Se designa con esta expresión la necesidad de que los bienes de que
disfruta una sociedad estén adecuadamente distribuidos entre sus miembros
y no reservados a unos pocos. El tema es estudiado ampliamente en otros
lugares de esta Enciclopedia al exponer lo referente a la justicia, la
propiedad, etc. Aquí nos limitamos a resumir las enseñanzas de la doctrina
social cristiana.
Tres principios la rigen: 1) La dignidad humana que, según el Gen
1,27, fue hecha a imagen y semejanza de Dios. 2) La igualdad de todos los
hombres. 3) El hombre es sujeto de derecho y no objeto de la vida
económica. Este principio, que se deriva claramente del enunciado en
primer lugar, se traduce, en el terreno práctico, en el derecho que tienen
a hacerse oír todos los que intervienen en el proceso económico-social
cuando se trata de temas que atañen a dicho proceso. Además. en lo
relativo a la d. hay que tener también en cuenta el hecho de que todos los
bienes de la tierra están destinados a servir a todos los hombres:
secundum tus naturale omnia sunt communia (Sum. Th. 2-2 q66 a2).
Sobre estas bases se ha construido una doctrina pontificia y
conciliar (Vaticano 11) muy abundante. En la Mater et Magistra se lee «...
la prosperidad económica de un pueblo consiste, más que en el número total
de los bienes disponibles, en la justa distribución de los mismos...». Es
decir, se trata de un problema de justicia distributiva en el que se
hallan implicados muchos otros de muy diversos órdenes (de Derecho natural
y positivo, morales, económicos, etc.), dando lugar a uno de los procesos
especulativos y prácticos más interesantes de toda la doctrina social.
Pero, pasando a la doctrina positiva, en la Const. Gaudium et spes se
hallan recogidos, en muy poco espacio, prácticamente todos los fundamentos
sobre los que debe basarse la correcta d. de b. y de la propiedad. De ella
(n° 69) es la siguiente cita: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella
contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los
bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de
la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas
de la propiedad... jamás debe perderse de vista este destino universal de
los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas
exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también
como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino
también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes
suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos
corresponde». Analizando cuidadosamente el texto conciliar citado, pueden
verse los dos planos sobre los que la distribución ha de realizarse: la d.
de b. y la de la propiedad.
Sobre la d. de b. la doctrina de la Iglesia es tan antigua como la
Iglesia misma, como lo atestiguan los siguientes textos: «Pues quien
poseyere los bienes del mundo, y viere a su hermano tener necesidad y
cerrare sus entrañas desviándose de él ¿cómo la caridad de Dios mora en
él?» (1 lo 3,16-17) y, «Si un hermano o una hermana andan desabrigados y
desprovistos del sustento cotidiano, y uno de vosotros les dijere: Id en
paz, calentaos y saciaos, mas no les diereis lo necesario para el cuerpo,
¿qué aprovecha?» (lac 2,15-17). Ahora bien, lo que ocurre es que, en
cuanto a la manera práctica de llevar a cabo tal distribución, es
necesario tener muy en cuenta las circunstancias de lugar y tiempo, pero,
en todo caso, «la Iglesia se opone a las acumulaciones de estos bienes
(los de la tierra) en las manos de un número relativamente pequeño de
riquísimos, mientras que vastos estratos del pueblo están condenados a un
pauperismo y a una condición económicamente indigna de seres humanos» (Pío
XII Alocución a la Acción Católica italiana, 7 sept. 1947). La actuación,
en este sentido, corresponde tanto al individuo como al estado o a la
acción internacional, cada uno en su área. Por lo que respecta a este
problema, las enc. Mater et Magistra y Populorum Progressio son,
verdaderamente, fundamentales y deben ser estudiadas en bloque. Es bien
conocido que el principio de que todos los bienes de la tierra sean para
uso de todos los hombres es de derecho natural primario, mientras que la
propiedad privada lo es de derecho natural secundario. Esto quiere decir
que está justificado por el primario y ordenado esencialmente al
cumplimiento de éste.
Trasladado al terreno práctico, lo anterior significa que la
propiedad tiene dos fines que cumplir: el individual (proporcionar
utilidad para el propietario) y el social (hacer llegar los frutos a
disposición de los demás). De aquí que un sistema de propiedad puramente
individualista (que solamente beneficia al propietario) sea contrario al
derecho natural primario y, por consiguiente, esencialmente injusto. Por
otra parte, un sistema que no permite la propiedad privada es contrario al
derecho natural secundario y, por tanto, también injusto. Ahora bien, «no
señaló Dios a ninguno (individuo) en particular la parte que había de
poseer, dejando a la actividad del hombre y a las leyes de los pueblos la
determinación de lo que cada uno en particular había de poseer» (Rerum
novarum, 12) y, «El derecho de propiedad privada individual emana no de
las leyes humanas, sino de la natura leza y, por tanto, no puede la
autoridad pública abolirlo, sino solamente moderar su ejercicio y
combinarlo con el bien común» (ib. 62) y, finalmente, «No basta, sin
embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad
privada de los bienes, incluidos los de la producción, si, al mismo
tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las
clases sociales el ejercicio de este derecho» (Mater et Magistra, 113).
Cuando se trata de llevar a la práctica lo que exige la doctrina de
la Iglesia se presentan problemas de lugar y tiempo muy delicados y puede
darse el caso de que, al aplicarla, se llegue a soluciones contradictorias
en países diferentes o, dentro de un mismo país, en dos diferentes épocas.
Sin embargo, independientemente del lugar y del tiempo, se ha de resolver
siempre dentro de los límites de la justicia y del bien común, teniendo
muy en cuenta que «la propiedad privada de los bienes materiales
contribuye en sumo grado a garantizar y fomentar la vida familiar, ya que
asegura al padre la genuina libertad que necesita para poder cumplir los
deberes que le ha impuesto Dios en lo relativo al bienestar físico,
espiritual y religioso de la familia» (Mater et Magistra, 45).
Puede decirse que, históricamente, la doctrina de la Iglesia sobre
la d. de b. se formula frente a dos errores. De una parte, un capitalismo
(v.) egoísta o un liberalismo (v.) económico extremos, que consideran al
trabajo como una mera mercancía, ven en el provecho individual la única
fuerza o impulso social -o al menos el predominante- y se abren a grandes
concentraciones de riqueza de tipo monopolístico, con todas las
injusticias y abusos de poder que de ahí derivan. De otra, el marxismo (v.
MARX) y doctrinas afines que niegan el derecho a la propiedad y en
especial a los bienes de producción y hacen del resentimiento la principal
motivación social. Las encíclicas pontificias y otros documentos análogos
proclaman repetidas veces la naturaleza social del hombre y su ordenación
a la comunicación y al diálogo y, por lo que se refiere a los bienes,
afirman la legitimidad de la propiedad, pero enseñando a la vez su
ordenación al bien común (v.) y, consiguientemente, la necesidad de que su
uso esté regido por la justicia, etc. Los poderes públicos pueden
establecer una serie de limitaciones en el ejercicio de los derechos de la
propiedad, que pueden llegar, incluso, a la expropiación, basados en el
bien común, sin, por ello, extralimitarse en el ejercicio de sus
funciones. Una de las razones más claras en favor de una decidida
actuación por parte del Estado está en el caso de un empleo antisocial de
la propiedad. Existen otros bienes, tales como la enseñanza, que deben ser
asequibles a todos, principalmente la que corresponde a la cultura básica
«a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su
ignorancia y falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente
humana al bien común» (Gaudium el spes, 60). Cualquier individuo debe
tener acceso aun a los más altos niveles de los conocimientos humanos sin
distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social.
Independientemente de lo expuesto hasta aquí, piénsese que las
desigualdades son inevitables y convenientes (Rerum novarum, 25-26).
V. t.: PROPIEDAD III; IMPUESTO 11; BIEN COMÚN.
BIBL.: PROFESORES DEL INSTITUTO
SOCIAL LEÓN XIII, Curso de Doctrina social católica, Madrid, 1967; J.
MESSNER, Ética social, política y económica, Madrid 1967.
V. YSERN DE ARCE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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