CISMA DE ORIENTE.


La Iglesia oriental luchó ardientemente contra los primeros c. que se originaron en su seno asegurándose el apelativo de ortodoxa frente a las doctrinas heréticas o heterodoxas de los adversarios. La mayor parte de esos primeros c. eran consecuencia de las controversias cristológicas y de la no aceptación por algún grupo de obispos de las conclusiones de los concilios ecuménicos convocados para solucionarlas (V. ARRIO; NESTORIO; MONOFISISMO; MONOTELISMO; ÉFESO, CONCILIOS DE; CALCEDONIA, CONCILIO DE). Por otro lado, en esas controversias cristológicas no se puso en tela de juicio la fe de Oriente en el dogma del Primado del Romano Pontífice, como derivado del de S. Pedro, que permaneció firme en los nueve primeros siglos, a pesar de las esporádicas dificultades y discusiones, de carácter más disciplinar que doctrinal, que surgieron de cuando en cuando. Roces e incomprensiones, unidos a unas pretensiones de hegemonía por parte de la sede de Constantinopla (v.), acabaron llevando a la separación iniciada por Focio en el s. ix y consumada por Cerulario en el XI; la negación del Primado Romano habría de ser el gozne principal sobre el que girase esa separación y controversia. La ruptura entre Oriente y Occidente es un hecho histórico bastante complicado, debido a causas de muy diversos orden y aplicación, y que no se produjeron de modo repentino, sino después de una larga y psicológica ambientación que condujo por fin a la ruptura definitiva.
     
      1. El cisma de Focio. En el origen de la cuestión de Focio (v.) se mezclan muchas cuestiones, algunas de ellas de tipo claramente político. El Patriarca de Constantinopla, Ignacio, se mostraba intransigente en muchas cosas, sobre todo en lo relacionado con la reciente controversia de los iconoclastas (v.). Además no encontraba favor en la corte, que quería unos patriarcas sumisos a sus mandatos. En marzo del 856 era proclamado mayor de edad Miguel 111, aunque de hecho el poder efectivo estaba en manos de su tío, César Bardas. Ello significaba que la regente Teodora desaparecía de la escena política de Constantinopla. El patriarca Ignacio no podía mantenerse neutral entre el partido de Teodora y el de Bardas. Personalmente no parecía oponerse a este último, pero no podía tolerar la relajación de costumbres del nuevo Emperador, ni ocultar sus simpatías por la Emperatriz, que se había manifestado decididamente en favor de la ortodoXIa y del culto de las imágenes en la controversia iconoclasta. Bardas, por su parte, apoyaba los extremos del joven Emperador, y tras un escándalo de éste, vio cómo Ignacio le negaba públicamente la Comunión el día de la Epifanía del 858. Desde entonces comenzó a tramar la destitución del patriarca. La Emperatriz y una hija suya fueron relegadas a un convento; luego le tocó el turno al patriarca Ignacio, al que Bardas complicó en un complot imaginario, privándole de su sede patriarcal y relegándole también a un monasterio de la isla de Terebinto. El pueblo manifestó su indignación por medida tan arbitraria; no así algunos obispos que vieron con buenos ojos tal medida, sobre todo los simpatizantes de Gregorio Asbesta, excomulgado por Ignacio y por el papa Benedicto 111. Se designaba para el Patriarcado al presidente de la Cancillería imperial, Focio. A Ignacio se le eXIgía que presentara su dimisión, a lo que se negó rotundamente. Focio no era eclesiástico, y hubo de recibir en seis días consecutivos todas las órdenes sagradas, desde la tonsura hasta la consagración episcopal; y las recibió, precisamente, de manos del mismo Gregorio Asbesta. Parece, sin embargo, que Focio era extraño a todas las aventuras escandalosas de Miguel III y de Bardas, y que no intervino personalmente en contra de Ignaciq, aunque se hubiera hecho consagrar por Asbesta. Tampoco puso impedimento alguno para aceptar el cargo, a pesar de que era laico. En contra suya estaba la legislación canónica que prohibía la elevación de un laico a la dignidad patriarcal. Todavía se daba una circunstancia peor: que la sede patriarcal no estaba vacante, pues Ignacio, irregularmente depuesto, se había negado a presentar la dimisión.
     
      Entonces los partidarios de Ignacio se reunieron en concilio particular y proclamaron nula la elección de Focio. El gobierno reaccionó tomando represalias contra ellos, y empeorando la situación de Ignacio, que fue llevado prisionero a la ciudad de Mitilene. Focio obraba también por su parte, y en concilio reunido en la primavera del 859, deponía jurídicamente a Ignacio y a muchos de sus partidarios. Esta imprevista oposición de los partidarios de Ignacio aconsejó a Focio elevar recurso a Roma para el reconocimiento pacífico de su elección. Señal de que la reconocía como primera sede, hecho éste muy importante ante su futura rebelión.
     
      En Roma se leyeron con reparos las cartas enviadas por Focio y por el Emperador; esta última solicitaba el envío de unos legados pontificios para el concilio que pensaba convocar, a fin de formular mejor la doctrina en torno al culto de las imágenes. Para Nicolás 1 (v.)no pasó inadvertida la irregularidad de la elección después de la deposición de Ignacio. Decidió entonces ganar tiempo y retrasar la carta pedida sobre la comunión de Focio, hasta que sus legados hubieran constatado la objetividad de todos los hechos. Los legados, Rodoaldo obispo de Porto y Zacarías de Anagni, llevaron cartas del Papa para Focio y para el Emperador. En ésta se le reprochaba la deposición de Ignacio, y se alegaban otras causas sobre la invalidez de la elección de Focio, como la de la promoción de un laico a la sede patriarcal. Se alargaba luego en la exposición de los motivos que le inducían a no aprobar la elección, y añadía que esperaba dar su decisión última tan pronto como le hubieran informado sus legados. Éstos llegaron a Constantinopla hacia la Navidad del 860; el sínodo proyectado por el Emperador se convocaba para la Pascua del 861. A las sesiones del sínodo acudió Ignacio y defendió sus derechos patriarcales contra Focio y sus secuaces. Pero el sínodo no le siguió sino que lo depuso, decisión que acataron los legados del Papa. En Roma no se pensó del mismo modo. Por el examen detenido de la documentación enviada se vio que el procedimiento seguido había sido irregular y que los legados habían sobrepasado su competencia. Roma insistía en sus anteriores razones en contra de la elección. En resumen, se tenía a Focio como un intruso, y a Ignacio como el legítimo Patriarca. A comienzos del 863 el propio Papa convocaba un sínodo en Roma que estudiara el caso de Focio. La asamblea romana condensó en cinco puntos sus decisiones definitivas:
     
      1) Focio quedaba depuesto y privado de su dignidad patriarcal por haber sido promovido siendo todavía laico, por haber sido consagrado por Asbesta, y por haber maltratado a Ignacio y corrompido a los legados romanos. Si no se restituía a Ignacio a su sede, quedaría excomulgado. 2) En cuanto a Asbesta, quedaba depuesto, y si continuaba en sus intrigas contra Ignacio, sería también excomulgado. 3) Cuantos hubieran sido nombrados por Focio para alguna dignidad, quedaban exonerados de todo oficio eclesiástico; 4) Ignacio quedaba reintegrado en su dignidad y en su cargo, porque ni Focio, ni el Emperador, ni todos sus partidarios, tenían autoridad para juzgar a un Patriarca. 5) Todos los obispos desterrados por ser partidarios de Ignacio deberían ser reintegrados a sus puestos. Cuantos no quisieran obedecer estos mandatos, quedarían excomulgados.
     
      La decisión romana, que debió llegar a Constantinopla a fines del 863 o en el 864, causó un nuevo resentimiento, porque la Iglesia occidental se entrometía así en los asuntos de la Iglesia bizantina. Focio prefirió callar. Miguel 111 contestó al Papa con una carta, cuyo original no se conserva, pero que por la respuesta de la de Roma, debió ser bastante ofensiva e irrespetuosa. Nicolás I respondió rebatiendo todas las afirmaciones del Emperador. Terminaba concretando cuáles eran los derechos de la Santa Sede, que no provenían por cierto de los hombres, ni de la importancia política, sino sólo de Dios. Si la Santa Sede se interesaba por el caso de Ignacio, era porque, en virtud del mandato divino, tenía la obligación de vigilar también a la Iglesia de Constantinopla. Pero, como signo de buena voluntad, permitiría que se discutiera de nuevo el caso, a condición de que los dos juzgados, Focio e Ignacio, o sus representantes si aquéllos estuvieran impedidos, se presentaran en Roma ante el Papa. En cuanto a la condenación de Asbesta y sus partidarios, debería tenerse como definitiva.
     
      Esta carta del Papa quedó sin respuesta porque contenía algunas ideas que no agradaban a la mentalidad bizantina. A pesar de todo, quizá estas divergencias no hubieran irritado el resentimiento oriental si no hubiera venido a empeorar una vez más las relaciones entre Constantinopla y Roma el asunto de Bulgaria, cuya jurisdicción se disputaban ambos Patriarcados (v. BULGARIA V). Focio, disgustado por el hecho de haber sido expulsados de Bulgaria los misioneros bizantinos rompió el silencio en que estaba sumido, y envió una encíclica a los demás Patriarcas orientales, en la que lanzaba las más graves acusaciones contra la Iglesia de Roma y contra el Papa. Invitaba además a todos los obispos a participar en un concilio convocado en Constantinopla para el verano del 867. En él se rechazaron los nuevos usos introducidos por los latinos en Bulgaria, y se juzgó y condenó al propio Nicolás I, dando contra él una sentencia de deposición, cuya ejecución se encomendó al emperador franco Luis II, al cual le sería reconocido el título imperial si ejecutaba la sentencia. La ruptura era ya total entre Focio y Roma o, si queremos mejor, entre Bizancio y Roma.
     
      Nicolás I ordenó un estudio teológico en Occidente contra todas estas imputaciones, pero no pudo conocer su resultado, pues moría el 13 nov. 867. Tampoco Focio podría seguir disfrutando mucho tiempo de sus éXItos iniciales: en la noche del 23 de septiembre caía asesinado Miguel III por la guardia de Basilio el Macedonio que, acto seguido, era proclamado nuevo Emperador. Decidió llevar con Roma una política totalmente opuesta a la anterior. Focio fue detenido y relegado en un monasterio. No quedaba más que la restitución de Ignacio, que tomaba efectivamente solemne posesión de su sede el 23 de noviembre. Los nuevos acontecimientos los recibía con agrado en Roma Adriano II. El Papa insistía en que Focio debería ser condenado oficialmente. Un sínodo celebrado en Roma el 869 consideró al anterior concilio fociano como un nuevo «latrocinio de Efeso», anulando totalmente sus decisiones y decretos. La misma suerte se deparaba a los concilios focianos anteriores al 859. Por su parte el Papa convocaba un nuevo concilio, que había de ser el IV de Constantinopla (v.) y VIII ecuménico, celebrado del 5 oct. 869 al 28 feb. 870. Focio fue condenado una vez más y desterrado.
     
      La paz restablecida no duraría mucho, pues había otros problemas pendientes entre Constantinopla y Roma, sobre todo la cuestión búlgara, en la que el patriarca Ignacio sostenía, como antes lo había hecho Focio, los derechos de Constantinopla contra Roma. Por esta postura contra el Papa, Ignacio fue excomulgado, pero no llegó a conocer el decreto de excomunión, pues moría antes de que los legados llegaran a Constantinopla. estos arribaron en el 878, y se encontraron ya con la sorpresa de que precisamente Focio había sido el designado para sustituir al fallecido Ignacio.
     
      No había cedido el partido de Focio, a pesar de las excomuniones, y, al morir Ignacio, el emperador Basilio, por bien de la paz en sus estados, juzgó que el mejor sucesor de Ignacio sería precisamente Focio. Desde cinco años antes (873) se le había levantado la pena de destierro y confiado incluso la educación de los hijos del Emperador. En el 876 se había conseguido la reconciliación entre los dos partidos en lucha, por lo que el nombramiento de Focio no resultaría tan llamativo. F. Dvornik presupone incluso que Focio había sido nombrado coadjutor de Ignacio con derecho a sucesión en el Patriarcado. Al morir Ignacio, Focio ocupó nuevamente la sede patriarcal. Fue informado el Papa por el Emperador y por sus legados. Se aceptó la designación, aunque imponiendo determinadas condiciones a Focio. Se reunió en Constantinopla un nuevo concilio, presidido ahora por el mismo Focio, con la asistencia de los legados pontificios. El concilio se clausuraba con un triunfo completo de Focio, y con una neta prevalencia del punto de vista oriental en materias disciplinares. El Papa reconocía al fin las actas del concilio, aprobando lo relativo a Focio, pero no cuanto los legados hubieran hecho o permitido contra los derechos de la Santa Sede. La misma aceptación de Focio como Patriarca se daba como una condescendencia de la Sede Apostólica con Bizancio.
     
      Una buena mayoría de autores católicos habla de una segunda excomunión de Focio, a partir del 881. Lo que supondría un nuevo c. Ciertamente, de estos ulteriores actos del papa Juan VIII no hay noticias seguras. Se habla de diversos sínodos, y del envío de varios legados pontificios con aprobaciones contrarias. Esta segunda excomunión no puede probarse con datos históricos. Unos historiadores, como Hergenróther, la dan como cierta; y otros, como Amann y Dvornik, la niegan (cfr. F. Dvorñik, Lo scisma di Fozio, Roma 1953; V. Grumel, Y eut-il un second schisme de Photius?, «Rev. des Sciences Philosofiques et Théologiques», 1933, 32 ss.). Parece que la inexistencia de esta segunda excomunión ha de tenerse como definitiva. Lo que no quiere decir que Focio no volviera a caer en desgracia; hecho que aconteció en tiempos del sucesor e hijo de Basilio, el nuevo emperador León VI, que en el 886 se indisponía con el partido moderado al que pertenecía el mismo Focio, quien por esa razón fue acusado como reo de alta traición, obligado a abdicar y relegado nuevamente al destierro, donde le quedó tiempo suficiente para pensar y escribir su célebre Mistagogia del Espíritu Santo, en la que niega la procesión bivalente de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
     
      Vivió en la más absoluta soledad, hasta el punto de que su muerte pasó desapercibida en la misma Constantinopla, donde tanto influjo había ejercido.
     
      2. El cisma de Cerulario. Casi dos siglos más tarde se consumaría la separación iniciada en tiempos de Focio. El patriarca Miguel Cerulario (v.) se había manifestado decidido adversario de los latinos. En connivencia con otros de sus mismas ideas, en concreto con León de Achrida, lanzó una calculada campaña contra las costumbres y los usos latinos, y ordenó el cierre de todas las iglesias latinas existentes en Constantinopla, bajo el pretexto de que la Eucaristía se celebraba con pan ázimo.
     
      Roma reaccionó rápidamente contra esta medida arbitraria del Patriarca, y se redactó una primera carta con la finalidad de demostrar la verdad dogmática del Primado Romano a la luz de la Tradición y de la Escritura. Antes de su expedición, llegaba a Roma otra carta del mismo Cerulario, escrita sin duda bajo presiones del Emperador, con una impronta necesariamente política. Exhortaba a la paz, en un tono significativo de igualdad y sin alusiones al tema de los ázimos ni a la persecución contra los latinos. Se le respondió en tono cortés, alabando los ideales de paz, pero resaltando que esa paz sería imposible con aquellos que se obstinaban en el error. Se le pedía, por tanto, alguna señal de arrepentimiento. No sabemos si las cartas llegadas de Constantinopla insinuaban el envío de una embajada, que buscara una solución eficaz. Al menos la idea era tan natural, que se le pudo ocurrir al Papa y a sus colaboradores más directos. La embajada iría presidida por el card. Humberto, que tenía un influjo grande en la Iglesia latina. Era hombre de innegable erudición teológica, patrística y canónica, con amplios conocimientos del griego y de los griegos, ocurrente y fecundo. Al mismo tiempo impetuoso y vehemente, y un tanto imprudente en sus decisiones o manifestaciones. No era, por tanto, en razón de este carácter, el hombre más apropiado para una misión que eXIgía el mayor tacto y delicadeza. Pero la elección quedaba hecha. Entre los documentos que llevaba el cardenal iba uno, firmado por el Papa, de excomunión contra el Patriarca si éste no se enmendaba. Contra Cerulario se expresaban importantes recriminaciones; la carta dirigida al Emperador, en términos más conciliadores y políticos, se quejaba amargamente contra las medidas tomadas por Cerulario contra el uso de los ázimos, e indicaba las razones que de hecho y de derecho militaban contra esa arbitraria condenación. Esperaba el Papa que la misión de sus legados dejara las cosas en paz.
     
      Tardaron en celebrarse las primeras entrevistas por razones de susceptibilidades en las precedencias. Por otra parte, el papa León IX fallecía el 13 de abril, y el Patriarca decidió ir dando largas al asunto llevado por los legados. Éstos a su vez quedaban en una situación comprometida, pues había desaparecido su mandatario. Entretanto, el card. Humberto emprendió una polémica sobre los ázimos con el monje del Studion Nicetas Sthetatos. Éste publicó un folleto sobre el tema y otros puntos, que el cardenal se apresuró a refutar con gran erudición, en un documento donde no faltaban expresiones hirientes. Recordemos algunas: «más bestia que burro, Nicetas es más un Epicuro que un monje: su puesto no debe estar en un monasterio, sino en un circo o en un lupanar». Estas y otras expresiones por el estilo, que omitimos, terminan con una sentencia de excomunión. Se dice que Nicetas se arrepintió, reconoció la doctrina de Humberto y se hizo gran amigo suyo.
     
      En cambio, era notoria la obstinación del Patriarca a no entrevistarse con los legados pontificios. Humberto no podía prolongar más su estancia en Constantinopla y decidió excomulgar a Cerulario si éste no se retractaba. Y el sábado 16 jul. 1054, a la hora de Tercia, cuando iba a comenzar el oficio litúrgico, ante todo el pueblo reunido, se adelantó hasta el altar de Santa Sofía, y depositó sobre él el decreto de excomunión contra el Patriarca rebelde y sus partidarios. El documento tiene frases muy fuertes contra el Patriarca y los suyos; después de enumerar algunos errores doctrinales, prosigue así: «...lo mismo que los simoníacos él y sus partidarios venden el don de Dios; como los valesianos, practican la castración y dejan que los eunucos lleguen hasta la clericatura y aun hasta el episcopado; como los arrianos, rebautizan, en particular a los latinos; como los donatistas, afirman que la Iglesia de Cristo ha desaparecido fuera de la Iglesia griega; como los nicolaítas, admiten el matrimonio de los sacerdotes; como los pneumatómacos, han desgajado del Símbolo la procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo; como los maniqueos, declaran, entre otras cosas, que el pan fermentado tiene un alma; como los nazareos, dan mucha importancia a cuestiones de pureza exterior, rehusando bautizar a los infantes aun en peligro de muerte, antes de que hayan cumplido los ocho días de su nacimiento; rehusando la comunión y aun el Bautismo a las mujeres parturientas o en el momento de sus reglas, aun en caso de muerte, y además no admiten a la Comunión a los que se afeitan la barba según la costumbre de la Iglesia romana». Y al final pronuncia el veredicto de excomunión: «que sean anathema maranatha con los simoníacos, valesianos, arrianos, \donatistas, nicolaítas, severianos, pneumatómacos, mantqueos, nazareos y todos los herejes, mejor, con el diablo y sus ángeles caídos, si es que no vienen por fin a demostrar su arrepentimiento. Amén. Amén. Amén».
     
      Estas expresiones tan duras, y sobre todo el hecho mismo de la excomunión, suscitaron fuerte reacción. Enterado Cerulario del texto de excomunión, era ahora él quien citaba a los legados papales para demandarles razón de su proceder. Sería en vano, pues éstos se habían apresurado a abandonar inmediatamente la capital. Pero se quiso dar carácter oficial a la protesta, y el domingo siguiente, 24 de julio, se reunía el sínodo patriarcal con una docena de metropolitas y dos arzobispos bajo la presidencia de Cerulario. Se dictó un edicto sinodal que condenaba a su vez toda la actuación de los legados romanos. Se condenaba, no a la Santa Sede precisamente, sino al cardenal y a su embajada, poniendo ya en tela de juicio los títulos jurídicos de su nombramiento. Quizá fuera un medio sagaz de dejar las puertas abiertas para una ulterior negociación con Roma. De todo ello pasaba información a los demás Patriarcas, pues había sido toda la Iglesia Oriental la que había quedado humillada. En el documento volvían a aparecer todas las consabidas acusaciones contra los latinos.
     
      ¿Qué valor jurídico tenía la excomunión lanzada contra Cerulario por el cardenal? Ciertamente, los legados llevaban órdenes de excomunión si el Patriarca no se retractaba. Si bien la excomunión, como tal, fue redactada por el cardenal ya en Constantinopla, por este lado sería ciertamente válida. Pero surge otro problema, la excomunión tuvo lugar el 16 de julio, y el Papa había fallecido el 13 de abril. ¿Sería para entonces válida jurídicamente la potestad del legado? A primera vista parece que no. Al menos la solución por uno u otro extremo queda dudosa, según los estudios de los peritos. Ahí queda la interrogación, pues hay sentencias por ambos sentidos. (cfr. A. Hermann, I Legati di Leone IX nel 1054 a Constantinopoli erano autorizzati a scommunicare il Patriarca Michele Cerulario? «Orientalia Christiana Periodica», 1942, 209-218).
     
      En todo caso, el proceder impetuoso del cardenal, que hubiera debido limitarse a la condenación del Patriarca solo, y quizá de León de Achrida por sus errores, envolvió en la excomunión, con palabras tan duras, al mismo pueblo bizantino. Un acto infeliz en verdad, que en lugar de apaciguar los ánimos de los orientales, los excitó, facilitando así tal vez el que se acabara llegando a la ruptura. Ciertamente, el arma de la excomunión no obtuvo el resultado previsto, sino muy al contrario, se plasmó en desunión oficial y real de la cristiandad. La excomunión alcanzaba de hecho tan sólo a Cerulario, o a lo más, si queremos, al Patriarcado de Constantinopla, pero no al resto de la Iglesia Oriental. Por su parte Cerulario, con sendas cartas, intentó arrastrar a su partido a los otros Patriarcas de Antioquía, Alejandría y Jerusalén, que con el tiempo siguieron la actitud del de Constantinopla. Enemistad que se agravaría aún más entre Oriente y Occidente en tiempo y por causa de las Cruzadas (v.).
     
      Tras 10 siglos de excomunión se llegó, el 7 dic. 1965, día de la clausura oficial del conc. Vaticano II, a la cancelación definitiva de las dos excomuniones, como gesto simbólico que sirviera para facilitar un diálogo ecuménico que fuera preparando el camino para una vuelta a la comunión. El papa Paulo VI y el patriarca Atenágoras 1 (v.) en una declaración conjunta leída simultáneamente en Roma y Constantinopla declaran: «a) dolerse de las palabras ofensivas, de reproches sin fundamento, y hechos deplorables, que, de una y de la otra parte, han señalado o acompañado los tristes acontecimientos de aquel tiempo; b) dolerse asimismo y borrar de la memoria y de en medio de la Iglesia las sentencias de excomunión que los siguieron, cuyo recuerdo actúa hasta nuestros días como un obstáculo al acercamiento en la caridad, y sepultarlos en el olvido; c) deplorar en fin los tristes precedentes y los acontecimientos sucesivos que, bajo el influjo de factores diversos, entre ellos la incomprensión mutua y la desconfianza, condujeron, finalmente, a la ruptura definitiva de la comunión eclesiástica».
     
      V. t.: I, IV; CERULARIO, MIGUEL; FOCIO; IGLESIA, HISTORIA DE LA; CONSTANTINOPLA III.
     
     

BIBL.: K. ALGERMISSEN, Iglesia católica y confesiones cristianas, Madrid 1964, 590-618; A. EHRHARD-W. NEUSS, Historia de la Iglesia, III, Madrid 1961, 97 ss., 166 ss.; A. SANTOS HERNÁNDEZ, Iglesias de Oriente. II. Repertorio bibliográfico, Santander 1963, 36-40; J. HERGENRSTHER, Photius Patriarch con Konstantinopel, sein Leben, seine Schriften und das griechische Schisma, I-III, Ratisbona 1867-69; E. AMANN, Photius, en DTC 12,1536-1604; F. D-VORNIK, Le Schisme de Photius, París 1950; E. AMANN, Michel Cérulaire, en DTC 10,1677-1705; A. MICHEL, Humbert und kerullarios, 2 vol. Paderborn 1924-30; M. JUGIE, Le schisme byzantin, París 1941; ID, Il Patriarcato di Constantinopoli, en Enciclopedie Cattolica, IV, Ciudad del Vaticano, 1950, 732-745; V. GAMBROSO, L'abbracio Ira le chiese d'Oriente e d'Occidente, Padua 1968; P. KIZERIDES, Il dialogo tra le chiese Ortodossa e Cattolica dal 1920 fino all'abolizione delle reciproche scomuniche, Roma 1966; F. DVORNIK, Bizancio y el Primado Romano, Bilbao 1968.

 

A. SANTOS HERNÁNDEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991