DIOS. HISTORIA DE LAS RELIGIONES.


1. Introducción. Aparte del conocimiento sobrenatural por medio de la Revelación, la inteligencia humana puede llegar a conocer la divinidad. Una vivencia primaria, común a todos los creyentes, confirma la afirmación paulina: la esencia invisible de D., su poder y su divinidad son racionalmente cognoscibles, partiendo de las criaturas (Rom 1,20). Podemos ver huellas divinas, entrever a D. reflejado en el espejo de lo creado. Más aún, nos es posible hallarlo no lejos de nosotros mismos, «pues en Él vivimos, nos movemos y existimos..., somos linaje suyo», según la frase de S. Pablo (Act 17,28), que cita un verso del poeta griego Arato (s. in a. C.). A D. podemos descubrirle tanto en el espectáculo de la creación como en el interior de nuestra conciencia. Ese conocimiento de la divinidad se alcanza a través de conceptos, y se expresa en palabras, acuñadas en dependencia de nuestros sentidos, y que luego acomodamos para significar lo espiritual. Esa naturaleza analógica (V. ANALOGÍA) del conocimiento humano de D. debe ser muy tenida en cuenta al estudiar la historia de las religiones. En ella, en efecto, nos encontramos con muy diversas formas de hablar de D.; al valorarlas no se debe quedar uno en la superficie de la expresión verbal, sino ir hacia el fondo del modo mismo de significar. De no hacerlo así se corre el grave riesgo de atribuir a algunas formas de la religiosidad un sentido que no tienen. Así, p. ej., la historia de la religión nos presenta el caso de pueblos que hablan de D. en masculino, otros, en cambio, en femenino; sería un error deducir de ahí que siempre y en todos los casos esos pueblos han tenido una concepción sexuada (masculina o femenina) de D.; se trata muchas veces de un simple límite del lenguaje que es perfectamente compatible con un conocimiento puro y espiritual de Dios. Por otra parte, y esto debe ser también reconocido, en otras ocasiones no es sólo la expresión, sino el concepto mismo lo que es.imperfecto: el hombre puede conocer a D., pero -así nos lo enseña el dogma cristiano- su inteligencia está herida por el pecado, y por eso, aunque de hecho se eleve hasta Él, su conocimiento, de no ser sanado por la Revelación, está enormemente expuesto a errores y deformaciones. En cualquier caso, y teniendo presente todas las matizaciones hechas, la historia nos ofrece el testimonio de una universal creencia en D., que, 'a través de una multiplicidad de expresiones, nos habla de una profunda unidad en el conocimiento humano de Dios. Intentaremos a continuación exponer algunas líneas generales.
     
      2. Dios Padre. Un amplísimo sector de las religiones históricas, en concreto las llamadas religiones universales: budismo, islamismo, zoroastrismo y, apurando un poco el concepto, maniqueísmo, y también las llamadas religiones étnico-políticas (v.): la religión olímpica de las diversas ciudades helénicas, la oficial de los romanos, egipcios, sumerio-acadios, babilonios, asirios, germanos, eslavos, iberos, diversas religiones de la India, la persa anterior a Zoroastro, la hitita, celta, azteca, maya, el sintoísmo japonés, numerosas formas religiosas de tribus y pueblos africanos, americanos y de Oceanía, coinciden en hablar de ese ser supremo, que gobierna todo lo existente, llamándole Padre. En general, así lo hacen numerosos pueblos: los nómadas, pastores y de constitución patriarcal, los semitas, indoeuropeos, de amplias zonas del megalítico, del Paleolítico, etc., a juzgar por numerosas pinturas rupestres y restos arqueológicos. En lo que sigue nos referimos, sobre todo, a los pueblos primitivos (v.), pues las principales religiones universales, citadas en primer lugar, tienen cada una su estudio independiente.
     
      Incluso en los casos de politeísmo (v.) es frecuente que el panteón o conjunto ordenado de los dioses y diosas, esté presidido por uno supremo, al que se califica de padre. Hace más de 5.000 años, los indoeuropeos se dirigían al ser supremo bajo la advocación de «Padre, que estás en los cielos»: expresión que gramaticalmente es igual a la bíblica (v. in), si bien aquí prevalece el significado de presidencia sobre los otros dioses y el jurídico de pater familias sobre el paternal y amoroso del cristiano (v. PADRE NUESTRO). La suprema divinidad es Zeus, Deus, etc., nombre que asociado al de Padre completa su figura analógica y su designación. El título de padre, en calidad de apellido de la divinidad, aparece, p. ej., en las invocaciones Zeus pater en griego, Diespiter y Iu-pater en latín, Iu-pater en umbro, Dei-patiros en ¡lirio, Dyauh pitah en sánscrito (Vedas), en el Pater Patratus de Alba, etcétera.
     
      Esta coincidencia en el nombre, que en la Antigüedad poseía un alcance y un valor perdidos del todo con el tiempo, prueba que la paternidad estaba unida a la divinidad celeste, a D. considerado como luz, cielo (v. 3), en un periodo anterior al de las primeras fuentes literarias que lo testimonian. Éstas, tanto en las súplicas individuales como en las colectivas y en los momentos de urgente necesidad debida a una enfermedad, epidemia, tempestad marítima, etc., le llaman «Padre de todos y de todo», «Padre de los hombres», «Padre de los dioses» o «Padre», ya solo, ya como apellido del nombre divino Deus, etcétera (Sófocles, Traquinias, 279; Dión Crisóstomo, Oratio, 1; Ovidio, Fastos, 2,132; Homero, Odisea, 5,128; Simónides, Fragmentos, 37,17 b). Los bambuti, pigmeos (v.) africanos, llaman afa, bapae (padre, abuelo) al dios supremo, y asimismo le conceden atributos derivados de palabras que significan «brillar, arder».
     
      Aunque en el A. T. los judíos aplicaron a D. el término padre y lo emplearon en sus plegarias (Idt 16,16-17; Sap 16,13-15, etc.), y, desde luego, según se deduce de los testimonios conservados, con un respeto más amoroso que los restantes pueblos adoradores del d. padre, en los que la paternidad figura en la etimología de su nombre, conviene, con todo, notar un pormenor significativo de la religión israelita: Yahwéh es padre, casi siempre con alcance colectivo, padre no de cada israelita, sino del pueblo; en correspondencia, Israel es hijo de Yahwéh en cuanto nación (2 Reg 7,14; 1 Par 22,10; Ps 88,27; Is 22,21; 63,16; 64,8; Mal 1,6; Ier 3,20). En algunos de los testimonios tardíos, la paternidad divina se relaciona con los justos que son «hijos de Yahwéh» y «se glorían de tener a Dios por Padre» (Sap 2,16-18) preparando así la Revelación plena de la paternidad divina que realizó Cristo (V. DIOS-PADRE; FILIACIÓN DIVINA).
     
      3. Divinidad celeste. Etimología. Los primitivos conceden al nombre eficacia mágica y significado de alcance metafísico. Como para los latinos, también para los griegos, semitas y restantes pueblos antiguos vale el nomen omen; el «nombre» queda erigido en «presagio» manifestativo de la naturaleza y actuación de lo nombrado. No hay por qué descartar de esto el nombre divino. Casi nos atreveríamos a decir que Zeus es el único nombre de las deidades griegas cuya etimología indoeuropea todos admiten. Gracias a esta unanimidad, y partiendo siempre del carácter analógico del conocimiento que el hombre tiene de la divinidad por vía racional (v. iv, 1), podemos rastrear su naturaleza entre los pueblos que le adoraron como padre, añadiéndole otro epíteto tradicional: celeste.
     
      Zeus y Deus, así como todos los nombres y adjetivos significativos de lo divino y de la divinidad suprema en griego y en latín, proceden de la raíz indoeuropea dyeu-s, deiwos, que reaparece en latín Iu-(p) piter, dies, diuinus; sánscrito dyauh; antiguo alemán Ziu; nórdico antiguo Tyr; Dios, día, divino en castellano, y en los restantes teónimos de las lenguas romances. Esta raíz como todos reconocen, significa luz, cielo, claridad, de suerte que la veneración del misterio de d. bajo la imagen del cielo luminoso tuvo vigencia en casi todos los pueblos primitivos y, en gran parte, ha pervivido hasta nuestro tiempo (v. LUZ tt). La misma palabra, aunque de origen distinto, es portadora del doble valor semántico (luz-cielo y dios) en casi todos los pueblos de origen nómada y pastor: An (sumerios), Anu (babilonios), Num (samoyedos), Tengeri (pueblos turcos), waca (los galla), yero (cuscitas), Amenominakanuski (Japón), etc. En cuanto a la expresión hebrea Yahwéh, su coincidencia etimológica con «luz, cielo» no puede afirmarse sin lugar a duda; pero no han faltado quienes hayan relacionado el nombre del Dios Uno de los israelitas con sustantivos y verbos semitas que significan caer el viento, soplar, aire, atmósfera, espacio etéreo (Kóhler, etc.). Mas, al parecer, estas relaciones, como la de el que lanza el rayo, se derivan de significados secundarios muy rara vez usados. La interpretación etimológica de Yahwéh discurre, de ordinario, por otros cauces (v. ni, 3).
     
      Atributos celestes. La representación de la divinidad suprema se adapta a su concepción etimológica; aparece asociada a los fenómenos atmosféricos celestes: rayos, truenos, relámpagos, tormentas, etc. La suprema deidad, llámese Zeus, Júpiter o con los restantes nombres comunes a las sociedades nómadas y pastoras, está aureolada con el fulgor que emana de su naturaleza primaria de d. del cielo y del tiempo. Así se presenta el Zeus Olímpico. La divinidad celeste, que es concebida como luz y claridad, comunica su luz y clarifica a cuantos se ponen en contacto especial con ella (Virgilio, Eneida, 1.586-590); hasta el punto que el neoplatónico Jámblico (De mysterüs, 112,8) exige la luminosidad como conditio sine qua non del carácter divino de las apariciones. «A Zeus -y a todos estos dioses- les correspondió el extenso cielo y las nubes» (Hornero, Ilíada, 15,192). «Amontonador de nubes» es su epíteto tradicional (ib. 2,412; 10,552, etc.). Y caló tan hondo en el lenguaje esta configuración celeste y atmosférica del d. sumo que Horacio (Odas, 1,1,23; 1,18,3; 3,2,5), en su afán lírico de concreción sensible, expresa la permanencia nocturna del cazador a la intemperie y la del soldado raso con las atrevidas palabras sub Ioue frígido y subdiu, ininteligibles para quien desconozca la representación celeste del Júpiter romano.
     
      Residencia celeste. Dios Altísimo. Al leer los documentos literarios y epigráficos que hablan del d. padre, celeste, comprobamos que entre todos sus epítetos tradicionales se repite, con insistente predilección y con expresividad de cognomen o apodo divino, el de hypsistos-altissimus (altísimo). Este epíteto, si bien tiene un origen etimológico espacial, designa algo más hondo: lo elevado de sus cualidades y su trascendencia. En ambos sentidos podía acompañar en los textos griegos y latinos a cualquier divinidad olímpica, pero de hecho se convirtió en epíteto ordinario de Zeus y de Júpiter. (Puede verse la vigencia de este mismo epíteto en religiones celestes de diferentes pueblos africanos, asiáticos y americanos, en M. Eliade, Das Heilige und das Profane, Hamburgo 1957, 71-72). De ahí que se diga que la residencia habitual de D. está en las cumbres nevadas del Olimpo (v.), o donde sea: su morada no se halla sobre la tierra, sino en las alturas veladas por las nubes. Si, llamado por las súplicas de los mortales y en sus teofanías, o atraído por las ofrendas o por sus propios deseos, no siempre muy éticos, baja a la tierra, no tarda en regresar a su sede celeste.
     
      Tener los templos en las cumbres y su «mansión» lo más aérea o alta posible caracteriza a todos los d. celestes (v. MONTAÑA tiI). Más aún, si en la Ilíada (2,412) ora Agamenón: «Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter», el pensamiento poético-filosófico, que arranca de los milesios (v. MILETO, ESCUELA DE), especialmente de Anaxímenes, pasa por Diógenes de Apolonia y por algunos estoicos (v.), etc., y se refleja también en las humorísticas alusiones de Aristófanes en las Nubes, relaciona a Zeus con el aire, e incluso en más de una ocasión llega a identificar uno y otro, como hace Eurípides (Fragmentos, 839,898,1014,1023). Este epíteto, «altísimo», no se debe a que fuera venerado en las cumbres de los montes o a que coexistiera en un periodo arcaico con un dios altísimo de las montañas, como apunta Preller-Robert (Griechische Mithologie, 1, 116): tal epíteto, más que de la situación de su morada en la cima más alta del contorno o de la ubicación de sus santuarios en las cumbres de las montañas, proviene de su calidad de d. celeste, elevado. Por eso conviene a todas las religiones de este tipo. Considérese la influencia ejercida en el mundo antiguo por la doctrina del mazdeísmo (v.) persa y del pitagorismo (v.) acerca de las esferas constitutivas del universo; la última, en frase de Cicerón (Respublica 6,17), caelestis, extimus, qui reliquos omnes (orbes, globos) complectitur es el summus deus. Téngase además en cuenta la división cosmológica de la Antigüedad, que describía el universo dividido en tres zonas: en lo alto, el cielo (residencia de los d. celestes); en medio, la tierra (deidades terrestres y fluviales, semidioses: ninfas, sátiros, etc.) y, debajo de la tierra, al mismo tiempo que la bordean, las aguas (y en los confines de la tierra, con las aguas, el mundo de los muertos: Odisea).
     
      Residencia celeste de las almas. De ahí que estos pueblos, aunque durante bastante tiempo hayan colocado la residencia de las almas tras la muerte en las entrañas de la tierra (Hades, Orco, etc.), lo mismo que los creyentes en la diosa Madre Tierra, tendieron pronto a elevar su morada y a colocarla en el cielo (v. DIFUNTOS I; CIELO i), atendiendo con esta expresión, de origen local, también al modo cómo se está (feliz).
     
      4. Divinidad trascendente. Si todas las religiones adoradoras del d. padre, celeste y altísimo se hubieran puesto de acuerdo para concretar su doctrina en un credo dogmático, lo habrían encabezado, sin duda, con la verdad quicial de la división, casi oposición, existente entre lo divino y lo humano. Hasta la ordenación divina del cosmos separa geográfica, constitutiva y vitalménte a los mortales de los inmortales. La postura religiosa de los creyentes es afectada por esa afirmación de la trascendencia. Su ética enraíza en la aceptación de la limitación de las cualidades humanas. Si no quiere precipitarse en la desgracia, el hombre debe «conocerse a sí mismo», para que no ansíe «convertirse en dios»; su conducta debe acomodarse al «nada en demasía», pues «a los mortales les tocó lote perecedero» (Píndaro, Istmicas, 5,14; Píticas, 3,59; Eurípides, Bacantes, 381-397; Aristóteles, Retórica, 1389 b; Teognis, Fragmentos, 219.335.401.666; Hesíodo, Erga, 694). Con palabras bíblicas de repercusión universal, el hombre no puede intentar «ser como Elohim» (Gen 3,5). Cualquier intento de atribuirse altaneramente lo que es propio de D. está condenado al fracaso y al castigo, del mismo modo que es castigado el querer colocar el trono en los cielos y «ser semejante al Altísimo», como el rey de Babilonia (Is 14,13-14) o el «decirse Dios, a pesar de ser hombre y no Dios», como el rey de Tiro (Ez 28,6,9), etc. Esta antítesis resalta hasta en las mismas etimologías. Pues si la de la divinidad celeste se refiere etimológicamente a luz-cielo, la del homohem,o (ne-hemo=nadie) en latín, el gótico guma, el antiguo irlandés duine, el lituano zmogus, el castellano hombre y restantes términos de las lenguas romances que designan al ser humano provienen de ghem-, ghom-, ghm-, que significan tierra, terreno, lo mismo que humilis-humilde=terrestre, dotado y hecho de tierra, postura fundamental del ser contingente ante el Absoluto.
     
      Por eso la moderación, la humildad, la armonía equilibrada de lo apolíneo, el «pensar y obrar como hombres», sella la mentalidad humana y la religiosa de estas gentes. De ahí que ningún conocedor de la mente antigua se extrañe si se afirma que la hybris, el orgullo, el luciférico non serviam, entraña las consecuencias más desastrosas; o, por emplear las palabras de Teognis del s. vi a. C., «el mal primero y peor», el pecado cuya paga es la muerte, y que, sin embargo, es tan universal que un himno homérico (Apollo, 541) lo llama «ley, divina -uso establecido y natural- de la Humanidad», y Arquíloco llega a atribuírselo también a los animales; concepción esta última de culpa ante la divinidad y castigo de los irracionales que extraña al hombre moderno, pero cuyo sentido profundo queda ya apuntado. El primer mandamiento, escrito o no, de todas estas religiones, o, quizá mejor, el clima que ambienta las relaciones con la divinidad, impone al hombre la obligación de reconocer y aceptar su limitación, de mantenerse dentro de las exigencias de la prudencia, sin cometer la locura de rebelarse, pues atrae ría sobre sí el castigo terrible del dios «celoso» de su poder y trascendencia.
     
      Este «celo» de los d. tiene en los olímpicos (Heródoto, 1,32 ss.) algunos matices diferenciales. Para los griegos, la felicidad es ya en sí misma un riesgo y casi siempre hybris. Los helenos sabían que era peligroso ser feliz, pues el éxito, la complacencia del hombre a quien le ha ido bien, produce saciedad, hartura, altivez (coros), y éste es el origen de la hybris y, por consiguiente, despertador y causa del celo y castigos divinos (Teognis, Fragmentos, 1,153; Solón, 5,9). La religión judía revelada corrige todo esto: a Yahwéh no le molesta la felicidad, en cuanto tal, de los hombres, sino solamente el orgullo en que puede desembocar: sin lugar a dudas se deduce del pasaje de los Proverbios (30,8 ss.) que aúna el doble concepto helénico de coros y de hybris. Más aún, es Yahwéh quien coloca a la primera pareja humana en el paraíso (v.) con el fin de que saboree la felicidad. El pensamiento israelita, debido a su concepto de Dios-Creador y del hombre-creatura, hace depender al hombre de la divinidad mucho más radicalmente que la de los restantes adoradores de la divinidad de D. padre celestial, pero a la vez reafirma lw relación del hombre a Dios como relación de benevolencia y amor.
     
      Por lo demás, que la separación entre d. y hombres no supone alejamiento de lo divino, sino simplemente conciencia de la diferencia, es ya de un modo o de otro percibido en las diversas religiones. Pocos textos hay tal vez tan manifestativos del convencimiento de la presencia divina y de su influjo en calidad de factor de la historia como los poemas homéricos, la épica virgiliana y los documentos de los restantes pueblos de religión étnicopolítica. Todo acontece «con la divinidad», por su presencia o compañía operativa; nada sucede «sin la divinidad» (Hornero, Ilíada, 2,372; 5,531; 9,49). Hammurabi (v.) recibe de manos del d. el código que aplicará a sus hombres, según aparece en la famosa estela de escritura cuneiforme. Los germanos promovían la guerra «por mandato de Dios» (Tácito, Germania, 7). Los tratados entre pueblos de religión étnico-política aparecen más de una vez en los documentos como pactos entre los d., y en segundo plano, entre los reyes respectivos (v. ALIANZA [Religión] I); p. ej., el pacto entre Ramsés 11 (v.) y Kattusil del a. 1290 a. C., conservado en los archivos hititas, es encabezado por los nombres de los d. Amón y Tesub; del mismo modo, Júpiter y el Pater Patratus de Alba figuran como partes contratantes del tratado efectuado entre Roma y Alba (Tito Livio, 1,24,7-9). Pero el d. padre, celeste y altísimo actúa desde fuera, en virtud de su condición de ser antropomorfizado, que posee un poder superior. El d. permanece siempre diferente del hombre. La trascendencia de la divinidad no excluye su presencia, sino sólo su inmanencia, la gozosa unión mística del «entusiástico» poseer y ser poseído por la deidad femenina y madre.
     
      5. Lo «tremendum», expresión del sentimiento religioso. Rudolf Otto (Das Heilige. Ueber das Irrationale in Idee des góttlichen und sein Verhifltnis zum rationale, Munich 1947, 12-21 y 39-46), en su investigación sobre el sentimiento religioso, distingue en el mismo tres elementos: el mysterium tremendum, el fascinans y el augustum. Lo tremendum puede traducirse por respeto sagrado o, si se prefiere, por temor y temblor que la presencia de lo divino causa en el hombre hasta el punto de que en nuestros días no han faltado pensadores concordes con el concepto epicúreo del origen del sentimiento religioso y de la religión misma, según el cual, con palabras de un escritor latino, primus in orbe deos fecit timor. Con su pasmosa facultad de materializar los más abstractos conceptos, el poeta romano representa a la religión como la «tétrica faz del terror», que en la negra noche de las nubes asoma mueca de trueno, relámpagos, y rayos, los hace caer de rodillas ante la divinidad de masculinidad dominadora, celeste y trascendente, dueña de esos fenómenos superiores al poder humano (Lucrecio, De rerum natura, 1, 62 ss.). Esa interpretación, que proviene del racionalismo epicúreo, es equivocada, y desconoce ese aspecto de relación con la divinidad que ya hemos subrayado, y que, por su parte, las religiones iniciáticas de los misterios (V. MISTERIOS Y RELIGIONES MISTÉRICAS) acentúan a veces incluso de forma desenfocada.
     
      Ello no quita, sin embargo, que la conciencia de lo trascendente, el sentido de lo tremendum, forme parte del sentir religioso. Y se respire ese clima incluso en los momentos de mayor proximidad, en las apariciones de los d. o de los muertos, cuando les quieren confiar una misión importante. En esos casos, la divinidad o su mensajero comienza siempre con la fórmula estereotipada: «No temas...» el «ales animo et moitte timorem», del Somnium Scipionis ciceroniano (2,3).
     
      6. Manifestaciones cúlticas. Pero esa trascendencia de D. no implica, repitámoslo, imposibilidad de comunicación con Él. Y así lo pone claramente de relieve el culto (v.). Tracemos aquí brevemente algunos rasgos del culto tal ,y como se presenta en las religiones que adoran al ser supremo bajo la advocación de padre.
     
      Sacrificios. Todas las religiones concuerdan en la idea central del sacrificio (v.): ofrecer a la divinidad, dueña de la vida y de las cosas, algo que le pertenece, con la finalidad de reconocer su dominio soberano, expiar las faltas propias o las del grupo, manifestarle agradecimiento o congraciarse antes de la petición de algún favor. Pero discrepan en los datos externos: materia, lugar, modo o desarrollo del acto sacrificial. Cada religión refleja así distintos aspectos de su concepto de la divinidad, alterados, a veces, por diversas interferencias cultuales.
     
      Por eso, los creyentes en la divinidad celeste, y particularmente los pueblos pastores, sacrificaban animales machos (corderos, machos cabríos, bueyes, etc.), que, si no eran despeñados o totalmente quemados (holocausto), mataban con la cabeza vuelta hacia el cielo. Preferían víctimas de color blanco, de suerte que si no las había, para el ritualismo romano valía lo mismo una pintada (juvenal, 10,65; Lucilio, Fragmentos, 1145). Piénsese que el blanco, quizá por su proximidad cromática a la luz, es el color de los d. celestes, o por lo menos de Zeus, hasta el extremo de entrar como elemento de varios de sus epítetos tradicionales (Hornero, Ilíada, 1,419; 24,529; Odisea, 20,75; 24,24, etc.). Además le ofrendaban las víctimas y las inmolaban de día, preferentemente al amanecer, no de noche como en la religiosidad ctónicomistérica. El templo, residencia de d. o de su estatua, más que lugar de reunión o asamblea de los creyentes que manifiestan así lo tremendum de su sentimiento religioso, se aproxima al cielo por hallarse edificado de ordinario sobre montículos y cumbres.
     
      Postura orante. El mismo matiz uránico o celeste lo proclama el gesto que acompaña a la oración: lo corriente es el orar de pie, con las manos extendidas en dirección al cielo (Hornero, Ilíada, 3,319; 15,371; Horacio, Odas, 3,23,1; Virgilio, 2,688; 3,176; Tito Livio, 26,9,7; etcétera).
     
      7. Politeísmo y monoteísmo. En muchas religiones el ser supremo y padre celestial aparece rodeado de un abigarrado cortejo de d. y diosas. Sus adoradores cayeron en el politeísmo (v.). Pero hay huellas que permiten entrever, al comienzo, un concepto monoteísta de la deidad. Aparte del hecho significativo de que las demás divinidades estén sometidas al d. sumo en función de esposas o por motivos de filiación, resalta el que la forma gramaticalmente masculina no se limita a nombrar al d. sumo, sino que, además, se emplea como designación genérica de la divinidad, esto es, cuando se refiere a todo el mundo divino, como si los dioses celestes integraran una unidad de potencia e influencia en el acontecer humano. En tales casos los textos usan siempre el término masculino Theos, Deus, y correspondientes, en un singular alcance colectivo, equivalente en parte a nuestro abstracto la divinidad. En algunas ocasiones pudieran adivinarse los rasgos de un primitivo dios-uno, sin que ello permita concluir la existencia de una fe monoteísta en la época testimoniada; pero siempre favorece el considerarlo como supervivencia de un monoteísmo anterior corrompido. Esta designación, dato significativo, se repite con mucha mayor frecuencia de lo que a primera vista pudiera suponerse y, ciertamente, con mayor profusión en los documentos más antiguos; p. ej., Hornero, Ilíada, 2,372; 5,531; 7,101; 20,435; 22,297, etc.; Odisea, 14,65,444; 17,399; 18,167; 20,344, etc. Este síntoma puede, sin duda, confirmar la interpretación de tendencia monoteísta, que K. Prúmm insinúa al establecer las conclusiones de su estudio sobre Zeus (F. Kbnig, o. c. en bibl. 2,19): «En Zeus se traslucen los rasgos de un primitivo dios-uno, especialmente al considerarlo a la luz del contexto indoeuropeo... Hoy podemos suponer que existió una línea, que no es conocida en todas sus partes, que unió la figura de Zeus, que nos es históricamente cognoscible, con el dios-uno primitivo del estrato más antiguo». En general puede afirmarse lo mismo de los restantes d. supremos, celestes.
     
      A esta interpretación se oponen los propugnadores del evolucionismo progresivo en este punto del concepto de Dios, especialmente los defensores del dinamismo: J. King, J. Frazer, T. Preuss, Lévy-Bruhl, etc., según los cuales, las creencias mágicas son las más antiguas en la historia religiosa de la humanidad, de suerte que la religión habría surgido de la magia recorriendo después los estadios del politeísmo... y, como culminación, habría llegado al monoteísmo. Pero W. Schmidt, sobre todo (o. c. en bibl., especialmente los vol. II-VI), ha probado, tras estudiar como muy pocos las culturas y religiones de los llamados pueblos primitivos, que la religiosidad ha seguido la dirección opuesta, o sea, que se operó por descuido el avinagramiento del buen vino religioso. Por eso, debe ser considerado como el principal representante del evolucionismo regresivo: monoteísmo, politeísmo, dinamismo o magia, animismo, totemismo, etc.
     
      8. Representaciones femeninas de la divinidad. Dios está por encima de todo lo creado, y trasciende todas las divisiones que encontramos en el mundo y en el hombre, y concretamente la distinción entre masculinidad y feminidad, entre paternidad y maternidad. Pero, como ya advertíamos, el hombre accede a D. a partir de lo sensible; de ahí que, en diversos pueblos y culturas, al hablar de D., se haya partido de los valores implicados en la feminidad, y de modo especial en la fecundidad maternal. Ello, como advertíamos al principio, no indica necesariamente que dichos pueblos y culturas atribuyan groseramente la sexualidad a D., si bien es cierto, como ya también entonces apuntábamos, que no faltan deformaciones y desviaciones.
     
      Esta forma de hablar y de representar se encuentra en el área de la religiosidad que apellidaremos iniciática en atención a que el medio de adscripción es un rito de iniciación (v.) y no el nacimiento; dentro de ella, caben las distintas manifestaciones de la religiosidad telúrica, así coma los misterios: dionisiacos (v. DIONISIO), órficoS (v. ORFISMo), helénicos de Eleusis (v.), de Zálmoxis de los getas, mesenios de Andania, cabíricos de Samotracia (v.), de Sebacio (v.), frigios de Atis y Cibele, de Tammuz-Adonis, iránicos de Mitra (v.), egipcios de IsisOsiris, de Bellona, de la Bona Dea, etc. (v. MISTERIOS Y RELIGIONES MISTÉRICAS). Han aparecido restos de esta religiosidad en todo el mundo mediterráneo desde Occidente hasta el Indo, así como en otras zonas y continentes. En general, puede afirmarse que se desarrolló en todo el mundo, fuertemente arraigada en los individuos de vida sedentaria, agrícola y de impronta matriarcal en la constitución de la familia. Son esos, en efecto, los casos en que predomina esta forma de representar, y en los que encontramos una divinidad suprema, concebida como mujer e invocada con diversos nombres femeninos: Deméter, Magna Mater, Cibele, Isis, Atargatis, etc.
     
      9. Diosa madre. Las mismas personas, que por obra de la analogía emplean expresiones o nombres femeninos para referirse a la divinidad suprema, concretan esa concepción femenina en la figura fecunda de la madre, no sólo en su representación iconográfica, sino hasta en sus cualidades y atributos. Ya no se trata del dios todopoderoso, pater familias universal, que en los momentos de enojo asusta con el trueno y fulmina con el rayo, como es a veces entendido el dios celeste, sino de la diosa maternal cuya función básica es la fertilidad agraria y la fecundidad humana. También aquí el apellido madre va unido al nombre en las designaciones más generalizadas de esta divinidad: De-meter=Madre Tierra, Magna Mater, etc.
     
      Esta diosa, de raíces indudablemente preindoeuropeas, había arraigado tan hondamente en el sustrato agrario que no sucumbió ante la avalancha de los invasores adoradores de una deidad masculina; más aún, el título diosa madre aparece, si cabe, más frecuente que el de dios padre. Ya en tiempos plenamente históricos su figura resplandece aureolada por una venerabilidad que permite entrever destellos arcaicos. Así es «la más venerada de todos los dioses, la incorruptible, la infatigable». «Madre de todos..., que nutre sobre el suelo a todas las criaturas, a cuantas se mueven en la divina tierra o en el mar y a cuantos vuelan... madre de los dioses». «Madre de hombres y dioses» (Sófocles, Antígona, 337; Homero, Himno a Deméter, 1 ss.; Píndaro, Nemeas, 6,1-2). «Divinidad antiquísima» (Hornero, Himno a Deméter, 1), preside todo lo existente en la amplitud cósmica desde la tierra pisada por los hombres hasta la muerte; engendra todos los seres, los alimenta y «los recibe de nuevo en su seno» (Esquilo, Coéforas, 127), cerrando de esta forma el anillo de la vida terrestre y ultraterrena de los seres.
     
      Digamos además que el conocimiento de la d. madre no queda reducido al que nos legan los testimonios nominales, la etimología de algunas de sus designaciones y los documentos literarios, casi siempre escritos por personas que participan en la mentalidad opuesta, la masculina y celeste. Las fuentes arqueológicas permiten remontarnos a un periodo mucho más antiguo, en algunos casos, hasta el a. 3000. La representación iconográfica y cerámica, el ídolo femenino o estatuilla de mujer, aparece en todo el marco mediterráneo, al menos desde el Neolítico. Restos de esta representación se han encontrado en Siria, Palestina, islas Canarias, Británicas, Rusia, Bulgaria, etc. Las pinturas rupestres, que, según una interpretación, representan esta divinidad, pertenecen a un periodo más antiguo, el Paleolítico (especialmente entre los años 25000-15000 a. C.). Poco importa que respecto de sus distintas figuras en Creta, donde ha dejado huellas más frecuentes y variadas, unos las unifiquen (A. J. Evans, etc.) y otros las disocien (M. P. Nilsson, etc.), pues su estrecha relación con la naturaleza las emparenta, y aun en el caso de disociación, se admite que la divinidad más elevada del panteón cretense continúa siendo una d. madre. Personalmente me inclino a la unificación interna de las diversas estatuas de d. cretenses, diferenciadas por razón de sus funciones, de su representación o del lugar del culto. Las llamadas d. de las serpientes, la señora de los animales, la madre de la montaña, la d. del árbol, la del mar, etc., son distintas advocaciones de la misma divinidad suprema en la religiosidad minoica.
     
      10. La fecundidad de la tierra. Así como las religiones que nos hablan de D. como padre utilizan para hacer_ penetrar en el conocimiento de la divinidad metáforas celestiales, las que hablan de una d. madre usan metáforas relacionadas con la fecundidad de la tierra. Así lo evidencian los mismos nombres, que nos descubren el rostro significativo de la naturaleza de la d. madre. Ya ha quedado descartada la interpretación fácil de De-meter, que relacionaba el primer elemento componente con dea (diosa). En nuestros días se ha impuesto su relación con da-, designación prehelénica de la «Tierra». De esta suerte Deméter equivale a Tierra Madre. La etimología de Semele es también Tierra, según su designación tracio-frigia. La progresiva secularización de la Tierra incapacita, en gran manera, al hombre actual para captar el mensaje de honda sacralidad que, emitido por las entrañas terrestres, fue intuido en el mundo arcaico por hombres de todos los continentes. En todas las religiones el hombre de cultura agrícola y de régimen matriarcal sintió como numinosa la Tierra y su potencia. La divinización de la Tierra arraigó muy hondo en el mundo antiguo. Dentro del área helénica, su figura, ya en sí misma, ya aunada a los agentes cósmicos que operan sobre ella, recibió diversos nombres: Deméter, Cibeles, etc., con los cuales la invocaban en el culto minoico, en los misterios de origen minorasiático, en Eleusis, etc. (V. TIERRA V).
     
      Añádase a todo ello que si bien los rasgos míticocultuales no siempre coinciden, pero su mitologema, el núcleo de todos los mitos y vivificador de los ritos, es el mismo. Siempre ocupa el peldaño supremo la Madre Tierra, diosa y señora de la Naturaleza. Asociada o en función de paredro (Píndaro, Istmicas, 7,5) e integrando una pareja divina, aparece en todos los casos una divinidad o semidivinidad joven, con frecuencia masculina: Dionisos, Atis, Perséfona o Core, etc.; en ella se encarna desdoblado uno de los aspectos de la Naturaleza: la vegetación, uno de los fenómenos más sorprendentes para la mente, sobre todo poética, de todos los tiempos, especialmente en la Antigüedad. El proceso de la vegetación, que muere y resurge (invierno-primavera), aparece sincronizado y simbolizado en el curso vital del dios o semidiós, hijo o esposo (en algún caso simple amante) de la Madre Tierra, el cual también perece y renace.
     
      11. Divinidad inmanente. Un hijo necesita de su padre para ser y subsistir, mas siempre serán dos seres distintos. Frente a esta diferenciación salta a la vista la más íntima unión con la madre; especialmente durante los meses de gestación, el hijo se distingue de ella y, al mismo tiempo, se confunde con ella. Este dato, aparte de la fenomenología propia de lo terrestre frente a lo celeste y atmosférico, nos permite entrever una realidad doctrinal y ritual de hondura en la religiosidad de todos los tiempos. La suprema divinidad celeste, representada como padre, es trascendente, mientras que la terrestre, mujer y madre, se inclina por la inmanencia en la relación con sus adoradores. El influjo de los dioses celestes en el mundo y en los hombres es descrito de forma operativa; la influencia de la d. madre merece ser llamada «consustancial», está transida de inmanentismo. De ahí que los pueblos que usan estas representaciones en su religiosidad han estado muy expuestos a un panteísmo (v.) más o menos larvado.
     
      De cualquier modo hay que señalar que en estos casos los actos y ritos cultuales suelen subrayar, a veces cayendo en el exceso, la apetencia de unión con la divinidad. La postura para orar es con frecuencia la postración, viendo en ella un como unirse a la tierra. Los ritos de iniciación (v.) tienen de ordinario sentido unitivo. Y se piensa que la unión misteriosa con la divinidad se inicia en esta vida; después debe irse ahondando progresivamente hasta que -se consume en la identificación, tras la muerte, en la vida de ultratumba. En la época histórica de la Hélade esta unión y posesión telúricomistérica, presenta al comienzo manifestaciones más claras en la mántica (posesión profética, p. ej., de la pitonisa délfica, qué Apolo heredó del culto preapolíneo a la Madre Tierra), y con caracteres más masivos en la teléstica o ritual que caracteriza a los iniciados en el culto de los jóvenes dioses, especialmente de Dionisos (v.), en relación tan esencial con la Madre Tierra. En cualquier caso parece como si el alma no estuviera dentro, no fuera dueña de su cuerpo, está en éxtasis, fuera de sí, que es el sentido originario dado por los griegos a esta palabra, cuando hablaban del alma en estado de orgiástica exaltación. Las riendas psicosomáticas son manejadas entonces por la divinidad. De ahí el en-thusiasmos.
      de en-theos. Se hallan entusiasmados o en-diosados, pues etimológicamente y aquí, en los momentos extáticos de los miembros de la religiosidad telúrico-mistérica, son términos sinónimos. En semejante trance poseen y son poseídos por la divinidad; sienten en su ser limitado la presencia divina con fuerza operativa de alcance superior al de las fuerzas ordinarias.
     
      Esta inmanencia no se limita al iniciado, ser racional; debe extenderse a todo el mundo mineral, vegetal y animal. Ninguna doctrina ha llegado a una visión tan unitaria del cosmos ni ha vivido tan intensamente la fusión de lo divino con lo humano y lo material como la religiosidad telúrico-mistérica. Así lo exige la divinización de la tierra y de la vegetación, así como el sentido profundo de lo telúrico o terrestre en cuanto origen y destino, cuna y sepultura del hombre, con la mansión, incluso de las almas, en sus entrañas. El hombre aparece siempre en estrecha solidaridad, más aún, en unidad de evolución y destino con el contexto cósmico en el que vive inserto. Los riesgos de panteísmo, ya señalados, reaparecen aquí.
     
      12. Representaciones teriomórficas de la divinidad. Conociendo a D. a partir de lo sensible, el hombre tiende a representar a la divinidad usando elementos materiales. De modo especial partiendo del propio hombre (v. ANrTROPOMORFISMOS). Pero también, en ocasiones, de los animales, dando así origen a lo que se suele denominar representaciones teriomórficas de la divinidad. Éstas abundan en las religiones telúricas, cosa lógica dada la vinculación más estrecha de lo terrestre con los animales, especialmente con algunas especies, p. ej., los reptiles. Quizá la mente menos desarrollada de los adoradores de la Madre Tierra inclinaron a otro gran grupo de personas hacia lo teriomórfico, o sea, a la figuración animal de lo divino. Los practicantes de la religiosidad telúrica y, aunque menos marcadamente, también los de la mistérica, prefirieron la figuración teriomórfica. De ahí su veneración por algunos animales, en cuanto lugares privilegiados de encarnación y epifanía de sus deidades. La Tierra, suprema divinidad telúrica, se desdobló al señalarse la distinción entre los senos maternales de la tierra sacralizada y el proceso de la vegetación. Este último recorre una serie de manifestaciones cíclicas (estaciones del año), en sintonía e interdependencia con la vida del hombre, mientras que la consideración de los seres maternales, más difusa y casi como una capacidad abstracta, permanece inmutable. Con el tiempo, el proceso cíclico de la vegetación aparece encarnado en una figura antropomórfica. Representaciones terminales de esta humanización son Adonis, Osiris, Isis, Dionisos y restantes dioses jóvenes unidos a la Madre Tierra. Pero antes, «en un periodo determinado de la Antigüedad (estadio previo anterior al año 2000 y quizá mucho antes en el Paleolítico: los serpentiformes de los grabados rupestres; v. EUROPA vi), operó sobre la conciencia religiosa este mismo desdoblamiento aunque de modo y apariencias más rudimentarias. Entonces la sección más elevada de la potencialidad personificada en la Madre Tierra, la relativa a la fecundidad y vida íntegra del hombre, experimentó una encarnación teriomórfica, la serpiente» (M. Guerra, La serpiente, epifanía y encarnación de la... «Burgense» 6, 1965, 29-35). Y ciertamente la serpiente (v.) junto con el toro (v.) cierran, con ligeras intermitencias ocupadas por otros temas (la luna, el agua), el circuito epifánico de la fertilidad agraria y de la fecundidad humano-animal en el plano de su divinización. Digamos, finalmente, que el culto que los antiguos tributaron a los animales no terminaba en su naturaleza zoológica. Por muy primitiva que sea una persona, no venera a un animal, por sí mismo inferior al hombre, sino por creer que se trata de la epifanía de una divinidad teriomorfizada (V. ANIMAL IV; FERTILIDAD II).
     
      13. Conclusión. Hemos trazado un panorama, necesariamente breve y sintético, de la historia de las religiones, exponiendo sumariamente cómo los hombres han conocido a D. y se han dirigido a Él. En esa historia encontramos manifestaciones extremadamente puras de religiosidad, junto con deformaciones y, a veces, con aberraciones. Todo lo cual testimonia, de una parte, la ordenación natural del hombre a D., y, de otra, su limitación y la huella dejada en él por el pecado.
     
      Como conclusión pueden recordarse las palabras de S. Pablo: el D. vivo, que hizo el cielo y la tierra, no dejó a las generaciones y a los pueblos «sin testimonio de sí, haciendo el bien y derramando desde el cielo las lluvias y las estaciones fructíferas, llenando de alimentos y de alegría vuestros corazones» (Act 14,17). D. ha dado a los hombres la capacidad de conocerle, y ello como preparación para una manifestación suya suprema: su Revelación en Israel consumada en Jesucristo. Por eso, por ser de origen estrictamente divino, el cristianismo es la única religión que puede gloriarse de una perfección plena, que no sólo corrige las deformaciones que puedan encontrarse históricamente en la religiosidad natural humana, sino que da a conocer la vida íntima de D. (su misterio trinitario) y anuncia la libre decisión divina de hacernos participar de Él. Por eso el cristianismo puede recoger todo lo positivo preexistente en las diversas religiones, purificándolo y elevándolo. El cristianismo es una recapitulación de todas las cosas en Cristo (Eph 1,9), y, como Cristo, sólo excluye el pecado y el error.
     
      V. t.: RELIGIÓN I; CREENCIA; TEOFANIA; TEOGONÍA; CULTO 1; CIELO 1; TIERRA V, etc.
     
     

BIBL.: C. BOISACQ, Dictionnaire Étymologique de la lengue grecque, Heidelberg 1950; F. KóNIG, Cristo y las religiones de la tierra 1-III, Madrid 1960-61; G. VAN DER LEEUW, Phánomenologie der Religion, Tubinga 1933; H. FRISK, Griechische etymologisches Wórtebuch, Heidelberg 1960; H. MAURIER, Essai d'une Théologie du paganisme, París 1965; K. LATTE, Rómische Religionsgeschichte, Munich 1960; M. GUERRA, Yahveísmo, religiones nacionales y religiosidades ctónico-mistéricas, «Burgense» 7 (1966) 9-36, 51-82; M. P. NILSSON, Geschichte der Griechischen Religion, 1-II, Munich 1955-61; R. PETAZZONI, Dio, L'Essere celeste nelle credenze dei Popoli Primitivi, Roma 1922; ID, La Religion dans la Gréce antique, París 1953; W. K. G. GUTHRIE, The Greeks and their Gods, 4 ed. Boston 1962; W. KOPPERS, Der Urmensch und sein Weltbild, Viena 1949; W. SCHMIDT, Ursprung der Gottesidee, I-IX, Münster 1912-49'; M. ELIADE, Traité d'histoire des religions, París 1968.

 

M. GUERRA GÓMEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991