(23 nov. 1700-19 mar. 1721. Juan Francisco Albani). N. en Urbino (23 jul.
1649) de noble familia, muy relacionada con los círculos pontificios, se
distinguió desde muy joven por sus extensos conocimientos de la cultura
clásica. Fue gobernador de Rieti, Sabina y Orbieto, habiendo sido antes,
desde los 28 años, prelado de Roma, ocupando el cargo de refendario de las
Signaturas; en 1683 fue en Roma, después de cesar como gobernador,
consultor de la S. Congr. Consistorial y en 1687 secretario de Breves.
Alejandro VIII le elevó a la dignidad cardenalicia en 1690, siendo
ordenado sacerdote pocos días antes de reunirse el cónclave que había de
elegir al sucesor de Inocencio XII. Su afabilidad y dotes diplomáticas,
junto con su indisimulable simpatía a la causa francesa en el panorama
internacional del momento, influido por el problema de la sucesión al
trono español, concurrieron de forma decisiva a su elección como
Pontífice.
De la amistad francesa al rompimiento con Felipe V. Tras la adopción
de una serie de medidas tendentes a elevar el nivel moral del clero romano
y a dotar de mayor eficacia a la burguesía pontificia (legislación contra
el absentismo episcopal y sacerdotal, abolición del derecho de asilo,
fiscalización de la vida administrativa de las parroquias, etc.), su
primer acto de gobierno, de gran alcance y relieve, fue el entusiasta
reconocimiento de Felipe V como rey de España. El curso posterior de los
acontecimientos de la guerra de Sucesión (v. SUCESIóN ESPAÑOLA, GUERRA DE)
hizo que el papa Albani se encontrase poco más tarde en una difícil
tesitura ante el triunfo de las tropas austriacas en Italia. Muy tirantes
ya las relaciones con el Imperio en los últimos años de Leopoldo 1 (v.),
el antagonismo entre la Santa Sede y dicha potencia alcanzó su vértice en
la expoliación realizada por las tropas de Eugenio de Saboya en los
Estados Pontificios y en la subsiguiente excomunión de aquéllas y su
caudillo por Clemente XI, que, en contra de un sector muy calificado de la
curia, declaró rotas las hostilidades con el sucesor de Leopoldo, José 1
(octubre 1708). El temor de la población romana ante el avance imperial
obligó al Papa a rectificar su primera decisión y a reconocer, más tarde,
al archiduque Carlos como rey de España; lo que entrañó inmediatamente,
por parte de Felipe V la ruptura de relaciones con su antiguo valedor
(1709). Pese a ello, sus contactos con la corte francesa permanecieron, en
líneas generales, inalterables, mostrándose en todo momento C. decidido
partidario de la política religiosa, de signo marcadamente antijansenista,
puesta en práctica por Luis XIV en los últimos años de su reinado. La
publicación de la bula Vineam Domini (15 jul. 1705) que restablecía en
todo su vigor el formulario de Alejandro VII; la condenación de Quesnel a
través del breve Universi Dominici gregis (13 jul. 1708), y, finalmente,
la promulgación de la célebre bula Unigenitus Dei Filius (8 sep. 1713),
constituyen un índice elocuente de ello (v. JANSENIO Y JANSENISMO). Pese a
su entendimiento ya destacado, con el monarca francés, el papa Albani no
logró impedir la difusión de las corrientes episcopalianas en el clero
galicano, que tendían a restar del poder papal toda primacía de
jurisdicción. Reacio a adoptar una solución de fuerza en el caso francés
por temor a un eventual cisma, C. decidió erradicar dichas doctrinas en
los miembros de la Misión de Utrecht, entre los que había tomado a
comienzos de siglo una considerable pujanza. La condenación del vicario
general, Pierre Codde (1704), aglutinaría en torno a él a la mayor parte
del clero misional holandés, dando así comienzo el cisma «de la vieja
Iglesia de Utrecht», prolongado hasta nuestros días.
Intervención en la política europea. Al igual que su predecesor
Inocencio XII durante los tratados de Westfalia, C. se esforzó por hacer
oír su voz ante los plenipotenciarios que consagraron en Utrecht un nuevo
orden europeo e internacional. Sin embargo, todas sus protestas (críticas
a Francia por su reconocimiento de una dinastía protestante en Inglaterra,
con el marginamiento consiguiente de los Estuardos; censuras al Imperio
por haber otorgado al elector de Prusia el título de rey, etc.), ante la
nueva situación internacional no encontrarían ningún eco en las
cancillerías. Por el contrario, la cesión a Saboya de Sicilia marcó el
comienzo de una tensa y áspera tradición diplomática entre dicho Estado y
el Pontificio a consecuencia, en aquellos momentos, de las pretensiones de
Víctor Amadeo II de usufructuar en su provecho el llamado privilegio de la
«monarquía siciliana», que excluía toda intervención del Pontífice en la
vida eclesiástica de la isla. Sólo la posterior entrega de Sicilia al
emperador Carlos VI puso término a la acalorada disputa en cuyo transcurso
el rey de Saboya había adoptado la decisión de extrañar del territorio
insular al gran número de sacerdotes que se habían negado a secundar su
política antipontificia.
La polémica de los ritos chinos. La postura seguida por C. desde los
inicios de su pontificado respecto a una de las controversias más famosas
de la época, cuyos ecos llenaban todos los ambientes religiosos, la
cuestión de los ritos chinos (v. CHINOS, RITOS), fue rectilínea, en pos
sobre todo de salvaguardar el principio de autoridad. Así, en 1704, el
Papa rechazó de forma oficial a los defensores y apologistas de los ritos,
al tiempo que un año después enviaba al Imperio manchú al prelado Tomás de
Tournon, con la misión de implantar en el clero misional as directrices
romanas. Carente de libertad el legado pontificio por impedírselo el
emperador Kang-Hi, partidario a ultranza de los jesuitas, los deseos del
Papa no alcanzaron las metas deseadas. En tal fracaso radica la causa
principal de la publicación (1715) de la const. Ex illa die, que obligaba
formalmente a aceptar la doctrina papal en torno al tema y ordenaba a los
defensores de los ritos chinos prestarle juramento de obediencia, lo que
suscitó una violenta réplica anticristiana del emperador manchú.
Clemente XI declaró de precepto la fiesta de la Inmaculada
Concepción (1708) y también extendió a toda la Iglesia la fiesta del
Rosario (1714), reguló la adoración de las cuarenta horas al Santísimo
Sacramento (1705) y, en los últimos años de su pontificado, dedicó la
mayor parte de su actividad a combatir las corrientes jansenistas que
habían vuelto a brotar en Francia a la muerte de Luis XIV.
BIBL.: L. J. ROGIER, Siécle des
lumiéres. Revolutions. Restaurations. Nouvelle histoire de 1'Église. IV,
París 1966 (fundamental); A. DE LA HERA, El regalismo borbónico en su
proyección indiana, Madrid 1963 (para el estudio de las relaciones con
España); J. BARREIRO ORTIZ, Vademecum histórico del Pontificado Romano,
Madrid 1943 (muy somero y positivista); J. CARREYRE, Unigenitus, en DTC XV
(excelente artículo).
J. M. CUENCA TORIBIO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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