Uno d los personajes más conocidos y universales de la literatura
española. A veces sé le ha comparado, en lo que a difusión y popularidad
se refiere, con otras grandes figuras literarias nacionales: p. ej., la
Celestina (v.) y D. Quijote (v.), según hizo Ramiro de Maeztu en su ensayo
de 1925. En él, D. Quijote era presentado como personificación del amor;
Celestina, del saber, y D. J ., del poder. Maeztu defendió el españolismo
de este último personaje, frente a las interpretaciones que han pretendido
localizar su origen, unas veces en Italia - así Farinelli -, otras en
Portugal, e incluso en Alemania. Frente a la tesis italianista de
Farinelli, Victor Said Armesto, en su conocido estudio La leyenda de Don
Juan, insistió en la originalidad española del Tenorio; la cual, por
supuesto, no excluye el que, una vez configurado literariamente el
personaje, pasara a las más diversas literaturas.
Origen del personaje. Se diría que el interés suscitado por tan
poderoso personaje literario, trajo como consecuencia el que éste pudiera
ser estudiado con referencia a problemas propios de un ser real y no de
ficción. Así, uno de los más curiosos aspectos bibliográficos en torno al
origen de D. J. es el de las más o menos bizantinas discusiones sobre su
madrileñismo, sevillanismo e incluso galleguismo: el citado Said Armesto
estudió la filiación gallega del apellido Tenorio, y rechazó la tesis
sevillana que identifica al héroe con el personaje histórico D. Miguel de
Mañara, recordado en el drama fantástico de Alejandro Dumas (v. DUMAS,
ALEJANDRO [1802-1870] ), Don Juan de Marana [sic, por mala interpretación
del apellido Mañara] o la caída de un ángel (1837).
También se han apuntado, alguna vez, posibles modelos vivos del
popular tipo literario. Así, Gregorio Marañón (v.) en su Don Juan (Ensayo
sobre el origen de la leyenda} pensó en el conde de Villamediana, e
incluso en el propio monarca Felipe IV, y consideró que «la leyenda de Don
Juan, que flotaba en toda la Europa renacentista, nació sin duda en
Madrid, de la misma mixtura de misticismo y verdades religiosas y
lúbricas, que dio origen a estas aventuras donjuanescas de Felipe IV » :
los episodios de alumbradas del convento de S. Plácido y los supuestos
amores de Felipe IV con la monja Sor Margarita de la Cruz.
Por su parte, Da Blanca de los Ríos insistió en la localización
sevillana, fijándose no sólo en el caso de Miguel de Mañara, sino también
en una aventura del licencioso arcediano Vázquez de Leca, y en la
existencia de los apellidos Tenorio y Ulloa en Sevilla; con la cual venía
a hacerse eco de lo que ya en 1906 había dicho R. Menéndez Pidal: «La
verdadera fuente próxima de El Burlador pudo ser una leyenda referente a
Sevilla, que fijase ya los nombres de Don Juan Tenorio y del Comendador
Don Gonzalo de Ulloa. No sería difícil que apareciesen restos de esta
leyenda en la tradición andaluza debidamente explorada o en algún archivo
olvidados». Es obvio que fue la obra atribuida a Tirso de Molina, El
Burlador de Sevilla y Convidado de piedra (cuya edición más antigua
conocida es de 1630) la que estableció esa tradicional vinculación entre
D. J. y la ciudad andaluza, bellamente expresada por Ortega y Gasset en un
artículo publicado en f.1 Sol en 1921: «Mas sobre todo esto flota una
gracia que me parece específicamente sevillana; si la leyenda hubiese sido
forjada en nuestra Castilla habría en ella no sé qué de áspero y
tremebundo, más granito que rosas y más estocadas que fiestas [ ...] .La
mitología clásica soñó de unas ninfas, las amadryadas, que vivían
adscritas al tronco de los árboles en las selvas profundas: si abandonaban
su tronco maternal morían irremediablemente. Pues yo diría que la imagen
de Don Juan es la amadryada de Sevilla, condenada eternamente a vagar por
la urbe deleitable, y que desarticulada de ella, trasplantada a otro
lugar, evaporaría buena parte de su color y su esencia». Con todo, Ortega
consideraba que tal sevillanismo resultaba perfectamente compatible con la
universalidad del personaje: «Por un sentido universal, no por un acento
sevillano o español, ha merecido esta leyenda que le crezcan alas
gigantes, y ha atravesado todas las literaturas y se ha posado en cimas
tan altas como Mozart y Byron». D. J ., para Ortega, es «uno de los
máximos dones que ha dado al mundo nuestra raza».
Mito literario. Universalizado ya, D. J. se ha convertido en poco
menos que un mito, frente al que se ensayan, una y otra vez, nuevas
definiciones e interpretaciones. Para Denis de Rougemont, en Les mythes de
l'amour (1967), D. J. es un gran señor, siempre con plena conciencia de su
condición de tal, enfrentado polémicamente a lo bueno ya lo justo. Si las
leyes de la moral no existiesen, D. J . las inventaría para así
quebrantarlas, señala Rougemont; el cual recuerda asimismo la
interpretación musical que Kierkegaard dio del famoso personaje y de su
posible relación con la figura de Fausto.
Pero todo esto alude a D. J. convertido en mito, y aquí importa más
referírse a las primigenias versiones del personaje literarío ya los temas
que convergen en la más antigua de ellas, la ya citada de Tirso de Molina
(v .), El Burlador de Sevilla, incluida en una edición, publicada en
Barcelona en 1630, de Doce comedias nuevas de Lope de Vega y otros
autores. En 1878, en la «Colección de Libros Españoles Raros y Curiosos»,
editada por Sancho Rayón y el marqués de la Fuensanta del Valle, se
incluyó otra versión de la comedia de Tirso. Los editores afirmaban haber
hallado el texto original con el título de ¿Tan largo me lo fiáis? ,
atríbuido alguna vez a Calderón. Para Da Blanca de los Ríos, en su edición
crítica del teatro completo de Tirso, ¿Tan largo me lo fiáis? no es otra
cosa que la primera versión de El Burlador, salidas ambas de la pluma de
Tirso. En una y otra se descubren los dos componentes fundamentales del
tema de D. J .: por un lado - como dice Said Armesto«el carácter del mozo
disoluto, del hombre arrestado, procaz y libertino, diestro en requebrar y
perseguir mujeres, verdaderamente demoniaco, impenitente y terrible, tipo
nada exótico, tipo conocido desde antigua fecha en los tabladoscomo lo
acredita el Infamador de J. de La Cueva (v.); el Rufián dichoso de
Cervantes (v.); el Esclavo del Demonio de Mira de Amescua (v.), y la
Fianza satisfecha de Lope de Vega (v.) [...] ; y, por otro lado, el
terrible caso de la condenación final del héroe por hacer escarnio de los
muertos».
Este segundo componente de la leyenda cuenta con muy añejas
versiones en relatos y tradiciones populares, sobre todo en lo que se
refiere al irrespetuoso convite que un vivo hace a un muerto. Es el tema
del romance tradicional del Galán y la calavera, estudiado por Menéndez
Pidal (v.), en el que un joven al ir a misa «por ver las damas / las que
van guapas y frescas», encuentra una calavera en el camino, a la que
saluda burlescamente: «- Calavera, yo te brindo / esta noche a la mi
fiesta. / - No hagas burla, caballero; / mi palabra doy por prenda». y
efectivamente, a la hora de la cena, llega a la casa del galán el muerto
(ya no se trata de una calavera, puesto que se lee en el romance « Ponénle
silla de oro, / su cuerpo sentara en ella» ), y tiene lugar una escena que
constituye un preludio de la que tan famosa se hará en el drama, entre D.
J. y el Comendador difunto; con la diferencia de que en el viejo romance
la calavera, aunque invite a su vez al joven a que acuda «a medianoche a
la iglesia», y le pide que entre en su sepultura, acaba por perdonar al
pecador, cuando éste invoca el nombre de Dios.
La parte fantástica y sobrenatural de El Burlador, preludiada en
textos como el que tal romance significa, llegó, pues, a configurarse como
decisiva en la leyenda; pero los caracteres específicos que hoy atribuimos
al tipo donjuanesco se sostienen sin necesidad de ella. Considerado el
donjuanismo como una forma de seducción ejercida por un hombre sobre
muchas mujeres, a las que va conquistando sucesivamente, no tiene
demasiado que ver con la parte sepulcral y fantástica de la leyenda,
ligada, eso sí, al castigo o redención del Tenorio, según los casos.
Quiere decirse que lo sustancial en la caracterización de D. J. viene dado
por su actitud frente a las mujeres, más que ante el Comendador. Así
caracterizado, el D. J. con mayúscula acaba perdiéndola y pasando de
nombre propio a común, en proceso idéntico al experimentado por su
apellido Tenorio, o al perceptible en otros casos de la literatura
española: Celestina, Lazarillo, Quijote.
Con El Burlador de Sevilla quedan, pues, fijadas la figura de D. J.
y sus -desde entonces- más características aventuras. En Nápoles, el D. J.
de Tirso engaña y burla a la duquesa Isabela, haciéndose pasar por su
prometido el duque Octavio. Después engañará a otras mujeres de varia
condición social: una pescadora, una labradora... Cuando otra presunta
burlada, Da Ana de Ulloa, reclama auxilio, acude su padre el Comendador,
D. Gonzalo, al que D. Juan mata con su espada. Este episodio dará lugar al
segundo componente del drama, con la estatua del difunto, el macabro
convite y el castigo final, la condenación del Burlador.
Del s. XVtt español es asimismo el drama de Alonso de Córdoba y
Maldonado, La venganza en el sepulcro, inspirado en el de Tirso, pero muy
inferior. En él asoma el motivo de la matonería donjuanesca, que pasará
después, en 1714, a No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se
pague, de Antonio de Zamora (v.). Inspirada asimismo en la obra de Tirso
la de Zamora, alcanzó cierta popularidad, como lo prueba el que se
representase tradicionalmente en noviembre, antes de que fuera desplazada
por el drama romántico de José Zorrilla (v.). El desenlace que éste dará a
la obra -salvación de D. J., por mediación de Da Inés- se halla, en cierto
modo, anticipado en la versión de Zamora, donde D. J. no parece
condenarse, ya que, en sus últimos momentos, antes de morir tiene el
necesario punto de contrición y se arrepiente de sus pecados.
Versiones extranjeras. Fuera de España van apareciendo asimismo
diversas obras con D. J. como protagonista. Antes de que lo sea de poemas
o de novelas, lo fue, inicial y fundamentalmente, de obras teatrales;
repitiéndose, pues, lo ocurrido en las letras españolas, donde las
principales formulaciones del tema donjuanesco alcanzaron configuración
dramática. En Italia, la Comedia del Arte (v. COMEDIA) incorporó a su
repertorio de tipos el de D. Juan. Giacinto Andrea Cicognini simplifica y
abrevia el texto de Tirso. En el mismo, o quizá en alguna de esas
versiones italianas, se inspiró Moliére (v.), en las letras francesas,
para su Don Juan, ou le festin de pierre (1665). El protagonista, sin
embargo, poco tiene que ver ya con el Burlador tirsiano. Éste era
efectivamente un pecador, excesivamente confiado en que tendría tiempo
para arrepentirse y para contar con la misericordia de Dios (su « ¡Tan
largo me lo fiáis! » no tiene otro sentido), pero no un agnóstico o un
ateo. El D. J. molieresco es realmente un libertino, un librepensador de
la época, tan perverso que, en una escena clave de su contextura moral,
ofrece generosa limosna a un mendigo si éste consiente en blasfemar.
En la época neoclásica Carlo Goldoni (v.) escribe su Don Giovanni o
la punizione del dissoluto, título este que recuerda el del libreto que el
abate Da Ponte compuso para la bellísima ópera de Mozart (v.), Don
Giovanni ossia il disoluto punito (1787); la cual suponía -según ya se
apuntó- para Kierkegaard (y luego, para Denis de Rougemont) algo así como
la versión más pura de D. J. confiada como quedaba su seducción a la
música.
Con el Romanticismo literario, exaltador de los héroes que lo son
precisamente por su marginación moral y social, por su actitud
revolucionaria y quebrantadora de leyes o normal, D. J. va a convertirse
en una de las figuras predilectas y más significativas. Así, lord Byron
(v.) proyecta no pocos aspectos de su personalidad en el poema Don Juan,
al simbolizar en él casi el derecho al amor libre, sin trabas ni normas
morales o sociales. Con no pocas observaciones humorísticas y satíricas,
el D. J. que Tirso había situado en Sevilla, viaja ahora desde la capital
andaluza por lejanos países: Grecia, Constantinopla, San Petersburgo, para
acabar en Inglaterra. De 1829 es la tragedia alemana Don Juan y Fausto, de
Christiana Dietrich Grabbe (1801-36), en la que los dos grandes mitos
vienen a personificar dos modos europeos: el meridional y el nórdico. En
Rusia, y en 1830, escribe Alejandro Pushkin (v.) su tragedia El convidado
de piedra. De 1837 es el ya citado drama de Dumas, Don Juan de Marana o la
caída de un ángel, con una monja llamada Sor Marta que ya no es
metafóricamente un ángel, como para el Tenorio zorrillesco puede serlo Da
Inés, sino que lo es realmente, bajado a la tierra para salvar a D. J.
Pero será éste, con su enorme poder de seducción, el que haga abdicar a
Sor Marta de su condición angélica, para reducirla a la estricta de
enamorada mujer.
Don Juan Tenorio. De 1844 es la versión más popular del mito en el
ámbito hispánico: el D. Juan Tenorio, de José Zorrilla (v.), drama
fantástico escrito en sólo 21 días, cuando el autor contaba 26 años. Entre
las fuentes utilizadas por Zorrilla debieron figurar algunas de las
versiones ya citadas, como la de Zamora y la de Dumas. El desenlace
apuntado por Zamora sobre el arrepentimiento y salvación de D.1. alcanza
categoría de apoteosis romántica (la redención por el amor) en la obra
zorrillesca, desplazadora de la de Zamora en el gusto popular, al ser
representada en las tradicionales fechas de Todos los Santoz y Difuntos.
«Todos los años -escribía Ortega en 1935-, los españoles, que no solemos
ir a ninguna parte, vamos a ver y oír el D. J. de Zorrilla. Vamos todos y
todos juntos -ésta es una de las dimensiones maravillosas-: vamos los que
somos pedantes de oficio y los que son ingenuos y espontáneos por
misterioso destino». Obsérvese que muy significativamente Ortega habla de
«ver y oír», con expresión compendiadora del dominante carácter
espectacular de una obra que, así considerada, quizá no tiene par en la
literatura española. A Ortega le encantaba la versificación zorrillesca
(tan descaradamente elemental en tantos pasajes del Tenorio) y veía en
ella una magia, un encantamiento, un carmen. Algo quizá tiene que ver con
tal persuasión sonora el hecho de que en 1877 Zorrilla estrene una nueva
versión de su Tenorio, transformado en zarzuela, con música del compositor
Nicolás Manent. Frente a quienes consideraban un disparate el que D. J.
cantase, Zorrilla argumentó: «Si canta en la ópera italiana, ¿por qué no
ha de cantar en la zarzuela española?».
Este D. J. que da serenatas y que canta en la escena del sofá, para
mejor seducir a Da Inés, no puede ser ya tomado demasiado en serio, pese
al empeño de Zorrilla, y de hecho nadie lo tomó, quedando la zarzuela de
1877 olvidada y oscurecida por el drama de 1844. Se diría que con el paso
a la zarzuela se inició, contra la voluntad de Zorrilla, el camino de las
parodias y de las libres interpretaciones de D. J., que habían de
desembocar en lo que bien pudiéramos llamar la «desdonjuanización» del
famoso personaje.
Figuras donjuanescas en la novela española moderna. A finales del s.
XIX aparecen algunas figuras caracterizadas por tal rasgo. Así, Leopoldo
Alas, Clarín (v.), gran admirador del Tenorio de Zorrilla, al que dedica
muy bellas páginas en La Regenta, nos presenta en tal novela la figura de
un tenorio provinciano, positivista y un tanto machucho, D. Álvaro Mesía,
muy significativo en cuanto al aludido proceso de desdonjuanización o
decadencia del personaje.
Benito Pérez Galdós (v.) ofrece también, en su ancho mundo
narrativo, algunas figuras donjuanescas, como el D. Lope de Tristana; un
«Don Juan en decadencia, quitándose las botas y poniéndose las
zapatillas», como dice su autor. En el «Episodio nacional» España sin rey,
D. Juan de Urríes es ya un seductor «cuyo apetito donjuánico no tenía
suficientes arrestos para proceder conforme al uso de los tiempos heroicos
del libertinaje. La sociedad comedida y reglamentada del s. XIX no
permitía ciertas audacias. El rapto en el coche, burlando de un puntapié o
a cuchilladas la vigilancia de los servidores, era un delirio anacrónico».
De la que Galdós llama «poesía donjuánica», sólo parece quedar en Urríes
«el penacho y caireles». Urríes es un D. J. totalmente positivizado: «A
más de dinero derrochaba la influencia política, prodigando
recomendaciones, promesas de credenciales, efectividad de favores
políticos, con lo que algún burlado esposo quedó más que satisfecho».
Entre las versiones calificables de «modernistas» del personaje, la
más importante viene dada por el marqués de Bradomín, tal como Valle-Inclán
(v.) lo presenta en sus Sonatas. Al calificarlo de un D. J. «viejo, feo,
católico y sentimental», le atribuye una serie de notas normalmente
impensables como donjuanescas, al menos con referencia al mito en sus
orígenes. Valle-Inclán aderezó su figura donjuanesca con los rasgos casi
propios de lo esperpéntico, con los calificativos normalmente
identificables con lo antidonjuanesco, para de esta forma causar una mayor
perplejidad en los lectores acostumbrados a una visión romántico-burguesa
de tan tradicional personaje.
Por su parte, también dentro de la generación del 98, Azorín (v.)
nos deja un viejo D. Juan (en la novela así titulada) que vive en retiro,
paz, entregado a la caridad. De D. J. sólo tiene el nombre, quizá el
pasado, como la Dª Inés de la novela azoriniana tampoco presenta verdadera
relación con la del drama zorrillesco.
Pero, tal vez, la figura literaria que mejor personifica el proceso
de decadencia o desdonjuanización, en la literatura moderna española, sea
uno de los personajes secundarios de la novela Tigre Juan de Ramón Pérez
de Ayala (v.): aquel grotesco Vespasiano Cebón, descrito por el narrador
asturiano como un ser blando, cobarde y casi feminoide; el cual supondría,
así considerado, poco menos que una versión caricaturesca de la teoría del
Dr. Gregorio Marañón - bien conocida por Pérez de Ayala -, negadora del
carácter viril de D. J., tipo allegable más bien a lo femenino o
feminizante.
Como quiera que sea, la vitalidad de D. J. figura literaria, parece
innegable. Recuérdese, entre las últimas reapariciones del personaje en
las letras españolas, la obra D. Juan, entre ensayo y novela, que en 1963
publicó Gonzalo Torrente Ballester (n. 1910).
El Don Juan de Alfonso Paso (n. 1926), estrenado en 1968, y las
versiones en lengua española de las obras de G. Figueiredo, S. Lilar y M.
Frisch (n. 1911) sobre Don Juan, puestas en escena en Madrid, en 1968.
BIBL.: A. FARINELLI, Don
Giovanni, «Giornale storico della letteratura italiana» XXVII, 1896; G. G.
DE BÉVOTTE, La légende de don Juan, París 1906; R. MENÉNDEZ PIDAL, Sobre
los orígenes de «El convidado de piedra», en Estudios literarios (vol. 28
de la Col. Austral); V. SAID ARMESTO, La leyenda de D. Juan, vol. 562 de
la Col. Austral; A. BAQUERO, Don Juan y su evolución dramática, Madrid
1966.
M. BAQUERO GOYANES.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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