CRISTIANOS, PRIMEROS II. ESPIRITUALIDAD.


Inserción en la sociedad antigua. La Buena Nueva incidió en el mundo grecoromano con una carga religiosa muy distinta de todo lo anterior. Además, como el Mensaje cristiano llevaba consigo un cambio radical del sentido de la vida, al ponerse en contacto con dicho mundo se produjeron reacciones muy dispares, desde la aceptación rendida hasta la violencia más brutal.
      Los p. c. tuvieron que superar costosas dificultades a base, muchas veces, de dar el supremo testimonio de su vida entre suplicios y torturas (v. MÁRTIR). Pero aun en estos casos, la muerte no era algo temido para ellos, sino más bien un motivo de acción de gracias (Martyrium Polycarpi, 14,2). Con todo, lo que importa destacar aquí es aquello que se testimonia con el martirio, es decir, la vida cristiana corriente, llena de fe, pero discreta (Arístides, Apología, 16,2). Por otra parte, los p. c. tuvieron que luchar igualmente contra un enemigo sutil y más peligroso: los falsos hermanos. En sus epístolas pastorales Pablo llama la atención de Tito (v.) y Timoteo (v.) contra aquellos judaizantes que instaban la obligatoriedad de la ley mosaica (Tit 3,9; Ignacio de Antioquía, Magnesios, 8,1). Otro peligro acechaba también a los cristianos venidos de la gentilidad: el gnosticismo (v.; cfr. R. Grant, Gnosticism and carly Christianity, Oxford 1960). De aquí arrancarían las primeras herejías, denunciadas ya por el Apóstol Juan, a finales del s. i (Apc 2,14; Ireneo, Advertus Haereses, 3,3,4).
      Ante semejantes obstáculos, los p. c. no huyen del mundo (eso lo harán algunos, pasados algo más de dos siglos); se consideraban parte constituyente de ese mismo mundo: «Lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (Epístola a Diogneto, 6,1; V. MUNDO III y IV). Pero esta consideración de carácter espiritual no significa oscurecimiento o pérdida de su condición de hombres y ciudadanos corrientes, porque no se distinguían de los demás hombres de su tiempo, ni por su vestido, ni por sus insignias, ni por tener una ciudadanía diferente (cfr. ib., 5, III). Cada uno de los p. c. ocupaba un lugar en la estructura social de su tiempo, el mismo que tenía antes de convertirse. Si era esclavo no perdía su condición al hacerse cristiano (Eph 6, 5.6; Philm 1518), aunque su vida adquiriese un contenido sobrenatural. Esta actitud cristiana lleva a una apertura grande para asimilar los valores positivos, que existían en el paganismo. Así comentará S. Justino (v.) de los pensadores paganos: «cuanto, pues, de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos» (Justino, II Apología, 13,4).
      Iniciación cristiana. Los caminos de acercamiento al Cristianismo fueron muy variados, algunos incluso, extraordinarios, como le sucedió a Pablo (Act 9,119; Gal 1,1116). Otros fueron más normales, éomo le aconteció a Justino (Justino, Diálogo con Trifón, 18). A unos, los llamará el Señor a través del ejemplo dado por un mártir (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 2,9,3). La mayoría de las veces conocían la Buena Nueva, por mediación de algún compañero de trabajo, de prisión, de viaje, etc. Los modos y las circunstancias podrán ser muy variados, pero siempre habrá ese encuentro personal e inefable con Cristo que se da en toda conversión (v.).
      Con posterioridad, el neófito recibía una instrucción somera acerca de la fe que abrazaba (v. CATECúMENO). A continuación se preparaba para el Bautismo (v.) con actos de penitencia, ayunos y oraciones (Didajé, 7,4; Justino, I Apología, 61,2; v. INICIACIÓN CRISTIANA). La recepción del Bautismo suponía un cambio fundamental en la vida de quien lo recibía. «Nos hacemos hombres nuevos escribe uno de ellos completamente recreados» (Epístola de Bernabé, 16,8). Esta nueva vida bautismal era para los p. c. una constante llamada a la santidad (v.), no un asunto exclusivo de unos cuantos privilegiados, sino que todos se sentían urgidos a lograrla, dentro de las personales circunstancias de cada uno (1 Cor 7,20).
      Dimensiones cristianas del trabajo. Los p. c. tuvieron muy presente el testimonio de Cristo con su vida de trabajo, ya que «fue considerado 11 mismo como carpintero, y fue así que obras de este oficio (arados y yugos) fabricó mientras estaba entre los hombres, enseñando por ellas los símbolos de la justicia, y lo que es una vida de trabajo» (Justino, Diálogo con Tritón, 88,8).
      Por otra parte, no podemos olvidar que los p. c. estaban inmersos en un mundo donde el trabajo era tenido como algo peyorativo. «Y como el trabajo era lo que determinaba la vida del esclavo, se impuso la conocida distinción entre trabajo servil y trabajo liberal, identificando en el primero el trabajo propiamente dicho, y en el segundo toda esa gama de actividades que, además dela cultura, comprende las aficiones y las artes» (J. Mullor, La nueva Cristiandad, Madrid 1966, 215).
      Al proyectarse el mensaje cristiano sobre aquella estructura laboral, el trabajo aun el peor cualificado, adquiere una dimensión nueva en Cristo (Eph 6,7). La dimensión sobrenatural del trabajo será como un incentivo divino que superará con mucho el impacto de los condicionamientos sociales (tantas veces injustos, como en el caso de la esclavitud), pero sin violencias ni rebeliones (V. TRABAJO HUMANO VII). El trabajo tenía para los p. c. un valor de signo distintivo entre el verdadero creyente y el falso hermano (Didajé, 12,15), así como una manera delicada de vivir la caridad para no ser gravoso a ningún hermano (1 Thes 5,11).
      Libertad y autoridad. En el contexto pagano de la Antigüedad el hombre estaba muy mediatizado en su libertad, no ya sólo porque un gran número de ellos eran esclavos, sino porque prácticamente todos estaban sometidos a la servidumbre de la heirmamene, o destino. Y eso sin hablar de la terrible servidumbre que originaba la ignorancia con todas sus consecuencias. A la vista de tal planteamiento se comprende hasta qué extremos el mensaje cristiano llega a crear un clima de libertad jubilosa entre sus primeros conversos (v. LIBERTAD III). Los p. c. se sienten libres de ataduras interiores, porque «para ser libres nos libertó Cristo» (Gal 5,1).
      Dentro de la propia comunidad eclesial se vivía también este sentido de libertad. Los primeros obispos y sacerdotes se dedicaron al «ministerio de la palabra y de los sacramentos», sabiendo que el carisma dado por la imposición de las manos de los presbíteros no era un poder para dominar (una potestas, como entendían los paganos el poder), sino una diakonía, un servicio (Act 6,4). El ejercicio del ministerio pastoral no coarta la libertad del Espíritu. El cristiano de los primeros tiempos, pletórico de libertad, actúa con personal responsabilidad en el pequeño mundo que le rodea, sin echar de menos andamiajes organizativos paraeclesiásticos, y sin que, por su parte, la jerarquía instrumente ninguna longa manus para intervenir en el terreno laical. Los p. c. supieron conjugar el ejercicio de una amplia libertad con una sólida unidad, simbolizada por Pablo en el Cuerpo Místico de Cristo (1 Cor 12,26). Frente a los que quieren disgregar el rebaño de Cristo, Ignacio antioqueno amonesta a los cristianos para que se mantengan «inseparables de Jesucristo, de vuestro obispo y de las ordenaciones de los Apóstoles» (Ad Trallianos, 7,1).
      Ascetismo cristiano. Entre los p. c. hay una clara concepción de la vida espiritual como un combate, que tendrá aire deportivo y espíritu castrense (1 Cor 9,24; 2 Tim 2,3). Los atletas griegos se entrenaban con una preparación rigurosa y Pablo utilizará su ejemplo aplicándolo a la vida espiritual (1 Cor 9,26.27). El combate que ha de sostener el cristiano será una lucha espiritual contra los enemigos del alma (Eph 6,12) entre los que se encuentra el Enemigo por antonomasia (Pastor de Hermas, Mandatum 12,5,2.3). El cristiano tendrá también que esforzarse en quitar del mundo los efectos desastrosos del pecado (Clemente Romano, I Epístola a los Corintios, 35,5.6). (V. DEMONIO III; PECADO III).
      El Apóstol señalará cuáles son las armas espirituales que deberá utilizar el soldado de Cristo: la fe (v.), la verdad (v.), la justicia (v.), la palabra de Dios (v. PALABRA II), el celo por el Evangelio y la oración (v.) (Eph 6, 1319). Naturalmente, esta actitud de los p. c. era incompatible con una postura acomodaticia o mediocre. Había en ellos una disposición de entrega que no separaba ante el sacrificio o la muerte (Ignacio, Ad Magnesios, 5,2). Esta disposición del alma se verá alimentada por el ejercicio constante de las pequeñas mortificaciones (Didajé, 8,4,6; Epístola de Bernabé, 3,3).
      La finalidad del ascetismo cristiano (v. ASCETISMO II, 3) tampoco se les oculta, pues se trata de purificar el alma para alcanzar la plena unión con Cristo (Ignacio, Ad Romanos, 5,3).
      6. Templanza. La austeridad de vida les llevaba a practicar una auténtica pobreza (v.) de espíritu de significado religioso y material (cfr. A. Jaubert, Les premiers chrétiens, París 1967, 11). «El cuidado de los pobres» fue vivido con especial atención por las primeras comunidades cristianas (Gal 2,10; 1 Cor 16,2). Pero la templanza (v.) se extiende también a moderar los apetitos de la carne. La pureza de costumbres de los p. c. fue un testimonio sobresaliente. Algunos al convertirse realizaron un cambio radical a este respecto (Justino, I Apología 14,2). Cada cristiano vivía la pureza dentro de su propio estado, ya fuera éste el matrimonio o eJ celibato (Justino, ib. 29.13). EJ celibato por amor al Reino de los Cielos tuvo muchos adeptos entre los p. c. (Atenágoras, Legat., 33); éstos se llamarán más tarde, vírgenes o ascetas (cfr. F. B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva, Madrid 1949, 5556).
      Oración. Los p. c. de Jerusalén perseveraban «en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús» (Act 1,14). La oración acompaña las actuaciones de los Apóstoles en su predicación (Act 4,29) y en todo momento, hasta en los difíciles (Act 12,5). Las oraciones de los p. c. recorren una amplia gama de expresión, desde la alabanza a Dios (Gal 1,5; 1 Pet 4,11) hasta la acción de gracias (Rom 6,17), pasando por las peticiones en favor de las autoridades civiles (1 Tim 2,1; Clemente Romano, o. c., 61,1) o en favor de los atribulados, de los enfermos, de los hambrientos y de la extensión del Evangelio (ib.. 59,4). La oración vocal que más se prodigaba era el Padrenuestro, que se debía recitar varias veces al día (Didajé, 8,3) (v. ORACIóN II).
      Vida teologal. Los p. c. vivieron una fe sólida, sin aceptación de dudas (Didajé, 4,4). Para obtenerla es necesaria la purificación del corazón (Pastor de Hermas, Mandatum, 9,7). La fe (v.) inspira toda obra buena (Clemente Romano, o. c., 33,11) y la testimoniarán paladinamente cuando sea preciso (Act 4,1013). La esperanza (v.) se actualiza con una tensión máxima debido a los fuertes incentivos que la impulsan: inminencia de la Parusía (v.), la resurrección de la carne (v.) y alcanzar la vida eterna (v.). EJ tiempo incierto de la venida del Señor hará que el cristiano esté pronto para recibirle (1 Thes 5,28). En los p. c. existía un ferviente clamor que expresaba el deseo del advenimiento de este día del Señor con las palabras Maran atha, «ven, Señor Jesús» (Apc 22,20). Así se comprende mejor que los p. c. se comporten como forasteros, peregrinos, en este mundo (1 Pet 2,11). El signo de la caridad (v.) distinguirá maravillosamente a los p. c. de sus contemporáneos paganos (Tertuliano, Apologético, 39,9). Esta virtud les llevará a practicar la hospitalidad, socorrer al huérfano y a la viuda, ayudar a los necesitados y oprimidos (Arístides, o. c., 15,5,65), moverá a la corrección fraterna (Didajé, 15,3; v.) y a vivir el desprendimiento y la comunicación de bienes (Act 4,32).
      Eucaristía. En uno de los primeros textos eucarísticos ya se manifestaba una convergencia hacia la Eucarístía (v.) como centro de la vida eclesial (Didajé, 9,4). Enla sencilla acción de romper el pan, de pasar alrededor el cáliz de bendición, una vez dichas las palabras consecratorias, se hacía presente a Cristo de un modo real (Justino, I Apología, 6567). La celebración eucarística hace presente la Iglesia y es un vínculo estrecho de unidad (Ignacio, Ad Philipenses, 4) al participar de esa comunión con Cristo (I Cor 10,16.17). La Eucaristía tendrá también unos efectos medicinales y sanantes en unión con la promesa de inmortalidad (Ignacio, Ad Ephesios 20,2).
      Para las celebraciones eucarísticas se solían utilizar las propias casas particulares (Act. 20,711), o bien los lugares donde se guardaban los restos de los mártires (Martirium Polycarpi, 18,3). En las catacumbas romanas se han encontrado algunas representaciones pictóricas de la Eucaristía, como el pez y el cesto de panes que hay en la de S. Calixto.
     
      V. t.: ANTIGUA, EDAD II, 1; APOSTOLADO; ASCETISMO 11, 3; BAUTISMO; CARIDAD; CATEQUESIS 1; CELIBATO; EUCARISTÍA; MORTIFICACIÓN; PACIENCIA; SANTIDAD IV; TRABAJO HUMANO VII; VÍRGENES PRIMITIVAS.
     
     

BIBL.: F. X. FUNK, Patres Apostolici, I, Tubinga 1901; D. RUIZ BUENO, Padres Apologistas griegos, Madrid 1954; íD, Padres Apostólicos, 2 ed. Madrid 1967; íD, La santidad en la primitiva Iglesia, en B. JIMÉNEZ DUQUE, Historia de la espiritualidad, I, Barcelona 1969, 285441; G. BARDY, La conversión al Cristianismo durante los primeros siglos, Bilbao 1961; G. BARDYA. HAMMAN, La vie spirituelle d'aprés les Péres des trois premiers siécles, Tournai 1968; A. HAMMAN, L'Empire et la Croix, París 1957 íD, La oración, Barcelona 1967; H. CAMPENHAUSEN, Die Aszese in Urchristentum, Tubinga 1949; J. DANIÉLOU, Nueva Historia de la Iglesia, I, Madrid 1964, 39257; A. JAUBERT, Les premiers chrétiens, París 1967; J. LEBRETONJ. ZEILLER, La Iglesia primitiva, Buenos Aires, 1952; M. VILLERK. RAHNER, Aszese und Mystik in der Vüterzeit, Friburgo 1939; M. VILLER, La spiritualité des premiers siécles chrétiens, París 1930; D. RAMOS LISSóN, El testimonio de los primeros cristianos, Madrid 1969.

 

D. RAMOS LISSÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991