DIOS. BONDAD DE DIOS.


1) El concepto de bien, aplicado a Dios. La bondad es uno de los atributos (v. iv, 4) más claros del ser divino, tanto desde el horizonte de la revelación (v.) como desde la luz de la razón. La misma noción de la divinidad implica siempre la perfección absoluta y la bondad suma en el ser; incluso aunque no se admitiera su existencia. Un D. malo, o simplemente no bueno, parece algo inconcebible, absurdo.
     
      Pero al tratar de comprender rectamente qué sentido tienen nuestras palabras y nuestros conceptos de bien y de bondad aplicados a D., nos vemos llevados a la necesidad de perfilar el concepto. Ya desde antiguo es conoci. da la triple vía de analogía, de negación y de eminencia (v. Tv, 2) para adecuarse lo más posible al carácter absolutamente único y trascendente del ser divino. La bondad, aplicada a D., puede tener un triple sentido, que incluso puede dar lugar a diversos tratados teológicos: a) Puede significar la bondad o perfección (v.) ontológica del ser divino, como un atributo de su divina esencia; b) Pero puede tener un sentido más personal; y entonces designará la cualidad de hacer el bien a los demás; en donde nos encontramos con los atributos u operaciones divinas del amor, la misericordia, la providencia, etc. c) Finalmente, puede revestir un sentido más moral y hasta religioso; se referirá entonces a la santidad de Dios.
     
      2) Perfección y bondad del ser divino. a) Dios es sumamente perfecto. «Las obras de Dios son perfectas» (Dt 32,4) y a través de ellas alcanzamos a entrever la omnímoda perfección del ser divino. La perfección de D. se expresa constantemente en la revelación en términos de majestad, grandeza, excelencia y en constantes invitaciones a su reconocimiento y alabanza. Así aparece en el Cántico de Moisés (Dt 32,1-44) y en los de David (1 Par 16,8-36), Zacarías (Lc 1,68-79) y María (Lc 1,4655), en la mayoría de los salmos (cfr. Ps 104-106), en los Profetas y libros sapienciales.
     
      El Magisterio de la Iglesia, recogiendo este eco de la S. E., afirma: «La santa Iglesia... cree... en un único Dios... infinito en perfección» (Denz.Sch. 3001).
     
      En el ser divino se excluye necesariamente todo defecto, toda falta de ser, ya que El es plenitud existencial y acto simple. Luego el ser sin defecto es necesariamente omniperfecto. Esta perfección ontológica del ser divino se revela en el hecho de ser El el primer principio agente del dinamismo universal, aunque trascendente al universo creado. Por lo primero deducimos que es máximamente operativo, actual y actuante, y consiguientemente máximamente perfecto. Por el hecho de la trascendencia (v.), debemos purificar la expresión perfecto de su sentido etimológico: per-factum, lo acabado, terminado y comple-
      to. D. no es causado. En El la expresión perfecto tiene un sentido negativo: no le falta nada de cuanto puede y debe tener, según el modo único de su perfección.
     
      b) Dios es bueno. Estamos en la línea de la bondad ontológica del ser divino. La revelación se detiene especialmente en descubrir y subrayar la bondad de D., en cuanto esta bondad se comunica a los hombres y hasta a las criaturas inferiores. Y especialmente en cuanto tiene efectos salvíficos, beatificantes. En este sentido la bondad es uno de los atributos divinos más destacados por la revelación. Repetidamente se nos invita a proclamar y dar gracias a D. «porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Dan 3,89; Idt 13,21; Ps 72,1; 118,68; Lam 3, 25; Nah 1,7; etc.). En el Evangelio la bondad es privativa de D. «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Lc 18,19). El Magisterio ha expresado esta bondad de D. de diversas maneras, pero especialmente como fuente de todos los seres: «Deus bonitate sua condidit universa» (Conc. Vaticano 1, sessio 3, cap. 1: Denz.Sch. 3002).
     
      Teológicamente, la bondad ontológica de D. es una consecuencia de su perfección: todas las cosas tienden a participar de ella; es, por ende, fin de todo deseo. Porque la perfección de un ser causado se colma, cuando llega a obtener la semejanza con su causa o principio activo. Y en este sentido puede decirse que la causa tiene para sus efectos razón de fin a imitar y de bien.
      D. es la primera causa agente de todo; de aquí que todas las cosas, buscando sus propias perfecciones, tienden y buscan a D., ya que esas perfecciones no son sino semejanzas participadas del ser divino. Los seres inteligentes tienden a D. conscientemente; otros seres conocen solamente ciertas participaciones de su bondad a nivel del conocimiento sensitivo; otros, finalmente, carentes de toda conciencia, tienden naturalmente a sus propios fines, dirigidos por una inteligencia superior (cfr. Sum. Th. 1 q6 a l ad 1). D. se halla como al término de todo deseo y de toda tendencia, como el bien radical e insoslayable, del cual los demás bienes o perfecciones no son otra cosa que imitaciones, participaciones.
     
      c) Dios es el sumo bien. Ahora es preciso caminar por la vía de eminencia y atribuir a D. esa perfección y esa bondad en grado sumo. Esta vía tiene diversas sendas.
     
      El bien universal, del cual participan todos, como de causa universal, ha de ser, por lo mismo, superior a todos. Pero además se trata de una causa trascendente (no unívoca con los efectos). Luego el bien, que comunica a sus efectos, está en ella de modo excelente, en grado supremo.
     
      La bondad se dice de D. esencialmente, sustantivamente, como hipostasiada en El; no adjetivamente, ni por participación. Por ello puede decirse correctamente: D. es la bondad, sin limitación, ni coartación. Así hay que entender la expresión del Señor: «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Lc 18,19).
     
      Podría añadirse que en D. no cabe mal alguno. Por tanto, es el sumo bien. Todo lo que hay en D. es identidad pura y simple. Por lo cual, todo lo que hay en El, le conviene de modo esencial y sustantivo. Por tanto, si en D. hubiera alguna sombra de mal o de imperfección se predicaría de El esencialmente. Se podría decir: D. es la maldad, pero esto repugna, no sólo al sentido religioso más elemental, sino a la misma metafísica del mal. Este es privación de ser. Luego no puede predicarse nunca positivamente y menos esencialmente de ningún ser. Menos aún del ser divino, del que dice S. Juan: «Dios es luz, y con El no hay tiniebla alguna» (1 lo 1,5).
     
      d) Dios es la fuente de todo bien. Ahora, por vía descendente, podemos contemplar la bondad divina, como fuente y origen de cualquier otro bien. El no recibe su bondad de otro, ni la participa de nadie. «Nadie le dio nunca nada, antes bien, de Él, por El y para Él son todas las cosas» (Rom 11,35). Todo participa de El: la bondad y la perfección por una manera de asimilación o imitación en sí del bien divino. Este es modelo, meta y fin deseado, al que tienden todas las cosas, en inquietud constante.
     
      El bien es comunicativo por naturaleza. Luego el sumo bien es -sumamente comunicativo. Pero esta comunicabilidad se entiende en el orden de la causalidad finalística, que es la propia del bien. Se comunica por atracción, por invitación a su búsqueda y participación. Por ello puede resultar ineficaz en casos particulares. Pero no en el conjunto del universo, que es dirigido por la inteligencia suprema hacia el bien sumo.
     
      3) Comunicación de la bondad divina. La bondad perfecta tiende a comunicarse como la luz del sol ilumina a todos. Ahora bien, desear y hacer el bien a otros recibe el nombre de amor (v.). El amor es la tendencia al bien. Pero podemos amar el bien, para nosotros mismos o para los demás. En todo caso, el amor mira a dos cosas: al objeto bueno, y a la persona, para quien se desea; esto segundo es dominante, principal. El amor a los demás es amor de benevolencia. Pero cuando se dirige a personas, se hace interpersonal, lleva consigo la necesidad de una respuesta, de un eco semejante en la persona amada. Es entonces amor mutuo, amor de amistad.
     
      La bondad de D. se desborda en amor hacia sus creaturas (cfr. Ps 103). Pero se nos ha revelado especialmente en Jesucristo, al darnos en El a su propio Hijo (lo 3,16; Gal 2,20; Eph 5,2). D. según S. Juan es caridad (1 lo 4,8; 4,16), esto es, amor gracioso, desinteresado, previo a todo mérito nuestro. Las cualidades del amor divino podrían sintetizarse del modo siguiente:
     
      a) Es un amor universal, que se extiende sin distinción a todas las creaturas (cfr. Sap 11,25);
     
      b) Es un amor desinteresado. A diferencia del amor humano, el amor de D. no presupone el bien de las creaturas, sino que lo crea en ellas, dándoles el ser y demás perfecciones (cfr. Sum. Th. 1 q20 a3);
     
      c) Es un amor libre. Es previo a todo bien creado y causa del mismo. Por otra parte, el bien de las creaturas en nada puede aumentar el bien divino, que es sumo en sí e infinito;
     
      d) Es un amor de predilección. No por parte del acto de su voluntad, que es uno y simple; sino por parte del bien mayor, que concede a algunas de las criaturas. Siendo su amor la causa del bien creado, no habría cosas mejores o peores, sino es porque D. tiene especial predilección por algunas criaturas (cfr. Sum. Th. 1 q20 a4). El amor de D. es libre y anterior a todo mérito, sea natural, sea sobrenatural. Los méritos, incluso sobrenaturales, son, más que causa, efecto del amor de D. y de su predilección;
     
      e) Es amor misericordioso: no en cuanto implica compasión o tristeza por el mal ajeno, que no caben en D.; sino en cuanto procura superar la miseria ajena con los dones propios, siendo la mayor miseria la que priva del bien sumo de la bienaventuranza, esto es, el pecado; la misericordia de D. mira ante todo a perdonar el pecado (Ier 31,3; Is 54,8). Pero la misericordia se extiende también al campo de la justicia, premiando por encima de los méritos y castigando por debajo de los deméritos (cfr. Sum Th. 1 q21 a4 adl). Por ello la justicia y la misericordia se hallan hermanadas en todas las obras de Dios (Ps 25,10).
     
      4) La santidad de Dios. La bondad, en el lenguaje religioso, se llama también santidad (v.). Pero más que un atributo particular de D. parece caracterizar a D. mismo, su modo de ser, sus manifestaciones. El es «el santo de Israel» (Is 12,6; Ez 39,7). Santo es su nombre (Ps 33,21; Am 2,7; Iob 6,10; Le 1,49). Es el «Santo» por excelencia, expresado en el triple cántico de los serafines (Is 6,3); L1 es santo en todas sus obras (Ps 144,13).
     
      La santidad de D. se muestra en su gloria y majestad, en su poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su fidelidad; castigando y salvando a su Pueblo. El exige santidad a Israel (Ex 22,31; Dt 7,6; 1 Pet 1,16). El santifica cuanto se le acerca (Ex 3,5) y especialmente a sus elegidos (Ex 31,13; Lev 20,8; Ier 1,5).
     
      La santidad de D. se muestra principalmente en tres aspectos: pureza incontaminada, total; firmeza en el bien; y gloria de su nombre.D. es el puro, libre de todo pecado y de toda imperfección. Esto implica también separación, lejanía, trascendencia del ser divino. Exige pureza en los que están ante El y en las cosas, que sirven para su culto; decoro, reverencia y honor en su santuario.
     
      La santidad de D. implica también fidelidad a su Palabra (v.) y a su Alianza (v.), cumplimiento de sus promesas; justicia y misericordia perpetuas para los que le temen.
     
      La santidad de D. es la que bendice, consagra y santifica todo lo dedicado a su culto (pontífices, sacerdotes, días y lugares sagrados, ritos y ceremonias, etc.) imprimiendo una significación religiosa trascendente y una separación de todo lo profano. La gloria de Dios (v.) se manifiesta de modo especial en las cosas. que le están consagradas, en los sacrificios de alabanza y holocaustos.
     
      En Cristo se manifiesta singularmente la santidad de Dios. Cristo es «El santo de Dios» (Me 1,24), santificado desde su concepción por la unión de la divinidad con la humanidad. El es el sumo sacerdote «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15), «santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (Heb 7,26) «perfecto para siempre» (Heb 7,28). Cristo nos mereció la vida de D. y nos envía su Espíritu, para que seamos santos, templos de Dios e hijos suyos (1 Cor 6,11; Rom 8,14-17) (V. JESUCRISTO III, 2).
     
      V. t.: III, 2; III, 4, B; IV, 1, 5); BIEN; CARIDAD II, 3-5; CREACIÓN III, 3-5.
     
     

BIBL.: Fuentes y obras generales: S. AGUSTíN, De doctrina christiana, 1,32; íD, De Trinitate, 8,3; S. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q21; íD, Contra Gentes, 1,37 ss.; íD, Sum. Th. 1 q4-6; Principales comentaristas de S. Tomás (CAYETANo, BÁÑEZ, VALENCIA), In Primam partem; F. SUÁREZ, Disputationes Metaphysicae, 10; íD, De Deo, 2,1; JUAN DE S. TOMÁS, Cursus theologicus, I.

 

L. DE GUZMÁN VICENTE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991