1. Planteamiento de la cuestión. Para comprender en su auténtico sentido
la postura de la Iglesia con respecto al c., es preciso analizar
previamente la esencia de su organización social y los principios básicos
que lo informan en su forma típica, el c. liberal. Será asimismo
conveniente considerar, tanto la actitud que la Iglesia ha ido adoptando
ante las distintas manifestaciones que, en su evolución, tomó el c., como
analizarlas desde un punto de vista micro y macrosocial. En una primera
fase, preocupada la Iglesia por la solución del problema social en el
ámbito concreto de la empresa y en el marco de la nación, adoptó un
análisis microsocial; más tarde, ya en nuestros días, al adquirir la
llamada cuestión social dimensiones mundiales, la doctrina social
pontificia se ha enfrentado con las manifestaciones de este c. liberal a
escala internacional, por encima de las barreras nacionales. No se trata
de una rectificación, ni de una ampliación siquiera de puntos de mira,
sino más bien de una aplicación de la doctrina tradicional, de un ámbito
reducido, a una comunidad universal de los pueblos, siguiendo los pasos al
ritmo de la economía y de las relaciones económicas.
El c. liberal, esto es, el sistema que considera el provecho como
motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de
la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un
derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes,
el trabajo como mera mercancía, ha merecido la condena formal de la
Iglesia. Ese liberalismo sin freno, que conduce a la dictadura, fue
justamente denunciado por Pío XI, como generador del «imperialismo
internacional del dinero». No hay mejor manera de reprobar tal abuso que
recordando una vez más que «la economía está al servicio del hombre» (Populorum
Progressio, n° 26). Esta condena, como se ve, se refiere exclusivamente a
los principios de la organización económico-social capitalista liberal en
su forma radical o extrema. No se refiere, en modo alguno, a determinadas
formas más moderadas del c. ni siquiera a los principios enunciados, si es
que no se aplican en sentido exclusivista, haciendo abstracción de las
obligaciones sociales que comporta la propiedad y de la dignidad que, como
hombre, compete al trabajador, con las consiguientes exigencias que de ahí
derivan. Y como continúa diciendo la misma encíclica, «si es verdad que un
cierto capitalismo ha sido causa de muchos sufrimientos, de injusticias y
luchas fratricidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto que se
atribuyeran a la industrialización misma los males que son debidos al
nefasto sistema que la acompaña. Por el contrario, es justo reconocer la
aportación insustituible de la organización del trabajo y del progreso
industrial a la obra del desarrollo» (ib., n° 26).
2. Algunos rasgos cualificativos del capitalismo. Vamos ahora no ya
a definir el c. -tarea muy compleja y difícil, como ya se ha dicho: v. 1 y
11-, sino a poner de manifiesto aquellos rasgos que son más determinantes
a efectos del juicio teológico-moral que realiza la doctrina social
cristiana. Esos rasgos, como señalaremos, acompañan al c. histórico; ahora
bien, ¿forman parte de su esencia de manera que si desaparecen ya no
estamos ante un c. propiamente dicho sino ante otra forma diversa de
estructuración social"? Cuestión obviamente clave para un juicio sobre el
mismo, y que ha sido varias veces debatida. Ahora nos limitamos a
apuntarla, para volver luego sobre ella.
Tal y como nace en el s. XVIII y XII el c. se sitúa en un ambiente
de origen enciclopedista e ilustrado, del que participa. Un primer rasgo
que caracteriza a amplios sectores de esa época es que proclama la
autonomía de lo económico con respecto a la religión y a la moral, y
defiende que la ganancia no se halla supeditada a los servicios rendidos,
sino que tiene un valor en sí misma, es una posibilidad que el capitalista
puede siempre realizar. Admite, por tanto, toda forma de beneficio, aunque
no tenga una justificación social y, por supuesto, moral. De otra parte,
mientras en la economía precedente la producción estaba subordinada al
consumo, en el c. la regla es todo lo opuesto: son las necesidades de
producir las que determinan el consumo. La empresa, unidad básica de
producción, no realiza una valoración de la demanda, sino que se preocupa
solamente de crear, de aportar bienes al mercado. No importa que el
producto lanzado al mercado sea auténtico ni que sea útil, sino que pueda
venderse. La calidad no interviene en los cálculos de la empresa sino en
la medida en que es necesario tenerla en cuenta para sostener la venta de
la producción. Finalmente, otros de los rasgos típicos del c.: el capital
gobierna al trabajo y la empresa se halla regida por los dictados del
capital. La empresa (v. EMPRESA IV) no es una sociedad de hombres que
trabajan, es un capital de producción que se invierte en bienes de toda
naturaleza. El trabajo es uno de los elementos con los que cuenta el
capital.
Todo lo dicho tiene amplias repercusiones en la forma de regular y
de vivir la estructura de la empresa. Fijémonos en un punto. En la empresa
colaboran estrechamente el capital y el trabajo, allí tienen su pleno
campo de actividad. Sin embargo, los bienes producidos de esta
colaboración se reparten de forma radicalmente distinta entre ambos
sectores de colaboración. Mientras el trabajador es remunerado a un tanto
alzado fijo (salario, v.), el capital dispone de una remuneración
variable, denominada beneficio (v.). Tomada en sentido estricto esta forma
de reparto revela una evidente desigualdad: el salario actual del obrero
es independiente de la prosperidad futura de la empresa, y, en cambio,
esta prosperidad futura está condicionada al trabajo actual del obrero. De
manera completamente diferente sucede en la retribución de la parte del
capital. En el beneficio de los patronos o socios de la empresa,
teóricamente, no hay limitación alguna. Ello, en principio, se da tanto en
la ganancia como en la pérdida; pero existen formas, como la sociedad
anónima, en que, de hecho, la responsabilidad financiera se limita por el
accionista al aumentar su aportación financiera. Incluso hay prestamistas
de capital, que no forman parte de la empresa, que no arriesgan su dinero
salvo el caso de que la sociedad se manifieste insolvente, que reciben un
interés fijo en época convenida. Todo ello manifiesta la necesidad de
corregir la estructura mencionada, admitiendo una participación del obrero
en los beneficios, creando un sistema de seguridad social, etc.
Otra característica social del c. es la impersonalidad de sus
relaciones económicas. Las relaciones entre la dirección y el personal,
los contactos comerciales entre productores y clientes, y, sobre todo,
entre accionistas y la empresa, tienden a ser anónimos. No se conocen
siquiera, no tienen nada en común, salvo la participación en los
beneficios. La situación se complica -aunque ello no sea exclusivo del c.-
con el desarrollo del maquinismo, ya que el trabajador, al encontrarse
situado ante una tarea meramente mecánica, puede perder el sentido de su
trabajo y despersonalizarse (de todas formas, este riesgo muy temido en
los inicios del maquinismo, ha evolucionado después).
De otra parte es innegable que el c. ha demostrado una gran
eficacia. Ha sido capaz de producir un indudable progreso económico y
conducir al mundo a una etapa de desarrollo técnico y de mayor bienestar.
Es incuestionable su dinamismo, su capacidad de producir riqueza.
Es también incuestionable el fruto que para el progreso humano han
traído la libertad y el estímulo individual. que alientan en el c. Pero,
tal como se ha llevado en la práctica, el avance del c. ha provocado
profundas desarmonías sociales en el seno de las naciones y en el panorama
mundial. ¿Es ello intrínseco al c. o puede ser corregido? En otras
palabras, ¿la concepción de la empresa económica tal y como existe en el
c. está viciada en su raíz, o el vicio proviene más bien de la unión que
históricamente se ha dado entre esa concepción y el ideario propio del
liberalismo (v.) económico? Algo es claro: las crisis de la capacidad
económica durante ciertos periodos, más o menos largos, la permanencia de
una masa de parados, el malthusianismo del aparato industrial, mantenido
constantemente por debajo de su capacidad productiva, y sus consecuencias
sociales, demuestran claramente que la plena actividad del organismo
económico no se mantiene espontáneamente, como defendían los teóricos del
liberalismo (v.). La historia ha probado que un régimen basado en la idea
de que la economía se autorregula a sí misma conduce a la injusticia:
presupone en efecto una concepción mecanicista y olvida la realidad de la
pecabilidad humana. La economía, para funcionar, necesita de la libertad
económica, pero también de la intervención del Estado, garante y promotor
del bien común (v.), y de la posibilidad de una acción concertada de los
trabajadores (v. SINDICATOS). Y todo ello, a su vez, debe estar regido por
la ética y la moral, es decir, ordenado según una comprensión del valor de
la vida humana.
Es eso lo que puso de manifiesto el Magisterio eclesiástico en sus
diversas intervenciones al respecto. Frente al c., en efecto, la Iglesia
no ha emitido una condena absoluta, pero sí de sus principios extremos. Ha
denunciado la injusticia evidente que encierran ciertos principios de su
organización social y se ha opuesto a la concepción individualista,
liberal, mecanicista del c., en cuanto que busca sólo el bienestar
material, en cuanto que desprecia los principios de la moral económica, el
carácter social del trabajo y de la propiedad y el de las relaciones
económicas entre individuos, regiones y pueblos. Como dice Pío XI, «el
sistema capitalista no es intrínsecamente malo..., pero está profundamente
viciado» (Quadragesimo Anno, n° 109). Podría por ello decirse que condenas
pontificias al c. responden a la reprobación del liberalismo económico
como doctrina, es decir, a ese sistema según el cual se piensa que la
libertad económica, dejada a sí misma, conduce automáticamente al
progreso, y se considera, por tanto, que todo intento de regular la
economía -sea por la vía de la intervención del Estado, sea por la de la
acción sindical, sea por la de su sometimiento a imperativos éticos- es un
atentado al recto funcionamiento de las cosas y una perturbación de la
eficacia económica. Su afirmación de que la voluntad individual es
absolutamente autónoma, y que, por tanto, crea la justicia; su creencia de
que la economía política es una física en la que la libertad establece
siempre las condiciones más adecuadas para el progreso; la seguridad de
que los mecanismos reguladores, es decir, la oferta y la demanda,
establecen automáticamente la justicia social, hacen del liberalismo
económico puro una doctrina de raíz sustancialmente materialista,
claramente opuesta al pensamiento cristiano. Así lo ha declarado el
Magisterio, a la par que sugería algunas medidas sociales (necesidad de la
promoción de la justicia, legitimidad de la intervención del Estado en
materia económica y de la acción sindical, etc.). Ahora bien, ¿implica eso
la condena en cuanto tal de una empresa económica basada en el capital o
sólo la afirmación de que debe someterse a un orden ético, con todas las
consecuencias -también de corrección de aspectos de su estructura y
funcionamiento- que eso supone? Esta segunda es la respuesta adecuada.
3. La «Rerum Novarum». La declaración formal sobre el c. liberal se
encuentra en la enc. Rerum Novarum (1891). León XIII se enfrentaba con las
terribles consecuencias que el individualismo económico había planteado en
la sociedad de su tiempo: «La riqueza ha afluido a las manos de un pequeño
número y la multitud ha sido dejada en la indigencia» (n° 1). La
responsabilidad era de un sistema económico basado en la libertad absoluta
de competencia y la persecución ante todo del beneficio, que habían
conducido al patrón a comprimir los costes apoyándose, especialmente, en
la mengua del salario del obrero. El Papa insiste en que el consentimiento
de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para
garantizar la justicia del contrato; la regla del libre consentimiento
queda subordinada a las exigencias del Derecho natural. Reacciona también
contra algunas prácticas generalizadas en la contratación de mano de obra:
la búsqueda de salarios bajos, aprovechando la abundancia de oferta de
trabajo, y utilización de mujeres y niños, a quienes se pagaban salarios
inferiores. Señala las normas . que debían de presidir una contratación
más justa, no sólo en cuanto a la retribución, sino también en cuanto a
las condiciones materiales y morales del trabajo; insiste en un salario
familiar, en un trabajo higiénico, en un ritmo humano del trabajo, en un
proporcionado descanso... Denuncia también «la contratación en las manos
de algunos de la industria y del comercio, convertidos en herencia de un
pequeño número de ricos y de opulentos, que imponen también su yugo casi
servil a la infinita multitud de proletarios». Solicita también del Estado
la asunción de las tareas conducentes a la prosperidad pública y privada,
favoreciendo el desarrollo económico e interviniendo, cuando fuere
preciso, para mejorar la suerte de los trabajadores, «haciendo de manera
que de todos los bienes que procuran a la sociedad, les venga una parte
conveniente» (n° 27).
4. La «Quadragesimo Anno». 40 años más tarde, en 1931, Pío XI se
halla con una situación social algo distinta. El c. individualista se
había ido transformando en un régimen en el que la intervención del Estado
aumentaba progresivamente. De otra parte, en muchos casos, a la libre
competencia había sucedido una dictadura económica, ejercida por los
monopolios y los trusts. Lo que caracterizaba al c. de entonces «no es
sólo una concentración de las riquezas, sino también la acumulación de una
enorme potencia, de un poder económico discrecional en manos de un pequeño
número de hombres, que, de ordinario, no son los propietarios, sino los
simples depositarios y encargados del capital que administran a su
antojo». Estos capitalistas, movidos por una ambición desenfrenada de
poder, habían ocasionado el que «toda la vida económica se ha hecho dura,
implacable y cruel» (n° 117). Muchos individuos «preocupados únicamente en
acrecentar por todos los medios su fortuna, han puesto sus intereses por
encima de todo y no tienen ningún escrúpulo ni les importa cometer grandes
crímenes contra su prójimo». La causa de todo este desorden social,
prosigue Pío XI, en la enc. Quadragesimo Anno, es el triunfo de la
ideología liberal, que proclama la independencia de lo económico respecto
a la moral: «Al hacer el nuevo régimen económico su salida a escena en el
momento en que el racionalismo se propagaba y se implantaba, resultó de
ello una ciencia económica separada de la ley moral, y, por consiguiente,
se dejó libre curso a las pasiones humanas». «Existe violación del orden
cuando el capital no contrata a los obreros o a las clases proletarias más
que con el propósito de explotar a su gusto y en su provecho personal la
industria y todo el régimen económico, sin tener en cuenta ni la dignidad
humana de los obreros ni el carácter social de la actividad económica, ni
tampoco la justicia social y el bien común». Es interesante también la
afirmación de Pío XI en la enc. Divini Redemptoris (1937) de que «el
liberalismo ha abierto la senda del comunismo»... pues los trabajadores
estaban «preparados para esta propaganda por el abandono religioso y moral
en que habían sido dejados por la economía liberal».
5. Otros documentos y enseñanzas magisteriales. Posteriores
alocuciones y documentos pontificios han reiterado la doctrina apuntada,
desarrollándola. Pío XII, p. ej., en una alocución, en septiembre de 1944,
afirmó taxativamente que «donde... el capitalismo se arroga un derecho
ilimitado sobre la propiedad, aparte de toda subordinación al bien común,
la Iglesia lo ha reprobado siempre como contrario al derecho natural».
Mientras que Pío XII no promulgó ningún documento solemne sobre el tema,
Juan XXIII y Paulo VI publicaron dos encíclicas (Mater et Magistra y
Populorum Progressio, respectivamente); a su vez el Conc. Vaticano lI
emanaba una constitución (Gaudium et spes) en las que, de una manera u
otra, se aborda el tema. En esos documentos, tras reafirmar la doctrina
social expuesta en anteriores documentos, se insiste en las exigencias
sociales de la propiedad privada, se señala, salvado el principio de
subsidiaridad, la función social del Estado lo que justifica la existencia
de una propiedad pública, etc. El propio Estado podría intervenir en caso
de conflicto «entre los derechos privados adquiridos y las exigencias
comunitarias primordiales», pero siempre «con la activa participación de
las personas y de los grupos sociales» (Populorum Progressio, n° 23).
El aspecto más interesante de estos últimos documentos es el de la
aplicación de la doctrina tradicional a los nuevos problemas de la
cuestión social, «a las relaciones entre diferentes sectores económicos y
entre zonas económicas más desarrolladas y zonas económicas menos
desarrolladas en el interior de las particulares comunidades políticas; y,
en el plano mundial, a las relaciones entre países en diverso grado de
desarrollo económicosocial» (Mater et Magistra, n° 36). Precisando un poco
más en este sentido, Paulo VI proclama: «la regla del libre cambio no
puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus
ventajas son ciertamente evidentes cuando las partes no se encuentran en
condiciones demasiado desiguales de potencia económica... Pero ya no es lo
mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los
precios que se forman «libremente» en el mercado pueden llevar consigo
resultados no equitativos... Lo verdadero acerca del justo salario
individual lo es también respecto a los contratos internacionales... El
libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de
la justicia social» (Populorum Progressio, n° 58-59).
6. Resumen. La Iglesia reconoce a los individuos el derecho a
emprender y realizar cambios, y la propiedad privada necesaria para el
ejercicio de este derecho. La libre iniciativa y la propiedad privada, el
derecho a emprender y vender, la pluralidad de unidades de producción, se
hallan en la misma base de la economía y son condiciones irreemplazables
de una sociedad de hombres libres. Esos elementos son recogidos en la
economía capitalista, dándoles una interpretación peculiar en torno a la
figura de una empresa económica en la que la decisión se concede a la
propiedad, al capital, frente al otro elemento de colaboración, el
trabajo; a la vez que dicho capital tiene una gran independencia con
respecto a los poderes públicos, en cuanto a su actividad económica y a la
percepción de plusvalías. Este tipo de estructura puede ser admitido,
siempre que asegure un justo reparto de los frutos comunes entre el
capital y el trabajo, se garantice una suficiente representación de los
trabajadores en el seno de la empresa, de los organismos profesionales y
de la economía nacional, y no se oponga al necesario papel de las
autoridades públicas en la vida económica. Como en la práctica el c. se
presta mal a admitir estas limitaciones, la doctrina social de la Iglesia,
ya desde la enc. Quadragesimo Anno (1931). alienta el deseo de que una
estructura económica que la corrija.
7. El neoliberalismo. Una manifestación actual del c. es el llamado
neoliberalismo, sistema que afirma la necesidad de leyes sociales y de
convenciones colectivas e incluso admite la necesidad de una planificación
de las estructuras. Conserva, en cambio, del antiguo liberalismo la idea
de que toda intervención en los precios falsea los mecanismos del mercado.
Este sistema defiende la idea liberal de una concurrencia de mercado y
considera que los organismos planificadores deben luchar contra la red de
productores para establecer precisamente las condiciones de esa
concurrencia; piensa, sin embargo, que los mecanismos de mercado son
suficientes para asegurar la regulación de la producción y de los cámbios,
y, en consecuencia, que debe dejárseles jugar libremente. En definitiva,
en su aspecto más puro, considera al mecanismo de la vida económica como
un regulador más eficaz que las normas del derecho y de la justicia. No
parece ser ésta la conclusión que se extrae de la historia reciente, que
muestra la eficacia de las acciones estatales y sindicales.
BIBL.: P. BIGo, La doctrina
sociale de 1'Église, París 1965; J. VILLAIN, L'Église et le capitalisme,
s.]. s. f.; P. DE CALAN, Renaissance des libertés économiques et sociales,
París 1963; A. DAUPHIN-MEUNIER, La Iglesia ante el capitalismo, Valencia
1956; J. Y. CALVEZ y 1. PERRIN, Église et société économique.
L'enseignement social des Papes de Léon XIII á Pie XII, París 1959; J. Y.
CALVEZ, Église et société économique. L'enseignement social de lean XXIII,
París 1963; VARIOS, Comentarios a la Mater et Magistra, BAC, 2 ed. Madrid
1963.
V. VÁZQUEZ DE PRADA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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