C. Benincasa n. en Siena (Toscana, Italia) el 25 mar. 1347 y m. en Roma el
29 abr. 1380. Fue canonizada por Pío II en 1461, y su culto se extendió
pronto por toda Europa, especialmente por aquellos países que
permanecieron fieles a los Papas de Roma durante el Cisma de Occidente
(1378-1417). Pío IX la declaró segunda patrona de Italia. Por último,
Paulo VI, el 4 oct. 1970, la ha declarado Doctora de la Iglesia.
Su vida. Los comienzos. La vida de C. está marcada por la misión
especialísima que Dios quiso confiarle. Hija de un tintorero de Siena, sus
primeros años transcurren en el seno de una familia numerosa y humilde que
no gozaba de una posición demasiado desahogada. A los seis años, Jesús se
le aparece y algo inescrutable ocurre en aquel alma sencilla. C. se
entrega al Señor sin reservas y le ofrece su vida. No obstante, nada
cambia externamente, hasta que C., tras una visión en la que S. Domingo le
promete acogerla bajo su regla, reúne a su familia y le comunica su
entrega. La oposición es muy fuerte, ya que sus padres la habían destinado
al matrimonio. Ella, sin embargo, no abandona su hogar ni piensa en el
claustro. Dirige sus pasos hacia las «mantellate», hermanas de la Orden
Tercera de S. Domingo que vivían la regla dominicana en el seno de sus
familias, sin votos religiosos y sin clausura.
En 1364 recibe el hábito de las «mantellate» y, poco después, Jesús
se le aparece nuevamente y le pone en el dedo el anillo de desposada: «He
aquí que Yo, le dice, te desposo en la fe que conservarás sin que nada la
menoscabe hasta que celebres conmigo en el cielo las bodas eternas. Animo,
pues, hija mía; cumple en adelante, esforzadamente y sin ninguna
vacilación, todas las obras que el orden de mi providencia pondrá en tus
manos...». El Señor, pues, le anuncia ya una misión, pero no le dice
todavía cuál será ésta. C. sigue llevando una vida retirada, pero Jesús la
impulsa suavemente al apostolado y su casa empieza a llenarse de una
multitud de gentes que acuden atraídas por su fama. Los prodigios se
suceden: un día, Jesús le arranca el corazón y lo reemplaza por el suyo;
otro, para hacerla partícipe de su Pasión, recibe en la mano derecha la
señal de los clavos; en una ocasión, como su confesor se niega a darle la
comunión, Jesús la hace comulgar de manos de un ángel.
El rebosar de su amor y las durísimas penitencias a que se entrega
la hacen desfallecer y en el verano de 1370 sus fuerzas físicas están
exhaustas. El corazón estalla y C. muere. Pero es sólo una muerte mística.
El Señor la vuelve a la vida y la hace partícipe de su definitivo mensaje:
«Vivirás entre las multitudes llevando el honor de mi nombre ante los
pequeños y ante los grandes... Te presentarás a los Pontífices, a los que
gobiernan la Iglesia y al pueblo cristiano, pues quiero, según mi
costumbre, confundir con el débil el orgullo de los fuertes...».
A partir de ese momento, C. se entrega a la misión que Jesús le ha
encomendado con toda la fuerza de su alma enamorada.
Su misión pública. El momento es crítico para la vida de la Iglesia.
Desde que en 1309 Clemente V (v.) se estableció en Aviñón, presionado por
el rey de Francia, ningún Pontífice ha vuelto a residir en Roma. En vano
surgen voces por toda Europa que piden el retorno de los Papas a la Ciudad
Eterna: la mayoría de los cardenales son franceses, eligen Papas franceses
y no desean regresar a Roma, porque la ciudad, víctima de las luchas entre
poderosas familias y saqueada por tropas mercenarias, es una urbe
inhabitable y casi abandonada.
Por el contrario, Aviñón (v.) es una corte lujosa, refinada, repleta
de clérigos, jurisconsultos y letrados que administran la Iglesia con
eficacia, pero que no dan ejemplo de vida cristiana. Viven ostentosamente,
rodeados de juglares, de nobles y de cortesanos, sin preocuparse del bien
de las almas. Petrarca denuncia con duras palabras esta corte de Aviñón y,
desde Roma, Brígida de Suecia denuncia «ese lupanar en que se ha
convertido la Iglesia...». Esta crisis del Pontificado repercute en toda
la Cristiandad: la disciplina del clero se relaja, el pueblo fiel está
desorientado, los reinos cristianos luchan entre sí, los Estados
Pontificios se disgregan y, por todas partes, surgen bandas de tropas
mercenarias que se dedican al saqueo y al pillaje.
Tres ideas fundamentales ocupan el corazón de C. ante esta
situación: la paz, la reforma de la Iglesia y la cruzada. Las tres están
íntimamente ligadas, ya que la paz entre los príncipes y las ciudades
cristianas sólo será posible si se unen en la empresa común de una nueva
cruzada, y ésta no se llevará a cabo sin la reforma de la Iglesia, que
debe comenzar con el retorno a Roma del Papa. Con estas ideas fijas, C.
inicia su tarea: recorre las ciudades italianas en misión de paz, visita a
príncipes, nobles y gobernantes, dicta infinidad de cartas y, finalmente,
tras escribir al Papa, se dirige a Aviñón en 1376 para convencerle de que
firme la paz con Florencia y regrese a Roma. Gregorio XI vacilé:, sus
consejeros se oponen y C. insiste: « ¡Valor, Santo Padre, valor! ... No
más cobardía...». La lucha es larga, pero C. vence y el 17 en. 1377 el
Papa hace su entrada triunfal en Roma. Gregorio XI muere pocos meses
después y el
7 abr. 1378, los cardenales, reunidos en cónclave, eligen, bajo las
amenazas del pueblo amotinado, un Papa italiano que toma el nombre de
Urbano VI (v. CISMA III). Meses más tarde, los cardenales franceses se
retiran a la ciudad de Fondi, declaran nula la elección de Urbano VI (v.)
y nombran otro Papa en la persona del card. Roberto de Ginebra, que toma
el nombre de Clemente VII (v.).
C., desolada, corre a Roma para defender al Papa que considera
legítimo. Escribe a los reyes, a los cardenales y a los obispos para que
entren en razón. Es inútil. Urbano VI lo dificulta todo con su
intransigencia. En vano le exhorta C. al perdón y a la prudencia. Él no
hace caso y castiga con saña. Cardenales y obispos, uno a uno, le van
abandonando y, finalmente, estalla la guerra entre el Papa y el Antipapa.
Clemente VII huye y se instala en Aviñón.
C., exhausta, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. El 29
en. 1380, mientras reza ante la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo,
siente gravitar sobre sus hombros el peso insoportable de la navicella, la
nave de la Iglesia. Pero el tormento dura poco: el 29 de abril, a
mediodía, Dios la llama a su seno. Momentos antes ha dicho a su confesor,
el padre Dominici: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte
es el celo y el amor a la Iglesia que me abrasa y me consume».
Sus escritos y espiritualidad. C. escribió innumerables cartas (se
conservan casi 400), algunas oraciones y «elevaciones» y un solo libro: El
Diálogo. Se recogen en esta obra las conversaciones mantenidas por la
santa con el Señor durante sus arrobos místicos. Aunque la crítica
histórica aún no se ha puesto de acuerdo sobre la forma en que fue escrita
esta obra, lo más probable es que la fuera dictando a sus discípulos al
salir de sus frecuentes éxtasis, a partir de octubre de 1377. Tanto en las
cartas como en El Diálogo, da muestras de una solidez doctrinal que hace
de ella una auténtica doctora.
La espiritualidad de C. está inscrita en la de la Orden de
Predicadores; no obstante, dada la naturaleza de su misión y su género de
vida, se observan en ella características propias que la hacen original y
distinta. Y así, brilla, en primer lugar, un extraordinario amor a la
Iglesia. Las acciones de su vida sólo se explican por este amor, que la
lleva a intervenir en la vida pública de una manera increíble para una
mujer de su época. Sin embargo, no es exacto, a pesar de lo que algunos
biógrafos han dicho, que C. interviniera en política, ya que jamás
defendió los intereses de un Estado, de un rey o de un partido, sino los
supremos intereses de la Iglesia y los ideales del cristianismo. « ¡Qué
vergüenza, exclama ante las autoridades de Siena, creer o imaginarse que
nos ocupamos de política! ».
Otro aspecto peculiarísimo de su espiritualidad es la unidad de
vida. En ella, la acción y la contemplación, la oración y el apostolado,
la mortificación y el trabajo, forman un todo indisoluble, armónico, que
se integra fácilmente en su vida, sin violencia alguna. La santa se había
construido una «celda interior» donde el alma podía encontrar a Dios aun
en medio de su actividad incansable. Por eso pudo ser contemplativa en
medio del mundo y realizar un intenso apostolado. Estas peculiaridades de
su espiritualidad, unidas a una comprensión, que le hacía respetar y amar
cualquier género de vida y cualquier estado, hacen de C. un ejemplo vivo
para los cristianos de hoy, en especial para los laicos.
Su personalidad. Dios dotó a C. de unas virtudes humanas que
hicieron de ella una mujer de categoría excepcional. Profundamente
femenina, poseyó, al mismo tiempo, muchas de las virtudes que se
consideran como varoniles, especialmente una poderosa fuerza de voluntad.
C. obró siempre esforzadamente y no admitió debilidades en el servicio de
Dios. Esa firmeza misma de carácter le llevó a hablar en primera persona (io
voglio, yo quiero), sin escudarse nunca tras una autoridad superior. Por
otra parte, su apostolado, como su piedad, fueron en todo momento
profundamente recios y doctrinales. En El Diálogo y en todas sus cartas
asombra por la solidez de su doctrina. Pero, al mismo tiempo, C. fue
delicadamente femenina: laboriosa, espontánea, alegre y maternal hasta el
punto que sus discípulos la llamaban «Mamá». Sus virtudes humanas, con la
gracia de Dios, se integraron armónicamente, con las sobrenaturales, en
una unidad que la hicieron santa.
El único retrato de C. pintado durante su vida que ha llegado hasta
nosotros es el que se halla en la Capella delle Volte de la iglesia de S.
Domingo, en Siena, obra de Andrea Vanni, que fue discípulo de la Santa.
Posteriormente han sido innumerables los artistas que han tratado de
reproducir sus rasgos o de idealizar su figura, con variada fortuna. Entre
ellos destacan los pintores fray Bartolomeo y el Pinturicchio, así como el
escultor Neroccio Landi. Los artistas suelen representarla con las llagas
de Cristo, la corona de espinas, la Cruz y los lirios.
Fiesta, culto y reliquias. La Iglesia católica celebra la festividad
de S. Catalina el 29 de abril. Sus reliquias fueron trasladadas a Siena a
los cinco años de su muerte. Su cabeza se guarda en la capilla erigida en
el que fue jardín de su casa de Siena; ésta fue convertida en santuario en
1464, con tantos oratorios y capillas como estancias, y en la tienda de su
padre se construyó la iglesia de S. Catalina. Una misa propia se celebra
allí y en las iglesias dominicanas. Su devoción es universal, si bien es
especialmente venerada en Italia. En España, la devoción hacia S. Catalina
tardó en cuajar a causa de las divisiones provocadas por el Cisma, pero ya
S. Teresa de Jesús decía que, después de Dios, debía a C., muy
singularmente, la dirección y progreso de su alma.
V. t.: AVIÑÓN; DOMINICOS.
BIBL.: La primera biografía de S.
C. es la que escribió su confesor y discípulo, fray Raimundo de Capua, con
vistas a su proceso de canonización (BEATO R. DE CAPUA, La leggenda maior
o Biografía, Barcelona 1926). Desde entonces han sido incontables las
biografías de la Santa y las ediciones de sus escritos.
J. ESTEBAN PERRUCA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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