1. Generalidades. El c. es un instrumento jurídico mediante el cual la
Iglesia y el Estado pretenden reglamentar sus relaciones mutuas en las
múltiples materias en que están llamados a converger. Es su finalidad
garantizar la autonomía y la libertad de acción de cada una de las partes,
así como también instaurar entre las dos autoridades llamadas por diversos
títulos a regir a los mismos individuos, un régimen de concordia y
colaboración que sea provechoso, no sólo para las personas que de él se
beneficien, sino también para la religión y la propia sociedad civil.
El recurso a este instrumento nació de la comprobación hecha, tanto
por la autoridad eclesiástica como por el poder civil, de la necesidad en
que se veían de entenderse entre sí con vistas a arreglar sus problemas
comunes de manera satisfactoria y duradera: un c. propiamente dicho es
inconcebible bajo un régimen cesaropapista o teocrático.
El acuerdo más antiguo de carácter concordatario fue concertado en
Worms entre el papa Calixto III y el emperador Enrique V para poner fin a
la lucha de las investiduras. A partir del s. xiii los c. se multiplican.
Indudablemente las preocupaciones que despiertan los textos concordatarios
han variado mucho con la evolución de las ideas políticas y de las
condiciones económicas y sociales, pero el fin perseguido por los
negociadores sigue siendo el mismo: garantizar en todo tiempo, dentro de
lo posible, el ejercicio de las jurisdicciones espiritual y temporal, y
asegurar su colaboración.
En la actualidad, una veintena de Estados, la mayoría pertenecientes
a Europa y a Iberoamérica, mantienen relaciones concordatarias con la
Iglesia. España tomó parte en los c. del Conc. de Constanza (v.) en 1418.
Bajo Fernando VI, en 1753, fue firmado un nuevo c., completado con una
serie de acuerdos particulares en tiempos de Carlos 111 y Carlos IV. Poco
adecuado para los problemas del s. xix, fue reemplazado bajo Isabel lI por
el c. de 1851. Este acuerdo sobrevivió a numerosos cambios de régimen,
hasta el advenimiento de la república en 1931. La política violentamente
antirreligiosa de la España republicana indujo a la Santa Sede a
considerar el tratado como caduco. Tan pronto como subió al poder, el
gobierno de Franco se dispuso a poner fin a este estado de cosas. Las
negociaciones llevaron a una serie de acuerdos parciales -1941 (provisión
de las sedes episcopales), 1942 (provisión de los beneficios no
consistoriales), 1946 (seminarios y facultades eclesiásticas), 1950
(erección de un vicariato castrense)-, que fueron coronados por el c. de
27 abr. 1953.
Los acuerdos establecidos entre la Iglesia y el Estado han revestido
diversas formas y denominaciones: c., convenio, bula de circunscripción
(s. xix, Estados protestantes), modus vivendi, protocolo, intercambio de
notas (v. CONTRATO vi¡). Erróneamente, se ha pretendido a veces deducir de
ello que estos acuerdos no tenían todos el mismo carácter jurídico o la
misma fuerza obligatoria. Además, es cosa admitida en Derecho
internacional que los acuerdos entre Estados engendran los mismos efectos
obligatorios, sea cual sea la denominación o la forma que se les dé. Por
otro lado, el examen de la práctica parece demostrar que la elección de
una u otra denominación depende más bien del contenido del acuerdo: el
término concordato parece reservado a una reglamentación muy completa del
conjunto de las cuestiones pendientes entre Iglesia y Estado, mientras que
el convenio deja en suspenso algunas de dichas cuestiones; el acuerdo o el
protocolo suelen designar tratados relativos a puntos especiales o
acuerdos interpretativos de disposiciones de un tratado anterior; otro
tanto ocurre con el intercambio de notas; en cuanto al modus vivendi,
designa, bien un acuerdo incompleto y provisional (Checoslovaquia, 1927),
bien un pacto con un Estado no cristiano (Túnez, 1963).
2. Naturaleza jurídica. El c. es siempre el fruto de negociaciones
entre las autoridades religiosa y civil; con frecuencia reviste la forma
de un pacto. No obstante, la determinación de su naturaleza jurídica ha
sido objeto de grandes controversias.
a) Teorías. Se reducen a tres sistemas principales: 1° La teoría
legalista representada por todos los juristas que pretenden que la Iglesia
no goza de ninguna soberanía propia, a no ser en materia puramente
doctrinal (terreno ajeno al Derecho), y que la reglamentación de la
disciplina de los asuntos religiosos compete al poder civil. Para ellos,
la Iglesia no tiene sistema jurídico originario; carece por sí misma de
carácter jurídico; es una asociación sometida por entero, al igual que las
restantes agrupaciones de ciudadanos, a las leyes del Estado. Sólo el
Estado es fuente y fundamento del Derecho. Según este concepto, el c. no
puede ser más que la preparación de una ley civil que regulará las
cuestiones religiosas, o, todo lo más -si el Estado ha tenido a bien dotar
a la asociación religiosa de un estatuto jurídico particular-, un acuerdo
concertado con esta asociación subordinada y dependiente por entero del
poder civil. Esta teoría, profesada ya a fines del s. XVIII por algunos
legistas imbuidos de las ideas absolutistas, fue defendida, en el curso
del s. xix, por numerosos juristas adeptos de los principios del
liberalismo; hoy se halla en vías de desaparición, al igual que los
principios en que se funda.
2° La teoría del privilegio, también llamada curialista por haber
gozado, al parecer, del favor de la Curia en el siglo último, contraria a
la precedente, se basa en la supremacía del poder espiritual. Los
canonistas que la defendieron estaban convencidos de que, en un c., el
Estado no concede a la Iglesia más que aquello a lo que estaba ya obligado
por Derecho divino, en tanto que la Iglesia se ve constreñida, en interés
del buen entendimiento, a otorgar al poder civil privilegios a menudo muy
onerosos, p. ej., en materia de nombramientos eclesiásticos. Para ellos,
historia concordatorum, historia dolorum Ecclesiae. Por esta razón, al
menos en las más numerosas e importantes de sus cláusulas, el c. no es ni
puede ser un pacto, ya que sería simonía enajenar los derechos
imprescriptibles de la jurisdicción eclesiástica como contrapartida a
determinadas ventajas materiales. Por consiguiente, la reglamentación
concordataria no tiene más que el valor obligatorio de una ley canónica,
ley que el Papa ha prometido, sin duda, observar, pero que siempre puede
revocar si el interés superior de la religión o el bien de las almas así
lo exige.
3° La teoría contractual, contrariamente a las dos precedentes,
reconoce al c. lo que las propias cláusulas del convenio no han dejado
nunca de afirmar: la fuerza de un tratado que impone en justicia, a cada
una de las partes, la obligación de observar los compromisos contraídos.
Esta tesis está hoy admitida casi de manera universal; subsisten, sin
embargo, profundas divergencias entre sus adeptos respecto a saber en qué
clase de tratados debe incluirse el c. Para algunos canonistas, el c. no
es sino un contrato (v.) bilateral en el sentido amplio de la palabra, o
«desigual», dada la superioridad que detenta la Iglesia sobre el Estado en
razón de sus fines.
Entre los juristas y los canonistas que admiten que la Iglesia y el
Estado figuran en el c. en pie de estricta igualdad, los hay que
consideran este acuerdo como un tratado su¡ generis, dependiente de una
ordenanza jurídica de coordinación cuyas reglas han sido soberanamente
fijadas por las partes en cuestión; otros lo contemplan como un tratado
interpotestativo, regido por un ius inter potestates que no presenta más
que un carácter analógico con el Derecho internacional, el cual es un ius
inter territoria; admiten otros que, a pesar de las notas diferenciales
que lo caracterizan, el c., por común acuerdo de la Iglesia y del Estado
está sometido actualmente a las mismas reglas de Derecho que los tratados
internacionales (v.), pero que las partes en cuestión podrían convenir en
ciertas derogaciones de dicha reglamentación. Hacen ellos del c. una clase
especial entre los tratados internacionales, motivo por el que a veces le
llaman tratado semi-internacional; finalmente, son numerosos los que hoy
día asimilan pura y simplemente el c. al tratado entre Estados: el c.,
dicen, es un auténtico tratado internacional, sujeto a todas las normas
reconocidas para los tratados internacionales.
b) Intento de solución. ¿Qué pensar de todas estas opiniones? 1° El
c. es un convenio; las teorías legalistas y del privilegio deben ser
rechazadas. Es indiscutible que las partes del c. declaran su intención de
concluir un tratado, y si lo concluyen, hay que atenerse a su declaración.
El preámbulo de los c. declara por lo general que las autoridades de que
se trata han resuelto concluir «un solemne acuerdo», que «han concertado
disposiciones» cuyo texto viene a continuación, disposiciones a las que
«se comprometen a ajustarse». Y no hay ninguna necesidad de probar
exhaustivamente que la adopción de tales disposiciones no tiene carácter
simoniaco alguno, ya que no comportan ninguna cesión de derechos
inalienables; el respeto del acuerdo concertado impone, ciertamente, un
límite al ejercicio de la soberanía, pero no hay razón alguna para que las
partes no puedan convenir con ello, si consideran que el acuerdo común que
piensan realizar garantiza el logro de sus propios fines.
2° El c. es un convenio bilateral en el cual las partes contratantes
son iure pares, interviniendo en pie de completa igualdad. La Iglesia y el
Estado son dos sociedades soberanas e independientes en su orden, tal como
ha recordado el Conc. Vaticano II: «La comunidad pública y la Iglesia son
independientes y autónomas, cada una en su propio terreno» (Const.
pastoral De Ecclesia in mundo huius temporis, 76), y en tal calidad
intervienen en el c. Societates sunt ut fines, cierto: en razón de la
superexcelencia de su fin, la Iglesia posee una indiscutible superioridad
sobre la sociedad política, superioridad que no puede ser destructora de
la soberanía propia del Estado. (En cuanto al modo de comprender esta
superioridad, v. IGLESIA IV).
Aquí nos limitaremos a señalar que, sea cual sea la esencia de esta
superioridad, la autoridad eclesiástica ha de conjugarse con el poder
civil en pie de igualdad, si considera que del acuerdo que persigue
depende el éxito de su misión. Ahora bien, los textos concordatarios nos
muestran la estricta igualdad de las relaciones entre las partes
contratantes: el contenido del acuerdo es el fruto de concesiones
recíprocas (v. I) que tanto la Iglesia como el Estado se comprometen a
observar de buena fe. Una cláusula frecuente en los c. impone a las partes
la resolución, de común acuerdo, de las dificultades que puedan surgir de
la interpretación de los compromisos contraídos.
3° El c. es un convenio cuya reglamentación escapa al sistema
jurídico propio de cada una de las partes contratantes. Un convenio no
puede ser calificado de «jurídico», es decir, no puede considerarse
generador de derechos y obligaciones más que con relación a una norma
presupuesta que establece su carácter obligatorio y regula sus efectos. Si
la Iglesia y el Estado intervienen en el c. en pie de igualdad, ni una ni
otro pueden reglamentar de manera soberana dicho acuerdo. El orden
jurídico de que depende el c. está, pues, necesariamente constituido por
normas cuyo carácter obligatorio reconocen las partes en sus relaciones
mutuas.
4° Las diferencias existentes entre c. y tratados internacionales
(v.) no obstan para que el acuerdo entre Iglesia y Estado sea asimilado a
estos tratados. Las objeciones hechas a este propósito carecen de peso.
Así, cuando se aduce que una de las partes del c., la Iglesia, no tiene la
cualidad de «persona de Derecho de gentes», puesto que no ha sido
reconocida como tal por el conjunto de los Estados, e incluso que buen
número de éstos no quieren considerar más que la fracción de esa Iglesia
existente dentro de sus fronteras, fracción que a menudo consideran
sometida a sus leyes. La objeción carece de fundamento, ya que si bien es
cierto que muchos Estados siguen negándose a reconocer el carácter
institucional de la Iglesia universal, sí reconocen, en cambio, la
personalidad internacional de su órgano universal, la Santa Sede. Actitud
poco lógica, ya que la soberanía espiritual que reconocen a la Santa Sede
en la dirección de los asuntos religiosos, sólo existe en y por la
Iglesia. Dado que el c. se concluye con la Santa Sede, la condición
jurídica de este órgano no puede obstar al carácter internacional del
convenio. En esto estriba la diferencia entre el c. y los Kirchenvertrúge
concluidos con ciertas Iglesias protestantes: no habiendo dado estas
Iglesias hasta el presente prueba de vida jurídica internacional, los
convenios de que se benefician están justamente considerados como
reglamentos de orden administrativo, dentro del marco del D. público
interno.
Se objeta asimismo que el c., incluso concluido en forma de tratado
internacional, presenta notables diferencias con éste respecto al
contenido del acuerdo y a las cuestiones a que debe aplicarse. El tratado
internacional se concierta entre poderes soberanos del mismo orden; por lo
general se refiere a materias de orden político o económico e interesa por
lo menos a dos pueblos distintos. El c. se concluye entre un poder
político y el órgano supremo de una sociedad religiosa; trata de
cuestiones de orden moral y religioso, ajenas al terreno del D. de gentes;
aunque concertado entre sociedades formalmente distintas, no atañe más que
a un solo y mismo pueblo. Estas innegables divergencias son de orden más
teórico que práctico. El D. internacional no es solamente un ius ínter
territoria, sino que rige las relaciones que todos los poderes soberanos
consideran conveniente establecer. Ahora bien, la soberanía (v. DERECHO
INTERNACIONAL IV), no está ya hoy día considerada como atributo exclusivo
de las potencias territoriales, sino que consiste esencialmente en el
poder de decidir en última instancia dentro de los límites que determina
el fin con que está constituido este poder; dos soberanías pueden, por
tanto, ejercerse simultáneamente sobre un mismo territorio, siempre que
sus fines sean distintos.
El D. internacional tampoco es un Derecho esencialmente laico; si
así fuera, ¿cómo podría explicarse el importantísimo papel desempeñado por
el Pontificado en la vida internacional? La preocupación por la
salvaguardia de los intereses morales e incluso religiosos de los pueblos,
ha dictado más de una cláusula de los tratados entre Estados. El fin moral
y religioso de la actividad de la Santa Sede no le quita su valor
político; y no hay razón para que el Papa no pueda utilizar la influencia
de que dispone sobre la vida política para lograr una ayuda preciosa en la
realización de su misión salvadora. Nadie negará que al Estado que entra
en relación con la sociedad religiosa le lleva un interés que no difiere
en nada del que le impulsa a aproximarse a los otros Estados; en uno y en
otro caso busca las ventajas materiales y morales para su pueblo. ¿Y qué
importa que la eficacia del c. esté limitada a un mismo y único
territorio, si esa eficacia ha de traducirse en dos órdenes jurídicos
distintos e independientes uno de otro? Al igual que muchos tratados
internacionales de alianza o de amistad, el c. tiende a armonizar el
ejercicio simultáneo de dos jurisdicciones formalmente distintas.
5° Los hechos nos obligan a considerar el c. como un verdadero
tratado internacional. La naturaleza jurídica de un tratado concluido
entre potencias coordinadas no puede deducirse de consideraciones de orden
doctrinal, sino de los hechos. Si ese tratado está regido por las normas
del D. internacional porque las partes así lo hayan determinado, hemos de
convenir en que ese tratado es un verdadero tratado internacional. Ahora
bien, no hay duda alguna de que tanto en su conducta como en sus
declaraciones, la Iglesia y el Estado han manifestado su convicción de que
el c. esté sometido a las normas del D. internacional. Estas normas están
hoy día constituidas por un principio fundamental, pacta sunt servanda, y
un cierto número de reglas consuetudinarias, nacidas de una práctica
general aceptada como Derecho (opinio iuris et necessitatis), reglas que
reflejan los principios generales del Derecho reconocidos por las naciones
civilizadas (cfr. Estatuto del Trib. de justicia, art. 38, n° 7).
Están completamente de acuerdo con estas reglas las raras normas
inscritas de manera expresa en los textos concordatarios que aluden al
carácter obligatorio del pacto, a la necesidad de obtener el
consentimiento del Parlamento como condición previa a la ratificación, a
la obligación de resolver por vía de acuerdo toda diferencia relativa a la
interpretación de las clásulas convenidas. En las dificultades que han
surgido como consecuencia de la no observación, violación e incluso
ruptura del pacto concordatario, los Estados nunca han hecho valer los
derechos absolutos que les confería su soberanía, antes bien, han tratado
de justificar su conducta alegando hechos nuevos que, de ser ciertos,
habrían justificado su conducta según las reglas del D. internacional. La
Santa Sede, por su parte, ha recurrido constantemente a esas mismas reglas
para condenar las rupturas que estimaba injustificadas. Por ser
particularmente significativos a este respecto, señalaremos los hechos
siguientes: a) La enc. Vehementer Nos (11 feb. 1906) por la que el santo
pontífice Pío X se alzaba contra, la derogación injustificada del c.
francés de 1801: «...nempe Apostolicam Sedem inter et Republicam Gallicam
conventio eiusmodi intercesserat, cuius ultro et citro constaret obligado:
cuiusmodi se plane sunt guae inter civitates legitime contrahi
consueverunt... Consequebatur igitur, ut ista pactie eodem iure ac ceterae
quae inter civitates fiunt regeretur, hoc est iure gentium» (ASS XXXIX,8);
la Santa Sede no habría podido declarar con mayor claridad que en materia
concordataria tiene por obligatorias las normas del Derecho de gentes. b)
En el curso del conflicto nacido de las respectivas violaciones por el
gobierno nazi del c. que había firmado (1933), la Santa Sede no vacila en
solicitar la opinión de los juristas del Trib. Permanente de justicia Int.
sobre el carácter y la fuerza obligatoria de los c., y esta opinión los
asimila, desde un doble punto de vista, a los tratados internacionales:
«Los concordatos son tratados internacionales que producen unas
obligaciones interestatales y persiguen la finalidad de equilibrar
recíprocamente en un ajuste equitativo los intereses religiosos y
eclesiásticos de un lado y los estatales de otro, y de determinar en el
texto del tratado que queda garantizada la completa reciprocidad...» (cfr.
G. Lajolo, I Concordati moderni, 415). c) Cuando al finalizar la II Guerra
mundial el Gobierno polaco declaró nulo su c. «a consecuencia de su
ruptura unilateral por parte de la Santa Sede, por las medidas jurídicas
introducidas durante la ocupación y contrarias a las estipulaciones del
referido concordato», la Santa Sede quiso justificar su actitud en un
documento explicativo (12 sep. 1945) que terminaba con estas palabras: «La
Santa Sede ha obrado dentro de la esfera y el ejercicio de su misión, como
guardiana del orden y de la moral, y hoy menos que nunca puede ser
acusada... de haber violado los compromisos concertados en solemnes
tratados internacionales» (cfr. Documentation Catholique, París 1946,
1036).
6° Consecuencias de esta asimilación. Si por acuerdo de ambas
partes, el pacto concordatario es sometido a las normas del D.
internacional, no son admisibles las teorías que pretenden someterlo a
otro orden jurídico, sea cual sea el nombre con que se le designe: D. de
coordinación, D. interpotestativo, D. «análogo» al internacional. La
principal ventaja que ofrece la asimilación del c. a los tratados
internacionales, es la de garantizar a este pacto la seguridad del
Derecho, seguridad, por lo demás, bastante relativa hoy día, al menos en
ciertos órdenes, tales como el de la aplicabilidad del principio rebus sic
stantibus o el de los efectos de las sucesiones de Estados sobre la
continuidad de los tratados. (v. vi).
Algunos juristan piensan que, al menos en aquellos dominios en que
es evidente la interferencia de lo político en lo jurídico, e impreciso el
D. internacional, el c. podría no ajustarse por completo a las reglas
valederas entre Estados. Según ellos, dichas reglas aplicadas al c.
ofrecen una mayor elasticidad, y especialmente una mayor posibilidad de
recurso al principio rebus sic stantibus. Los c. constituirían, pues, una
clase especial entre los tratados internacionales, y deberían depender de
un D. internacional-concordatario. Nos parece excesivo calificar de más
elásticas en materia concordataria unas normas aún mal definidas. El que
las múltiples interferencias del c. en los órdenes internos canónico y
civil justifiquen más fácilmente el recurso a la cláusula rebus sic
stantibus, no es razón para que la regla en sí deba formularse de distinta
forma en materia concordataria. Indudablemente, puede hacerse de los c.,
por razones de clasificación doctrinal, una especie particular entre los
tratados, a condición de no negarles con ello la naturaleza de auténticos
tratados internacionales. Nada autoriza a decir que la Santa Sede y los
Estados que con ella han negociado hayan manifestado la intención de crear
un D. internacional-concordatario (v. i).
Nos parece, sin embargo, que no se puede negar a la Santa Sede ni a
los Estados que con ella negocian, el derecho a adoptar normas especiales
para aplicarlas a su acuerdo. Una posibilidad de divergencia, unida a las
diferencias citadas entre c. y tratado entre Estados, así como el temor de
que una asimilación completa implicara perjuicio a la sociedad religiosa,
nos indujeron en el pasado (cfr. H. Wagnon, Concordatos, 104-110) a
preferir atribuir al c. una denominación que mencionara el estado de hecho
existente, la aplicación de las reglas internacionales y la posibilidad de
derogación de estas reglas: la de tratado cuasi-internacional. Nos
parecía, en efecto, que aceptar la asimilación era declarar que el c.
quedaba, en adelante, sujeto a todas las reglas que plugiera a los Estados
estipular referente a su actividad contractual, así como a todos los usos
que pudieran introducirse a este respecto, incluso a una regla o costumbre
que obligara a las partes contratantes a someter sus diferencias sobre el
cumplimiento de los tratados a una jurisdicción internacional, p. ej., sin
que la Santa Sede hubiera manifestado su adhesión a la susodicha norma o
costumbre. Pensando en ello, estas reservas nos parecen hoy poco fundadas,
ya que el D. internacional es un Derecho de coordinación, no de
subordinación; en su evolución, deberá respetar la soberanía propia de la
Santa Sede. Constatamos, por lo demás, que la Santa Sede no se contenta
con hacerse reconocer como persona del Derecho de gentes, sino que se
propone obrar como tal y aceptar las consecuencias para desempeñar
cumplidamente su papel en el mundo: la opinión que en 1936 -mencionada más
arriba- solicitó de los juristas del Trib. Permanente de Justicia Int., da
prueba de ello. El rechazar la asimilación del s. a los tratados
internacionales, y hacer de él un tratado de un género particular, mal
definido, acarrearía inconvenientes mucho más graves: sería condenar al c.
a la inseguridad y reducir considerablemente su fuerza obligatoria; sería,
además, adoptar una actitud injustificable, ya que sería opuesta al deseo
de las partes contratantes.
3. Formación del pacto concordatario. A) Las partes en presencia y
órganos considerados competentes por el D. público para tratar en su
nombre. lo Además del Estado, aparece como parte en el pacto concordatario
la Iglesia católica universal, personificada en su órgano central
soberano, la Santa Sede. Indudablemente, los preámbulos y cláusulas
concordatarias hacen más frecuente mención a la Santa Sede que a la
Iglesia. Pero la expresión Sancta Sedes o Apostolica Sedes no designa, en
D. canónico, una agrupación social: es, o el Of f icium Primatus Romani
Pontificis (CIC, Can. 100,1; el oficio del Soberano Pontífice, posee, como
la Iglesia católica, la personalidad jurídica del D. divino), o el
gobierno central de la Iglesia (CIC, Can. 7). Los tratados internacionales
no se concluyen entre gobiernos, sino entre sociedades soberanas. El
objeto del c., que es la reglamentación de las cuestiones de política
religiosa pendientes en un país determinado, prueba sobradamente que la
Santa Sede interviene en este acuerdo precisamente en nombre de la
sociedad religiosa.
Esta sociedad religiosa es la Iglesia católica universal, y no la
fracción de esta Iglesia existente dentro de las fronteras del Estado de
que se trate. La Iglesia católica no es una confederación de Iglesias
nacionales; unidad y universalidad son sus propiedades esenciales. El
reconocitniento formal de la Iglesia católica en sí, de su soberanía
propia, de su jurisdicción, de sus derechos fundamentales, se da
explícitamente en la mayoría de los c. Citaremos, p. ej., el art. 11,1 del
c. español: «El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter
de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio del culto».
El D. público de la Iglesia atribuye el ejercicio del poder soberano
al Romano Pontífice, sucesor del apóstol Pedro en la primacía, así como el
cuerpo episcopal unido al Papa, sucesor del Colegio apostólico (CIC, can.
218; 228,1; Conc. Vaticano II, Const. Lumen Gentium, capítulo 111; Decr.
sobre el deber pastoral de los obispos en la Iglesia, 4). La conclusión de
un c. puede llevarse a cabo por el cuerpo episcopal, reunido en Concilio
ecuménico: la historia nos muestra que el Conc. general de Constanza
concluyó en 1418 una serie de c. con España, Francia, Alemania e
Inglaterra; y el c. francés de 1516 fue aprobado por el Conc. de Letrán.
Pero tal eventualidad es más teórica que práctica. Normalmente, es, pues,
el Papa quien ejerce en la Iglesia el ius tractatuum, lo que hace por
mediación de la Secretaría de Estado, ayudada por el S. Consilium pro
publicis Ecclesiae negotiis y por sus agentes diplomáticos (CIC, can. 255;
263,1; Paulo VI, Const. Regiminis Ecclesiae universae, 15 ag. 1967, art.
21,28; ASS (1967), 895-896).
Los obispos, sive ut singuli, reunidos en conferencia episcopal, o
incluso nacional (la cual no tiene poder alguno de decisión sin mandato o
aprobación apostólica; cfr. Conc. Vaticano 11, Decr. cit., 38,4; AAS
(1966), 693), no pueden por sí mismos negociar un verdadero c., dado que
no son detentadores del poder soberano en la Iglesia, y no están
cualificados para establecer derogaciones al D, canónico común. La
conclusión de los c. forma parte de las causae maiores reservadas a la
Santa Sede (CIC, can. 220). El D. canónico establecido para las Iglesias
Orientales unidas (V. DERECHO CANÓNICO ORIENTAL), reconoce únicamente al
Patriarca el poder de concluir convenios que no sean contrarios al D.
común, luego de solicitar el consentimiento de la Santa Sede (Pío XII,
Motu Proprio Cleri Sanctitati, 23 jun. 1957, can. 281). Tal es la
enseñanza común de los canonistas. De hecho, sin embargo, son muy
numerosos los acuerdos concluidos entre el poder civil y obispos,
convenios no siempre relativos a cuestiones de poca monta; algunos de
estos convenios recibieron la aprobación expresa de la Santa Sede, en
tanto que otros fueron formalmente desautorizados. Limitándonos a hechos
recientes, señalaremos el acuerdo concluido el 14 abr. 1950 por el
episcopado polaco -acuerdo que no pretende ser un c. y se presenta como
una declaración-, que recibió la aprobación de Roma (efr. Documentation
catholique (1950), col. 821-826); un acuerdo firmado el 30 ag. 1950, en
nombre de un episcopado húngaro «depurado», con el Gobierno comunista de
dicho país, fue formalmente desautorizado por la Santa Sede.
2° El Estado, la otra parte del c., está representado por el órgano
constitucionalmente dotado del treaty making power (poder de concertar
tratados). Antes de la introducción del régimen constitucional y su
corolario, la división de poderes, la validez de un convenio no podía ser
puesta en tela de juicio una vez recibida la aprobación del soberano. En
las constituciones modernas, siempre es el poder ejecutivo el que negocia
los tratados, siendo el jefe del Estado quien, al ratificarlos, les da
fuerza obligatoria. Pero como muchos tratados -entre los que podemos
clasificar el c.- tienen por efecto modificar la legislación interna,
crear nuevas obligaciones para los ciudadanos y gravar al Estado con
nuevas cargas, es natural que el parlamento, órgano del poder legislativo,
haya querido tener voz en el asunto, formulándose reservas que subordinan
la puesta en vigor de estos tratados al asentimiento de las cámaras. Estas
reservas, en las que se veía una garantía esencial del régimen
democrático, se han ido afirmando con fuerza creciente en el curso de la
evolución del régimen constitucional, viniendo a convertirse la aprobación
del parlamento en condición previa para la ratificación. Todos los Estados
están hoy convencidos de que es a su propia ley a la que incumbe
determinar el órgano encargado de hablar en su nombre y reglamentar la
competencia internacional.
Las reservas constitucionales atañen no solamente al proceso a
seguir en la conclusión del tratado, sino también a su contenido. ¿Acaso
no están obligados todos los órganos del Estado a respetar, en sus
actividades, las disposiciones fundamentales de la ley? Por lo demás, un
tratado cuyo objeto, al ser puesto en vigor, estuviera en contradicción
formal con el D. constitucional de una de las partes, no podría ser
cumplimentado por ésta. A eso hay que añadir que para estar autorizado
para firmar un tratado internacional, el Estado debe gozar de soberanía,
al menos en las materias que constituyen el objeto del acuerdo; así, pues,
la constitución del Estado federal es la que debe determinar si los
Estados miembros gozan o no, en materia de política religiosa, de la
autoridad requerida para concluir un c.
Lejos de impugnar la aplicación de las reglas constitucionales en la
elaboración del c., la Santa Sede ha reconocido más de una vez el
principio de mañera expresa; incluso ha consentido que fuera inscrito en
los textos cuando todavía era objeto de discusión.
B) Etapas en la conclusión del c. Cuando están concertados en la
forma solemne de los tratados internacionales -y éste suele ser el caso-
se aplica a los c. el procedimiento clásico, que comprende cuatro etapas:
negociación, firma, ratificación e intercambio de los instrumentos de
ratificación. La negociación se inicia y conduce por la vía diplomática.
Los plenipotenciarios de las partes estampan su firma al pie del texto
aprobado de común acuerdo. En otros tiempos, la firma del tratado era el
acto capital del procedimiento, cuando los plenipotenciarios eran los
mandatarios de un soberano absoluto. Aunque ya hoy no sea lo mismo, se
sigue considerando como fecha de entrada en vigor de tratados y c. la
fecha de su firma. A continuación del juego de reservas constitucionales,
la ratificación ha sustituido a la firma: es el acto por el cual el jefe
del Estado, constitucionalmente facultado para tal fin, declara
oficialmente que acepta el acuerdo convenido. Sin embargo, el tratado no
adquiere fuerza obligatoria, a nivel internacional, hasta después de una
última formalidad: el intercambio de los instrumentos de ratificación
entre los plenipotenciarios de las partes contratantes.
Los Estados miembros de la ONU deben, además, registrar sus tratados
en la Secretaría de este organismo, si quieren poder invocarlos ante los
tribunales de las Naciones Unidas (Carta de la ONU, art. 102, que recoge,
con modificaciones, el art. 18 del Pacto de la Sociedad de las Naciones).
Si se exceptúa el c. de Letonia (registrado el 16 jun. 1923) y un convenio
relativo a las misiones de Colombia (registrado el 3 ag. 1928), los
Estados no han registrado sus acuerdos con la Santa Sede, ni ésta ha
exigido el cumplimiento de tal formalidad. Esta omisión en nada puede
afectar a la naturaleza jurídica del pacto concordatario ni aminorar su
fuerza obligatoria.
4. Ejecución del concordato. Al igual que el de los otros tratados
internacionales, su cumplimiento ha planteado y sigue planteando bastantes
problemas que afectan esencialmente a las relaciones entre orden jurídico
internacional y orden interno. Nos limitaremos a ofrecer un breve resumen
de los mismos y algunos elementos de solución.
A) El concordato no es un tratado homogéneo. Aunque figuran en un
documento único, no todas las disposiciones concordatarias. tienen los
mismos efectos. Algunas cláusulas establecen a cargo de las partes
contratantes o de sus órganos, prestaciones concretas, particulares, a
efectuar en beneficio de la otra parte, ya de una vez (p. ej., transmisión
de la propiedad de un inmueble), ya periódicamente (como la obligación por
parte del Estado de pagar sueldos a los ministros del culto), razón por la
cual son llamadas cláusulas «contractuales». Pero las cláusulas más
numerosas e importantes tienden a crear una reglamentación, común a las
partes, aplicable a sus órganos, instituciones y súbditos: son las
cláusulas llamadas «normativas». Añadiremos que los antiguos c.
comportaban a veces en favor de los soberanos católicos el otorgamiento de
privilegios denominados «personales» por ser concedidos por el Papa a
título personal, no en su calidad de jefe de Estado.
B) Teorías relativas a la eficacia del concordato en D. interno. 1°
La antigua teoría concordataria, profesada tanto por los legistas como por
los canonistas de los s. xvt, xvii y xviti, veía en el c. el instrumento
creador de una ley común a las partes, ley a la par eclesiástica y civil,
cuya observancia y fuerza obligatoria estaban garantizadas por un pacto de
iure gentium: una lex simul et ecclesiastica et civilis, communi concordia
partium lata. Bien es verdad que en aquellos tiempos no había problema
respecto a la división del campo del Derecho.
2° Teorías modernas. Monismo con primacía del D. interno. Teoría
nacida de la adopción de los principios del liberalismo político del s.
xix. Esta teoría consagraba la soberanía absoluta del Estado, incluso en
el orden internacional, ya que hacía de la voluntad de cada Estado la
única fuente de Derecho, tanto para el exterior como para el interior de
sus fronteras. La obligación de orden internacional asumida por tratado,
no podía tener má; base jurídica que una autolimitación de la soberanía
estatal. Por consiguiente, cualquier tratado podía ser suprimido por una
simple ley. Era la negación del D. internacional y también del D. c.
(teoría legalista).
El dualismo jurídico nació del deseo de establecer el carácter
obligatorio del D. internacional, salvaguardando al mismo tiempo el
«dogma» de la soberanía absoluta e ilimitada del Estado dentro de sus
fronteras. Este dualismo separa completamente el terreno del D. de gentes
del terreno del D. interno. D. internacional y D. interno constituyen
órdenes jurídicos independientes, ya que sus fuentes, la base de su
carácter obligatorio y las relaciones sociales que rigen, son totalmente
distintas. El D. interno es un D. de subordinación: emana exclusivamente
de la voluntad del Estado y rige única y soberanamente toda la actividad
jurídica de los agentes del Estado al igual que la de los súbditos. El D.
internacional, por el contrario, es un D. de coordinación: su fundamento
es, bien la voluntad común de las partes, o un postulado pacta sunt
servanda; no regula más que las relaciones entre sociedades soberanas. Los
órdenes jurídicos internacional e interno no pueden tener ningún punto de
contacto entre ellos. Por tanto, un tratado no podría por sí mismo imponer
una línea de consulta a los agentes o a los súbditos del Estado que lo ha
suscrito; para ello, debe haber sido «transformado» en ley interna. Cierto
que el Estado ha contraído la obligación internacional de llevar a cabo
dicha transformación, pero esa obligación, considerada desde el ángulo del
D. interno, no es más que una exigencia política no jurídica. La ley de
transformación de un tratado tiene un valor obligatorio propio,
independiente del convenio, pudiendo ser derogada por una ley
subsiguiente, o mantenida, después de desaparecer el tratado. Esta
doctrina, aplicada al c., exige que el tratado sea objeto de
transformación en una ley eclesiástica particular, y no en una ley civil,
so pena de quedar prácticamente sin efecto.
Monismo con primacía de D. internacional. El constante desarrollo de
las relaciones internacionales y las necesidades ineludibles que origina
desde el punto de vista jurídico, han inducido poco a poco a los Estados a
conceder un lugar al D. internacional en su D. interno; la reciente
evolución del D. constitucional es buena prueba de ello. Previniendo y
secundando esta evolución, se han elaborado «doctrinas de
internacionalismo» reivindicando la primacía del D. internacional sobre el
D. interno. Estas doctrinas proclaman de nuevo la unidad ingénita de todo
el dominio del Derecho, ya que las mismas relaciones no pueden estar
sujetas a órdenes jurídicos de decisiones contradictorias; estas doctrinas
establecen la jerarquía de dichos órdenes: en la cumbre, el D.
internacional, quedándole subordinados los órdenes internos; en caso de
conflicto entre normas de dos órdenes, debe imponerse la regla superior e
invalidar la inferior.
C) Elementos de solución. 1° Desde un punto de vista doctrinal, las
concepciones dualistas nos parecen indefendibles. Su postulado
fundamental, la división del Derecho en órdenes separados, es inadmisible,
dado que D. internacional y D. interno coinciden necesariamente en el D.
natural, que es su fundamento común, y también porque el D. internacional,
al igual que el D. interno, no tiene más fin que el de regir actividades
humanas. Hacer del D. internacional un orden jurídico totalmente aislado,
es condenarlo a no regir más que entidades abstractas, como los Estados,
vacíos de todo contenido real, ya que sus agentes y súbditos están sujetos
exclusivamente al D. interno; es condenarlo a la impotencia, porque tiene
necesidad del D. interno para poseer una eficacia real; es consagrar
prácticamente el triunfo de la ley sobre el convenio. Además, nos parece
inútil apelar al principio de la división de poderes para justificar la
existencia en el Estado de voluntades contradictorias, acatando una el
pacto en el terreno internacional y negándose la otra a ajustarse a él en
D. interno. Cuando un Estado firma, un tratado, la regla de justicia pacta
sunt servanda le impone la obligación de garantizar su cumplimiento; de
donde se desprende que el ejercicio de la soberanía estatal está
restringida en la medida misma de los compromisos contraídos. Mientras
perdure el acuerdo, la autoridad, tanto eclesiástica como civil, que
promulgara una ley incompatible con el régimen concordatario, cometería no
sólo una injusticia, sino un acto irregular, contrario al Derecho «sin
más».
2° Pero praxis dif fert a speculatione (una cosa es la teoría y otra
la práctica): el jurista, en la elaboración de las doctrinas, no puede
menos de tener en cuenta determinadas necesidades de orden práctico y
realidades existentes, so pena de construir un Derecho que no sería más
que una creación de la mente. Estas consideraciones de orden práctico
deben impedirle su adhesión tanto a un monismo intransigente como a un
riguroso dualismo.
1) El D. internacional y el D. interno no constituyen
compartimientos estancos. a) Ya hemos señalado que el D. constitucional es
el que determina la competencia internacional dé los órganos del Estado.
b) Admitir la independencia absoluta significa venir a parar al impasse,
como ha sido el caso del Konkordatsprozess recientemente celebrado en la
Alemania Federal. El Gobierno federal, considerándose todavía obligado por
el c. de 1933, había citado ante el Tribunal constitucional de Karlsruhe
al Land de Baja Sajonia, el cual, haciendo uso de la competencia que le
reconocía la Constitución de Bonn (1949) había establecido una ley escolar
que violaba el c. En su sentencia, dictada el 26 mar. 1957, el Tribunal
reconocía la fuerza obligatoria que para la Federación tenía el c., si
bien se negaba a condenar al Land al retracto de su ley, dado que no había
hecho más que hacer uso de sus derechos constitucionales; el Gobierno
federal se encontraba, pues, prácticamente imposibilitado de cumplir sus
obligaciones internacionales. c) El Trib. Permanente de Justicia Int., en
su dictamen n° 15 del 3 mar. 1928, admitía que los tratados pueden crear
derechos y obligaciones para los individuos, si tal ha sido la intención
de las partes, considerándose que esta intención responde al texto del
convenio. De ello se ha venido a concluir que todos los tratados no tienen
necesidad de «transformación» para tener efectos internos; bastará con la
publicación en el Diario Oficial de un tratado de carácter self-executing
(autoejecución, o sea, de aplicación inmediata) para darle plena eficacia.
Debe ser reputado como self-executing aquel tratado en el que el contenido
de la ley interna se encuentre ya completamente elaborado. d) Por lo
demás, es cierto que lo que los dualistas llaman «ley de transformación»
del tratado, no es una ley interna como las otras. El Parlamento, al que
es sometido para su aprobación, no puede ejercer sobre ella su derecho de
enmienda, sino que debe admitir o rechazar en bloque el texto convenido
por los negociadores. Tampoco es él quien después habrá de interpretarla (cfr.
infra). Desaparecido el acuerdo, sólo aquellas cláusulas de dicha ley que
sean de la competencia del Estado podrán ser mantenidas por él en su D.
interno, mas no así aquellas otras que no hacían sino registrar las
concesiones aceptadas por la otra parte. e) La práctica de los Estados se
orienta cada vez más hacia la adopción de conclusiones monistas; las
constituciones adoptadas recientemente dan fe de ello (p. ej., Francia,
1959, art. 5255; Países Bajos, 1953, art. 60).
2) Por otra parte, la práctica nos consagra todas las consecuencias
del monismo. a) Es preciso admitir que, para tener eficacia en el orden
interno, el tratado debe haber sido integrado a dicho orden. Si es self-executing,
la integración no necesita ninguna «transformación» propiamente dicha;
basta -pero es indispensable- con que el tratado sea publicado en el
Diario Oficial con orden de ejecución. b) La preponderancia del tratado
debidamente aprobado y publicado sobre el D. interno, no debe
interpretarse como una anulación implícita de pleno Derecho de una ley
subsiguiente que viole el convenio. Cierto que dicha ley puede ser tachada
de no válida, dado que el legislador no tenía derecho para dictarla; pero,
sin embargo, existe, por el mero hecho de emanar del poder legislativo
competente, y ejercerá sus efectos, pese al convenio, hasta ser declarada
nula. Pero a menudo no existe la autoridad que podría declarar tal
nulidad, ya que los tribunales están sometidos al D. interno. Otro tanto
sucede con las leyes anticonstitucionales.
3) Respecto a los concordatos: a) El c. debe ser clasificado entre
los tratados de carácter self-executing. Tanto si reconoce derechos como
si impone obligaciones a las autoridades inferiores eclesiásticas o
civiles, o fija las condiciones para el acceso a diversas funciones, o
determina el estatuto jurídico de las instituciones de la Iglesia, o trate
de asuntos de enseñanza o de los efectos del matrimonio canónico, el c.
observa el lenguaje del D. interno, presentando siempre el contenido de
una ley elaborada. Es lícito concluir de ello que, según la intención de
las partes, debe ser ejecutado como tal en D. interno. b) Ningún c. ha
sido jamás objeto de una «transformación» en ley canónica particular por
parte de la Santa Sede. El c. debidamente ratificado adquiere los máximos
efectos en el orden canónico por el mero hecho de su publicación en las
Acta Aposlolicae Sedis, y esta publicación nunca ha sido acompañada de una
orden especial de ejecución dirigida al clero o a los fieles de las
provincias eclesiásticas interesadas. c) En múltiples ocasiones, la Santa
Sede ha reconocido formalmente la primacía de las normas concordatarias
sobre la legislación interna, tanto canónica como civil. En 1852 quedó
admitido que una modificación del D. constitucional favorable a la Iglesia
no eximía a ésta de las estipulaciones concordatarias existentes
(intercambio de notas con el Gobierno de los Países Bajos). El CIC, can.
3, estipula que no invalida ni deroga los acuerdos concluidos con el
Estado. Asimismo, cuando en 1923 el cabildo de Cuenca pidió que las cargas
a él impuestas por c. le fueran aliviadas de acuerdo con el CIC, la
Sagrada Cong. del Concilio, sumándose al voto de su consultor, no accedió
a ello; el CIC carece de efecto sobre las normas concordatarias, porque
dichas leyes «leges simul et ecclesiasticae et civiles rationem habent,
quum originem traxerint ex conventione inter utramque potestatem» (AAS XV,
1923, 589-590). Estos principios se afirman aún con mayor claridad en el
compendio que el Card. Secretario de Estado E. Pacelli entregó el 28 oct.
1933 al Dr. Bruttmann, enviado del gobierno del Reich: «,.. La esencia del
Derecho concordatario consiste en que es Derecho convenido y que sustrae a
ambas partes en el marco del convenio estipulado las materias reguladas y
legisladas. Si cada parte, sin consi. deración a los convenios
estipulados, quisiera reclamar para sí, regulando de otro modo, por actos
legislativos, cualquier parte de las materias concertadas
concordatariamente, resultaría ilusoria toda peculiaridad del Derecho
concordatario». (cfr. G. Lajolo, o. c. 397). Luego de ser nombrado Papa
con el nombre de Pío XII, desarrollaría el mismo tema en un discurso
dirigido a los miembros del V Congreso Nacional de juristas católicos
italianos (6 dic. 1953). Esta posición invariable de la Santa Sede -que,
como se habrá observado, se identifica con la doctrina tradicional de los
antiguos canonistas y legistas sobre la eficacia del c.-, fue reafirmada
en el curso del Konkordatprozess de 1956-57. Recientemente también
L'Osservatore Romano del 4 feb. 1967, en un editorial de carácter
oficioso, manifiesta la oposición de la Santa Sede a las argucias
resultantes de la división del Derecho: «Di fronte alla Santa Sede, la
Reppublica federale é tenuta ad osservare il Concordato, qualunque sia 1'autoritá
che in base al diritto interno ne deve applicare le singole norme» (cfr.
G. Lajolo, o. c. 437).
5. Interpretación del concordato. Los c., como los tratados, se
basan en la buena fe y la confianza recíproca, y deben ser interpretados
de buena fe, de manera que puedan alcanzar el fin propuesto por las partes
al firmarlos.
a) Interpretación unilateral, «por vía interna». Debiendo ser
aplicada por las autoridades eclesiásticas y civiles, la reglamentación
concordataria recibirá de esas mismas autoridades una primera
interpretación. Debemos subrayar que, el parlamento, aunque haya
intervenido para autorizar al jefe del Estado a ratificar el c., no tiene
competencia para dar sobre él una ley interpretativa, ya que no es el
autor de las disposiciones convenidas. Están cualificados para interpretar
el convenio: 1° los órganos que lo han concertado, esto es, la Secretaría
de Estado y sus consejos anexos por parte de la Iglesia, y el Ministerio
de Asuntos Exteriores por la del Estado (interpretación llamada
«gubernamental interna» por los internacionalistas); 2o los tribunales
llamados a zanjar conflictos en los que son invocadas las normas
concordatarias (interpretación «jurisdiccional interna»). La
interpretación jurisdiccional sólo tiene efecto entre las partes presentes
en el proceso. La interpretación gubernamental obliga a las autoridades y
personas subordinadas, pero no es oponible a la otra parte contratante.
b) Interpretación bilateral. La única interpretación que tiene valor
absoluto, que se impone a las dos sociedades contratantes y que, por
tanto, ha sido durante largo tiempo considerada como la única auténtica,
es la que resulta del acuerdo de ambas partes (interpretación
«gubernamental internacional»). Esta interpretación prevalece sobre todas
aquellas que hayan podido darse unilateralmente, siendo requerida en caso
de divergencia en la manera de interpretar, en virtud del viejo adagio:
iura mutuo consensu statuta, mutuo consensu sunt interpretanda. Se impone,
en muchos concordatos, en virtud de cláusula expresa. El acuerdo
interpretativo tiene normalmente efecto retroactivo y jamás debe ser
sometido a la aprobación parlamentaria.
c) Caso de no ser posible llegar a un acuerdo interpretativo, los
Estados pueden recurrir al arbitraje o someter sus diferencias al Trib.
Int. de justicia (interpretación «jurisdiccional internacional»). En
materia concordataria el recurso al arbitraje es posible, ciertamente,
pero el Tribunal es incompetente, dado que la Santa Sede no es miembro de
la ONU y no ha reconocido la competencia de esta jurisdicción. En todo
caso, nos parece indiscutible que ni la Santa Sede ni el Estado puedan
imponer a la otra parte su propia manera de ver las cosas, ya que
intervienen en el tratado en pie de perfecta igualdad. Una divergencia
irreducible sobre puntos de importancia, irremisiblemente sería la ruina
del régimen concordatario, puesto que demostraría la falta de buena fe,
sin la cual es inconcebible dicho régimen.
6. Extinción del régimen concordatario. Son numerosas las causas que
pueden poner fin al c. y al régimen creado por él. Se las clasifica en dos
grupos: 1) las que tienen por origen la voluntad de las partes; 2) las que
son establecidas por el D. internacional consuetudinario.
1) Causas dimanantes de la voluntad de las partes. Mutuo
consentimiento: Omnis res per quascumque causas nascitur, per easdem
dissolvitur. Así fue suprimido en 1852 el c. entre la Santa Sede y los
Países Bajos concluido en 1827 y renovado en 1841; por vencimiento del
plazo, si el c. hubiera sido concertado con una duración limitada. El c.
de Letonia (1922) fue concluido por un periodo de tres años, siendo
renovable anualmente y debiendo ser denunciado, llegado el caso, con seis
meses de antelación; realización de una cláusula resolutoria. Los acuerdos
sobre los honores litúrgicos concluidos con Francia (1926) reservaban a la
Santa Sede la facultad de suspender sus efectos en caso de que el Gobierno
francés suprimiera su embajada cerca del Vaticano; el desuso o
inaplicación constante por parte de ambos signatarios, lo que supone que
tanto una parte como la otra han observado una conducta contraria a las
disposiciones del tratado. La violación unilateral, aun prolongada, no
acarrea, de derecho, la caducidad del convenio; la otra parte podría, no
obstante, invocando el adagio Frangenti f idem, f ides iam non est
servanda, considerarse exenta de sus obligaciones y denunciar el tratado;
la denuncia unilateral, salvo en el caso que acabamos de citar, es siempre
ilícita e inoperante: contra obligationem faciendo, nemo se obligationi
eximit. En una declaración anexa al Protocolo de Londres de 1871, se
reconoce este principio como esencial en el D. de gentes. Más de una vez
los Papas han recordado dicho principio en las protestas que han elevado
con ocasión de rupturas del pacto concordatario (Francia 1905, Portugal
1911).
2) Causas establecidas por D. internacional consuetudinario. Estas
causas son efecto del principio rebus sic stantibus o de lo que los
internacionalistas llaman «sucesión de Estados». En más de una ocasión han
sido invocadas en materia concordataria tanto por la Santa Sede como por
los Estados, aunque no sin suscitar protestas de la otra parte, lo cual no
tiene nada de extraño, ya que las condiciones de su aplicación, y hasta su
verdadero alcance, están doctrinalmente mal definidos.
a) La cláusula rebus sic stantibus está considerada por muchos
internacionalistas como una condición resolutoria tácitamente admitida por
las partes: Omnis conventio intelligitur rebus sic stantibus; las partes
no han podido tener la intención de comprometerse a perpetuidad, sino
mientras subsistan las circunstancias que las han decidido a tratar,
mientras el tratado responda al fin que con el mismo se persigue (Cessante
fine legis, cessat i psa lex). Otros autores, estimando que es peligroso
reconocer a la cláusula un carácter esencialmente subjetivo, sostienen que
no puede ser válida más que en caso de cambio imprevisible, de lo que
resultaría que la ejecución del tratado pondría en peligro la existencia
misma de una de las partes, o cuando menos se haría material o moralmente
imposible para ella; así, pues, la cláusula está lejos de cubrir todos los
cambios de circunstancias que pueden hacer deseable la revisión o
modificación de los tratados. También están divididas las opiniones
respecto a los efectos de la cláusula: sostienen algunos la tesis de la
caducidad del convenio, pero la mayoría estiman que la cláusula no hace
más que autorizar a una de las partes a pedir la revisión del tratado o la
exención del cumplimiento de sus obligaciones.
La Santa Sede ha invocado esta cláusula a propósito de las antiguas
Bulas de circunscripción con ocasión de las negociaciones con los Lünder
alemanes tras la adopción de la Constitución de Weimar (1919), así como a
propósito del c. español de 1851, después del trastorno total consiguiente
a la promulgación de la Constitución republicana de 1931. En su enc. Summi
Pontificatus (20 oct. 1939; AAS XXX, 1938, 438 ss.), Pío XII reconoció
expresamente como lícito el recurso a la cláusula «ob graviter immutata
rerum adiuncta quae dum pactio transigebatur nec prospiciebantur nec
prospici quidem forsitan poterant... Quod si contingat, procul dubio
necesse est tempestive ad sinceram honestamque disceptationem confugere,
ut pactio vel opportunae immutationes accipiat, vel iterum omnino
componatur»; prosigue el Papa rechazando la tesis de caducidad de pleno
derecho.
b) Sucesiones de Estados. El 21 nov. 1921, en el curso de una
alocución consistorial, el papa Benedicto XV declaró que grandes cambios
sobrevenidos después de la guerra 1914-18 en la configuración política de
Europa, habían puesto fin a varios concordatos (cfr. AAS XIII, 1921, 521
ss.). Evidentemente el Pontífice hacía alusión a la influencia que sobre
la continuidad de los tratados podrían tener lo que los internacionalistas
llaman sucesiones de Estados. De todos modos, hay que reconocer que esta
influencia está doctrinalmente mal definida. La conducta de los Estados,
en tales circunstancias, se muestra bastante anárquica, ya que está
dictada en mucho mayor grado por intereses políticos que por
consideraciones jurídicas, hasta el punto de hacerse imposible deducir lo
que debe ser tenido por norma en la materia.
No obstante, he aquí algunos puntos que parecen admitidos o que
deben serlo: 1° Un cambio en la forma de gobierno o en el régimen internos
del Estado no está incluido en las sucesiones de Estados y no tiene efecto
sobre los convenios. Este principio fue solemnemente reconocido por las
grandes potencias en el Protocolo de Londres del 19 feb. 1831. Forma
regiminis mutata, non mutatur ipsa civitas. Así es incluso cuando un
Estado unitario se transforma en Estado federal o viceversa. Muchos c. han
sobrevivido a numerosos cambios de régimen, p. ej., el c. francés de 1801.
2° Cuando los cambios de orden territorial provocan la completa extinción
del Estado concordatario (incorporación a otro Estado, desmembración
radical, etc.) o lo reducen a un punto tal que no puede ser considerado
como continuador de la misma persona moral (éste fue el caso de Austria en
1919), el c. desaparece con dicho Estado. 3° Si el Estado concordatario ha
sufrido una desmembración parcial, el c. deja de tener fuerza obligatoria
en el territorio desmembrado, ya sea que este territorio haya sido
anexionado a un Estado vecino, o se haya constituido en Estado
independiente: Obligatio tertio non contrahitur. Sin embargo, el Estado
que realiza la anexión puede manifestar su deseo de mantener el régimen
concordatario existente en dicha provincia y, si obtiene el acuerdo
expreso o tácito de la Santa Sede, se efectuará la renovación del c.; así
fue cómo el c. de 1801 se mantuvo a título provisional en las provincias
belgas separadas del Imperio francés y unidas a Holanda (1814-18; cfr. H.
Wagnon, La reconduction du Concordat de 1801 dans les provinces beiges du
Royaume-Uni des Pays-Bas, Lovaina 1961, 514-542); el mismo c. fue
mantenido en Alsacia-Lorena después de su anexión al Imperio alemán
(1871), al igual que luego de su reincorporación a Francia (1919). En
cambio, después de la anexión de Tenda y Brigue por Francia (1947), el c.
italiano dejó de surtir efectos sobre estos lugares y se extendió a ellos
el régimen francés de la ley de separación; es evidente que el padroado
(patronato) dejó de existir en los territorios portugueses de la India
después de que se los anexionara este país (1961). 4° Pero si un Estado
concordatario se anexiona un nuevo territorio, ¿se extenderá su c., en
pleno derecho, al territorio anexionado? Ninguna norma puede darse a este
respecto, ya que el principio de las «fronteras móviles de los tratados»
no se aplica a todos los convenios. Hay que referirse, pues, a la voluntad
de las partes. Los hechos nos demuestran que la Santa Sede no admite la
anexión de pleno derecho del c. al territorio anexionado; si el c. de 1801
se extendió a Niza y a la Saboya tras la anexión de estos territorios a
Francia, ello se hizo mediante acuerdo formal de ambas partes (1860).
7. Consecuencias jurídicas de la extinción del régimen
concordatario. Es oportuno recoger aquí la distinción hecha más arriba
entre las cláusulas normativas y contractuales del convenio.
a) Las cláusulas contractuales tenían por finalidad imponer
prestaciones. Las prestaciones ya efectuadas no pueden ser causa de
litigio; las dotaciones hechas, los bienes transferidos, son conservados
por sus beneficiarios. Las nuevas circunscripciones eclesiásticas
establecidas en ejecución del c. permanecen inalteradas, si bien el Estado
ha perdido la facultad de exigirles tal inalterabilidad para el futuro.
Pero las prestr eones todavía no cumplimentadas y las que son perióoicas (habentes
tractum successivum) ya no son exigibles, si es que no tenían por base más
que el c.; serían exigibles si fueran debidas a otro título, p. ej., si
revistieran el carácter de pago de una deuda en razón de la expoliación de
los bienes de la Iglesia: esto es lo que recordaba, con toda justicia, el
Card. Pacelli en una nota dirigida en 9 feb. 1932 al Ministro de Cultos
del Land de Baden (cfr. G. Lajolo, o. c. 267).
b) Las cláusulas normativas -las que verdaderamente constituyen la
reglamentación común- deben, en nuestra opinión, compartir la suerte del
convenio y desaparecer con éste. En efecto, estas cláusulas son el fruto
de concesiones recíprocas, y es de presumir que sólo en beneficio del
acuerdo se había consentido en las derogaciones del D. común que llevaban
consigo. En todo caso, estas disposiciones normativas sólo pueden
mantenerse en el D. estatal o en el de la Iglesia como ley canónica
particular, si su finalidad entra dentro de la competencia propia de cada
una de las partes. El Estado que ha denunciado su c., no puede, sobre la
base de su propia ley, pretender seguir interviniendo en la provisión de
los cargos eclesiásticos. ¿Y qué sentido tendría una ley canónica que
implicara el pago de sueldos por el Estado a los miembros del clero? Sin
perjuicio de ello, la Iglesia puede, cierto es, manifestar su deseo de
mantener, por su propia cuenta, ciertas disposiciones hasta entonces
concordatarias; puede incluso hacerlo de una vez, p. ej., el CIC, can.
1.247, 3 estipula que en las regiones donde las fiestas de guardar hayan
sido legítimamente abolidas -lo cual puede haber sido objeto de un c.- la
disciplina en vigor no puede ser modificada sin intervención expresa de la
Santa Sede. Los hechos, sin embargo -por lo que nosotros sabemosindican
más bien que, tras la desaparición del régimen concordatario, la intención
del Vaticano es restituirse lo antes posible al D. común.
8. Actualidad y espiritualidad de los concordatos. Ciertamente, el
c. no es indispensable para la vida de la Iglesia. Hay Estados no
concordatarios que reconocen a la autoridad religiosa una amplia autonomía
y le otorgan espontáneamente ventajas que dicha autoridad no siempre
obtiene de la parte contratante. El reconocimiento efectivo, por parte de
los Estados, de la libertad religiosa de los ciudadanos -garantizada por
la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 10 nov. 1948 (art.
18)-, unida a la declaración del Conc. Vaticano II, según la cual la
libertad es el principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y
los poderes públicos (cfr. Declaración sobre la libertad religiosa, 13),
han llevado a creer a ciertos publicistas que hoy día la era de los c.
debía considerarse caducada. Nada menos cierto, ya que siempre será
preciso garantizar esa libertad y aportar una reglamentación equitativa de
las cuestiones mixtas en las que ambas jurisdicciones están
irremisiblemente obligadas a encontrarse.
Por estar concluido con la más estricta legalidad, el c. contribuye
a hacer respetar la autonomía propia de la Iglesia y del Estado. Es el
punto de partida de una colaboración tan franca como fructífera entre
estas dos sociedades. En el nivel internacional, el c. muestra la
soberanía espiritual en acción e inserta el ejercicio de esta soberanía en
la vida jurídica de las naciones. Por esta misma razón contribuye
poderosamente a hacer reconocer los derechos fundamentales de la Iglesia
católica, una y universal.
V. t.: TRATADOS INTERNACIONALES; IGLESIA IV, 6. ,
BIBL.: Textos concordatarios: A.
MERCATI, Raccolta di Concordati (1093-1954), 2 ed. Roma 1955; A. PERUGINI,
Concordata vigentia, 2 ed. Roma 1950; L. PÉREZ MIER, Iglesia y Estado
nuevo, Madrid 1940, 611-707 (traducción española de los Concordatos
modernos).-Obras generales: E. LANGE-RONNEBERG, Die Konkordate, Paderborn
1929; E. R. HUBER, Vertrdge zwischen Staat und Kirche ¡m'Deutschen Reich,
Breslau 1930; L. LE FUR, Le Sannt-Siége et le droit des gents, París 1930;
E. F. REGATILLO, Concordatos, Santander 1933; H. WAGNON, Concordats et
droit international. Fondement, élaboration, valeur et cessation du droit
concordataire, Gembloux 1935; C. JANNACCONE, 1 fondamenti del diritto
ecclesiastico internazionale, Milán 1936; Y. DE LA BRIERE, Le droit
concordataire de la nouvelle Europe, «Recueil des Cours de l'Académie de
Droit. Int. de La Haye», I, 1938, 371-466; VARIOS, Chiesa e Stato, Studi
storici e giuridica per il decennale della Conciliazione tra la Santa Sede
e i'Italia, Milán 1939' G. BALLADORE-PALLIERI, 11 diritto Internazionale
ecclesiastico, 2 ed. Padua 1940; L. PÉREZ MIER, Iglesia y Estado nuevo.
Los concordatos ante el moderno derecho público, Madrid 1940; R. NAz,
Concordats, en Dictionnaire de droit canonique, III, París 1942, col.
1352-1383; A. CHECCHINI, Sancta Sede, Chiesa e ordinamento canónico nel
diritto internacionale pubblico e privato, Estudios, G. Bonolis, I, Milán
1942, 244 SS.; L. PÉREZ MIER, Concordato y Ley concordada, «Rev. española
de Derecho canónico» (1946) 326-362; J. H. KAISER, Die politische Klausel
der Konkordate, Berlín 1949; H. WAGNON, Nouvelles controverses en droit
concordataire, en Actes du Congrés de droit canonique, París 1950,
393-408; G. CARSORIA, Concordati e ordinamento giuridico internazionale,
Roma 1953; J. F. NOuBEL, Chronique de droit concordataire, «L'Année
canonique», V, París 1957, 191-212; A. M. STICKLER, Der Konkordatsgedanke
in rechtsgeschichtlicher Schau, «Osterreichisches Archiv für Kirchenrecht»,
Viena 1957, 25-52; W. M. PLOECHL, Abschluss und Auflósung von Konkordate,
ib. 1-24; E. Suy, Le Concordat du Reich de 1933 et le Droit des gens, s.
l. 1958; F. GIESE-A. vox DER HEYDTE-H. MÜLLER, Der Konkordatsprozess,
Munich 1957-59: Z. S. EHLER, The recent Concordats, «Recueil des cours de
1'Académie de Droit Int. de La Haye», 111 (1961) 5-68; V. DEL GIUDICE,
Norme canonique, norme concordataire, norme costituzionali, «II Diritto
ecclesiastico», LXXI (1961) 197-232; H. WAGNON, Le caractére spirituel des
Concordats, «L'Année canonique», VII, París 1962, 95-106; G. CATALANO,
Problematica giuridica dei Concordati, Milán 1963; J. WENNER,
Reichskonkordat und Lünderkonkordate, 7 ed. Paderborn 1964; A. ALBRECHT,
Koordination von Staat und Kirche in der Demokratie, Friburgo 1965; G.
LAJOLO, 1 Concordati moderni. La natura giuridica internazionale dei
Concordati alla luce di recente prassi diplomatica, Brescia 1968; K.
OBERMAYER, Die Konkordate und Kirchenvertrrige im XIX. und XX. Jahrhundert,
en Staat und Kirche im Wandel der Jahrhunderte, Stuttgart 1966, 166-184;
M. CONDORELLI, Concordati e libertó della Chiesa, «11 diritto
ecclesiastico» 69 (1968), 226-287; A. DE LA HERA, El futuro del sistema
concordatario, «Ius canonicum» XI (1971), 5-21; VARIOS, La institución
concordataria en la actualidad. Trabajos de la XIII Semana de Derecho
Canónico, Salamanca 1971; A. DE LA HERA, El pluralismo religioso y el
sistema concordatario, en Pluralismo y libertad religiosa, Universidad de
Sevilla 1971.
HENRI WAGNON.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|