CIPRIANO DE CARTAGO, SAN


N. ca. 210, m. 258, es uno de los primeros Padres de la Iglesia en Occidente; caritativo, enérgico, prudente, dejó ejemplo perenne de buen pastor y fiel gobernante. Su amplia obra escrita siguió teniendo gran difusión después del martirio con el que confirmó su fe y virtud.
     
      1. Vida. Cecilio Cipriano, Tascio de sobrenombre, fue natural del África proconsular. No hay dato positivo que avale si nació en la misma Cartago, pero la Vita de Poncio y la carta 81 (1,1) de Cipriano inducen a suponerlo, puesto que hablan de su casa y jardines de Cartago, sin aludir a una adquisición reciente. Aquí además ejerció su profesión de rétor antes de su conversión (S. Jerónimo, Comm. in Ion 3,6). No se conoce la fecha de su nacimiento; parece que no llegó a conocer a Tertuliano (v.), m. ca. 220; se sabe en cambio la de su muerte por las Acta Proconsularia, que son fuente segura para las circunstancias de su martirio. Otra fuente biográfica es la Vita Cypriani, que S. Jerónimo atribuye (De viris illustribus, 68) a Pontius (Poncio), diácono de C.; usada con ponderación es valiosa, particularmente para conocimiento del destierro, martirio y muerte (cfr. P. Monceaux, o. c. en Bibl., p. 194). Fuente indirecta, y de gran valor histórico, son las 81 cartas de C., que dan hechos de la historia contemporánea y de su actividad episcopal. Fuentes indirectas, pero estimables, son: Lactancio (Inst. diu. 5,1), S. Jerónimo (Vir. ill. 67; ep. 5), varios sermones de S. Agustín (Doctr. Christ. 18,19;Uno bapt. contr. Pet. 4; In nat. Cypr.), Casiodoro (Inst. diu. et saec. 19).La persona. Su educación, como hijo de familia pagana y pudiente de la burguesía ciudadana, se desarrolló según el ciclo de los estudios superiores de la época (S. Jerón. Vir. ill. 67; Lact. Inst. diu. 1,24), y después ejerció las funciones de abogado en Cartago (Cipr., Ad Don. 2). La conducta precristiana de C. respondió a su categoría social y a las costumbres que le eran anejas. Pagó tributo a las comodidades de la fortuna, a los placeres y a los honores (Vit. Cypr. 2). En medio de sus tareas magisteriales y del Foro, disgustada su recta conciencia ante la inmoralidad pública y privada, y ciertamente movida por la gracia divina, al contemplar las virtudes de los cristianos, sintióse atraído al cristianismo. En el opúsculo Ad Donatum (cap. 6-16) describe C. todo el proceso de su transformación interior. El maestro y guía espiritual que dirigió su preparación a la fe fue el presbítero Cecilio de su misma edad y de quien tomó el nombre, conforme a la costumbre romana para el adoptado. La gracia obró en el converso pronta y eficazmente. El antiguo rétor dio un giro completo a su vida; y sobre todo, se propuso adquirir dos virtudes, como contrapeso a su conducta anterior, la caridad y la castidad; hizo voto de continencia con admiración de los cartagineses (Vit. Cypr. 2), y distribuyó entre los pobres el precio de sus bienes. Y aún practicó otra mutación más difícil de lograr: renunció a la literatura profana que había enseñado. No cita en sus escritos a ninguno de sus antiguos maestros paganos. Su bautismo abrió una época de regeneración, que hizo de él un hombre nuevo; no sabemos su fecha, pero sí nos dice él mismo (Ep. 7,1) que fue bautizado en Cartago, y debió ser ca. 245-246. Poco después de su bautismo escribió el opúsculo Los ídolos no son dioses, y el citado Ad Donatum. Aunque neófito, por el gran ascendiente que le merecieron sus virtudes, austeridad y obras de caridad, fue creado presbítero, sin guardar en su caso la disciplina de S. Pablo (1 Tim 3,6). Por este tiempo, hacia el 247-48, escribe el De Testimoniis en tres libros. Al año siguiente murió el obispo Donato de Cartago, y fue elegido C. para reemplazarle «por el juicio de Dios y con el aplauso del pueblo» (Vit. Cypr. 5). Pero en la elección encontró la oposición de cinco presbíteros, que más tarde le declararían viva hostilidad con peligro de cisma.
     
      Su episcopado. Esta segunda fase de su vida es más conocida que la anterior, por las fuentes citadas. Dentro de la intensa actividad del obispo de Cartago tres problemas ocupan preferentemente su tiempo y atención: los lapsi o apóstatas en la persecución, el cisma de Felicísimo y el bautismo de los herejes. Para una mejor comprensión ha de considerarse la posición preeminente de esta Sede a mediados del S. III, la primera de África, y su gran influencia moral y doctrinal en la Cristiandad occidental.
     
      Apenas llevaba C. un año de episcopado, cuando el emperador Decio decretó a principios de 249 una persecución contra los cristianos, de la que fueron víctimas el obispo de Roma, Fabiano, y otros obispos de Oriente; lo hubiera sido también el de Cartago, de no haberse sustraído al furor popular que gritaba «Cipriano a los leones», escondiéndose. No todos aprobaron esta fuga de C.; el clero de Roma no lo vio bien, y así se lo dio a entender en una carta eclesial (Ep. 8). C., por su parte, creyó deber justificarse en otra de respuesta a la Iglesia de Roma (Ep. 20). Cuando el Santo volvió a su sede al cabo de 15 meses de ausencia, lo primero que se ofreció a su prudencia fue la grave cuestión de los apóstatas durante la persecución deciana (V. LAPSOS, CONTROVERSIAS DE LOS). C. se propuso, como norma fija y criterio, demorar una solución definitiva hasta que cesara la persecución y pudiera reunirse el concilio que discerniría según los casos; pero entretanto debían cumplir los lapsi la penitencia establecida (Eps. 15,1-2; 3-4; 17,1.3; 19,1-2; 26; 35) (V. t. NOVACIANO Y NOVACIANISMO).
     
      La otra cuestión, la del cisma, asomó ya durante su retirada y fuga. Aún no había vuelto a su Iglesia, cuando promovieron el peligro de cisma dos ambiciosos hostiles al obispo, Novato y Felicísimo, junto con los cinco presbíteros que vieron con malos ojos su consagración episcopal (Eps. 43,1-2; 45,4; 59,12). En vista de la insolencia de esos revoltosos y para precaver otros males, tuvo que excomulgar a los cismáticos por medio de los obispos administradores de su Iglesia, Caldonio y Herculano. Por este tiempo escribió los tratados, De unitate Catholicae Ecclesiae, y De lapsis, con miras al concilio del 251. Durante la peste que afligió al Imperio del 252 al 254, desarrolló C. entre cristianos y paganos una caridad organizada eficazmente, y por entonces escribió el precioso opúsculo De oratione Dominica, como exhortación a la confianza en el Padre celestial, y el Ad Demetrianum, para defender a los cristianos de las falsas acusaciones de los paganos. De este tiempo es también el De mortalitate, escrito para animar a los cristianos acobardados por la epidemia, y le siguió el De opere et eleemosyna para mostrar la belleza de la caridad.
     
      En el a. 254, después del martirio del papa Lucio, sube a la Sede de Roma Esteban, con quien debatirá C. la validez del bautismo de los herejes (v. REBAUTIZANTES, CONTROVERSIA DE LOS). Por consulta que le hacen, interviene el de Cartago en el asunto de Basílides y Marcial, obispos libeláticos de la Hispania (Ep. 67). A principios del 256 y con motivo de la controversia del rebautismo, escribió el De bono patientiae (Ep. 73,26,2). La discusión con el obispo de Roma llegaba a su punto álgido con peligro de ruptura, cuando vino a calmar la tempestad el martirio de Esteban en la persecución de Valeriano el 2 de ag. del 257. No consta que se retractase C. de su error de buena fe, aunque pudo suceder (S. Agust. Bapt. 2,4). La Iglesia de África renunció a la práctica de rebautizar en el conc. de Arles del 314.
     
      Martirio y muerte. Después del concilio de otoño de 256, escribe el tratado De zelo et livore, motivado acaso por la malquerencia de los cismáticos de Roma y Cartago, pues a ellos parece aludir en el cap. 6. Al año siguiente, Valeriano promulga su primer edicto contra las reuniones de los cristianos, ordenando a los obispos, presbíteros y diáconos que tomen parte en el culto oficial. C., que por su posición relevante no podía pasar inadvertido a los ministros imperiales, fue detenido por orden del procónsul Aspasio Paterno, sometido a interrogatorio judicial, cuyos términos pueden leerse en las Acta Proconsularia, y desterrado a Cúrubis, a pocas leguas de Cartago, en la orilla del mar, adonde le acompañó su diácono Poncio. Durante este destierro escribió el De exhortatione martyrii. Al acabar el año del eXIlio fue reclamado por el nuevo procónsul Galerio MáXImo. Pero C. consideraba que un obispo debe morir en sede, y por eso no quiso presentarse en Utica, donde estaba el procónsul. Entretanto escribió su última carta (Ep. 81) a presbíteros, diáconos y fieles, emocionante como un adiós definitivo. Detenido el 13 sept. por dos oficiales del procónsul y conducido a Sexti, en las afueras de Cartago, compareció al día siguiente ante el tribunal de Galerio en el Atrium Sauciolum, que le sometió a nuevo interrogatorio: «¿Eres tú Tascio Cipriano? -Lo soy-. ¿Eres el papa de la secta sacrílega? -Lo soy-. Los sacratísimos emperadores te ordenan que sacrifiques. -Yo no lo hago. RefleXIona. -Haz lo que se te ordena. En cosa tan justa no hay lugar- a refleXIonar». Galerio pronunció entonces con pena su sentencia: «Tascio Cipriano es condenado a morir decapitado». El santo replicó con serenidad: «Bendito sea Dios». En seguida se dirigió, escoltado por soldados, al lugar de la ejecución. Al llegar el verdugo, hizo entrega a éste de 25 piezas de oro. El verdugo temblaba, y no podía empuñar la espada con firmeza. Al fin, animado por el mismo mártir, hizo un esfuerzo y derribó de un golpe mortal a la ilustre víctima. Era el 14 sept. 258. La Iglesia celebra su fiesta el 16 de septiembre.
     
      Veneración y culto. Los documentos martirológicos, Acta y Vita (16 y 18), atestiguan la honda impresión que produjo su muerte en toda el África cristiana. Luego fue inscrito su nombre en el calendario ferial de la iglesia de Cartago, para celebrar su fiesta aniversaria. Su culto se hizo popular, máXIme en Cartago, donde se celebraban las Cypriana anuales, venerando su tumba y el lugar de su martirio (Acta MaXImil. 3; S. Agust. Sermo, 310,2; 311,5). El mismo S. Agustín (v.) pronunció tres sermones en su fiesta martirial (Serm. 311-313). En Roma figura su nombre en el Calendario desde 354, y va asociado su culto al del papa Cornelio, pues en el sepulcro de éste de las Catacumbas se hallaron pinturas de dos obispos con los nombres de Cornelio y Cipriano. En la Hispania occidental se propagó su veneración y culto en la literatura y en la liturgia desde el S. IV. Prudencio le dedicó un himno en Perit. 13,1-95. La Iglesia romana lo incluyó en el canon de la Misa.
     
      2. Obras de S. Cipriano: Tratados. Tres catálogos antiguos nos dan las obras auténticas de C.: el de la Vita de Pontius (cap. 7), con 11 tratados; el de Cheltenham, redactado en el 359, que añade el De Testimoniis y 34 cartas; y el sermón de S. Agustín, De natal¡ Cypriani (ed.. por G. Morin en 1914), con un nuevo opúsculo, Quod idola d¡¡ non sint, resultando así 13 tratados, admitidos como auténticos: 1) Quod idola d¡¡ non sint (Los ídolos no son dioses). 2) De Testimoniis libri tres (Tres libros de Testimonios). 3) Ad Donatum (A Donato). 4) De habitu Virginum (Del comportamiento de las Vírgenes). 5) De Catholicae Ecclesiae unitate (De la unidad de la Iglesia Católica). 6) De lapsis (De los apóstatas). 7) De oratione Dominica (Del Padrenuestro). 8) De opere et eleemosynis (De las obras buenas y la limosna). 9) De mortalitate (De la peste). 10) Ad Demetrianum (A Demetriano). 11) De bono patientiae (De los bienes de la paciencia). 12) De zelo et liuore (De los celos y de la envidia). 13) Ad Fortunatum de exhortatione martyrii (Exhortación al martirio a Fortunato).
     
      Colección epistolar. En sus cartas es donde se refleja más plenamente la actividad pastoral de C.; es la parte más viva de sus escritos. Este Corpus, tal como lo conocemos hoy, abarca 81 piezas, que ofrecen la nota común de que ninguna trata de asuntos privados, sino son como instrumentos de carácter oficial, cuyas copias se preocupó de archivar el mismo autor. De ahí que se hayan conservado la mayoría de ellas, aunque sólo el manuscrito Taurinensis contiene las 81. Tres series pueden distinguirse: una de seis cartas sinodales, provenientes de los concilios celebrados en tiempo de C. (Eps. 57; 61; 64; 67; 70; 72); otra de 16 cartas de contemporáneos del Santo; y otra de 59 piezas, procedentes de la mano de C. Este Corpus es de innegable valor histórico, porque en él se recogen sucesos de la sociedad, de la vida cristiana,de la liturgia e instituciones de la Iglesia a mediados del S. III.
     
      Apócrifos. En los manuscritos de las obras de C. aparecen muchos escritos polémicos en pro o en contra de sus ideas, que la crítica ha descartado de la paternidad de C., por no figurar en los catálogos antiguos, ya citados. Sus títulos son: De Pascha Computus; Exhortatio ad paenitentiam; De spectaculis; De bono pudicitiae; Ad Nouatianum; De rebaptismate; De aleatoribus; De laude martyrii; De duobus montibus Sina et Sion; Aduersus Iudaeos; Ad Vigilium ep. de judaica incredulitate; De singularitate clericorum; De centesima, sexagesima, trigesima; Caena Cypriani.
     
      3. Doctrina teológica de S. Cipriano. Naturaleza de la Iglesia. A C. le obsesiona el pensamiento de la unidad de la Iglesia. Esta es única, como única era la túnica inconsútil de Cristo. Es madre única, fuera de la cual nadie tiene vida. Siendo tal el carácter fundamental de la Iglesia, se oponen a ella el hereje y el cismático (De Cath. Un. 3), a los que no sirve ni el martirio fuera de la Iglesia (id. 14). Ésta es en su totalidad como una red de comunidades distintas e iguales en derechos e independientes en su administración, pero ligadas por un vínculo moral y espiritual, que se manifiesta en la concordia de los obispos en la fe y en la caridad (Ep. 66,8,3).
     
      Colegialidad episcopal. Por dicho vínculo y concordia, los obispos de toda la Iglesia o de una región forman un collegium (Ep. 55,1,1), y ellos son collegae (Ep. 9,1,1) y coepiscopi (Ep. 48,2; 55,24,4), términos que introduce por primera vez C., aunque los dos primeros recojan un sentido más espiritual y teológico que jurídico. Por ser un collegium todos forman un solo cuerpo episcopal, del que cada uno participa in solidum (De Cath. Un. 5).
     
      El Primado de Roma. Sobre esta grave cuestión debe considerarse lo que enseñó y lo que practicó C. Por una parte está convencido de que todos los obispos son iguales en derechos, y sólo a Dios han de dar cuenta de su administración (Eps. 55,21; 59,14); por otra reconoce cierta preeminencia a la Iglesia de Roma y a su obispo, porque está fundada sobre Pedro (Ep. 59,7,3). En el De Cath. Un. 4 habla de Pedro como fundamento de la unidad. Su manera de obrar a este respecto se mostró en la controversia frente al papa Esteban, cuya actitud imperativa combatió; se apoyaba en que Cristo, al dirigirse a Pedro, se refería solamente a la unidad de la Iglesia, y en que el poder de Pedro se dio también a los Apóstoles, y de éstos pasó a los obispos (Id. 4-5). Parece, por tanto, que C. reconocía . al obispo de Roma una preeminencia moral y aun doctrinal, pero sólo limitadamente de jurisdicción.
     
      El Bautismo. Del conferido por los herejes, ya se sabe por la controversia de los rebautizantes (v.) que lo considera inválido. En lo referente al de los niños, difiere de su maestro Tertuliano, pues quiere que se les administre cuanto antes, y reprueba la costumbre de esperar ocho días después del nacimiento (Ep. 64,2,1). Tiene al bautismo de sangre por el martirio, como superior al Bautismo de agua (Ep. 73,21,1), y admite que aun los catecúmenos que mueren por la fe, no quedan sin los efectos del sacramento, pues son bautizados en su sangre (Ep. 73,22,2).
     
      La Eucaristía. La mayor aportación de C. a la explicación del dogma eucarístico está contenida en la Ep. 63, al obispo Cecilio, de importancia excepcional para la doctrina sobre el sacrificio del vino en el cáliz, sobre la presencia real de Cristo en el cáliz, sobre el sacrificio de la Eucaristía como reproducción del de la Pasión. Afirma en dicha carta (2,1) que «no puede comprenderse que su sangre por la que nos redimió y vivificó esté en el cáliz, si no hay en él vino, que se muestra como sangre de Cristo». La Eucaristía es la reproducción de la Cena del Señor, «pues, si el mismo Jesucristo... es el sumo sacerdote de Dios Padre y se ofreció a sí mismo en sacrificio al Padre..., ciertamente hace las veces de Cristo el sacerdote que imita lo que Cristo hizo, y ofrece un auténtico y pleno sacrificio... cuando ofrece conforme a lo que Cristo ofreció».
     
      Doctrina sobre la Virginidad. En la historia de la Virginidad cristiana C. da un impulso y señala un avance en su espiritualidad y doctrina. Prueba evidente de la importancia que le da es que le dedica un tratado, con el que inaugura en la literatura latina cristiana los tratados- sobre las Vírgenes consagradas. Como principio establece (De Hab. 23) que la virginidad es más perfecta que el matrimonio, aunque es solamente consejo del Señor; pues de entre las moradas del cielo las Vírgenes solicitan las mejores, y «cercenando los deseos de la carne» logran en el cielo las mayores recompensas. Por lo mismo, les corresponde practicar mayor santidad y virtud. Para frenar las concupiscencias y preservar éstas han de tomarse cautelas. Son ajenos a las Vírgenes los convites de bodas, el lujo y la ostentación, el despilfarro de riquezas, los atavíos y adornos, que desfiguran la obra e imagen de Dios (cap. 16-17). Como medio positivo y eficaz para fomentar tan alta virtud, propone la disciplina, es decir, la instrucción y lecciones de la S. E. (cap. 1-2). Como pastor, C. corrige también los abusos de la cohabitación de las vírgenes subintroductae en la carta 4, a Pomponio, y como padre, se goza en las flores más lozanas y en las joyas más brillantes de la Iglesia, que son las Vírgenes consagradas, elevando un magnífico y arrebatado canto a la virginidad (cap. 3).
     
      Doctrina sobre el Purgatorio. En C., como en Tertuliano, sin usar la palabra Purgatorio, está implícita en el fondo la cosa y la idea; hay que deducirla por contraposición: En el Ad Fortunatum, praef. 4, dice del martirio que es superior al Bautismo de agua en gracia, en eficacia y en honor, y es «un bautismo que nos une a Dios en el instante de partir de este mundo»; luego hay otros, que no se unen en seguida a Dios al morir. Y más explícito en la Ep. 55,20,3: «una cosa es purificarse de los pecados por el tormento de largos dolores y parar largo tiempo por el fuego, y otra haber purgado todos los pecados por el martirio; una, estar pendiente en el día del juicio de la sentencia del Señor, y otra ser coronado en seguida por el Señor».
     
      V. t.: LAPSOS, CONTROVERSIAS DE LOS; NOVACIANO Y NOVACIANIsMO; REBAUTIZANTES, CONTROVERSIAS DE LOS; IGLESIA II, 2; PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE II, 3.
     
     

BIBL.: La pervivencia e influjo de los escritos de C. se muestra en su copiosa transmisión manuscrita (unos 431 mss.) e impresa. Ediciones: FELL y PEARSON, Oxford 1682; PL 4; Supplem. a PL I, París 1959, 38-71; G. vox HARTEL, en CSEL III,1-3, Viena 1868-71; J. CAMPOS, Obras de S. Cipriano, ed. bil. BAC, Madrid 1964; S. COLOMBO, Corona Patr. Sal., Ser. Lat. 2, Turín 1935 (ed. de los Trat., menos De Cath., Ad Fort., De Test., Quod idol.). Ediciones de las cartas: L. BAYARD, Saint Cyprien, Correspondance, 2 vol. (trad. franc.) París 1961; 1. VERGÉS y M. T. BELPUIG, Epistolari, 2 vol. (con trad. cat.) Barcelona 1931; Vita y Acta Proconsularia: en Actas de los mártires, ed. D. Ruiz BUENO, Madrid 1951, 724-61.

 

I. CAMPOS RUIZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991