DANZA DE LA MUERTE


Forma alegórica de la que se valieron los poetas y pensadores para hacer presente ante los hombres la idea de la muerte.
      El tema de la muerte en la literatura medieval. La humanidad medieval consideró la vida terrena como un simple tránsito hacia la vida eterna. Mientras estos valores adquiridos no se discutieron, la muerte no constituyó problema. El hombre se familiarizó con ella y la hizo motivo de arte en las archivoltas de los historiados pórticos catedralicios, la contempló serenamente, resignado ante ella, temeroso y con respeto, con cierto agrado también porque significaba la liberación, la que rompía el atadero que le apartaba de Dios. Las primeras obras literarias sobre la muerte, en latín o en romance, nada tenían que ver con la sátira lucianesca, con la mascarada más o menos punzante. Toda una corriente ascética cuya doctrina fundamental era la presencia constante de la muerte, toda una filosofía de la vida que preparaba a bien morir, hicieron a los medievales sentirse plenamente identificados con ella. Contribuyeron a generalizarla los sermones y el miedo instintivo a lo desconocido.
     
      La filosofía estoica, la Consolatione Philosophiae de Boecio, el ubi sunt, el carpe diem, el tema de la rosa, tiñeron de una delicada nostalgia ese paso implacable del tiempo y terminaron por suavizar el horror y el patetismo macabro tan representativo de la época románica. El innato deseo de sobrevivir, la relajación subsiguiente de la vida, la importancia cada vez más creciente de las ciudades hicieron al hombre olvidadizo, pero siempre quedó un fondo de misterio y terror. Liberarse de él fue una preocupación constante en los espíritus de la etapa gótica y es en ella cuando nacen las danzas macabras y se interroga retóricamente a los que se fueron. El problema es el mismo, pero resuelto a la inversa. Se teme a la muerte y se habla de ella, se la respeta. Se sigue temiendo a la muerte, pero hay que olvidarla, debemos alejarla de nosotros, nos reiremos sarcásticamente de ella. Mientras este proceso vital se producía en Europa, sobre todo en Francia y Alemania, España, salvo casos muy aislados (como el del arcipreste de Hita, v.), seguía resignada ante el problema y lo hacía tan suyo que no habrá obra importante a partir de la segunda mitad del s. xlv que directa o indirectamente no participe de esa obsesiva preocupación.
     
      Toda una serie de temas confluyen en el s. xv hasta cristalizar en dos o tres obras definitivas sobre la muerte. La nostalgia lírica y dramática en las Coplas, la íntima tragedia en Ferrant Sánchez, el fracaso y la inseguridad de la vida política encontraron otra forma en la que al sentido igualitario de la sociedad se unía una desenfadada y severa lección moral. Esta última forma se plasma en la d. de la m., amonestadora y chispeante de ingenio, realista y simbólica. Se conserva en un códice del s. xv en la Biblioteca de El Escorial y está manuscrita junto a los Proverbios de Sem Tob (v.), la anónima Revelación de un ermitaño y el Tractado de doctrina de Pedro Veragüe. El contenido de la danza es bien expresivo, «avisa a todas las criaturas que paren mientes en la brevedad de la vida». Su origen francés está fuera de dudas, pero no es una simple copia: el traductor adapta a la mentalidad española lo que es un simple juego macabro en el original francés. Sentido igualitario de la vida, amonestación a lo mundanal y severa moral senequista imprimen un sesgo muy personal a esta primera danza de tan dilatada continuidad.
     
      En tiradas de versos de arte mayor se desarrolla en continuo crescendo la alocada danza en que la muerte, tras sus palabras preliminares de presentación, invita a los humanos a bailar con ella. Toda una teoría de la necesidad de la muerte, de un sentido trascendente, se pone en su boca, dejándonos la triste impresión de que no nos salva ni tan siquiera la juventud. Las flores y rosas de las doncellas, hechas esposas de la muerte, indican el carácter de contraste de la danza. Es la seria advertencia de que no perdona nada ni a nadie. En la vorágine del baile, tras la obligada pausa doctrinal, la muerte convida a sus invitados: papa-emperador, cardenal-rey, patriarca-duque, arzobispo - condestable, obispo - caballero, abad - escudero, deán-mercader, arcediano-abogado, canónigo-físico, curalabradoi, monje-usurero, fraile-portero, ermitaño-contador, diácono-recaudador, subdiácono-sacristán, rabí-alfaquí-santero. Acusado sentido de la jerarquización medieval y obligado contraste clérigo-laico demostrativo del concepto paritario de la vida ante la problemática de la muerte. Rasgos realistas, al mismo tiempo satíricos y dramáticos, se armonizan, no sin cierta elegancia, en esta obra singular que nació para la lectura y meditación. Su éxito fue fabuloso. Fue imitada en Cataluña por Pere Miquel Carbonell (1434-1517), y en Castilla, junto con la Revelación de un ermitaño, tosco debate entre el alma y el cuerpo, y las Coplas de Jorge Manrique (v.), rebasará el vitalismo renacentista para influir decisivamente en el teatro popular y religioso del s. xvi.
     
      Influjo de la danza en la literatura posterior. La primera forma poética y dramatizada de las danzas la encon traremos en Gil Vicente (v.). Este tema obsesivo se unía en él a la sátira erasmista anticlerical. Ya en el Auto da Feira apuntaba esa idea. El tiempo, hecho símbolo, amonesta a prelados, pastores y papas a que reformen y restauren la grandeza espiritual de la Iglesia. Este embrión satírico se combina con el tema de las danzas en la Trilogía das Barcas, concretamente en la Barca da Gloria. En un logrado contrapunto, Gil Vicente hace desfilar a toda una gama variopinta de personajes hondamente preocupados por su vida futura. El horror a la condenación se eterniza en violentos desgarros, gritos e invocaciones. Un final feliz e inesperado colma de paz a los danzantes. Cristo, vencedor de la muerte, conduce a los hombres en la simbólica barca camino del paraíso.
     
      El segoviano Juan de Pedraza compuso una farsa titulada Danza de la muerte (1551). Fiel trasunto de la del s. xv, es mucho más popular y menos poética. Su desarrollo es premioso y aparecen solamente cuatro personajes. El papa, el rey, una dama y un pastor, llevados de la mano de la muerte desde el lugar en que ésta los sorprendió. Se ahonda en el tema de la igualdad humana y presenta algunas novedades métricas y formales. Hay una loa y aparecen símbolos como la razón, la ira y el entendimiento. El poeta extremeño Diego Sánchez de Badajoz, que se supone que escribió entre 1525-47, continuó la tradición en una pobre Farsa de la muerte donde dialogan, uno tras otro, un pastor, un anciano y un joven enamorado. Denota una ausencia total de sentimientos y delicadeza. Sátira y motivos religiosos se amalgaman sin orden ni concierto. Mucho más poetas, Micael de Carvajal y Luis Hurtado (1523?-90), crearon un auto casi perfecto, Las Cortes de la muerte (1557). La farsa es simbólica y realista, culta y popular. Exige un complicado montaje y posee páginas musicales, cuadros muy plásticos y escenificación de parábolas. Por medio de una feroz sátira erasmista contra los eclesiásticos se provoca la amable sonrisa o la estrepitosa carcajada. Todo lo preside la muerte y a su presencia acuden los desgraciados humanos pesarosos por la brevedad de sus vidas. Sebastián de Horozco (1510?-80) es el último representante del s. xvi. Su Coloquio de la muerte con todas las edades y estados posee un singular encanto y un patetismo estremecedor. Desde el niño hasta el anciano, pasando por todas las categorías sociales, la muerte hace estragos terribles. En sucesivas estampas aparecen los altos dignatarios eclesiásticos, los hombres importantes y los humildes labriegos.
     
      Aún se da en España otra forma más compleja de las danzas. En los albores del Renacimiento, la sátira lucianesca, la crítica erasmiana y el mundo del más allá, se funden en una especie de diálogo seudofilosófico en el que se plantean problemas vitales sobre la Iglesia y la sociedad. Es una forma literaria que atacaba directamente y no comprometía. La ficción de situar los coloquios en el otro mundo: adquirió en España plenitud de arte en manos de A. de Valdés (v.) con el Diálogo de Mercurio y Carón. Este mismo sistema lo empleó Quevedo (v.) en la época barroca para exponer con amarga ironía y retorcido dinamismo la tragedia política y social de su tiempo. Los Sueños quevedianos son quintaesencia de las arcaicas danzas, que habían por fin encontrado a un auténtico renovador.
     
      BIBL,: La Danza de la muerte, ed. de F. A. DE ICAZA, Madrid 1919; F. WHYTE, La Danza de la muerte en España y Cataluña, Baltimore 1931; E. SEGURA, Sentido dramático y contenido litúrgico de las danzas de la muerte, en «Cuadernos de Literatura» V (1949), 251-271; M. A. CHULILLA, La danza de la muerte, en «Humanidades» XIV, 33 (1962), 369-382; L. DIMIER, Las danzas macabras y la idea de la muerte en el arte cristiano, París 1908 (obra de conjunto); M. DE CARVAJAL y L. HURTADO, Cortes de la Muerte, ed. facsímil, Valencia 1963; I. DE PEDRAZA, Farsa llamada Danza de la muerte, ed. de E. GONZÁLEZ en Autos Sacramentales desde su origen hasta fines del siglo XVII, Madrid 1865; GIL VICENTE, Auto de la barca de la Gloria, ed. de Th. R. HART en Obras dramáticas castellanas, «Clásicos Castellanos» 156, Madrid 1956, 95-125 (contiene solamente edición).
      **AU
      P. CORREA RODRÍGUEZ.
     
      **FIL
      DAÑO INJUSTO.
      La virtud de la justicia (v.) obliga a respetar íntegramente los derechos del prójimo. Una de las formas de violar esos derechos es causar un d. sin provecho o lucro del que lo causa. En esto, precisamente, se diferencia el d. injusto de la retención injusta de un bien ajeno (V. HURTO). Atendiendo al contenido del perjuicio irrogado, el d. puede ser personal, si afecta a la misma persona del perjudicado, p. ej., una calumnia (v.), o real si afecta a sus bienes materiales. Al primer tipo de perjuicio se le denomina injuria (v.), y aunque sea una falta contra la justicia, su estudio cae dentro del octavo mandamiento (V. FAMA; DIFAMACIÓN; etc.). Aquí vamos a tratar del d. que versa sobre los bienes ajenos y en qué condiciones puede considerarse injusto y ser, por tanto, una fuente o raíz de donde surge la obligación de restitución.
     
      Para que el d., o la damnificación, sea injusta se requieren tres condiciones: 1) que haya verdadera eficacia por parte de la acción damnificante; 2) que el d. sea estrictamente injusto, y 3) que haya pecado formal de injusticia. Si se cumplen las tres condiciones, se tratará de un d. injusto con obligación de reparación.
     
      1) Hace falta eficacia, y no mera intención de causar un mal. El que tiene intención de causar un mal comete un pecado interno de deseo contra la justicia; pero, si de hecho no se sigue el d., no tiene obligación de reparar nada. El nexo entre la acción voluntaria y el d. tiene que ser de causalidad; una mera ocasión o condición no supone ser causa del d.
     
      2) No todo d. inferido a otra persona en sus bienes es injusto, ya que el que ejerciendo un derecho perjudica a otro no peca contra la justicia. Se dará verdadera y estricta injusticia cuando se despoja a alguien de algo a lo que tiene derecho, o bien se le impide, utilizando medios injustos, obtener o conseguir lo que tiene derecho a aspirar. No hay pecado de injusticia ni obligación de restituir cuando, por medios lícitos, se impide que alguien consiga un bien al que no tenía derecho estricto; habrá pecado aunque no de injusticia (y, por tanto, no habrá que restituir) cuando los medios empleados son ilícitos, pero no injustos.
     
      3) Para que el d. inferido obligue en conciencia a restituir hace falta que el damnificador cometa una culpa teológica de injusticia, con lo que ésta supone de advertencia y voluntariedad. Y para que la obligación de restituir urja bajo pecado grave, es necesario que el pecado formal de injusticia sea también grave. Si alguien causa un d. sin culpabilidad (v.) grave en conciencia, pero con suficiente culpabilidad jurídica (p. ej., actuando con negligencia), para que el juez dicte sentencia obligándole a reparar el d., esta reparación obliga en conciencia sólo después de la sentencia judicial; la buena marcha de la sociedad pide sumisión a las decisiones de la autoridad, que sólo puede actuar atendiendo a las pruebas externas.
     
      Veamos el influjo que la duda y el error pueden tener en la obligación de reparar: El que, antes de poner una acción, duda de que de ella puede derivarse un perjuicio injusto para el prójimo, tiene la obligación de salir de la duda; y si no puede abstenerse de poner la acción, ha de tener en cuenta la obligación general de actuar siempre con conciencia prácticamente cierta. Si la duda versa sobre el autor del d. cuando ha habido varios posibles agentes, habrá que distinguir: si no ha habido acuerdo entre ellos, nadie tendrá obligación de restituir; pero sí la tendrán todos solidariamente si han actuado de acuerdo.
     
      El que intentando perjudicar a una persona causa por error un d. a otra, aun cuando afectivamente no haya cometido injusticia contra ese perjudicado, tiene que reparar el perjuicio causado. Si el error versa sobre la cantidad del d. causado (mayor o menor que el intentado) al tener que conjugarse la afectividad con la efectividad, la obligación de reparar alcanzará sólo a la cantidad menor.
     
      V. t.: RESTITUCIÓN; JUSTICIA; VOLUNTARIO, ACTO.
     
     

BIBL.: A. Royo MARÍN, Teología moral para seglares, I, Madrid 1957, 587-591; M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, I, Madrid 1958, 1272-1287; E. RANWEz, De culpa theologica ad restitutionem requisita, en «Periodica de re moral¡, canonica, liturgica» 19 (1930) 67-70; S. TUMBAS, De efficaci causa damni injusti, ib. 42 (1953) 318-361; S. RANGAN-P. PALAZZINI, Damnificatio, en Dictionarium morale et canonicum, II, Roma 1965, 2-6.

 

JOSÉ MARÍA SOLOZÁBAL.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991