DIDÁCTICA. EDUCACIÓN Y ENSEÑANZA.


1. PEDAGOGIA. La voz Didáctica viene del vocablo griego didaskein, que significa enseñar. Una serie de palabras emparentadas con este significado tienen la misma raíz griega: didaskalia, didaskalos, etc. Con mucha razón, en las primeras páginas de su obra maestra, reconoce Johann Amos Comenio (v.) que «didáctica suena lo mismo qué arte de enseñar». Desde Comenio, el primero que escribió un tratado sistemático, titulado Didactica Magna, esta disciplina ha evolucionado hasta fijar sus contenidos propios frente a otras afines. El a. 1628, en que se edita la obra del pedagogo moravo, representa el pujante nacimiento de una de las ciencias que con más firmeza se iban a abrir paso en el campo de los saberes pedagógicos. En estos tres siglos y medio de verdadera existencia se pueden advertir tres corrientes distintas que vienen a ser tres pasos en la evolución de la D.
     
      1. Corriente formalista. En un primer momento, el objeto de la D. estuvo centrado exclusivamente en la enseñanza. «Nosotros nos atrevemos a prometer, escribía Comenio, una Didáctica Magna, esto es, un artificio universal para enseñar todo a todos. Enseñar realmente de un modo cierto, de tal manera que no pueda menos que obtenerse resultado. Enseñar rápidamente, sin molestia ni tedio alguno para el que enseña ni el que aprende, antes al contrario, con el mayor atractivo y agrado posible para ambos. Y enseñar con solidez, no superficialmente, ni con meras palabras, sino encauzando al discípulo a las verdaderas letras, a las suaves costumbres, a la piedad profunda». El campo de la D. en la definición anterior queda perfectamente delimitado. Sin embargo, en la obra incluye capítulos que pertenecen a la Pedagogía propiamente dicha y a la organización escolar. Era lógico que, a principios del s. XVII, cuando todavía no se habían separado las distintas ciencias de la educación de su madre común, ni algunas, como la D., estaban suficientemente desarrolladas para ser motivo de un tratado, se interfiriesen los campos de unas y otras.
     
      Tampoco en J. F. Herbart (v.) ni en sus discípulos hay una D. independiente del resto de la Pedagogía; por el contrario, sus temas los incluye en las obras Pedagogía general derivada del fin de la educación y Bosquejo para un curso de Pedagogía. El padre de la Pedagogía científica extrema el formalismo, y consecuentemente adquiere excesiva importancia la observancia meticulosa de los sucesivos momentos o pasos que ordenan la lección. Los llamados «grados formales de la enseñanza» son, según Herbart, cuatro: claridad, en el que se hace la presentación del objeto de conocimiento; asociación, en el que se relaciona con los contenidos adquiridos anteriormente; sistematización, en el que se establece orden y sistema; método, que atiende a la aplicación práctica de lo aprendido. En esta tendencia formalista se perfilan la enseñanza, como única área de acción de la D., y la lección, como la actividad fundamental del acto didáctico. De tal manera que durante mucho tiempo la enseñanza se ha practicado en las instituciones educativas como forma única, hasta el extremo de que hoy se conocen estas instituciones con el nombre de «centros de 'enseñanza».
     
      En el examen del concepto enseñanza se puede observar que, por una parte, desborda el campo propio de la D., mientras que por otra, la D., al menos tal como se entiende en la actualidad, no la tiene como su único objeto. Es verdad que la palabra enseñanza tiene un significado poco preciso que hace difícil su análisis; quiere decir «mostrar o indicar», y abarca desde lo que se deja ver involuntariamente hasta lo que se enseña de manera intencionada. Dentro de esta segunda acepción situamos la enseñanza didáctica, encaminada a convertir en accesibles para el discente determinados contenidos culturales que por sí solo no podría asimilar. Mas no siempre que exponemos o enseñamos algo lo hacemos con aquella pretensión. El comerciante, póngase por caso, muestra sus artículos al clientes con la única mira de incitarlo a la compra.
     
      Para que en D. se pueda hablar de enseñanza es necesario que exista: a) un enseñante o docente, b) un sujeto discente, c) actividad por ambas partes, d) unos contenidos que el docente transmite. El papel fundamental, dentro del formalismo didáctico, le corresponde al que enseña; el discente cumple con ser mero receptor del mensaje. Como puede deducirse, tal concepción ha traído consecuencias funestas, tales como el monopolio de los signos verbales en la transmisión (verbalismo), el archivo en el alumno de todo lo transmitido sin que se pusieran los medios para que lo transformara (memorismo), uso desmedido de los libros de texto (enseñanza libresca), ignorancia de las necesidades e intereses del discente, etc.
     
      Autores contemporáneos como el alemán K. Stóker y el italiano R. Titone se encuadran aquí, aunque con las variantes propias de la evolución natural de la ciencia. Para Stóker, la D. equivale a «doctrina de la enseñanza», o sea, «la teoría de la instrucción y de la enseñanza escolar de toda índole y de todos los niveles. Trata de los principios, fenómenos, formas, preceptos y leyes de toda la enseñanza sin reparar en ninguna asignatura en especial». Aparece, como vemos, en la definición de Stóker el término instrucción unido al que parece ser el objeto específico, enseñanza. Ambos son conceptos afines, pero no idénticos. Instrucción equivale a una enseñanza de ciertas características, tales como adaptación al alumno, desarrollo de sus facultades y logro de efectos duraderos y formativos. Para R. Titone, la D. es «una teoría de la didaxis, es decir, de la docencia». Tiene como objeto específico y formal la dirección del proceso de enseñar hacia fines inmediatos y remotos, de eficacia instructiva y formativa. La inclusión de la formación moral dentro de la D. hace que su campo se ensanche y llegue a interferir el propio de la Pedagogía. Autores como A. Pacios no están de acuerdo con esta postura. La D., para él, se ocupa del «estudio de la actividad instructiva que tiene por objeto la producción de la educación intelectual», y el entendimiento no tiene referencia propia a la bondad como tal, sino a la verdad.
     
      2. Corriente psicologista. Al conocerse con cierta profundidad el fenómeno del aprendizaje, surge una corriente a principios de siglo, iniciada por E. L. Thorndike (v.) con la publicación de su obra Educational Psychology. De la D., centrada en la docencia, característica de la etapa anterior, pasamos ahora a una D. para la que el discente, su modo de aprender, es el objeto fundamental. El cambio radical de protagonista se confirma al saberse que eP alumno, el que aprende, es el verdadero agente de su propio aprendizaje. Es justificado, pues, que proliferen estudios sobre medios para el conocimiento de los sujetos. A. Binet aborda la medida mental en colaboración con T. Simon, y en 1905 aparece la primera escala de inteligencia. Más tarde, W. Stern y L. M. Terman siguen el tema, y desde entonces los instrumentos de medida han aumentado sorprendentemente, de tal manera que hoy cualquier profesional puede realizar por estos medios un estudio completo de sus alumnos, para enfrentarse con los problemas didácticos con más realismo al poder saber de antemano las características de aquéllos.
     
      El papel discente en el proceso activo del aprendizaje es de capital importancia hasta el punto de que el trabajo escolar será provechoso en la medida de tal actividad, por lo que no se concebirá aprendizaje que no sea, al menos en cierta medida, autónomo. Aparecen así una serie de «planes» y sistemas, con la llamada «Escuela nueva», que estudian la manera de facilitar al alumno este enfrentamiento directo con las cosas y garantizarlo. Los contenidos no se abordan únicamente por el docente, que los ordenaba y exponía en forma de lección, sino que, amén de las funciones que se le reconocen de adaptación, programación y control, cede responsabilidades y da lugar a que el mismo que aprende se encuentre con ellos y se esfuerce en su conquista. De la enseñanza por acomodación al «alumno medio» se pasa á una enseñanza «a la medida» de cada uno, al considerar las aptitudes, maduración, preparación, intereses y tiempo de aprendizaje de los escolares. Si se puede seguir hablando de enseñanza dentro de esta corriente es porque se pone por entero en función del aprendizaje, ayudándolo y facilitándolo. Es natural que, así concebida, la D. tenga como apoyo y sostén fundamental a la Psicología, y aparecen obras de contenido más o menos indiferenciado, aunque en muchas ocasiones, tras sus títulos (Psicología educacional, de G. Blair, R. iones, R. Simpson; Psicología del aprendizaje y de la enseñanza, de M. J. Hillebrand; Psicología de las materias de enseñanza primaria, de H. B. Reed, etc.), esconden verdaderos tratados de D.
     
      3. Corriente orientadora y tecnológica. Esta tercera corriente, muy actual, se presenta como ecléctica y con pretensiones de superar a las dos anteriores, sintetizándolas.
      Dentro de ella tiene especial interés el estudio de la enseñanza como una forma de comportamiento específico, cuyo análisis demuestra que pueden establecerse ciertas regularidades que hacen posible una doctrina. Claro está, que el comportamiento didáctico engloba los de docente y discente, pero se fija esta nueva concepción en el docente ya que a éste es al que hay que facilitar ciertas técnicas que le permitan llevar adelante su quehacer; de ahí que esta nueva orientación de la D. se preocupe esencialmente de la formación del profesorado. Vistas ahora las dos primeras corrientes, el formalismo y el psicologismo, aparecen como monopolares e incompletas, al menos en su teoría. 1. Fernández Huerta comenta al respecto: «el magistrocentrismo puro no ha existido más que en la mente de los teóricos de la 'Escuela nueva', que necesitaban un ente conceptual al que combatir. Creado en `postulado' el maestro como centro único de la actividad escolar, el ataque se facilitaba con una hábil literatura sentimental. En realidad, la más deficiente de las escuelas `viejas' tenía presente al sujeto que aprende. Es cierto que la `presencia' del alumno era paradójicamente simbólica. Estaba ante el profesor y éste diferenciaba `en cuantía' los diversos tipos de alumnos... El paidocentrismo puro nació al son de campanadas de propaganda... Se miraba entonces al escolar, al niño que aprende. Y la mirada era tan aguda, que empezaba a ensalzarse al individulismo del niño, a fomentar su espontaneidad, a impulsar el desenvolvimiento de su animalidad. Se olvidaba que el niño es una persona en lugar de un individuo en desarrollo. El docente se esfumaba ante el desenvolvimiento peculiar de cada niño...»
     
      Superadas estas dos corrientes extremas, al menos en su teoría, el docente estudiará la manera de organizar la situación que haga posible el aprendizaje discente. Sus funciones experimentan un cambio y se complican al tratar de procurar dicha organización. Ya el docente no es el que transmite verbalmente unos contenidos, tampoco el que deja hacer, «como individuo inútil cuya única misión consiste en lograr el desenvolvimiento natural y conveniente de los escolares», sino que tendrá que planificar la situación didáctica, programar sus actividades, transmitir, guiar el pensamiento y conducta discente hacia objetivos previstos y taxonómicamente ordenados, evaluar los cambios obtenidos en la información, actitudes, hábitos, valores, etc., de los alumnos que tiene a su cargo y orientarlos una vez obtenida información acerca de ellos con los medios científicos al uso.
     
      Por supuesto que no todos los cometidos anteriores exigen la presencia personal del docente; se ha llegado a cierta independización docente en algunos momentos, aunque otros, los educativos por excelencia, requieran la relación personal docente-discente. V. García Hoz centra el objeto de la D. «en el trabajo que pone en relación al que enseña con el que aprende», ya tenga lugar dentro del marco de la institución escolar o fuera de ella. El trabajo escolar, al que se refiere el profesor español, abarca tres tipos de actividades: 1) las que preparan el acto didáctico; 2) las que lo consuman; 3) las que lo evalúan. Las primeras son exclusivamente docentes, mientras que las otras dos incumben tanto al docente como al discente.
     
      Si definimos el acto didáctico como la relación interactiva de docente y discente para la consecución de objetivos específicos, quedan patentes las actividades pertenecientes a cada uno de los anteriores grupos. Las que anteceden al acto didáctico tienen como misión encauzarlo y asegurar su éxito, ya que éste depende en gran medida de su concienzuda preparación: fijación de los objetivos, elección de las formas de enseñanza (organización de los medios) más apropiadas para su conquista, programación (acotación y buena disposición de los contenidos, selección de actividades y material didáctico apropiado, ordenación y asignación de tiempos), disposición adecuada de todo el medio ambiente del alumno en situación de aprendizaje y preparación inmediata.
     
      Entrando ya en las actividades específicas del acto didáctico propiamente dicho, que se proponen como objetivo general el logro de cambios positivos en la conducta discente, advertimos que en la actualidad el docente se ha desligado, o lo ha desligado la pujante tecnología educativa, de algunas de dichas actividades que tradicionalmente se le venían asignando. Y no es que por ello se haya desvirtuado el acto didáctico en el sentido de haber perdido su carácter interpersonal, sino que, conservándolo, aparecen en él nuevos matices. Ha sido la función, clásica por otra parte en la docencia, de transmisor del mensaje didáctico la que se ha cedido a otros medios creados por la moderna tecnología, tales como máquinas de enseñar y medios audiovisuales en general. Tal restricción, sin embargo, está compensada por la asignación de otras funciones que completan y enriquecen el quehacer de la enseñanza: aclaración, conducción de discusiones en grupo, resolución de problemas de orientación personal, etc. Hasta la lección cobra un nuevo sentido al proporcionar motivación, orientación y ayuda al aprendizaje. Todo ello facilita más el diálogo al entablarse una comunicación de doble dirección, del docente al discente y de éste a aquél, y se realza el papel docente al poner a prueba sus dotes y estimular su ejemplaridad.
     
      Pese a todo, hay que admitir el paso de la subjetivación del quehacer didáctico al dejar de ser el docente el elemento único e imprescindible del sistema, como lo había sido hasta no hace mucho. Con la entrada de la tecnología estamos asistiendo a la objetivación del proceso didáctico al independizarlo de circunstancias cambiantes, aunque sea el docente, volvemos a repetir, el que lo organice y controle. La expresión última de este proceso de objetivación la tenemos en la técnica del «multimedia package» como sistema docente completo en el que se dan absolutamente coordinados todos los sistemas y medios que conducen a los objetivos previstos. Por su parte, el discente, artífice en gran medida de su propio aprendizaje, se comporta en el acto didáctico recibiendo el mensaje, realizando actividades programadas de antemano que garantizan un auténtico aprender, incitando al docente al diálogo en una auténtica búsqueda de la verdad, y siguiendo al hombre que se le ofrece como paradigma aunque sea él, en pleno ejercicio de su libertad, el que en último término decida y se responsabilice de su conducta.
     
      El mensaje impone formas especiales al desarrollar el acto didáctico hasta tal punto que la clasificación más conocida de las D. se ha hecho con este criterio. McLuhan considera mucho más importante que el mensaje los medios de transmitirlo, y así obtenemos una D. tripartita: a) de la palabra, b) de la actividad, y c) de la imagen. El alumnado debe tomarse en cuenta, sobre todo, cuando no puede seguir un aprendizaje normal y hay que utilizar métodos especiales. Sin embargo, es conveniente adoptar una clasificación que tome en consideración todos los elementos que constituyen el acto didáctico. Los niveles clásicos de enseñanza podrían servir de fundamento para hacerla: D. de la enseñanza pre-escolar, básica, media, universitaria, etc.
     
      Sigue al acto didáctico su evaluación, como medio de saber hasta qué punto se han conseguido los objetivos fijados en un principio. Bien entendido que la evaluació» que incumbe al docente como tal es la de los cambios conseguidos en la conducta discente: nivel de información alcanzado, hábitos adquiridos, actitudes creadas, valores e ideales inculcados, aptitudes desarrolladas, etc. Este camino tecnológico en el que ha entrado la D. ha abierto nuevas formas de formación del profesorado, tal como la denominada Microteaching. El acto docente se descompone en microunidades fáciles de analizar e imitar por los candidatos a la docencia. Se parte de que antes. de enseñar deben conocerse las habilidades que componen dicha tarea. Un inventario de esos microelementos docentes, algunos de los cuales hemos enumerado anteriormente, no se ha hecho todavía, aunque lo ha intentado D. W. Allen.
     
      En el Microteaching es muy importante el elemento feedback. Él aspirante queda informado de los resultados obtenidos al ver y oír su propia actuación en el magnetoscopio, haciéndose su propia crítica. También permite el magnetoscopio observar la actuación de los demás alumnos y la de profesionales muy preparados, permitiendo la comparación y el poder pasar varias veces una misma actuación para analizarla en el detalle. Otra gran ventaja del Microteaching es que se puede practicar la docencia sin perturbar la marcha de la clase. Cuando los programas son densos, no es aconsejable intercalar actuaciones de noveles que pueden romper el ritmo normal de aprendizaje de un curso al poner a prueba sus dotes, y con sus errores desorientar a un grupo numeroso de alumnos.
     
      V. t.: 1, 2; PEDAGOGÍA III.
     
     

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E. SOLER FIÉRREZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991