DIOS. OMNIPOTENCIA DE DIOS.


1) Datos y precisiones tomados de la Filosofía. La elaboración conceptual que nos ofrece la sana filosofía aporta elementos que delimitan y precisan el contenido de este atributo divino. Al afirmar que D. lo puede todo, pretendemos en primer lugar referirnos concretamente a todo' lo distinto de D. mismo. Entendemos que el término sobre el que recae dicho poder no es el propio Ser divino sino las cosas. En segundo lugar, no se intenta afirmar que D. pueda quererlo todo; esto se supone. Lo que inmediatamente se significa es que D. puede realizarlo todo. Se trata, además, de un atributo no inmanente sino transeúnte, porque el término de esta acción divina cae fuera de su propio Ser (v. iv, 4). La filosofía nos dice también que este poder de D. no se limita a la acción con que D. saca cosas de la nada (creación), se extiende además a aquella otra operación con que conserva las cosas en su propio ser (conservación), con que influye dinámicamente, según la naturaleza de cada ser, en las acciones de la creatura (concurso) y con que las conduce eficazmente a su fin (gobierno). La omnipotencia señala un poder omnímodo sobre todas las cosas. Todas las cosas tienen en D. el fundamento de su ser y de su obrar. D. está presente dinámicamente en toda existencia y en toda actuación, por mínima e insignificante que sea. En todo ser y en todo actuar, sean visibles o no para el ojo humano. Nada se sustrae al influjo omnivalente de su poder. Su dominio afecta al ser íntimo de cuanto existe. Esta es la razón última de la ilimitada amplitud que alcanza el poder divino sobre las realidades contingentes. Las cosas empezaron a existir gracias a la omnipotencia divina. Por ella siguen existiendo y actúan como tales, según su propia condición y naturaleza. Por ella logran su propia culminación, la que D. ha dispuesto para cada ser. Esta presencia omnipoderosa de D. en sus creaturas es tan íntima a ellas porque, en esta inmanencia, conserva respecto de ellas la más alta trascendencia (v. iv, 3). No es parte de las cosas sino su base, fundamento y sustentación última.D. el Señor, el Soberano absoluto de todo lo existente.
     
      Pero esto no bastaría para sostener que la omnipotencia es atributo de D., es decir, que le conviene por sí mismo, aunque las cosas no existieran. No obstante, la mente humana afirma categóricamente que D. es omnipotente. Los motivos racionales para ello los descubre, reflexionando sobre las cosas que percibe, cuando ve que D., siendo el ser que da origen a todo ser contingente, es lógicamente el Ser Necesario y, por tanto, omniperfecto e infinito en su propio ser y en su potencia de actuación. La mente humana sólo puede llegar a estas conclusiones a partir de la existencia del término contingente sobre el que D. ejerce dicho poder. Pero, dadas las cosas existentes que son su materia de raciocinio, la mente puede legítimamente concluir que D. es absolutamente, por sí mismo y no por la mera existencia de las cosas, omnipotente. Esta es también la razón por la que, según la filosofía, la omnipotencia divina excluye toda «pasividad»: D. no puede ser determinado por otro ser. La omnipotencia es, en grado sumo, potencia activa, actividad en la más alta y plena perfección. La «pasividad» de un ser está en proporción directa con la propia imperfección. Como «la perfección de Dios es absoluta y universal y en El no tiene cabida la imperfección, le compete ser principio activo en grado máximo y de ningún modo sujeto pasivo» (Sum. Th. 1 q25 al).
     
      Alcanzada esta cima, la reflexión racional consigue aún nuevos hallazgos. La omnipotencia, atributo del Ser Necesario, se armoniza en el ser mismo de D. con todos sus otros atributos. D. es, en su omnipotencia, omniperfecto e infinito. Por ello su ser omnipotente es, a la vez, infinitamente sabio y omnisciente, infinitamente justo, infinitamente amable y diligente, infinitamente activo, infinitamente independiente. Su ser es infinitamente pleno y perfecto en sí y por sí mismo. Esto quiere decir que D., cuando ejerciendo su actividad ad extra da origen a otros seres y los mantiene en su propio ser y actuar según la naturaleza que les dio, no puede menos de hacerlo con sabia ordenación, con justa medida, con benévola voluntad, con una plenísima libertad respecto de las cosas, con una total soberanía que llega hasta los más íntimos rincones del ser y operar de cada creatura. Puede que el hombre no llegue a ver, en un caso concreto, ante una determinada realidad, cómo allí se muestra la sabiduría o el amor o la equidad de la actuación divina. Pero el hombre mismo reconocerá que esto no le da derecho a negar ni la sabiduría ni la justicia ni la bondad omnipotentes de D., que resplandecen en toda existencia por el hecho de ser, directa o indirectamente, hechura de Dios. D., por ser omniperfecto e infinito, es absolutamente incomprensible en su ser. Muchas veces resulta también inalcanzable en sus obras.
     
      Por esta misma razón, la omnipotencia divina no puede entenderse, como ningún atributo divino, al modo humano. La potencia omnímoda de D. no está sujeta al capricho. Es la fuerza ejecutora del ser perfectísimo, que lo realiza todo con la más excelsa plenitud de facultades de inteligencia y amor. Por eso, la razón humana no deformada reconoce que la existencia, la vida humana, la capacidad de pensar, discernir, autodeterminarse... son dones de Dios. El hombre sano verá en ellos los instrumentos para lograr la propia perfección, la perfección de los demás y, para así, unirse a su Creador y Señor.
     
      El poder divino, infinito en su ser y en sus posibilidades, no se agota en el orden existente con su entrecruzamiento de influjos y relaciones operativas entre las criaturas. Puede actuar también en los seres de un modo que supere o contraríe el normal y propio de tal o cual creatura, logrando que el efecto producido sea sustancialmente o quizá sólo modalmente superior al que podría producir aquella naturaleza en el interinflujo de concausalidad con otras creaturas. Es el caso del actuar divino milagroso (v. MILAGRO). La razón indicada vale no sólo para fundamentar racionalmente la posibilidad de los milagros sino también para dejar sentada, en el plano racional, la posibilidad de que D. influya en la naturaleza de los seres de manera mucho más alta, produciendo en ellos unos efectos cuyo alcance, carácter y contenido sólo pueden determinarse a partir de la manifestación de D. mismo sobre esta acción suya. Tal es el caso de la elevación sobrenatural (v. SOBRENATURAL). Los seres creados, lo mismo que un ordenamiento dado originado y sostenido por D., no agotan ni limitan la infinita potencia del Señor.
     
      2) La omnipotencia divina y lo imposible. La filosofía precisa además, en esta materia, que D. lo puede todo. Y se añade inmediatamente: excepto lo que de suyo es absurdo, porque esto es en sí mismo imposible, p. ej., hacer un círculo cuadrado. Se concluye de ahí que solamente es objeto de la omnipotencia divina todo cuanto no es contradictorio en sí mismo. Esta respuesta tan clara y obvia obliga a replantear un viejo problema filosófico: el fundamento último de la posibilidad, o imposibilidad, de las cosas. Un círculo cuadrado es inconcebible, imposible. Pero, ¿es imposible porque D. no puede hacerlo o, al revés, D. no puede hacerlo porque es imposible? De otra forma: ¿de dónde arranca originariamente la posibilidad o imposibilidad?
     
      La corriente voluntarista, con sus representantes clásicos Ockham (v.) y Descartes (v.), afirma que lo posible, lo mismo que lo imposible, es tal porque así lo ha determinado su omnipotente voluntad (v. Iv, 14). Hubiera sido de otra manera si D. lo hubiera dispuesto. Si el divino poder quedase detenido ante lo imposible, no sería omnipotente. Un círculo cuadrado es imposible porque D. quiso que lo fuera; de haber querido lo contrario, sería posible. Esta opinión es rechazada comúnmente. Si lo posible depende de la voluntad de D., no se ve cómo pueda evitarse el peligro de poner en D. mismo un actuar capricho, incluso irracional y contradictorio. Y si esto ha de evitarse, es preciso concluir que la voluntad divina tiene una norma, un principio más radical al cual supedita sus determinaciones.
     
      Otra corriente, que podríamos llamar esencialista, es la que forman la inmensa mayoría de los escolásticos antiguos y modernos (v. ESCOLÁSTICA II, 2 y 3). Distinguen entre posibilidad intrínseca y posibilidad extrínseca. Aquélla consiste en la sociabilidad de las notas que constituyen un ser, p. ej., animalidad y racionalidad respecto del hombre. Caso opuesto es la imposibilidad intrínseca: p. ej., círculo y cuadrado son notas que no pueden unirse simultáneamente en un ser. La posibilidad extrínseca consiste en la capacidad de un ser para producir lo que es intrínsecamente posible. Hay seres que pueden producir más, otros menos. D., por la infinitud de su potencia, puede producir todo cuanto es intrínsecamente posible. Esto supuesto, una de las explicaciones escolásticas sostiene que lo intrínsecamente posible tiene su último fundamento en el entendimiento divino. Quienes rechazan esta opinión objetan contra ella que el entendimiento divino, precisamente porque es, en nuestro modo de hablar, facultad cognoscitiva, ha de presuponer el objeto y no originarlo; es preciso, por tanto, buscar un fundamento lógicamente más radical de la posibilidad. Otra de las explicaciones, de mucha mayor audiencia entre los escolásticos, encuentra este último origen de lo posible en la esencia divina en cuanto imitable: todo ser, en su más íntima posibilidad, es una imitación finita de la esencia divina. Debe, por tanto, resplandecer en él una participación de la armonía que infinitamente se verifica en Dios. Lo contradictorio es radicalmente imposible porque no se puede dar en él esta condición de base.
     
      3) El concepto de omnipotencia en la revelación bíblica. La revelación bíblica nos descubre, en este concepto, filones de mayor riqueza y densidad. No se descubren a primera vista. Es preciso atenerse al método propio de la Sagrada Escritura. Por otra parte, lo que en ella se nos da no es fruto de reflexiones filosóficas. En ella se nos revela D. mismo actuando. D. se nos revela y nos habla en la historia y con el lenguaje de los hagiógrafos y, siempre, en un proceso de lenta graduación hasta llegar a la plenitud de la revelación divina en Cristo. Concluida la revelación divina con la muerte del último Apóstol, la Iglesia sigue profundizando en la Palabra de Dios. Así va alcanzando, bajo la ayuda eficaz del Espíritu, una mayor penetración y un más fructuoso conocimiento de ella. Este es el rico caudal que tiene en sus manos todo creyente, de modo particular el teólogo.
     
      a) Yahwéh D., «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Ex 3,6; Mt 22,32; Act 7,32), se ha dado a conocer al hombre como un D. viviente y personal, único y magnífico. Es «el Señor», «el Poderoso», «el Omnipotente», «Admirable» por su poder y sabiduría, obrador único de prodigios («faciens mirabilia solus», Ex 15,11; 1 Par 16,12; Ps 71,18; 79,15; 85,10; 97,1; 135,4; Is 25,1; Dan 6,27; Apc 15,3; «faciens magnalia», Ex 14,13; Dt 10,21; Eccli 18,3; 36,2; Ps 70,19; Act 2,11). Su acción es siempre eficaz: hace cuanto quiere (Is 46,10). Con sólo quererlo, lo puede todo (Sap 7,23; 12,18). Ningún proyecto le es irrealizable (lob 42,2). Nada le es imposible (Gen 18,14; ler 32,17.27; Lc 1,37; Mt 19,26). Tiene poder para realizarlo todo «incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar» (Eph 3,20). Su poder actúa siempre moderadamente: todo lo hace «con número, peso y medida» (Sap 11,21).
     
      b) A quienes elige para alguna misión cuya realización sobrepasa la capacidad natural, D. les acompaña con una presencia de protección eficaz: «Yo estaré contigo». Tal sucede con Moisés (Ex 3,12; 4,12.15), Josué (los 1,5.9.17), Gedeón (Idc 6,12.16), Samuel (1 Sam 3,19), David (1 Sam 16,13; 17,37; 18,12; 2 Sam 5,12; 7,3.9), Ezequías (2 Reg 18,7), Esdras (Esd 7,6.28), Nehemías (Neh 2,8.18), Judit (Idt 13,11), jeremías (Ier 1,8.19), etc. Esta es también la palabra divina que se le dice a María (Lc 1,28.35) y a los Apóstoles (Mt 28,20; lo 14,16-21.26).
     
      c) Las «maravillas» que D. ha hecho son innumerables. Ante todo, la Creación de cielos y tierra (Gen 1,2-3; 2,4). Todo cuanto existe está bajo su dominio, nada se le resiste (Est 13,9-11). Será ello un motivo constante para alabarle y engrandecerle.
     
      d) Junto a la Creación, las grandes gestas del Éxodo, donde D. actuó «con mano fuerte, entre señales y prodigios, con gran poder y tenso brazo» (Bar 2,11). D., ya antes llamado «el Poderoso de Jacob» (Gen 49,24; Is 1, 24), es reconocido ahora como el «Dios de los ejércitos» (Ex 12,41), la «Roca» (2 Sam 23,3; Is 30,29), el «escudo de Israel» (Gen 15,1; 2 Sam 22,3.31). Es D. omnipotente dirigiendo el curso de la historia humana según sus altos designios. A la luz de los Profetas y, sobre todo, del N. T., la liberación de Egipto será el tipo y figura de la auténtica liberación traída por D. al hombre: la Redención (lo 13,1; 1 Cor 10,1-13; Apc 15,2-4; Heb 8-10). La Alianza del Sinaí, tipo y figura de la nueva y definitiva Alianza, que sellará la Sangre de Cristo (Lc 22,20; Heb 8-10). El Pueblo de Israel, tipo y figura del nuevo Israel, la Iglesia (Mt 16,18), a la que están convocados todos los hombres (lo 10,16; Rom 1,16) y que Cristo funda con su propia entrega (Eph 5,25). Sobre esta Iglesia, Cristo enviará Su Espíritu (Act 2,14-36) para que permanezca con ella perpetuamente (lo 14,16). Con todo, la «maravilla de las maravillas», culmen del poder omnipotente de D. y, a la vez, de su amor misericordioso al hombre, es la Resurrección de Cristo (Eph 1,19-20).
     
      e) Esta pluriforme acción divina tiene en el nervio mismo de su despliegue una finalidad amorosa para con el hombre (lo 3,16). Dios eleva al hombre haciéndole participante de la vida divina (2 Pet 1,4). Esta interior renovación, que se inicia por el agua y el Espíritu Santo (lo 3,5), es una «nueva creación» (Gal 6,15; 2 Cor 5,17), un «nacer de Dios» (lo 1,13; 3,4.7; 1 lo 3,9; 4,7; 5,1.4) gracias a la cual todos somos «uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28), «hijos de Dios» (Gal 3,26; 4,6; Rom 8,14-17), «templos del Espíritu» (Rom 8,9; 1 Cor 6,19) y «coherederos de Dios con Cristo» (Rom 8,17). El' Señor, «grande y admirable en poder» (Idt 16,16), «aun siendo solo, lo puede todo; sin salir de Sí mismo, todo lo renueva; en todas las edades entra en las almas y forma en ellas amigos de Dios y profetas» (Sap 7,27).
     
      f) En la revelación bíblica se muestran inseparablemente unidas la omnipotencia, la sabiduría y el amor de Dios. El actuar divino es un actuar de «multiforme sabiduría» (Eph 3,10), de amor llevado «hasta el extremo» (Ier 31,3; lo 13,1; 3,16; Eph 1,3-12; 2,4; 5,2). Y su misericordia está apoyada en su omnipotencia: «se compadece de todos porque todo lo puede» (Sap 11,23).
     
      g) El soberano poder de D., sapiente y amoroso, se muestra también en la forma «escandalosa» (1 Cor 1,1825), en la «locura» con que realiza sus obras. En Cristo, perfecto D. y perfecto hombre, D. omnipotente se ha hecho el «Emmanuel», Dios con nosotros (Mt 1,23; Is 7, 14). Se ha «anonadado» tanto que, sin dejar de ser Todopoderoso, se ha hecho débil y mortal. Cristo, «autor de la vida» (Act 3,15), tiene «poder para entregar su vida y poder para recobrarla de nuevo» (lo 10,18); tiene poder para dar a sus ovejas la «vida eterna» (lo 10,28); todo lo del Padre es de Cristo y lo de Cristo, del Padre (lo 17,10); a El le ha dado el Padre «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18)... Pero, a la vez, se hace tan cercano al hombre que siente verdadero frío, sed, cansancio, agotamiento, soledad interna y externa. Hasta llega a morir en una cruz ajusticiado. Es la omnipotencia debilitada, «anonadada» (Philp 2,7). Es éste un aspecto del misterio de Cristo que alimentará perennemente la reflexión cristiana de toda alma profunda: «la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Cor 1,25). La revelación bíblica del N. T. se cierra con la misma oración que tenían en sus labios los últimos judíos del A. T.: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso» (Apc 15,3; Est 13,9-11).
     
      4) En la fe de la Iglesia. Todos estos elementos bíblicos han servido para fundamentar, en la predicación de la Iglesia, ya desde los tiempos apostólicos, la omnipotencia de Dios como verdad revelada. Por eso la Iglesia la ha profesado desde siempre como dogma de fe. Su formulación se encuentra, ya desde el s. 11, en los símbolos, profesiones de fe y plegarias litúrgicas. Ora se atribuye al Padre: «Creo en Dios Padre Todopoderoso» (Denz. Sch. 11.30.41.44.71.115.125.150.1862), ora se afirma expresamente de las tres divinas Personas: «omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo; pero no tres omnipotentes sino un solo omnipotente» (Símbolo atanasiano: Denz.Sch. 75), o bien se dice de la naturaleza divina: «Creo firmemente que la santa Trinidad, Padre Hijo y Espíritu Santo, es un solo Dios omnipotente y que toda la divinidad en la Trinidad es coesencial y consustancial, coeterna y coomnipotente» (Denz.Sch. 680; cfr.t. 73.189.525.790.800.851.1330.3001). La perfecta identidad de contenido de estas tres formulaciones se echa de ver en la reciente profesión de fe de Paulo VI: «Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador... Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia...» (n° 8-9). La sistematización racional, fruto de la especulación teológica, se inicia con escritores eclesiásticos del s. 111, como Clemente Alejandrino y Orígenes, y se desarrolla con PP. de la Iglesia, como S. Agustín.
     
      V. t.: 111, 2; IV, 1, 7); IV, 12.
     
     

BIBL.: M. SCHMAUs, Teología dogmática, I, 2 ed. Madrid 1963, 678-682; L. MANGENOT, Dieu (sa nature d'aprés la Bible) DTC IV, 948-1023; X. LE BACHELET, Dieu (sa nature d'aprés les Péres), ib. 1023-1152; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 35-86; 89-91;M. F LACAN, Poder, en X.LÉONDUFOIR, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1965, 623-628.

 

1.. POLO CARRASCO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991