Inmutabilidad es la palabra que expresa una propiedad de la naturaleza de
Dios (v. Iv, 4), significando que en Él no hay cambios ni mudanzas. Niega
no sólo el hecho sino la posibilidad. D. no cambia ni puede cambiar;
permanece eternamente idéntico. Ya Aristóteles afirma que «existe algo que
mueve siendo él inmutable, estando en acción, que de ninguna manera admite
ser de otro modo» (Metafísica, 1072b7).
El vocablo tiene una morfología negativa: inmutabilidad. De D.
sabemos mejor lo que no es que lo que es, insiste S. Tomás (cfr. Sum. Th.
1 q3 prol.), y el hombre advierte que todas las realidades cambian.
Asimismo entiende que D. es un Ser supremo, más allá de los fenómenos y de
los seres contingentes. Al confrontar estos dos polos de ser, D. y las
cosas, deduce que el cambio responde a su limitación. En todo cambio la
criatura unas veces pierde y otras gana, pero siempre hay una razón honda:
pasa de una forma de ser a otra, de un estado a otro, porque es imperfecta
(v. CAMBIO).
Dios no está sujeto a las alteraciones que experimentan las
criaturas. La frontera de D. es la trascendencia (v.). Fuera de Él todo
es, de uno u otro modo, esencialmente mudable; por el contrario la
inmutabilidad es esencial al ser divino. Y al entender y hablar de D. a
través de las cosas, el hombre niega en Él esa manera deficiente de ser.
Pero si la morfología del término es negativa, el contenido es una
afirmación positiva. Mutación es la alteración de todo ser creado, ya sea
intrínseca ya extrínseca; ya sustancial ya accidental; bien en el espacio
(movimiento local), bien en el tiempo (medida del movimiento de las
criaturas). Al afirmar la inmutabilidad de D. excluimos de su naturaleza
todas estas vicisitudes, ya que todo cambio, aunque enriquecedor, es un
envejecimiento del ser porque denuncia su pobreza respecto a lo que
adquiere. Y afirmar la inmutabilidad de D. es tanto como afirmar
positivamente su simplicidad absoluta, su perfección infinita, su
omnipresencia, su eternidad, su estabilidad (v. Iv, 4, 8, 9).
Lo absolutamente simple excluye hasta la composición más radical que
es la de acto y potencia. Potencia es la posibilidad de tener algo de que
se carece. Luego si D. excluye cualquier potencia no puede cambiar porque
ya lo tiene todo en su infinita perfección. Tampoco puede mudar de lugar
porque los abarca todos con su omnipresencia. La inmutabilidad espacial es
presencia en las cosas no sólo adecuada sino trascendente; no por ecuación
material que circunscribe a un lugar con la consiguiente limitación de
alcanzar simultáneamente otro, sino en virtud del obrar infinito y siempre
real. De aquí que, al carecer de cualquier mudanza, también trascienda al
tiempo, que es la medida de la sucesión de las cosas, teniendo una medida
divina y propia, la eternidad, que es la medida de la inmutabilidad.
No es tampoco posible interpretar la inmutabilidad de D. como algo
estático e inerte, privado de actividad. Implica, por el contrario, el
ejercicio eternamente activo de un ser que conoce y ama sin cansancio ni
reposo. En su vida íntima todo es actual y necesario, último y acabado; y
de cara a las criaturas, si es cierto que existen como un generoso
desahogo totalmente libre de su bondad (Denz.Sch. 3002), pudiendo no
existir o existir de otra manera, Él ya las tiene fijadas inmutablemente
ab aeterno por un acto que, siendo libre, también es inmutable, afectando
la mudanza solamente al ser regalado por su poder creador.
Inmutabilidad y actividad, pues, requiriéndose mutuamente, se
identifican en maravillosa armonía, que es vida perfecta y estabilidad sin
cambios, como expresión de la manera divina de ser y obrar absolutamente
perfecta. Aquel «videbimus et amabimus» de S. Agustín (De Civitate Dei: PL
41,804), no es sino la convicción emocionada de que un día los hijos de D.
participaremos de su vida gozosa, garantizada contra el trance y la
zozobra por la firmeza de su inmutabilidad. Ella es el fundamento
inconmovible que sostiene nuestra esperanza, nuestra oración, nuestra paz,
frente a la inestabilidad del hombre que es radicalmente inseguro.
Esa inmutable voluntad de D. no invalida el uso de nuestra libertad
en todas sus posibilidades, antes la supone y la reclama, ya que sus
decisiones están proyectadas sobre esta constitución vital y activa de
unas criaturas que, al ser libres, manifiestan preferentemente sus
perfecciones divinas. La educación de la libertad denuncia esa
inmutabilidad activa de D. ya que siendo ricos en libertad logramos modos
de actuar más estables liberándonos del riesgo de la inconstancia, signo
patente de una libertad imperfecta (v. LIBERTAD).
Esta identificación de inmutabilidad y vida plenamente actual nos la
sugiere o, mejor, la enseña el Magisterio de la Iglesia que nunca habla
aisladamente de la inmutabilidad, sino en el conjunto de atributos que
mutuamente se explican y compenetran. De donde se deduce que no sólo es un
dato de la razón natural sino también un dato de la fe. Un dogma de fe que
enseñan los Concilios ecuménicos IV de Letrán, contra los albigenses (Denz.Sch.
800), y el Vaticano I, contra los panteístas modernos (ib. 3001).
Hay que estar alerta contra el panteísmo (v.) y el antropomorfismo
(v.) que violan la trascendencia del ser divino. El panteísmo franquea la
inmutabilidad confundiendo a D. con las cosas en permanente evolución. El
antropomorfismo reduce a D. al nivel del hombre y lo interpreta a la
manera del hombre. Es cierto que el antropomorfismo es pedagogía
condescendiente de la misma Revelación para manifestarnos D. su Vida
ofreciendo una plataforma de captación de sus formas trascendentes sobre
una base de analogía, evitando el equivocismo que cerraría toda
posibilidad de inteligencia del ser divino; pero si queremos evitar el
univocismo, que falsearía en la base ese conocimiento, tenemos que
purificarlo constantemente con una razón humilde y laboriosa guiada por la
fe. Sólo así se llega a la claridad y certeza de la verdad.
En el A. T. D. revela su nombre y el sentido de este nombre a su
pueblo; le garantiza también que el D. de sus padres estará con él como ha
estado con ellos. D no denomina Yahwéh y se define así: «Yo soy el que
soy», es decir, yo soy el eterno, el inmutable y el fiel (M. F. Lacan,
Presencia de Dios, en X. Léon-Dufour, Vocabulario de Teología bíblica,
Barcelona 1966, 632-635). Y el salmista dice: «En tiempos antiguos
fundaste la tierra y obra de tus manos son los cielos; pero éstos
perecerán y tú permanecerás, mientras todos se gastan como un vestido. Los
mudas como un vestido y se cambian. Pero tú siempre eres el mismo, y tus
años no tienen fin» (Ps 101, 26-28). El N. T. afirma que en D. «no se da
mudanza ni sombra de alteración» (Iac 1,17). Conviene señalar que el
concepto de inmutabilidad nos es enseñado por la Biblia a la par que nos
describe el dinamismo de D. en la historia de salvación, por eso, más que
testimonios formales sobre su naturaleza, nos presenta sus actuaciones,
por las cuales descubrimos el trasfondo de su ser: D. Señor de todo,
distinto de las criaturas, sin principio y sin fin, omnipotente y
perfecto, sin figura que ocupa lugar, fiel a sus promesas.
De ahí procedieron los Padres de la Iglesia más especulativos que el
colorido personal y concreto de la S. E. pero comiendo continuamente de su
fruto, como ellos recomendaban, que supieron fundir fe y razón en una
síntesis vigorosa expresando a D. en los moldes de sus categorías
culturales bañadas por la fe. Así, al negarle a D. trascendente la
potencialidad connatural de sus criaturas afirmaron su plenitud eterna y
real diciendo que es inmutable. S. Cirilo de Jerusalén dice: «Este Padre
de nuestro Señor Jesucristo no está circunscrito en lugar alguno...; en
todo perfecto... ni pierde ni gana, sino que siempre existe el mismo y de
la misma manera» (Catequesis mistagógicas: PG 33,460). Y S. Agustín añade:
«Estás firme sin vacilación...; no hay cambio alguno en ti y lo cambias
todo» (Confesiones: PL 32,662).
Eri suma, la inmutabilidad es la estabilidad indefectible del Ser
pleno y soberano, D., que nada puede alcanzar, nada puede perder,
trascendiendo todas las mudanzas del mundo creatural.
V. t.: III, 4 y 6; IV, 1, 6); CAMBIO.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum.Th. 1 q9; R.
GARRIGOU-LAGRANGE, De Deo Uno, Turín 1950, 215-220; M. SCHMAUS, Teología
dogmática, I, 2 ed. Madrid 1963, 535-541; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300;
F. CEUPPENs, Theologia Bíblica, I, Turín 1949, 62-70.
I. SANCHO BIELSA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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