El término d. traduce y sustantiva la locución dominiums dies (día del
Señor), empleado por los primeros cristianos de lengua latina, como
versión de la expresión griega propuesta en el libro del Apocalipsis en te
kyriake emera (1,10), para cualificar, con una nomenclatura típicamente
cristiana, «el día siguiente al sábado», «el primer día de la semana», el
día y el aniversario de la Resurrección de Jesucristo (Mt 28,1; Me 16,9;
Le 24,1; lo 20,1.19.26).
Para el estudio del significado de esa palabra y de los motivos,
contenido y finalidad de la celebración del d., tomaremos como punto de
referencia el siguiente texto del Concilio Vaticano 11: «La Iglesia, por
una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la
Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el
día que es llamado con razón día del Señor o domingo. En este día, los
fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y
participando de la Eucaristía, hagan memoria de la Pasión, la Resurrección
y la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los «hizo renacer a
la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos»
(1 Pet 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe
presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea
también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan
otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia,
puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año
litúrgico» (Const. Sacrosanctum Concilium, 106).
1. Del sábado al domingo. Al instituir el Sacramento de la
Eucaristía (v.), Jesucristo había dicho a sus discípulos que lo repitieran
como memoria de Él: «Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este
cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor 11,25-26).
Lo más natural era que se viera en el aniversario de la Resurrección
(coronación del misterio pascual) una fecha muy indicada para celebrar
esta memoria. Así lo entendieron los discípulos de Jesucristo. quienes se
reunieron ya «ocho días después» de la Resurrección, es decir, el d.
siguiente (lo 20,26 ss.). Ignoramos si en esta ocasión se celebró la
Eucaristía, pero nos consta que ésta se realizaba, en el periodo
apostólico, «el primer día de la semana» (Act 20,6-12).
El carácter fundamental del d. era una innovación por respecto a la
fiesta hebdomadaria del A. T. El d. se oponía, en cierta manera, a la
fiesta judía del sábado; con todo se le consideró el cumplimiento
definitivo de lo que el sábado sólo era figura y preparación, y algunos
elementos que constituían la observancia del sábado quedaron integrados,
muy pronto, en la celebración del d.
El sábado era un espacio de tiempo, dentro del ritmo de la vida
cotidiana, que se destinaba convencionalmente en las antiquísimas culturas
caldeas al descanso. Es posible que esta costumbre pasase al pueblo judío,
dándole la legislación israelita un sello religioso: el sábado debía ser
un día de reposo a imitación del reposo de Dios. después de los seis días
que duró la obra de la creación (Gen 2,2 ss. y Ex 31,13); pertenece a
Yahwéh y no al trabajo del hombre (Ex 20,8-11); es un tiempo en que el
Señor ofrece especialmente a su pueblo la gracia de la santificación (Ez
20,12). Para responder a esta invitación divina, el pueblo debe reunirse
(Lev 23,3), ofrendar sacrificios (Num 28,9 ss.), renovar los panes de la
proposición (Lev 24,8)... La observancia del sábado, según los profetas,
condicionaba la realización de las promesas mesiánicas (Ier, 17,19-27; Is
58,13 ss. y Ez 20,12-26). Jesucristo no abrogó explícitamente las leyes
sobre el sábado. Afirma, con todo, que Él es el Señor del sábado (Me
2,28), que «el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el
sábado» (Me 2,27), que el ejercicio del amor hacia el prójimo está por
encima de las observancias materiales del sábado (Mt 12,5; Lc 13,10-16;
14,1-5) y que haciendo el bien, incluso en sábado, se completa la obra de
santificación (lo 5,17). Durante el primer periodo de la historia de la
Iglesia, los discípulos de Jesucristo siguieron observando el sábado,
particularmente para anunciar la Buena Nueva en el ambiente judío (Act
13,14; 16,3; 17,2; 18,4). Sin embargo, a medida que iba organizándose el
d., muchas prácticas del sábado desaparecieron entre las comunidades
cristianas, aunque en Oriente se continuó considerando ese día como
festivo, desde el punto de vista litúrgico.
Con el reposo del sábado los hebreos recordaban el reposo de Dios el
séptimo día de la creación. Jesucristo, por su Resurrección, entró en un
nuevo descanso (Heb 4,1-11). Los cristianos conmemorarán este descanso,
que es la prefiguración del descanso eterno de los hombres que se han
unido, por la participación en la Resurrección de Jesucristo, en el que
mereció el Redentor al terminar su obra de santificación en la tierra, al
inaugurar el gran día de la redención.
2. El día del Señor. El d. es el «día del Señor». En la terminología
cristiana, aquí el «Señor» no se relaciona tanto al Dios creador como al
Dios redentor, a Jesucristo resucitado.
Ya se ha indicado en otro lugar el valor del tiempo en la vida
cristiana (v. AÑO LITÚRGICO). Dentro de esta perspectiva hemos de
interpretar el sentido de la expresión día del Señor (v.). Con este nombre
se sugieren las intervenciones más importantes de Dios en el transcurso de
la historia de la salvación. La S. E. lo usa para designar el día por
excelencia en que el Señor se manifestará, y el día especialmente
consagrado a su culto. Manifestación y culto son dos términos
complementarios, pues por el culto (v.), el hombre anuncia y conmemora las
manifestaciones de Dios. Los profetas del A. T. se refieren al día del
Señor como el del gran juicio que marcará la máxima comunión de la
eternidad con el tiempo. Es el día de la conversión, de la purificación,
de la salvación de todos los pueblos. Jesucristo hablará de ese día como
el de su gran manifestación (Mt 7,22), y S. Pedro como el de la visita del
Señor (1 Pet 2,12).
Los redimidos son «los hijos del día» (1 Thes 5,5). Para ellos,
también llamados «hijos de la luz» (Eph 5,8), el día del Señor significa
«el primer día» de una nueva creación, anunciado en la creación primera:
«Dijo Dios: haya luz... Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las
tinieblas; día primero» (Gen 1,3-5). El nexo entre las dos creaciones se
recordará todos los d. en el Oficio divino (himno de Laudes) y
especialmente en la Vigilia pascual (v. PASCUA).
El día del Señor tiene otros sinónimos que resaltan algún aspecto
concreto de su significado. Así se le ha llamado también día octavo. Es
una expresión que en la mentalidad de los antiguos designaba que la
creación y la redención llegaban a su pleno acabamiento. A este respecto
S. Agustín, resumiendo el pensamiento de los Padres de la Iglesia,
escribía: «El día que fue el primero será el octavo, de suerte que la vida
primera ya no desaparecerá sino que se hará eterna» (Epístola, 55,17).
Siguiendo una tradición muy extendida, la Iglesia bizantina ha continuado
denominando el d. «día de la Resurrección», haciendo patente de este modo
la relación del día del Señor con la Pascua. Las lenguas anglosajonas han
conservado la apelación, de origen pagano, de día del sol, pero
atribuyéndole una significación cristiana. Primitivamente esta designación
era tolerada, aunque no faltaron quienes quisieron borrarla del
vocabulario cristiano, ya que recordaba la fiesta semanal en honor del
dios solar. Algunos Padres la justificaron, más o menos usando los
argumentos que vemos sintetizados en un texto atribuido a S. Máximo de
Turín (s. v.): «El d. para nosotros es un día venerable y solemne, porque
en él el Salvador, como sol naciente, habiendo disipado las tinieblas de
los infiernos, brilló con la luz de su Resurrección; el mismo día que es
llamado por los hombres del mundo día del sol es iluminado por la
aparición de Cristo, sol de Justicia» (texto citado por H. Dumaine, o. c.
en bibl. 962). El día del Señor, en fin, es la fiesta primordial, puesto
que en él se celebra la memoria del hecho histórico de la resurrección de
Jesucristo, fuente y término de la vida cristiana, a la cual no puede
anteponerse otra fiesta.
3. La reunión dominical. Paralelamente al A. T., también en el N. T.
las manifestaciones de Dios, realizadas y prefiguradas en el día de
Jesucristo se actualizan por el culto, por las memorias que éste hace
presentes. Ya hemos visto cómo los Apóstoles lo entendieron así desde el
primer momento. La tradición inaugurada por ellos ha sido siempre
observada por todas las comunidades cristianas. Al final del s. i la
Didajé (v.) mandaba: «El día del Señor reuníos para la fracción del pan y
la Eucaristía, después de haber confesado primero vuestros pecados, a fin
de que vuestro sacrificio sea puro» (c. 14). S. Justino (m. 165; v.) nos
describe en qué consistía la celebración del d. y nos explica los motivos:
«El día que se llama el día del sol, todos los (nuestros) que viven en la
ciudad o en los campos se reúnen en un mismo lugar. Se leen las memorias
de los Apóstoles o los escritos de los profetas...; el que preside toma la
palabra... Después nos levantamos todos y oramos... se trae el pan, el
vino y el agua, y el que preside eleva plegarias y (pronuncia) la acción
de gracias (la Eucaristía)... Se distribuye la Eucaristía a cada uno, y se
lleva a los ausentes por medio de los diáconos. Los que poseen y quieren
dar, dan lo que les place, cada uno según su elección. Lo que se recauda
es llevado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos,
a las viudas... Nos reunimos todos el día del sol porque es el primer día
en que Dios, sacando de las tinieblas la materia, creó el mundo, y este
mismo día Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de los muertos» (1
Apología, 67).
En estas descripciones hallamos los elementos principales de la
celebración litúrgica del d. Más tarde se irán completando, pero sólo en
aspectos secundarios. Señalamos que para los primeros cristianos era
costumbre celebrar el d. todos reunidos. Antes de ser formulada por los
concilios la necesidad de la participación de todos los cristianos en la
asamblea dominical en términos de obligación (desde el Concilio de Elvira
hacia el a. 305; v.) los Padres de la Iglesia se limitaban a recordar a
los fieles el sentido de su participación en la Eucaristía del d. A este
respecto, en la Didascalia de los Apóstoles, (s. III), se lee: «Ordena y
persuade al pueblo de ser... fiel a reunirse para que nadie disminuya la
Iglesia sin acudir a ella y no disminuya de un miembro el Cuerpo de
Cristo» (c 13). (Sobre el valor del signo comunitario, V. ASAMBLEA).
Durante los primeros siglos del cristianismo el lugar de reunión
venía indicado según las circunstancias. Después de la paz de Constantino
(a. 313; v.), las reuniones dominicales se efectúan en los templos
abiertos al culto cristiano. Hasta el s. XIII los fieles debían reunirse
en la iglesia episcopal o en la propia parroquia, considerada como la
extensión territorial de la única iglesia de las comunidades cristianas,
es decir, de la que era presidida por el obispo, principio de unidad de la
asamblea cristiana (v. OBISPO). Con el advenimiento de las órdenes
mendicantes se dejó de observar estrictamente esta ley. El Concilio
Vaticano II ha vuelto a revalorizar el sentido de la catedral y de la
parroquia: «Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de
la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral,
persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en
la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las
mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en una misma Eucaristía,
en una misma oración, junto al único altar donde preside el obispo,
rodeado de su presbiterio y ministros. Como no le es posible al obispo,
siempre y en todas partes, presidir personalmente en su iglesia a toda la
grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre
ellas sobresalen las parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor
que hace las veces del obispo, ya que de alguna manera representan a la
Iglesia visible establecida por todo el orbe. De aquí la necesidad de
fomentar teórica y prácticamente entre los fieles y el clero la vida
litúrgica parroquial y su relación con el obispo. Hay que trabajar para
que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la
celebración común de la misa dominical» (Constitución Sacrosanctum
Concilium, 41-42; v. TEMPLO; PARROQUIA).
Cada d. el espíritu cristiano se alimenta de la Palabra de Dios y de
la Eucaristía proclamada y celebrada, respectivamente, por el sacerdote,
en nombre de Jesucristo, de quien es ministro. De esta manera, a la vez,
el cristiano pone de manifiesto y vive la unidad de la Iglesia al
participar de una misma fe y una misma comunión en el amor de Jesucristo,
uniéndose más estrechamente a sus hermanos (V. EUCARISTÍA; PALABRA DE DIOS
III; CARIDAD). 4. Día de alegría. El d. conmemora el hecho central de la
fe cristiana: la Resurrección de Cristo, lo que explica que haya tenido
siempre en la liturgia una impronta festiva de alegría, con exclusión de
cuanto pueda tener carácter penitencial. Es por eso día de especial culto
a Dios, en el cual el cristiano, libre de trabajo, se dispone a
participar, junto con sus hermanos, en el sacrificio redentor de
Jesucristo: la Santa Misa. También, por su naturaleza, el d. es el día y
la ocasión más favorable para un encuentro de todos aquellos que tienen la
misma fe. Un encuentro que se distingue de todos los demás - es Cristo
realmente presente quien preside - y que debe tener una repercusión en los
sentimientos de alegría de todos los asistentes. Ya que el marco de tal
encuentro es especialmente el d., para recalcar uno de los efectos que ha
de llevar consigo su celebración se le llama día de alegría.
Según la mentalidad del A. T. la alegría formaba parte de las
promesas mesiánicas. Refiriéndose al día del Señor el salmista cantaba:
«es el día que ha hecho el Señor para el gozo y la alegría» (Ps 117,24).
El nacimiento de Jesucristo es marcado por el gozo. Este término estará
muy a menudo en los labios del Salvador. En su presencia no hay
posibilidad de tristeza (Lc 5,34; 10,20; Mt 13,44); la misma persecución
es motivo de alegría (Mt 5,10 ss.). «Vuestro gozo será perfecto y nadie os
lo podrá quitar», había prometido Jesucristo a sus discípulos durante su
pasión (lo 14,13 ss.; 16,20-24). Los primeros cristianos vivían en un
ambiente de alegría (Act 2, 46). Porque la alegría es una nota
característica del Reino de Dios (Rom 14,17).
S. Pablo habla del gozo como de un efecto de la Eucaristía (acción
de gracias), la cual lo sustenta y procura que se experimente en toda su
plenitud (1 Thes 5,16; Philp 3,1; 4,4 ss.; Col 1,11 ss.). Por eso la
Didascalia (v.) de los Apóstoles podía prescribir que «el día del domingo
(en que se celebra la Eucaristía), estad todos alegres, pues el que se
aflige el día del domingo comete una falta» (c. 21).
La liturgia del d. pone de relieve el optimismo, la esperanza, el
gozo, que han de invadir toda la vida cristiana. Desde el principio de la
historia de la Iglesia, los ritos y las prácticas que denotan tristeza -
como el ayuno, por ejemplo - fueron prohibidos los domingos.
5. Día de liberación del trabajo. Ya hemos señalado la importancia
que los hebreos otorgaban al descanso del sábado. A la necesidad natural
le añadieron una motivación religiosa. Al principio los cristianos debían
adaptarse a las leyes de la sociedad en que vivían (judías o del imperio
romano) concernientes al descanso obligatorio de los días festivos.
Normalmente el d. era para ellos un día laboral. La celebración
eucarística tenía lugar durante la noche o al despuntar el alba. Sólo
después de la paz de Constantino (el 3 jul. 321) el d. cristiano pasó al
rango de fiesta oficial, con la implicación social del descanso (cfr. 1.
Gaudemet, La législation religieuse de Constantin, en «Revue d'Histoire de
1'Eglise de France» (1947) 25 ss.).
Según la doctrina patrística el descanso dominical cristiano se
justificaba por la necesidad de mantener un equilibrio entre las
actividades del cuerpo y del espíritu. El descanso dominical no podía
traducirse en ociosidad (al estilo del sábado judío), sino en un cambio de
dedicación que facilitara una mayor consagración al culto y una mayor
comunicación personal entre los hombres. La observancia del descanso tal
como viene indicado por Jesucristo mismo, tiene la finalidad de liberar al
hombre de cualquier yugo que lo esclavice (v. II). S. Agustín explicaba a
este respecto: «Los cristianos observan espiritualmente el antiguo
precepto del sábado, sea absteniéndose de toda obra servil, es decir, de
todo pecado, porque quien comete el pecado es esclavo del pecado, sea
poseyendo en su corazón el reposo y la tranquilidad espiritual, prenda y
figura del reposo eterno» (3 Tratado sobre el Evangelio de S. Juan, 19).
Los Concilios antiguos, a partir de Laodicea (a. 343 ó 381),
reglamentaron el descanso dominical. Siguiendo una tradición que echa sus
raíces en la cultura hebrea, distinguieron los trabajos que no podían
ejecutarse en d. (los llamados serviles, pertenecientes a la categoría de
los siervos, o manuales), de los permitidos (los liberales, referidos a la
clase social de las personas libres). El CIC recoge esta legislación,
añadiendo la procedente del Derecho Romano: «En los días festivos de
precepto... hay que abstenerse de los trabajos serviles y de los actos
forenses, e igualmente, si no lo autorizan las costumbres legítimas o
indultos peculiares, hay que abstenerse del mercado público, de las ferias
y de otras compras y ventas públicas» (can. 1.248).
Actualmente esta distinción entre trabajos serviles y liberales está
sometida a revisión. Además, todo trabajo (v.) humano goza de dignidad y
no caben diferencias en ese sentido (v. II), y tanto el trabajo como el
descanso (v.) son un medio indispensable para la promoción del hombre. El
descanso, en cuanto que es una necesidad para recuperar las fuerzas
gastadas por el trabajo y una ocasión de crecimiento espiritual, ha de ser
una norma para la sociedad entera.
Con mucha justeza el Concilio Vaticano II habla del equilibrio entre
el trabajo y el reposo: «El hombre con el trabajo se une a sus hermanos y
los sirve, y con él puede practicar una verdadera caridad y ofrecer su
cooperación al perfeccionamiento de la creación divina... y puede
colaborar a la obra redentora de Jesucristo... Ahora bien, es demasiado
frecuente, aun en nuestros días, que los que trabajan resulten, en cierto
modo, esclavos de sus propias obras, lo cual no se justifica de ninguna
manera por las leyes económicas. Se ha de adaptar, por consiguiente, el
conjunto del proceso del trabajo productivo en su ritmo vital a las
necesidades de la persona y de la vida... Los trabajadores deben disponer
del suficiente descanso y tiempo libre para el desarrollo de su vida
familiar, cultural, social y religiosa. Empléense oportunamente los
descansos para reposo y salud del espíritu y del cuerpo, ya sea
entregándose a actividades o a estudios libres, ya dedicándose al turismo,
que afina el espíritu y lo enriquece con el conocimiento de los demás, ya
también por el ejercicio físico y las manifestaciones deportivas, que
proporcionan una ayuda para conservar el equilibrio psíquico, incluso en
la comunidad, y sirven para establecer fraternas relaciones entre los
hombres» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 67 y 61).
Así, pues, el descanso sirve para desarrollar aspectos de la vida
del hombre que no podrían realizarse con la dedicación ininterrumpida al
trabajo. Este es prohibido para los cristianos en cuanto dificulta el
desarrollo de dichos aspectos y la participación, sin preocupaciones
materiales, al culto. Sin embargo, aunque el principio sea válido para
todos no siempre es posible aplicarlo para algunos; por lo cual existen
motivos que justifican excepcionalmente el trabajo en domingo.
Actualmente, cuando la sociedad industrial propone la modificación de los
periodos de descanso (haciéndole más frecuente, p. ej.), algunos de los
cuales no coinciden con el d., la Iglesia desea mantener el ritmo
tradicional de la semana de siete días, con el d. en el centro y festivo (cfr.
Declaración del sacrosanto Concilio ecuménico Vaticano II sobre la
revisión del Calendario. Apéndice a la Constitución sobre Liturgia).
6. La liturgia del domingo. La liturgia del d. está centrada en la
celebración de la Eucaristía. La participación en la Misa del d. ha sido
siempre considerada tan importante para la vida de los cristianos, que la
autoridad eclesiástica ha llegado a facilitar que los fieles puedan
cumplir con lo que debiera ser más una necesidad que una mera sujeción al
precepto de oír Misa entera, desde la tarde del sábado a la del domingo.
Según los moralistas, este precepto obliga estrictamente a asistir a la
parte propiamente sacrificial de la Misa, aunque, obviamente, se debe
procurar oír Misa entera. A este respecto el Conc. Vaticano 11, en la
Constitución sobre Liturgia habla, más que del precepto de oír la Santa
Misa, de participar en ella activa y responsablemente: «Se recomienda
especialmente la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste
en que los fieles, después de la Comunión del sacerdote, reciban del mismo
Sacrificio, el Cuerpo del Señor... Las dos partes de que consta la Misa, a
saber, la liturgia de la Palabra y la Eucaristía, están tan íntimamente
unidas que constituyen un solo acto de culto. Por esto el Sagrado Sínodo
exhorta vehementemente a los pastores de almas para que, en la catequesis,
instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la participación en toda
la Misa, sobre todo los domingos y las fiestas de precepto» (Const.
Sacrosanctum Concilium, 55 v 56).
A pesar de las facilidades que sé han dado para el cumplimiento del
precepto de participar en la Misa, queda en pie que la Misa mayor, es
decir, la Misa principal y solemne de las parroquias, es la «forma más
noble de la celebración eucarística» del d., pues en ella aparecen más
visibles los signos de la Iglesia, reunida en asamblea (Instrucción de la
Sagrada Congregación de Ritos sobre la Música y la Liturgia Sagradas, ed.
en AAS 1958, no 24 y 26. Acerca de los problemas que trae consigo la
organización y el movimiento de la sociedad moderna, y sobre el mismo
concepto de comunidad real y de la posibilidad de participar
comunitariamente en la misma Misa, v. PARROQUIA y EUCARISTÍA).
En la antigüedad el carácter pascual de la liturgia del d.
determinaba la selección de lecturas que más lo ilustraban. En principio
ninguna otra fiesta podía oscurecer el sentido fundamental del d. El
primer desarrollo del año litúrgico (v.) no pretendía otra cosa que
explicar este sentido, pero más tarde, en la época tardío-medieval, se fue
modificando la perspectiva primordial del d. haciendo coincidir en él
fiestas de devoción, votivas o de santos. Luego el Conc. de Trento (v.) y
más tarde el movimiento litúrgico (v.) promovieron la renovación de la
doctrina sobre el d. y S. Pío X prescribirá que, de ordinario, ninguna
fiesta sea fijada en d., sino que debe ser transferida a otros días de la
semana. Hemos de colocar en este proceso el voto del Conc. Vaticano II por
el que se define al d. como el «núcleo del año litúrgico» (v. Constitución
Sacrosanctum Concilium, n° 102 y 106). Junto con la celebración
eucarística, la liturgia del d. ofrece, de acuerdo con la tradición, el
marco más significativo para la administración de los Sacramentos del
Bautismo y de las órdenes Sagradas (V. BAUTISMO; ORDEN, SACRAMENTO DEL;
PASCUA).
El Concilio Vaticano II recomienda que «procuren los pastores de
almas que las Horas principales (del Oficio Divino; v.), especialmente las
Vísperas, se celebren comunitariamente en la iglesia los domingos y las
fiestas más solemnes». Con esto se vuelve a la antigua costumbre, bien
conservada en Oriente, de destinar un espacio de tiempo a la plegaria de
alabanza solemne y comunitaria los d. (Constitución Sacrosanctum Concilium,
100). Asimismo, la citada Constitución, aconseja que «se fomenten las
celebraciones de la Palabra de Dios en las vísperas de las fiestas más
solemnes... y los domingos y días festivos, sobre todo en los lugares
donde no haya sacerdote» (n° 35). Toda la liturgia del d. invita a los
cristianos a ser más conscientes de los tiempos nuevos en que viven,
inaugurados por la Resurrección de Jesucristo. Mientras el cuerpo reposa
de las tareas cotidianas, la Iglesia proclama su fe, por el anuncio de la
Palabra de Dios, realiza la memoria de la Pascua, alimenta el espíritu de
sus miembros en la esperanza del retorno de Jesucristo al fin de los
tiempos, y promueve la verdadera fraternidad entre los hombres.
BIBL.: H. DUMAINE, Dimanche, en
DACL 4,858-956 (donde se encontrarán los textos completos patrísticos
citados en el art.); CONGRESO DEL C. P. L. DE FRANCIA (Lyon 1947), Le jour
du Seigneur, París 1948; B. BoTTE y COL., Le dimanche, París 1965; J. HILD,
Domingo y vida pascual, Salamanca 1966; EQUIPO «PAROISSE ET LITURGIE», La
pastorale du dimanche dans le monde moderne, St. André-Brujas 1964; Le
dimanche, en «La Maison-Dieu» 83 (1965) 5-147; J. GAILLARD, Dimanche, en
DSAM 3,948982; H. PEICHL y COL., Der Tag des Herrn. Die Heiligung des
Sonntags im Wandel der Zeit, Viena 1958; O. ROUSSEAU, La revalorization du
dimanche dans 1'Église catholique depuis cinquante ans, en Miscellanea
Lercano I (Roma 1966) 525-550.
A. ARGEMÍ ROCA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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