Como la propiedad y el trabajo, el c. es una estructura esencial en la
vida económica. La propiedad (v.) expresa la inmediata relación de dominio
del hombre sobra la naturaleza; el trabajo es precisamente el medio por el
que se establece esta relación (v. TRABAJO HUMANO). El c. representa una
segunda mediación, en cuanto instrumento de trabajo acumulado, en relación
a un trabajo más eficaz. El problema consiste en ver si esta segunda
mediación es tan esencial como la primera, es decir, como el trabajo. Si
se tiene en cuenta que el progreso económico es una ley de crecimiento, la
respuesta será, sin duda, afirmativa. El c. es un bien esencialmente
productivo, que sirve para incrementar la producción de otros bienes (v.).
Por ello, la doctrina social de la Iglesia le ha admitido como factor
positivo, aunque ha procurado fijar los principios dentro de los cuales
debe actuar y moverse.
1. Doctrina de la Iglesia sobre los rendimientos del capital. De los
tiempos primitivos a la Revolución industrial. Para comprender mejor la
actitud de la Iglesia respecto al c., conviene remontarse a los
fundamentos de la doctrina. Durante siglos, la doctrina económica se
estructuró sobre el convencimiento -que reflejaba la realidad del sistema
de los cambios y de la producción de la época- de que el dinero no tenía
de por sí una fecundidad física. Por tanto, se pensaba que la persona que
aporta dinero no tiene derecho a recibir por eso sólo un interés, sino que
podría recibirlo sólo en la medida en que al aportar ese dinero corriera
un riesgo o se viera privada de un beneficio, o en cuanto que se halle
asociada a otros productores o consumidores y respeta los derechos de la
comunidad. Un hombre no puede ser más rico solamente porque es rico; o,
dicho de otra manera, el dinero no puede engendrar por sí mismo dinero
(v.). Sería, como dicen los escolásticos, siguiendo en esto a Aristóteles,
recibir algo a cambio de nada. De hecho diversos textos del A. T. prohiben
a los judíos el préstamo y algunos concilios de la Iglesia prohibieron el
préstamo a interés de los clérigos y laicos. No era propiamente una
prohibición del interés, sino una condena práctica de la forma en que
estos préstamos solían hacerse. S. Tomás (2-2, q78 a50) es sumamente
riguroso en este punto: no admite, en principio, el interés del c.: Nummus
non partt nummus, el dinero no puede producir dinero. Esta doctrina tan
radical se asienta en la afirmación de que debe servirse al bien común
(v.) y en el intento de suprimir la especulación propiamente dineraria, la
ganancia sin trabajo, el beneficio sin esfuerzo. Los escolásticos
posteriores asisten a un importante cambio en las estructuras del comercio
y de los mismos medios de producción, vuelven repetidas veces sobre el
tema, ampliando las consideraciones hechas por la doctrina anterior con
respecto a los casos en que por haber un riesgo, etc., resulta legítimo el
interés. Ello se refleja en la enc. Vix pervenit (1745), de Benedicto XIV
y en la que, condenando la usura, se afirma que puede haber ocasiones en
que el interés sea legítimo, en razón de una posible pérdida (lucrum
cesans) y del riesgo asumido (periculum sortis). Más tarde un decreto de
la Penitenciaría, de 11 feb. 1832, reafirma esas prescripciones (para toda
esta historia, V. USURA).
En líneas generales puede decirse que la doctrina canónica se basa
en la idea de que el dinero por sí solo es improductivo, y sólo lo es
cuando lleva unido, de una manera u otra, algún servicio. De esa forma irá
admitiendo la legitimidad del interés siempre que aparezca ese título de
servicio. La evolución en esa línea culmina cuando la teoría económica
precisa, como ha ocurrido en tiempos modernos, que la inversión aumenta el
producto de un trabajo y que, por tanto, el prestamista, cuando invierte,
realiza un servicio. Así el CIC (can. 1543), admitiendo la licitud del
interés en todo caso de préstamo (v.), mantiene, sin embargo, que no puede
percibirse ningún beneficio en razón del mismo contrato (es decir,
mantiene en su esencia la doctrina escolástica), pero añade que, en la
medida que el prestamista permanece asociado a la comunidad humana, para
bien o para mal, tiene derecho a concurrir en el reparto, recibiendo el
precio de lo aportado. El justo beneficio del c. se funda, no en el
riesgo, sino en el servicio realizado por el inversor. Evidentemente, todo
servicio implica un riesgo, ya que el beneficio del c. puede ser
aleatorio. La ganancia del c., pues, se halla justificada moralmente en
las cargas inherentes a toda inversión: las responsabilidades respecto a
la empresa y a las personas a ella asociadas. Tal vez pueda por ello
concluirse que la Iglesia admite el beneficio derivado de la gestión, que
considera inherente al préstamo; pero no admite el principio de que el c.
produce por sí mismo una plusvalía (V. BENEFICIO).
2. La Revolución industrial. El capitalismo. En la época
capitalista, al surgir la Revolución industrial, los derechos del c. toman
un aspecto nuevo. El acto de inversión, el empleo de c., cuando adquiere
un determinado volumen, opera una disociación entre la propiedad y el
trabajo. Esto no ocurría en un sistema de economía primitiva, como la
medieval, donde el artesano era generalmente propietario de sus útiles de
trabajo, compraba las materias primas y vendía directamente la producción.
En un sistema de economía capitalista, los medios de producción son de tal
magnitud y complejidad, que el obrero no puede adquirirlos. Aparece, pues,
una primera disociación entre el c. y el trabajo. En segundo lugar, el
peso de la inversión es tan decisivo que, en la economía capitalista, el
c. somete al trabajo a sus fines y objetivos. El c. viene a asumir los
riesgos y la suerte de la empresa. El dinamismo se sitúa, no sobre el
trabajo, como en la economía corporativa medieval, sino sobre el c. Nace,
pues, en la economía de nuestra época una situación dinámica entre c. y
trabajo, característica del capitalismo (v.).
Las cuestiones derivadas de esa nueva situación económica dieron
origen a multitud de estudios algo imprecisos en los primeros momentos y
que se van luego poco a poco haciendo más rigurosos. El tema interesa no
sólo a la ciencia económica, sino también a la moral, y de hecho diversos
moralistas del s. XII, tanto católicos como protestantes, consideran la
cuestión desde una u otra perspectiva. El Magisterio pontificio se
pronunció por primera vez de modo extenso con León XIII en la enc. Rerum
Novarum (1891), conmemorada y ampliada después por Pío XI en la enc.
Quadragesimo Anno (1931).
En esas dos encíclicas se considera al hombre en su realidad
concreta, ligado a las realidades terrestres de las que necesita para
vivir y progresar. Se afirma la dignidad de la persona (v.) humana, que no
puede ser reducida a mero elemento del proceso productivo; se pone de
relieve el valor del trabajo (v.) como fuente primaria del valor añadido
por el hombre a las cosas; se declara el carácter humano de la propiedad
(v.), como derecho natural; , se reconoce que puede existir un justo
provecho derivado de la eficacia del c. en la producción. Refiriéndose a
la situación de la empresa se afirma que no hay c. sin trabajo, ni trabajo
sin c., viendo la empresa como unión de las personas que aportan c. y las
que aportan trabajo. Con ello no se quiere decir que toda empresa deba ser
así (existen de hecho empresas en las que una persona posee ambas
titularidades, etc.), sino que es ése el supuesto fáctico de que se parte,
para juzgarlo desde una perspectiva ética y proponer unos principios que
conduzcan a la promoción del bien común, la realización de la justicia y
la solución de los eventuales conflictos entre c. y trabajo. En la enc.
Quadragesimo Anno se expresa claramente esto: «... fuera de los casos en
que alguno trabaja con sus propios medios, el trabajo y el capital deberán
unirse en una empresa común, pues el uno sin el otro serán completamente
ineficaces». Tenía esto presente León XIII cuando escribía: «Ni el capital
puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital» (n° 21-22).
La misma enseñanza es reiterada en documentos posteriores. En todos
ellos, como la noción de c. se halla ligada a la de progreso económico, su
justificación depende de la justificación de este progreso, de la
prosperidad. Como la doctrina cristiana considera legítimo el progreso
material, en consecuencia no arguye nada contra un aumento progresivo de
c. Pío XII, p. ej., sin aprobar con ello todo el sistema capitalista, pide
que el hombre sepa reconocer el indudable progreso económico que el
sistema capitalista ha aportado a Europa occidental, que a su vez ha
permitido el progreso espiritual de la época reciente (Discurso al
Congreso de la Vida rural, 2 jul. 1951). Lo mismo señala Paulo VI: «si es
verdadero que un cierto capitalismo ha sido causa de muchos sufrimientos,
de injusticias y luchas fratricidas, cuyos efectos duran todavía, sería
injusto que se atribuyera a la industrialización misma los males que son
debidos al nefasto sistema que la acompaña» (Populorum Progressio, n° 26).
A la vez, e inseparablemente, se somete el crecimiento del c., como
toda la economía, a una regulación ética, subordinándolo al fin humano. En
líneas generales podemos decir que la doctrina social cristiana habla del
c. para poner de manifiesto el sentido personal y el sentido social al que
debe ordenarse.
3. Sentido personal y social del capital. El c., como todo elemento
que coadyuva al progreso humano y al dominio del hombre sobre la materia,
tiene -o, mejor dicho, puede tener si es vivido y realizado en un contexto
auténticamente ético- un sentido personalizante. En manos del hombre el c.
es un medio de aumentar el dominio sobre la naturaleza y, de esa forma,
puede contribuir a la expresión de los valores personales y a la
manifestación de la libertad del hombre. Desde esta perspectiva la
doctrina social cristiana ha defendido el derecho de propiedad: «El.derecho
de propiedad privada de los bienes, aun de los productivos, tiene valor
permanente, precisamente porque es derecho natural fundado sobre la
prioridad ontológica y de finalidad de los seres humanos particulares,
respecto a la sociedad...» (Mater et Magistra, n° 35). Ha defendido
también el derecho de todo hombre a la acumulación de una cierta
propiedad, de un c., aunque no tenga más que la inmediata significación de
dar una seguridad y una garantía a la persona: «Si el obrero recibiere un
salario suficiente para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos,
fácil le será, por poco prudente que sea, pensar en un razonable ahorro;
y, secundando el impulso de la misma naturaleza, tratará de emplear lo que
le sobrare, después de los gastos necesarios, en formarse poco a poco un
pequeño capital» (Rerum Novarum, n° 37).
Todo ello, esa significación personal de la propiedad y del c. no
puede analizarse con independencia de su significación social, igualmente
importante. «Para evitar ambos escollos, el individualismo y el
socialismo, debe sobre todo tenerse presente el doble carácter, individual
y social, del capital o de la propiedad y del trabajo» (Quadragesimo Anno,
n° 41). El c. ha de usarse no sólo en beneficio de su detentador, sino de
toda la sociedad: su uso ha de estar regido por la justicia y ordenado al
bien común. Así, p. ej., Pío XII declaraba en un discurso: «No dilapidar
el capital privado, sino promoverlo mediante una sabia y vigilante
administración, como instrumento y soporte para procurar y dilatar el
auténtico bien material de todo el pueblo» (13 jun. 1943: AAS, 1943, p.
175). Y en otra alocución, unos años después, al Congreso de la UNIAPAC,
establecía el ligamen existente entre el c. y el ahorro (v.), entre el
sentido personal y social de ambos: «La propiedad material de todos los
componentes del pueblo, que es el objetivo de la economía social, le
impone (al trabajador) más que a los otros, la obligación de contribuir
por medio del ahorro al acrecimiento del capital nacional. Pues no debe
perder de vista que es en gran manera ventajoso para una sana economía
nacional, que este acrecentamiento del capital provenga del mayor número
de fuentes posibles; por consiguiente, es cosa deseable que los obreros
también puedan participar en la constitución del capital nacional, con el
producto de sus ahorros» (7 mayo 1949: AAS 41, 1949, p. 285).
En consecuencia, el c. constituye un factor productivo sometido a
las leyes del progreso, del imperativo social y del bien común. No puede
ser un factor autónomo ni anárquico, que rechace toda servidumbre, que
ignore las circunstancias y las condiciones de la sociedad nacional y de
la comunidad internacional. Existe, en primer lugar, una obligación para
todo hombre, según sus posibilidades, de ahorrar y de invertir con vistas
a aumentar el dominio sobre la naturaleza, y a realizar un progreso
económico. Pío XI refiere esta obligación a la virtud de la liberalidad,
virtud social subordinada a la justicia: «El que emplea grandes cantidades
en obras que proporcionan mayor oportunidad de trabajo, con tal que se
trate de obras verdaderamente útiles, practica de manera magnífica y muy
acomodada a las necesidades de nuestros tiempos la virtud de la
liberalidad...» (Quadragesimo Anno, n° 19). Concretamente a los ricos les
recuerda este «precepto gravísimo»: «Por otra parte tampoco las rentas del
patrimonio quedan en absoluto a merced del libre arbitrio del hombre; es
decir, las que no les son necesarias para la sustentación decorosa y
conveniente de la vida. Al contrario, la Sagrada Escritura y los Santos
Padres constantemente declaran con clarísimas palabras que los ricos están
gravísimamente obligados por el precepto de ejercitar la limosna, la
beneficencia y la liberalidad» (ib.). Naturalmente, esta regla tiene su
corolario en la condena de todos los gastos suntuosos, así como del
atesoramiento improductivo.
No basta, sin embargo, con disponer rectamente del c. Es preciso
también orientarlo hacia actividades que correspondan a las necesidades
humanas, de acuerdo con una jerarquía de valores sociales. Estos
principios, que deben mover hacia una sana orientación del c., han de
ordenarse hacia la mejora de las clases más necesitadas. El progreso del
c. ha de servir para la mejora de la condición del trabajo, en particular
para la conservación y aumento de la ocupación, procurando que la
inversión en distintos sectores de producción no perjudique el avance del
empleo: «La solidaridad de los hombres entre sí exige, no solamente en
nombre del sentimiento fraternal, sino también de la misma ventaja
recíproca, que sean utilizadas todas las posibilidades para conservar las
ocupaciones ya existentes y para crear otras nuevas. Teniendo en cuenta
esto, todos aquellos que son capaces de invertir c. han de preguntarse, en
vistas al bien común, si su conciencia les permite no hacer semejantes
inversiones dentro de los límites de las posibilidades económicas, en la
proporción y en el momento oportuno, sin abstenerse por una vana
prudencia» (Pío XII, Mensaje de Navidad, 1952).
Función personal y función social del c. son aspectos inseparables,
complementarios. Sería erróneo dar una preferencia exclusiva a la función
social del c., pues nos conduciría a un colectivismo que olvide el sentido
personalizante de la propiedad y del trabajo, la necesidad de respetar la
autonomía y la personalidad individuales. Sería igualmente erróneo
privilegiar de forma exclusiva y sin los debidos límites la función
personalizadora del c., pues podría caerse en un individualismo y ponerse
en peligro la posible realización del bien común. El c., que confiere al
hombre el incremento del dominio sobre la naturaleza, contiene, por tanto,
un poder, que debe utilizarse de forma que no se constituya en poder
abusivo sobre los demás, sobre los más débiles. Éste es, precisamente, el
peligro que puede llevar consigo el sistema capitalista, que con vistas a
la producción había conferido excesiva importancia al c. en la vida
económica. Este excesivo poder es el que denuncia Pío XI: «Verdad es que,
durante mucho tiempo, el capital se adjudicó demasiado a sí mismo. Todo el
rendimiento, todos los productos los reclamaba para sí el capital; y al
obrero apenas se le dejaba lo suficiente para reparar y reconstituir sus
fuerzas» (Quadragesimo Anno, n° 23).
4. Armonía de trabajo y capital en el proceso económico. En el
conflicto entre trabajo y c. la doctrina de la Iglesia es de una perfecta
consecuencia. Reconoce el carácter privilegiado y prioritario del trabajo
en la producción, ya que el servicio rendido por el trabajo es de una
categoría distinta al rendido por el c. El hombre que trabaja se entrega
enteramente en la producción; el capitalista, en cambio, no da sino algo
que no es esencial a sí mismo, a su persona. Pero afirma a la vez el valor
del c. y declara que sería injusto que estos dos elementos de colaboración
en el progreso quisieran reivindicar para sí sola y enteramente el fruto
común de la producción: «Sería radicalmente difícil de ver, tanto en el
capital como en el trabajo sólo, la causa de todo lo que produce su
esfuerzo combinado: sería injusto que una de las partes, quitando a la
otra toda su eficacia, reivindicase para sí todos los frutos» (Quadragesimo
Anno, no 28). La plusvalía que resulta no nace solamente de una de las
partes aisladamente, sino de la mutua colaboración, aunque su intervención
sea diferente, como se ha dicho.
Un aspecto notablemente interesante de las obligaciones del c. es su
condición de motor y regulador del progreso. La ley del bien común le
obliga por eso a que no abandone sectores productivos de escasa
rentabilidad, basado en meros criterios de utilidad propia si con ello
causa perjuicio al bien común. Este principio tiene numerosas aplicaciones
tanto a nivel nacional como internacional: la renta disponible no es algo
cuya utilización quede abandonada al capricho egoísta de los hombres, sino
que debe ser empleada según justicia. De ahí la injusticia implicada en
los gastos inútiles, en la improductividad de capitales, en su
transferencia al extranjero cuando ello inflige un grave daño al país... (cfr.
Populoruni progressio, 24).
BIBL.:V. VÁZQUEZ DE PRADA.
RUDOLF WEILER.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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