1. Acepciones de la palabra costumbre. La palabra costumbre tiene
diferentes acepciones, pudiendo entenderse en un sentido vulgar y extenso
como cualquier uso o hábito de la vida social. También la costumbre se
entendió históricamente como el conjunto de fórmulas y prácticas de
proceder en los tribunales; o el modo de redactar un contrato o acto al
uso del país, de la localidad o del funcionario que los autorizaba,
llamados estilos. Y en sentido más estricto y técnico se ha entendido por
costumbre propiamente dicha aquellos usos sociales que son fuente de
normas jurídicas.
Prescindiendo de los estilos, a los que su naturaleza procesal y no
sustantiva impide considerarlos como costumbre civil, la distinción entre
las otras dos concepciones de la costumbre es antigua, pues ya en el
Código de las Partidas existe una perfecta separación de ambas categorías.
Y así, el uso es definido, como: «Cosa que nasce de aquellas cosas que
home dice e face, e sigue continuadamente por gran tiempo, e sin embargo
ninguno» (ley la, tít. 11, Partida la); gozando de mayor trascendencia
jurídica la costumbre propiamente dicha, definida como «derecho o fuero
que non es escrito; el qual han usado los homes luengo tiempo ayurdándose
de él en las cosas e en las razones sobre que lo usaron».
No obstante, en la doctrina de los autores ha habido numerosísimas
teorías sobre la distinción de usos y costumbres que no es posible ahora
analizar, bastándonos con señalar la elemental diferencia de su carácter
normativo, con fuerza de obligar en la costumbre como en la ley escrita,
constituyendo una verdadera fuente del Derecho; de esta coercibilidad
carece el uso, que viene a observarse generalmente por razones de
conveniencia, teniendo un valor interpretativo y supletorio de la voluntad
de las partes unas veces, mientras que otras es la ley la que se refiere a
ellos, tomándolos como tipos de conducta para regular una materia, pero
sin fuerza jurídica per se para normar una situación cualquiera.
2. Concepto. Como dice Castán Tobeñas, la abundancia abrumadora de
las investigaciones que se han dedicado al D. c. desde los puntos de vista
filosófico, psicológico y sociológico, y el contraste de las diversas
teorías que se han formulado sobre la naturaleza y los elementos de la
costumbre, hacen muy difícil la definición de esta fuente de Derecho;
entendiendo este ilustre autor que la costumbre es, en suma, aquella norma
jurídica por la que, sin los trámites y formalidades de la ley, se
manifiesta en una colectividad determinada la voluntad jurídica general, a
través de los hechos de la propia vida jurídica y principalmente de los
usos uniformes y duraderos.
3. Historia del Derecho consuetudinario. Sobre la aparición
histórica del D. c. ha habido múltiples conjeturas, pareciendo la más
razonable aquella que marcha de consuno con el desarrollo de la vida
social en los pueblos primitivos.
En efecto, en aquellas épocas tan rudimentarias, cuando no existía
un funcionario encargado de administrar justicia, cuando todavía no se
había operado una repetición de actos con carácter normativo a los que
ajustar conductas con ánimo de obligarse, viviendo los pueblos divididos
en tribus, es lógico pensar que en las cuestiones que pudieran suscitarse
entre los diversos individuos integrantes de una comunidad,
correspondiendo la jefatura de la misma al más anciano y estando
subsumidas tanto la autoridad civil, como la militar y la religiosa,
vendría a ser este jefe el únicamente llamado a dirimir tales discordias
habidas entre sus súbditos. Este anciano venerable, sentado sobre el
rústico tronco, sin más solio que el cielo y sin más cetro que el cayado
pastoril, rodeado de su tribu, oyendo las quejas y los agravios de unos y
otros, dictaría una inapelable sentencia, acogida y respetada por todos,
como si se tratara de un mandamiento religioso. El jefe era erigido por su
mayor experiencia y sabiduría o, por lo menos, por su más recto sentido,
viéndose en él como un intermediario entre los dioses y la comunidad, y
hasta creyendo que aquéllos le inspiraban sus decisiones, habida cuenta el
fervor religioso inmerso en el más negro de los fanatismos.
Resulta asimismo natural que no todas las dificultades que se
presentaran fueran completamente distintas unas de otras, y lo ordinario
sería -así es de presumirque en los casos iguales fueran idénticas las
sentencias. De aquí nacería la repetición de un mismo acto; y unas veces
el jefe de la tribu y otras sin necesidad de recurrir a él -puesto que el
precedente y la resultancia venían obligando de hecho- se fueran aplicando
las mismas soluciones, naciendo con ello un espíritu de sometimiento a la
fórmula, una convicción de un principio jurídico en la conciencia popular,
que se aplicaba en todos los casos de la misma índole. Así nació la
costumbre como norma de un primitivo Derecho, regulador de situaciones en
una incipiente vida social, una fuente espontánea nacida de un sentimiento
popular de justicia. Más tarde, cuando estas ingenuas relaciones entre
miembros de una comunidad se fueron complicando, primordialmente cuando el
nomadismo fue atenuado y después sustituido por una vida estable y
sedentaria, los pueblos -sobre las sentencias de sus jefes- fueron
elaborando regulaciones de equidad a tenor de sus propias necesidades, que
por su intrínseca excelencia se fueron repitiendo con unas mismas
actuaciones hasta alcanzar una categoría de norma cuya invocación era
suficiente para ser acatada y obedecida con generalidad.
Como expone acertadamente Del Vecchio, estando el individuo dominado
casi enteramente por el ambiente histórico, no concibe la posibilidad de
separarse de las prácticas tradicionales de sus mayores. Lo que siempre ha
sido hecho, se identifica, en su mente, con la idea de lo que debe
hacerse. A confirmar el predominio de la costumbre cooperan, sobre todo,
dos motivos psicológicos: la imitación y el hábito. El primero se explica,
porque cuesta menor esfuerzo y es más cómodo hacer lo que siempre se ha
visto que hacen los demás; el segundo significa que es más fácil hacer lo
que se ha hecho otra vez.
Y esta conducta siguió perviviendo en muchos sistemas jurídicos, aun
después que éstos adoptaran una organización política y apareciera el
Derecho escrito que en sus principios -generalmente -no fue otra cosa sino
una recopilación de costumbres. Y así, el Código de Hammurabi, de
Babilonia, que se sitúa hacia el año 2000 a. C., las leyes de Moisés, las
leyes de Manú en la India antigua, las leyes más o menos legendarias de
Solón y de Dracón en Atenas, según observó Pasquier, todos estos
monumentos, en la mayor parte de sus disposiciones, no fueron más que una
redacción de costumbres anteriores. Pero cuando, al correr de los tiempos,
avanzada la época de los Códigos, el legislador, de oficio, imponía
prescripciones no previstas consuetudinariamente, no puede decirse que las
costumbres quedaran anticuadas e inservibles, sino que esta fuente de
Derecho siguió operando intensamente.
Roma. Así, p. ej., Roma nos muestra la costumbre como el modo
primitivo de la formación del Derecho. Durante el periodo anterior a las
XII Tablas, el Derecho debió ser consuetudinario; pero -como antes
apuntamos- aparecida la ley, conservó el D. c. su primitiva eficacia en
orden a la creación de normas nuevas y derogación de las existentes, como
escribe Castán Tobeñas; aunque luego se le privara a la costumbre de
fuerza contra la ley y tuviera mayor importancia la actividad jurídica
creadora de los magistrados y de los jurisconsultos, que también
participaba de la flexibilidad y continuidad de la producción
consuetudinaria.
Edad Media. En la Edad Media, según De Buen, hay un gran
florecimiento del D. c.; pero se señala una lucha entre este Derecho
popular, originado en las costumbres, y el Derecho escrito que inspiraban
las fuentes romanas y canónicas. Los canonistas y los legistas, que
quieren afirmar la unidad del poder frente a los particularismos locales,
consagran la supremacía de la ley. Pero ésta no vence en todos los pueblos
a la costumbre, que -p. ej.en los países forales tuvo más fuerza que el
Derecho escrito, desempeñando el papel de subsanar sus lagunas y de
rectificar errores del poder.
Lo primero, bien se entiende si se tiene en cuenta que las
prescripciones legales de los Fueros escritos eran muy concretas en la
alta Edad Media y hacían relación a situaciones de hecho muy específicas y
determinadas; lo que implicaba que se produjeran en estas regulaciones
normativas unas importantes lagunas que dejaban sin solucionar múltiples
casos de la vida social. Y, precisamente, por esta circunstancia de que
las recopilaciones escritas fueran muy reducidas y casuísticas, la
costumbre fue supliendo todos los vacíos del Derecho escrito. Pero,
también la costumbre en algunos países tuvo fuerza contra la ley, como
sucedió en los países forales españoles, actuando de doble manera: como
consuetudo abrogaras, que tendía a sustituir la regla de la ley por la que
ella establecía como contraria a la primera; o como desuetudo, es decir,
por el desuso de las disposiciones de la ley, que se encaminaba a anular
ésta, pero sin sustitución. Bien es verdad que, como escribe Castán
Tobeñas, la centralización política, al hacer más fuerte y sólida la
organización del Estado, y al aumentar la importancia del Derecho
legislado, aminoró mucho en las sociedades modernas la del D. c.
Edad Contemporánea. Durante los s. xvitt y xix, sobre todo, el valor
de la costumbre sufre un marcado retroceso a pesar de las protestas de la
escuela histórica. Su doctrina apenas tuvo repercusión en los pueblos
europeos, en los que imperaba el predominio legal; constituyeron excepción
los pueblos anglosajones y los forales españoles, en los que la costumbre
logró conservar su supremacía. El Código francés guardó silencio sobre el
valor de la costumbre. El Código italiano de 1865 solamente la reconoció
autoridad en aquellos casos en que la ley recurría a ella. Y los Códigos
civiles americanos, por lo general, proscribieron en absoluto la
costumbre, tanto como fuente derogatoria de la ley, cuanto como norma
meramente supletoria.
Sin embargo, en la época contemporánea hay un renacimiento del D.
c., y así vienen a recogerlo las legislaciones civiles de nuestro siglo.
Como escribe Castán Tobeñas, en Alemania, el silencio del Código vigente
ha servido a la doctrina científica para llegar a conclusiones de gran
amplitud. Los comentaristas no sólo admiten la autoridad de las costumbres
supletorias, siempre que sean generales, sino que han admitido también la
costumbre contra legem como capaz de modificar las reglas del Código. El
CC suizo de 1907 admite la costumbre como fuente supletoria del Derecho,
en caso de silencio de la ley no faltando algún comentarista que opine que
la eficacia de la costumbre contra ley no puede ser rechazada en una
democracia, como la de aquel país, en la que el pueblo es la suprema
autoridad legislativa. El CC turco de 1926 reproduce el sistema del Código
suizo. El CC chino de 1929 reservó un puesto a la costumbre en defecto de
disposición aplicable, excluyendo sólo su aplicación cuando fuera
contraria al orden público o a las buenas costumbres. Lo que no ha privado
que algún Código reciente no admitiera este movimiento favorable al
resurgimiento de la costumbre, como, p. ej., el Derecho soviético que es
contrario a esta fuente jurídica; y como el Código italiano de 1942.
4. Código civil español. Siguiendo la orientación dada en el
Proyecto de 1851 y en el Congreso Jurídico español de 1886, rechaza la
costumbre contra ley en su art. 5°, y sólo admite la costumbre del lugar y
la supletoria en caso de no haber ley exactamente aplicable al punto
controvertido.
5. Legislaciones forales españolas. Todas y cada una de ellas han
pretendido recoger, junto a las normas escritas, la tradición jurídica de
sus usos y costumbres, por lo que a Derecho principal se refiere. Sin
embargo, estimando imposible una absoluta perfección jurídica en las
tareas compiladoras, se admiten en las mismas las costumbres fuera de ley,
bien por silencio de la misma o por expresa remisión de ella a lo
consuetudinario; y también las costumbres fuera de ley, más que de
ejecución, de naturaleza interpretativa. Ninguna de estas compilaciones
acepta la costumbre contra ley como institución foral, ni Aragón, ni
Baleares, ni Cataluña, ni Galicia, ni Vascongadas; distando mucho este
criterio del que se sostiene por Navarra en orden a sus Proyectos de Fuero
Recopilado, que todavía no han obtenido sanción oficial, en este sentido
mucho más ortodoxos foralmente.
6. La ley y la costumbre. De lo dicho se desprende que, desde que
apareció el Derecho escrito con las primeras civilizaciones, vino
operándose una lucha constante entre la ley (v.) y la costumbre, pues
aparte de esa función supletoria según y fuera de ley, eran frecuentes los
casos de colisiones normativas. De ahí que siempre viniera a estar latente
el problema de la mayor excelencia jurídica de ambas fuentes de Derecho,
que según los pueblos y las épocas se atribuía indistintamente a uno u
otro Derecho. Resulta necesario insistir que no es materia -a mi juicio-
que deba resolverse a priori, con abstracción de pueblos y de tiempos; y
lo que a unos países, por su especial idiosincrasia pueda convenir, no
suceda así con otros; y lo mismo respecto a los avatares de cada siglo. Y
buena prueba de ello es la diversidad histórica y actual de los criterios
legislativos. Esto no es óbice para que se puedan sentar unas diferencias
entre ley y costumbre, con independencia de su adecuación más pertinente
en cada caso.
En cuanto a su procedencia, la costumbre deviene del propio pueblo,
y la ley del poder estatal. De ahí que, mientras la costumbre goza de una
naturaleza espontánea, la ley sea reflexiva y consciente. En orden a la
forma de manifestarse, la costumbre lo hace tácitamente; sin embargo, la
ley lo verifica de forma expresa, oficial y solemne. Respecto a sus
cualidades, puede atribuirse a la ley una mayor seguridad y estabilidad; y
a la costumbre, una mayor adaptabilidad al medio social en el que nace.
7. Obligación de la costumbre. Lo cierto es que, cuando la costumbre
alcanza el rango de una normativa jurídica, de una verdadera fuente de
Derecho, sin ser dictada por los órganos de poder, se produce un fenómeno
aplicativo sobre cuya razón de ser proliferaron las teorías más dispares.
Hay quienes quisieron explicarla en el sentido de que la costumbre no
tiene fuerza per se, sino derivada del reconocimiento del Estado, bien
proveyendo sobre caso concreto o bien dictando normas generales exigiendo
determinados requisitos para que las costumbres tengan el carácter de
tales. Otros, con razonamiento más sencillo, estiman que el fundamento de
la costumbre es el uso general y repetido. La célebre escuela histórica lo
hacía derivar de la convicción jurídica general, es decir, la común
conciencia o espíritu del pueblo. Autores más recientes fundan el D. c. en
la voluntad por parte de la colectividad de que una cosa se cumpla y valga
como norma jurídica. En fin, resultaría desorbitado insistir más sobre
este tema que, al fin y a la postre, no trasciende de los límites
puramente especulativos de la ciencia jurídica.
Requisitos. Otra materia de mayor trascendencia práctica es la
referente a los requisitos que deben concurrir en la costumbre para que
pueda tener fuerza de obligar. Naturalmente que no podemos referirnos a
las prescripciones singulares de los distintos Derechos positivos, sino
simplemente a un esquema general y tradicional, sobre sus líneas más
esenciales, muchas de ellas deducidas del propio Derecho natural.
La primera e indispensable condición que debe reunir toda costumbre
es que haya sido observada durante cierto tiempo; y esto se comprende
fácilmente, pues de lo contrario podría proclamarse como tal cualquiera
repetición de actos, dando lugar a graves conflictos, pues hasta se
llegarían a invocar por las partes costumbres totalmente contradictorias;
por ello, es obvio aclarar que la determinación del tiempo podrá ser mayor
o menor según las circunstancias, pero lejos de toda singularización puede
afirmarse que este tiempo debe ser lo suficientemente largo para que pueda
verse en el uso una regla consagrada y consolidada. Ya va perdiendo
partidarios la teoría de la inveterata consuetudo, porque las exigencias
de la vida actual a veces precisan una mayor agilidad negocial y, por
tanto, pueden nacer costumbres sin necesidad de ser usos perdidos en la
noche de los siglos. De todas formas, como hecho sujeto a prueba y dentro,
claro está, de la normativa general que señalan los Derechos positivos,
siempre quedará al arbitrio del juez la valoración cuantitativa y
cualitativa del uso para atribuirle la categoría de costumbre.
Otra condición es que el uso sea constante. Si el uso ha sufrido
alguna interrupción, lo menos que indica es una vacilación por parte del
pueblo en aceptar aquel principio, y precisamente hemos visto que la
costumbre ha de ser expresión de la voluntad del pueblo y, claro es, que
para ser tal ha de estar en la conciencia de todos los ciudadanos, sin que
pueda dar lugar a dudas ni incertidumbres de ningún género. Además, la
interrupción destruye la duración, y era preciso para concederle a la
costumbre alguna importancia que operada aquélla hubiera subsistido sin
nuevos truncamientos. Por eso, también los usos deberán ser -para gozar de
la condición de costumbre- uniformes y persistentes, pues en caso
contrario los unos destruirían a los otros y sería de difícil averiguación
cuáles eran los verdaderos y prevalentes.
Otra de las condiciones que requiere la costumbre es que los hechos
sean públicos, pues de otra forma ¿cuántos abusos no se cometerían si se
admitiesen como hechos constitutivos de costumbre los puramente privados?
Además, cuando los actos son públicos y se repiten sin ninguna protesta,
es claro que el pueblo los consiente y autoriza, pero ¿de qué modo se
podría probar el consentimiento de todos los ciudadanos cuando se
presentara como costumbre un acto privado?
La costumbre, para tener fuerza normativa, debe ser regla general,
esto es, observada en todo el país. Así, una costumbre local no puede
invocarse fuera de la localidad en que se halla establecida, ya que de
otro modo podrían concurrir en un mismo caso controvertido costumbres
locales enteramente opuestas. Ahora bien, la doctrina no exige que toda la
colectividad practique estos actos creadores de la misma, sino -como
escribe De Buen- basta con que los actos realizados por algunos individuos
despierten en la conciencia de la mayoría un sentimiento de sumisión a la
regla en aquéllos expresada. También se ha defendido que no es necesario
que el uso proceda del mismo pueblo, pues puede ser a través de los
órganos de la colectividad, bien sean las autoridades de la Administración
en Derecho público, o la jurisprudencia de los tribunales en Derecho
privado, puesto que, en definitiva, se trata de expresiones de la voluntad
de una colectividad a través de unos órganos que le son enteramente
representativos.
Por último, la condición tal vez más importante que la costumbre
debe reunir es que los actos que la forman no han de haber sido realizados
por pura tolerancia o conveniencia, sino que es indispensable que hayan
sido ejecutados a título de necesidad jurídica. Por tanto, al crearse una
costumbre no se crea un principio jurídico; lo que únicamente se hace es
dar testimonio de su unánime existencia en la conciencia popular; el
principio existía, era necesario un acto que determinase, que diera forma
a su existencia. Esto se complementa con la peculiaridad de que la
costumbre debe ser racional, es decir, no contraria ni a la moral ni a la
razón, porque siempre el Derecho positivo debe someterse al Derecho
natural.
8. Formación de la costumbre. La costumbre puede formarse en el seno
del pueblo, en primer lugar. Pero también puede ser resultado de las
decisiones administrativas o judiciales, como antes quedó escrito. Es una
forma de expresión que, si bien nace del pueblo, se manifiesta en estos
casos a través de unos órganos representativos de la colectividad.
Y hay quien piensa también que crea costumbre la actividad de los
jurisconsultos o la doctrina de los autores. En tiempos de los Césares, se
concedía gran importancia a las respuestas de los jurisconsultos,
declarando el emperador Adriano en su famosa Constitución «que tienen
fuerza de ley las opiniones de los juristas a condición de que los que las
emitieran pertenecieran a la clase de aquellos quibus per missum est jura
condere». Es natural que las doctrinas vertidas en público por Masurio
Sabino, Japiniano, Ulpiano, Paulo, Modestino, Marcelo, Gayo, Marciano y
otros muchos eminentes jurisconsultos del pueblo legislador por
excelencia, de tal manera se habían de infiltrar en la conciencia popular
que las aplicase en los casos prácticos que se presentaran. Hoy día, aun
sin este carácter tan formal como el romano, no cabe ninguna duda de que,
si las decisiones administrativas y la jurisprudencia de los tribunales
han llegado a formar costumbres, también han influido decisivamente a
veces las opiniones de ilustres autores que, no ya por el prestigio de su
nombre, sino por la excelencia de su doctrina llegaron a establecer
verdaderas normas consuetudinarias que luego -incluso- recogió el mismo
legislador en el Derecho escrito, cuando ya estaban vigentes como
regulación jurídica; no pudiendo olvidarse en esta ocasión las prácticas
notariales que en algunos pueblos y en ciertas épocas tuvieron gran
trascendencia en la vida social.
9. Clases de costumbre. Desde el Derecho romano viene la distinción
de las tres clases de costumbres: según ley, que interpretan y fijan el
sentido de la ley; fuera de ley, que suplen a la norma escrita llenando
sus vacíos u omisiones; y contra ley, cuando gozan de fuerza suficiente
para derogar la ley escrita.
10. Prueba de la costumbre. A la costumbre, en caso de discrepancia
sobre su existencia o contenido, se la consideró como un hecho sujeto a
prueba, y en tal sentido se impuso a la parte que la invocara la carga de
su acreditamiento; aunque hoy día buena parte de la doctrina defiende que
la costumbre puede ser admitida por el juez, aunque su existencia no haya
sido probada, cuando él tenga personal conocimiento de ella o bien si
hubiera sido admitida por otras sentencias; el juez puede exigir su prueba
o servirse de los medios que las partes voluntariamente le suministren,
siempre que lo estime de necesidad, y que son todos los medios probatorios
recogidos en las leyes procesales.
11. Importancia de la costumbre. Los autores han reconocido
unánimemente su extraordinaria importancia en la formación del Derecho de
un país, por tratarse de la expresión de la voluntad general de un pueblo
por encima de toda influencia de partido o de singular doctrina que puede
viciar la legislación escrita; y en esa generalidad estriba la mayor
garantía de honestidad y acierto, porque -por ese sentido democrático de
su nacimiento y realización- obliga a abrigar la esperanza de constituir,
cuando el pueblo la forma, la más pertinente satisfacción a la necesidad
que provee. Y en definitiva, si así no sucediera, el mismo pueblo
legislador pagaría sus propios errores, siempre más justo que pagar
errores ajenos.
BIBL.: LEBRUN, La coutume: ses
sources; son autorité en Droit privé, París 1932; Consuetudine, en
Enciclopedia Giuridica Italiana; C. FERRINi, Requisitos de la costumbre
jurídica según los autores, en «Rev. General de Legislación y
jurisprudencia», LXV, 1884, y en el vol. Estudios jurídicos y Políticos,
Madrid 1884, por J. COSTA; J. COSTA, La vida del Derecho (Ensayo sobre
Derecho consuetudinario), Madrid 1914; F. SALINAS QUIJADA, La costumbre
foral, especialmente en Navarra, en «Rev. de Legislación y
jurisprudencia», mayo de 1968, n° 5.
F. SALINAS QUIJADA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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