En sentido estricto, se define como un acto de caridad hacia el prójimo,
obra de misericordia espiritual, que consiste en la advertencia hecha
privadamente a una persona para apartarla del pecado, o de un peligro de
pecado. En un sentido más amplio, por c. f. se entienden también otros
medios, no solamente advertencias, mediante los cuales ayudamos a alguna
persona a hacer el bien. Por ej., manifestar disgusto ante una determinada
conducta del corregido, dar buen ejemplo a otros cristianos para ayudarles
a salir de su negligencia en vivir determinadas virtudes, etc. En todo
caso, los autores señalan que el fin de la c. f. es siempre la mejora
espiritual y el apartar al prójimo del pecado. Por tanto, la c. hechas por
otros motivos: porque la conducta causa escándalo, porque se está haciendo
algún daño material a terceros, etcétera, no son exactamente c. f. Hay que
precisar, sin embargo, que con el hecho de apartar a alguien del pecado,
se suelen alcanzar también, de modo secundario, esos otros efectos.
La corrección fraterna en la Sagrada Escritura y en la Tradición. En
el A. T. se inculca el deber de corregir al prójimo de sus errores: «Habla
a tu prójimo, no sea que no lo haya hecho, y si lo hizo, que no lo repita.
Habla a tu amigo, no sea que no lo haya dicho, y si lo dijo, que no vuelva
a decirlo. Amonesta al prójimo antes de reñirle» (Eccli. 19,13.14.17). Y
se indica también la conveniencia de aceptar bien, con agradecimiento, la
c.: «No reprendas al petulante, que te aborrecerá; reprende al sabio y te
lo agradecerá. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al
justo y acrecerá su saber» (Prv 9,89). De manera más precisa, Jesucristo
establece el precepto de la práctica de la c. f.: «Si pecare contra ti tu
hermano; ve y corrígele entre ti y él solo. Si te escuchare, ganaste a tu
hermano, mas si no te escuchare, toma todavía contigo a uno o a dos, para
que sobre el dicho de dos o tres testigos se falle todo pleito, y si no
les diere oídos, dilo a la Iglesia; y si tampoco a la Iglesia diere oídos,
míralo como a gentil y a publicano» (Mt 18,15 ss.). S. Pablo insiste a
Timoteo: «A los que pecaren, repréndelos en presencia de todos, para que
también los demás cobren temor» (1 Tim 5,21).
En la Iglesia primitiva la c. f. se mantiene en toda su vigencia (cfr.
Didajé, 15,3). Más tarde, S. Agustín ve en el abandono casi total de este
deber un motivo principal de la caída moral de los pueblos y del castigo
de Dios (cfr., De Civit. 1,9); y recuerda en la carta a Felicidad y a
Rústico: «¿Acaso no debemos reprender y corregir al hermano, para que no
vaya hacia la muerte? Suele a veces ocurrir que, en un primer momento, se
contriste, se resista y proteste, dolido por la corrección; después, sin
embargo, en el silencio de Dios, sin temor del juicio de los hombres,
puede que llegue a considerar por qué ha sido corregido, y empiece a temer
ofender a Dios si no se corrige, y considere la necesidad de no volver a
hacer aquello por lo que ha sido corregido justamente. Así, cuando crece
su odio al pecado cometido, crece más su amor al hermano, que es enemigo
de su pecado». E insiste: «Y ¿quién tiene celo por la casa de Dios? Aquel
que pone empeño en corregir todo lo censurable que en ella observa: aquel
que así lo desea, y no descansa hasta lograrlo... ¿Ves a tu hermano en
peligro? Deténlo, adviérteselo, siéntelo de corazón, si es que te come el
celo de la casa de Dios» (In Io, 10,9).
Obligación de practicar la corrección fraterna. Viene dada por la
obligación general que tenemos, por ley natural, de amar al prójimo.. A
esta obligación natural se une el precepto de ley divinopositiva
establecida por Jesucristo, como se ha indicado antes. Para señalar
quiénes están sujetos a esta obligación es preciso tener presente las
características particulares que concurren en la c. f., debido
especialmente a que muchas personas no desean ser ayudadas a liberarse de
sus pecados y de sus costumbres, a pesar del daño para su alma. Esto hace
que la c. f. pueda, a veces, ser un acto difícil de cumplir, gravoso e
incómodo para quien desee practicarla; e incluso odioso, para quien la
recibe. Hay que tener en cuenta, además, las posibles consecuencias
desagradables y contraproducentes para el fin que se desea alcanzar; p.
ej., indignación, disgusto, pérdida de la amistad, persecución, posibles
venganzas, etc.
Por todo esto, en la teoría y en la práctica se ha ido restringiendo
el ámbito de la responsabilidad para vivir la c. f. Concretamente, se
exige sólo a las personas que por su estado u oficio, están directamente
encargadas de la formación de los demás: padres, educadores, maestros,
autoridades. Para el resto de las personas, la obligación de ejercitar la
c. f. viene determinada por las siguientes condiciones: 1) Tener la
seguridad moral de que el prójimo ha caído en un pecado, o bien que está
en ocasión próxima de pecar. 2) Considerar que la c. f. tiene una cierta
posibilidad de ser eficaz; esta condición ha deentenderse en sentido
amplio; o sea, que se dé aunque la eficacia no vaya a ser inmediata. Este
requisito obliga, además, al que ha de hacer la c. f. a poner los medios
más adecuados para lograr la eficacia: p. ej., esperar el mejor momento
para hacerla, prepararla con la oración y la mortificación, etc. 3) Que la
c. f. sea necesaria para que el prójimo se aparte del pecado, y que el
pecador no pueda salir de su estado si alguien no le corrige. 4) Que la c.
f. sea moralmente posible, y no comporte una grave molestia para quien
tiene que ejercitarla (S. Tomás, Sum. Th. 22 q33).
Otros motivos para ejercer la corrección fraterna. Para completar
este estudio tratemos ahora la c. f., no ya desde el punto de vista de la
obligación, sino desde el de la comunión de los santos (v.). «No
alimentasteis a las ovejas flacas, ni curasteis a las enfermas; no
vendasteis a las heridas, ni reunisteis a las descarriadas; no buscasteis
a las que se habían perdido» (Ez 34,4). Este, y otros textos de Ezequiel (cfr.
33,6), nos sitúan en el verdadero plano de la obligación de la c. f.: no
sólo es de justicia, sino una obligación de amor a los demás, para
ayudarles a que encuentren al Señor. Nadie puede sustraerse a esta
obligación de amor, ni siquiera pensando en su poca experiencia, en su
escasa edad o en sus reducidos conocimientos; sería una infidelidad, una
falta contra la fraternidad humana. Así, la c. f. es una buena forma de
compartir las penas de los hermanos, de ayudarles con palabras de consuelo
y de estímulo cuando lo necesiten (cfr. Gal 6,2), y quien la hace recibirá
recompensas (cfr. lac 5,1920).
Por último, digamos que la c. f. es un medio de formación para quien
la practica, ya que el corregir a los demás ayuda a arrancar de nosotros
mismos los posibles hábitos que quizá descubrimos mejor y más claramente
cuando los vemos en el prójimo.
Orden y modo de hacer la corrección fraterna. La c. f. ha de hacerse
en secreto; y si esto no produjese ningún efecto, ha de comunicarse a las
personas que tengan alguna autoridad sobre el que está en pecado. Así, no
se perjudica la fama que toda persona merece y a la que tiene derecho. Si
el pecado o el mal que se desea corregir es ya público, o su publicidad es
inevitable, no es necesario mantener el secreto o el silencio. Lo mismo
puede decirse cuando el no hacer pública la c. f. produjera daño a
terceros o se violaran los derechos de la comunidad. En cuanto al modo, la
c. f. ha de hacerse siempre con caridad y con mansedumbre, claramente, con
humildad y dulzura. Nunca, con espíritu de venganza o con mala voluntad de
humillar al que ha caído en el error.
V. t.: CARIDAD III; FILIACIÓN DIVINA.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Sum.
Th. 22 q33; J. A. COSTELLO, Moral obligation of fraternal correction,
Washington 1949; U. NISIDEI, Correzione fraterna e superbia, Montegiorgio
1941; I. VIEUJEAN, L'autre toiméme, Tournai 1952; P. PALAZZINI, Correptio
fraterna, en Dictionarium morale et canonicum, 1, Roma 1962, 979981.
E. JULIA DíAZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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