unidad de orden
(v.) y de fin (v.) (v. UNIDAD; PLURALISMO; SER).
V. t.: III; Dios IV, 7; GNOSTICISMO; MANIQUEÍSMO; MAL.
BIBL.: E. NOBLE, II dualismo
nella filosofia, Sua ragione eterna e sue storiche vicissitudini, 2 ed.
Nápoles 1935; ID, II dualismo filosofico, La filosofia anticha dagli
esordi a Severino Boezio, l'ultimo dei romani, Nápoles 1940; S. PLTREMENT,
Le dualisme chez Platon, les gnostiques et les manichéens, París 1947; U.
BIANCHI, 11 dualismo religioso, Roma 1958; G. SEMPRINI, M. VIGANÓ,
Dualismo, en Enc. Fil. 2,643-646; v. t. la bibl. de MONISMO.
1. M. ARIAS AZPIAZU.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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