DIRECCIÓN ESPIRITUAL. DISCERNIMIENTO DE ESPIRITUS.


Del griego, discriseis pneumaton, el d. o discreción de e. es una fórmula convencional, consagrada por el uso en la literatura religiosa, y extraña a los no iniciados. Su significado es, sin embargo, sencillo. Con ella quiere expresarse la siguiente cuestión: ¿qué origen tienen los diversos movimientos espirituales (estados de ánimo, pensamientos, sensaciones, etc.) que agitan al hombre, y que, por consiguiente, influyen en su actuación y, por tanto, en la moralidad subjetiva de la misma? Problema importante en todo humanismo del signo que sea, en su vertiente ética, que preocupó a los hombres reflexivos de todos los tiempos. De hecho la antigüedad griega, sobre todo a partir de Sócrates, se planteó el problema (cfr. entre otros los numerosos trabajos de A. J. Festugiére). Y la misma filosofía moral del lejano Oriente, con su implícita metafísica, también lo ha vivido.
      Sagrada Escritura. En el pueblo hebreo se formuló implícitamente ese interrogante desde el momento que adquiere conciencia de tal pueblo convocado por Dios e invitado a entrar con Él en Alianza (v.). Los arquetipos de esa vocación misteriosa están en Noé, Abraham, Moisés. La solución al mismo en el A. T. es teológica, pues es en definitiva la Palabra de Yahwéh la que llama e interpela; Palabra que se dirige al corazón de¡ hombre. y que éste por su parte ha de discernir entre otras llamadas que se le hacen, permitidas por Aquél, pero que proceden del «espíritu del mal» acechando siempre al pueblo de Dios y a los que lo forman. Aunque la intervención del mal espíritu se hace siempre bajo la égida de Yahwéh, pues Israel jamás admitió dualismo radical alguno en su filosofía religiosa. Donde esa llamada de Dios se hace viva y penetrante, de tal modo que su autenticidad puede precisarse con más seguridad frente a las voces falsas que también se presentan, es en el caso de los Profetas (v.). Hay profetas verdaderos y hay profetas falsos, según que a través de ellos la Palabra divina se deje oír o no. La misma Escritura insinúa los signos a propósito para discernir en cada ocasión (Dt 13,3.5; 18,21-22; 1 Sam 2,34; 10,7; 2 Reg 19,29; 20,9; Is 6; ler 1; 15,19-20; 23,13-14; 28,16-17; 44,29-30; Am 7,14-15; Ez 1; 3; 24,27; 33,22; Mich 3,6-8; etc.). Al final de la época veterotestamentaria el esquema de los dos espíritus (quizá en parte por influencias extrañas a Israel), encuentra su formulación en el Manual de la disciplina de los esenios (v.) de Qumran (v.).
      En el N. T. Jesucristo es la revelación suprema de la Palabra divina que llama y que discierne a los hombres, pero también éstos tienen que discernir aquella Palabra a su manera. Para esto último Dios pondrá a disposición de la sencillez humilde del corazón humano la luz de la fe (Mt 11,25-27; lo 6,44). Porque Jesús es signo de contradicción (Le 2,34) y el cumplimiento de las Escrituras en El no dejaba de ser en parte ambiguo (Mt 11,3), dados los rasgos aparentemente contradictorios con que se prefiguraba al Mesías (Le 24,25; 45). Y Satán actuaba con sus intrigas para oscurecer el horizonte en torno a Jesucristo. Fue necesario que el misterio pascual se consumase y que el resplandor de Pentecostés iluminase los corazones de los discípulos para que tuviesen signos internos y externos suficientes para discernir.
      En S. Juan la «crisis» de los hombres se plantea a partir de su fe o no en Jesucristo Hijo de Dios. Aceptarle es entrar en el ámbito de la verdad (de la luz: 1,9; 8,12; 12,36) y de la vida (3,16; 6; 7,37-38; 11,25; 17,3); vida que es caridad divina, participación de la misma vida de Dios (14,21.23). Pero ¿cómo descubrir nosotros esa luz, cómo reconocer que Jesús es esa luz, esa caridad, esa vida divina? Las obras (hechos y palabras) del mismo Jesús dan testimonio de que el Padre está con Él. Pero sobre todo es el Espíritu el que misteriosamente lo testifica (13,26; 15,26; 16,8 ss.). Esa experiencia interior es la que nos permite a nosotros conocer que somos hijos de Dios: éste es el tema central de la la carta de S. Juan (3,24; 4,1.13.17-18). Experiencia que es unción, en cierto sentido permanente, del Espíritu en nosotros (2,20.27). Pero que se garantiza por su concordancia y apoyo en la enseñanza y en los hechos de Jesús y su Iglesia, en la vida que se traduce en caridad efectiva (2,3.5.24; 3,10; 5,6-9). S. Juan invita a sus corresponsales a probar los espíritus para ver si son de Dios, y dice las señales para distinguir la verdad del error (4,1-6).
      Serían necesarias muchas páginas para exponer el pensamiento de S. Pablo sobre este problema. Pero se puede resumir en lo siguiente. La vida cristiana consiste en discernir la voluntad de Dios según la fe en Jesucristo. Está, pues, en la línea de S. Juan al poner la aceptación de Cristo como clave del sí o del no para la salvación y la vida. Pero ¿cómo «juzgarnos a nosotros» para saber si nuestra fe y nuestra entrega es verdadera? La solución de Pablo es completa: por la experiencia del Espíritu (Rom 8,14.26; Gal 4,6), pero vivida en el conjunto eclesial del que forma parte el cristiano (1 Cor 12; Eph 4,11-12; Rom 12,6-8). En ese complejo los dones y los ministerios son diversos, pero el gran carisma es la caridad (1 Cor 13; Rom 5,5): ella es la piedra de toque que une la experiencia interior con la praxis de la vida, es el gran principio del d. en la vida cristiana. Dentro de esa variedad de funciones eclesiales S. Pablo subraya expresamente, como una función especial, la del d. de e. (1 Cor 12,10), con su carisma correspondiente, pero se trata de una acentuación en algunos de esa sensibilidad espiritual que más o menos reside proféticamente en todos los cristianos dentro de la Iglesia, y que oficialmente asiste también a ésta en cuanto tal, presidida por sus apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y doctores. Pablo recuerda a todos, jerarcas y fieles: «No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,19-21).
      La tradición cristiana. El problema del d. de los e. que mueven al hombre, del origen de los pensamientos que surgen de su corazón, queda luego recogido por la tradición literaria cristiana. (Sobre el distinguir entre verdaderos y falsos profetas habla la Didajé: 12, ed. Ruiz Bueno, 1967, 90). El Pastor de Hermas es uno de los primeros documentos que lo tratan: Mandamientos VI, XI y XII (ed. Ruiz Bueno, 1967, 983 ss.). Luego Orígenes: De principüs, III,2-4 (PG 11,306 ss.). S. Cirilo de Jerusalén: Catequesis, 16,15-16 (PG 33,94). Después pasa a la literatura monástica simplificándose y endureciéndose en su planteamiento y solución: generalmente no se piensa más que en la influencia que pueden ejercer sobre el hombre Dios o los espíritus buenos, por una parte, y Satán por otra. Aunque no pocos autores, empezando por Orígenes, saben darse cuenta de que muchos de los movimientos surgen de nosotros sin necesidad de influencias extrañas, fuera del indispensable concurso de Dios, que hace posible el juego de nuestra misma libertad (v.). Como exponentes citemos a Evagrio (v.), la Vita Antonii de S. Atanasio (v.), S. Juan Clímaco (v.) y sobre todo a Casiano (v.) que recoge las tradiciones oriental y occidental, y matiza psicológicamente con notable penetración: Collationes, 1,16-23; II; VII (PL 49,506 ss. y 667 ss.). S. Agustín interesa por su aportación clásica de las dos ciudades con su proyección en la psicología personal de los que pertenecen a las mismas: De civitate Dei, 14,28 (PL 41,436).
      Las Edades Media y Moderna no hacen más que metodizar el esquema más rigurosamente, pero dentro de las líneas establecidas: esos movimientos si parecen buenos y llevan al bien, proceden de Dios, o directamente o por medio de sus ángeles buenos; si parecen malos, proceden de los malos espíritus y de nuestra naturaleza caída. Y los autores se entretienen en hacer el catálogo de las señales que pueden indicarnos el posible origen. También se precisan cada vez mejor los diversos aspectos de la vida espiritual a que pueden aplicarse esas señales, en particular cuando se trata de asuntos más o menos extraordinarios donde las ilusiones falsas son fáciles. S. Ignacio de Loyola (v.) en las Reglas que acompañan a su librito de los Ejercicios nos dejó una serie de observaciones interesantes sobre todo en lo que se refiere a los estados de consolación y desolación del alma. Tratadistas ilustres sobre esta materia, pero epígonos que la repiten y la agotan, son principalmente el card. Bona (De discretione spirituum, Roma 1672) y J. B. Scaramelli (Discernimento degli spiriti, Venecia 1753; reed. Roma 1946).
      Planteamiento actual. Hoy el problema se suele plantear del modo siguiente. No se trata de determinar la moralidad de cada acto en sí mismo: esto se refiere a la conciencia (v.) que el sujeto seria y sinceramente debe formarse. Ni tampoco de estudiar únicamente las motivaciones que le han llevado a poner ese acto con su moralidad correspondiente. Lo que se quiere conocer es el origen de las motivaciones. Y entonces hay que entrar en dos campos extremadamente fecundos y complementarios: uno teológico: el de la acción carismática del Espíritu Santo en el corazón de los fieles (v. ESPÍRITU SANTO III y IV); otro psicológico: el de la exploración de todos los rincones del hombre y de los mecanismos psicológicos que actúan en él.
      El primer campo va obteniendo hoy un trato de favor entre los teólogos, provocado por el Concilio Vaticano II, que ha hablado varias veces sobre la llamada universal de todos los cristianos a la santidad y su participación en la misión de la Iglesia y, consiguientemente, de la acción en ellos del Espíritu Santo (v. CARISM,AS). Como contrapartida hay también que tener presente la posible influencia de Satán en el psiquismo humano (v. DEMONIO). El otro campo, el de la psicología, reviste, en la práctica, gran interés, ya que el discernimiento de espíritus, la acción en nosotros de Dios (o de Satán) dice también, en uno u otro grado, relación a nuestro psiquismo. Ciertamente el discernimiento de espíritus no es algo psicológico, sino teológico y en cuanto tal trasciende a las dimensiones propias de la psicología (v.), y tiene criterios propios: la conformidad con la fe, los frutos que producen las experiencias íntimas (cfr. Mi 7,15-20), la unión con Dios y la identificación con Cristo a la que conducen (cfr. lo 10,4), etc. Ello no obstante, la psicología puede prestar, sobre todo en casos especiales, una ayuda de relieve.
      Por todo ello, el d. de e. es hoy a la vez más fácil y más complicado que antes. Para intentarlo con esperanzas de éxito son necesarias mucha humildad (v.) y oración (v.), mucha prudencia (v.) y competencia, sobre todo para los casos más intrincados o más extraordinarios. Una gran habilidad en este terreno puede constituir un don especial por parte de Dios. De todos modos, si se hace según el espíritu de esas virtudes antes indicadas, aunque de inmediato no se consiguiese humanamente gran cosa, o no se llegase a una seguridad moral acerca de las diversas mociones o llamadas, el deseo de sinceridad en la búsqueda de la voluntad de Dios bastaría para dar valor al aparente fracaso o la nesciencia insuperable (cfr. lo 18,37). La humildad cristiana es el gran criterio de una sana discreción. De ese a priori resultará un a posteriori de caridad, que es la gran señal y el gran resultado del buen espíritu: «Por sus frutos los conoceréis» (cfr. Mt 7,15-20).
     
      V. t.: I; PRUDENCIA; LUCHA ASCÉTICA; ARIDEZ ESPIRITUAL; MÍSTICA II; APARICIÓN II.
     
     

BIBL.: A. CHOLLET, Discernement des esprits, en DTC IV,13751415 (con bibl. abundante); J. DE GUIBERT, Lecciones de Teología espiritual, I, Madrid 1953, 307-332; 1. MAc Avoy, Direction spirituelle et psychologie, en DSAM 111,1144-1173; VARIOS, Discernement des esprits, ib. 1222-1291; C. VACA, Guías de almas, Barcelona 1946; A. MORTA, La dirección espiritual y las anomalías psíquicas, «Surge» 8 (1950) 250 ss.; G. THILS, Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca 1965, 505 ss. (buen resumen); A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, 4 ed. Madrid 1962, 77 ss.; B. JIMÉNEZ DUQUE, La dirección espiritual, Barcelona 1962, 79 ss.

 

B. JIMÉNEZ DUQUE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991