1. Noción y relaciones con la prudencia. En el sentido más clásico de la
palabra, la d. es la «sensatez para formar juicio y tacto para hablar u
obrar». En esta acepción, la Teología moral y espiritual unen la d. con la
virtud de la prudencia, hasta el punto de identificarlas plenamente. Más
aún: el estudio especulativo de la virtud de la d. ha precedido, en la
enseñanza tradicional, al de la virtud de la prudencia.
2. Evolución histórica del concepto. En toda la filosofía griega, la
d. significa medida, y es inseparable de la virtud en todos los dominios
del actuar humano: religioso, moral, filosofía, literatura, medicina,
política, arte. Es conocida la frase de Platón: «La medida y la proporción
realizan siempre la belleza y la virtud» (Phil. 66).
Partiendo de este concepto, con los nuevos elementos aportados por
la ética cristiana, la Tradición patrística, y muy especialmente por
Casino (Collationes) y por S. Benito (Regla), se elabora la noción de d.
como «generadora de la moderación y madre de toda medida» (Collationes,
1,23). Y los Santos Padres hablarán de esta virtud como «fuente y raíz de
todas las virtudes» (ib. 2; 9,53), encareciéndola específicamente para la
vida de los monjes, en sus diversas manifestaciones. Junto con este
sentido, e inseparablemente unido a él, desarrollan el concepto de d. como
virtud que guía el recto gobierno de los súbditos por parte de los
Superiores. No se trata, en efecto, más que de un aspecto de la medida y
tacto que han de sellar la actividad del monje, y muy especialmente de
quien dirige una comunidad (v. DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITU). De la fuente
de los Santos Padres beben los autores de la tradición medieval,
principalmente S. Bernardo y Ricardo de San Víctor, desarrollando las
mismas ideas sobre la d.
Es en el s. XIII cuando la doctrina sobre esta virtud viene poco a
poco a ser absorbida en la de la prudencia. Fue Guillermo de Auxerre quien
elaboró por primera vez un tratado sobre la prudencia, que comprendía todo
el antiguo contenido de la d. Y, finalmente, S. Tomás encarga a la virtud
de la prudencia de perpetuar en adelante la enseñanza constante y
venerable sobre la d., que la Tradición le había legado. La prudencia es
la heredera de todo lo que en la palabra d. habían incluido los maestros
de la vida espiritual. Y a partir de entonces se hablará sólo
esporádicamente de d.; cuando se quiera estudiar el contenido de la virtud
maestra que gobierna los actos del hombre, se hablará de prudencia. Cabe
hacer algunas excepciones, entre las que destacan los escritos de S.
Catalina de Siena (v.), en los que se da a la d. el contenido más alto que
puede tener la prudencia: el ejercicio de la virtud perfeccionado por la
actuación del don de consejo (cfr. El Diálogo, y la interpretación de los
escritos de la santa, hecha por R. GarrigouLagrange). Por todas estas
razones, dejamos el estudio del contenido de la d. en la acepción a la que
nos estamos refiriendo, para la voz Prudencia (v.).
3. Uso actual. Un sentido restringido de la voz d., en relación
directa con una manifestación de la prudencia, está en uso en el lenguaje
actual: la d. es la cualidad del que sabe guardar un secreto, del que se
preocupa de no molestar a los demás con su actuación, del «que sabe si en
un lugar o en una situación determinada ayuda o estorba, y sabe
desaparecer antes que estar de más» (La Bruyére, Charactéres, c. 5). Es
una actitud de reserva o moderación en las palabras o en la conducta del
hombre, a través de sus relaciones con los demás. Estudiaremos algunos
aspectos de esta acepción.
En primer lugar, la d. se toma como cualidad del que sabe guardar un
secreto: es entonces, una virtud relacionada con la justicia y la caridad,
por las que el hombre no debe revelar a los demás lo que conoce bajo
secreto, tanto natural, como profesional o confiado (v. SECRETO; SIGILO
SACRAMENTAL).
Próximo a esta noción es el sentido de d. como moderación y tacto en
las conversaciones y obras, de modo que se hagan fáciles las relaciones
del hombre con sus iguales (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 8109 a4). Sin
referirnos a la virtud de la justicia, que custodia el secreto propiamente
dicho, ni a las relaciones, también de justicia, que exigen evitar la
difamación y la calumnia (v.), nos referimos ahora a la cualidad del
hombre por la que sabe cuándo ha de hablar y cuándo ha de callarse, cuándo
ha de estar presente y cuándo es el momento de desaparecer: «Todo tiene su
tiempo y su momento cada cosa bajo el cielo; ... su hora el callar y su
hora el hablar» (Eccl 3,7). La d. en este sentido es, pues, una
manifestación concreta de prudencia, hinca sus raíces en la humildad (v.)
y en la sencillez (v.) y, teniendo en cuenta las circunstancias y sobre
todo las personas, determina la justa medida en el hablar y en el actuar.
Para llegar a esta medida, el hombre debe, en primer lugar, buscar la
rectitud y eficacia de su conducta, sin cifrarla en el espectáculo y en
las palabras: quien carece de la profundidad necesaria para medir en su
verdadero valor las acciones y las palabras, no tiene la adecuación a la
verdad necesaria y previa a todo acto de prudencia, y, por tanto, de d.;
únase a esto la necesidad de huir de la vanagloria, por la que el hombre
busca el aplauso de los demás, sustituyendo al fin verdadero de los actos,
la gloria personal.
No se olvide que, para lograr todo esto, el hombre debe vivir cara a
los demás y conocer las circunstancias de los que le rodean, para prever
el influjo que van a tener su palabra o su actuación (v. PRUDENCIA,
requisitos). Por esta razón se lee en la S. E.: «Yo os digo que de
cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres han de dar cuenta en el
día del juicio. Porque por tus palabras habrás de ser justificado, y por
tus palabras condenado» (Mt 12,36-37).
4. La Escritura y la discreción. Las exhortaciones de la Escritura
para vivir esta moderación en el uso de la palabra son numerosas. Con
frecuencia califica de sensato y prudente a quien sabe hablar o callar a
tiempo, y de necio o imprudente a quien carece de esta virtud: «El sabio
calla hasta el momento oportuno; pero el necio no tiene en cuenta las
circunstancias» (Eccli 20,7; cfr. Eccl 9,17; 10,12; Prv 10,19; 25,11;
29,20; Eccli 11,8; 21,18). Y el apóstol Santiago, en su Epístola católica,
hace el más grande elogio del uso prudente y discreto de la palabra, a la
vez que señala los males que proceden del uso inmoderado de la lengua: «Si
uno no tropieza en la palabra, ese tal es perfecto varón, capaz de regir
con el freno también todo el cuerpo» (cfr. lac 3,1-12).
5. Otros aspectos de la discreción. Finalmente, y dentro siempre de
este sentido de manifestación de prudencia, la d. hace referencia a la
custodia de la intimidad personal o familiar, ante la inquisición injusta
o la curiosidad de extraños, que no tienen ningún título para conocerla.
En efecto, muchos aspectos de la vida del hombre pertenecen, por su misma
naturaleza, a la conciencia, a la esfera personal, a la vida familiar, o
tienen sólo sentido en un determinado círculo alrededor de la persona: por
tanto, no es lógico que salgan innecesariamente fuera del ámbito que les
es propio. Y corresponde a la d., en las distintas facetas del actuar
humano, determinar ese ámbito en cada caso, respetarlo y hacerlo respetar
por los demás. Esta es la interpretación que puede darse a las palabras
del Señor: «No deis a los perros las cosas santas, ni echéis vuestras
perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus pies, y se vuelvan
contra vosotros y os despedacen» (Mt 7,6-9). De este modo, la d. asegura
la rectitud de intención, evitando «hacer las cosas para ser vistos de los
hombres» (Mt 23,5), pero haciéndolas «de modo que viendo vuestras buenas
obras glorifiquen a vuestro Padre» (Mt 5,16).
La unión de estos dos aspectos, aparentemente contradictorios se
realiza en la naturalidad (v.) con que debe actuar el hombre en todo
momento: «Discreción no es misterio, ni secreteo. Es sencillamente,
naturalidad» (I. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid 1965, n° 642).
Igualmente, la d. asegura la verdadera sencillez (v.), alejándola de la
pendiente de la ingenuidad tonta, y sabe defender con medios rectos la
intimidad personal, familiar, etc., ante la inquisición curiosa, injusta o
maliciosa (cfr. Le 20,1-8, como ejemplo de esta actitud); salvando también
trascender ese ámbito, cuando las circunstancias y el bien del prójimo lo
aconsejen.
V. t.: NATURALIDAD; PRUDENCIA.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 2-2,
q47-55; Discretion, en DSAM 3,1311-1329; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino,
23 ed. Madrid 1965 (v. Indice).
J. CELAYA URRUTIA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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