CASTELLANA, LENGUA.


Origen y evolución. La lengua c. se originó en una pequeña comarca de la Cantabria, montañas de Santander y borde septentrional de la meseta castellana, región que el reino cristiano de Oviedo tenía fortificada con unos cuantos castillos a fin de contener, al sur de los Montes Cantábricos, las arremetidas de los árabes. La lengua hablada por aquellas gentes era continuación del latín coloquial (v. LATINA, LENGUA), que había sido el instrumento general de comunicación con el Imperio romano, y que ellos denominaban romance, nombre que tenía ya en el Imperio: romance o lingua romana. El c. era, pues, el romance de los castellanos, así llamado para distinguirlo de los demás romances peninsulares: gallego, leonés, aragonés y catalán.
      La supremacía política y cultural de Castilla la Vieja elevó su dialecto al rango de lengua nacional española. El c. formaba todavía en tiempos de la conquista árabe (s. VIn), junto con el aragonés y el leonés, un grupo de dialectos que abarcaban un extenso territorio en la España septentrional y central, rodeado, al este, por el catalán, y, al oeste, por el gallego. A consecuencia de esta supremacía de Castilla, el c. triunfa durante los s. XII al XV, en Oriente, sobre el aragonés; en Occidente, sobre el leonés, y, en el sur, sobre los dialectos mozárabes, y penetra como una cuña hasta Cádiz y el Mediterráneo. Su gradual expansión refleja el creciente prestigio de la corte de Alfonso el Sabio en la España medieval.
      La antigua e insumisa Cantabria fue, pues, la cuna de Castilla y el nombre de Castella había sido dado a una reducida comarca situada al sur de la cordillera, según Sánchez-Albornoz (cfr. El nombre de Castilla). Es a finales del s. ix cuando Castilla empieza a extenderse por la meseta de Burgos, llegando hasta el sur del Duero en el s. X. Castilla no es al principio sino un conjunto de condados dependientes de León, si bien con frecuencia rebeldes. Unificada por Fernán González (m. 970), lucha por conseguir su autonomía, más tarde su independencia y, por último, la supremacía en la España cristiana. La lengua de Castilla evoluciona más rápidamente que las lenguas colindantes y va perfilando progresivamente su personalidad propia, con rasgos distintivos, frente a los otros dialectos.
      Dado que el territorio ocupado por el conde Fernán González en el s. X había estado repartido, con anterioridad, en tres provincias romanas (es decir, la Montaña y los valles del alto Ebro y del alto Pisuerga pertenecieron a la Gallaecia; Álava y la Bureba, hasta los Montes de Oca, estuvieron dentro de la Tarraconense; y el convento jurídico de Clunia, con Burgos y Osma, era el extremo septentrional de la Cartaginense, según Menéndez Pidal en Documentos lingüísticos del Reino de Castilla), el dialecto c. adoptó las principales innovaciones que provenían de las regiones vecinas, dándoles características propias: con el este llevó a cabo las asimilaciones al > e, au > o, mb > m (carrera, oro, paloma); con el noroeste palatalizó la l de los grupos iniciales pl, kl, fl (planu, klave, flama), siguiendo después evolución distinta: supresión de la primera consonante (llanto, llave, llama); y, como el resto del centro, diptongó é y ó tónicas en ié y ué (cielo, fuego), con normas distintas a las que regían en León y Aragón. Difería de los demás romances peninsulares en el paso de la f- inicial a h- aspirada (hoja, hijo, hoz) o en la pérdida de la f- (formaceu > Ormaza). Suprimía g (latina palatalizada) y j ante e, i átonas (enero, hermano) y los grupos sc, sc+yod daban p (apada) en vez de s, que constituía la solución dominante en toda la Península. Los diptongos ué, ié, de suelo, piedra, separaban el castellano del gallego-portugués, catalán y mozárabe de varias regiones; más la o de noche, poyo, hoja, así como la e de tengo, sea, lo distinguen del leonés, aragonés y mozárabe central, ya que en c. la yod impedía la diptongación. Asimismo, la l de llamar, contrastaba tanto con los grupos intactos clamar, ploure, flama, plantain del aragonés, catalán y mozárabe, como con los sonidos ch, á, de los gallego-portugueses y leoneses, chama, xama, chantar, xantar.
      Respecto de los otros dialectos, el c. poseía un dinamismo tal que le hacía proseguir su evolución más allá de la línea de demarcación en que habían quedado aquéllos. Si el leonés y el aragonés se estancaban en las formas castiello, siella, el castellano (al igual que el mozárabe) emprendía la reducción de ié > i ante 1 y ciertas alveolares (castillo, silla). Y la 1 peninsular, nacida de los grupos c'1 y l+yod, pasó, en Castilla, a di, en época muy temprana (auric(ú)la > oreja, malléólu > majuelo (frente a orella, malluelo-mallol del resto de la Península); y el grupo it, proveniente de la transformación de ct, ult, daba la ch' castellana (hecho, mucho, frente a feito-jet, multo, en otros romances).
      El c., finalmente, no vacilaba, cual las lenguas vecinas, en la elección. Desconoce, por consiguiente, vacilaciones tales como puorta, puerta, puorta y siella, siella, que eran propias de leoneses y aragoneses, puesto que, desde el primer momento, se inclina por puerta y siella (luego silla). Pese a todo, los caracteres distintivos del c. no empiezan a registrarse con cierta normalidad hasta mediados del s. Xt, época ésta en que Castilla va sobreponiéndose a sus vecinos León y Navarra. Es entonces cuando se multiplican los casos de f- omitida y de haspirada (Ormaza-Hormaza y hayuela), así como los de -¡ello > illo (Tormillos, Formosilla) y los de ch y di (sonido este último africado, como el del inglés gentle o el del italiano peggio).
      Expansión del castellano. No fue sino en el s. ix cuando la parte oriental de la Gallaecia, Cantabria y el curso superior del Ebro y del Pisuerga recibieron el nombre de Castella. En este ángulo del Norte se originó el c. con sus notas distintivas respecto a los dialectos y lenguas iberorrománicas. La segunda mitad del s. Xc trae un radical cambio político y lingüístico: la debilitación del reino de Navarra, la decadencia de León y la expansión del poder de Castilla. Con la supremacía, la expansión de la lengua avanza cada vez más hacia el sur con la Reconquista, a partir de esta época. El c. introdujo una cuña desde el norte hacia el sur, desalojó los dialectos mozárabes, ya empobrecidos y decadentes, e interrumpió el lazo lingüístico que originariamente existía entre los extremos oriental y occidental de la Península. De este modo, se propagaron, entre los s. XII y XV, hacia León, al O, y hacia Aragón, al E, los cambios de f en h, de c'I y li en j, de ct en ch, la desaparición de la j- latina, la falta de diptongación de la é y la ó antepalatal, fenómenos todos ellos que, originariamente (s. X y xc), estaban limitados al territorio de donde partió el c., que ocupando el puesto de los dialectos mozárabes del sur y propagándose hasta el extremo meridional, hasta Cádiz, rompió, con este movimiento, de N a S, la primitiva unidad iberorrománica; pero hizo surgir una nueva unidad más sólida: la del c. o español. Mientras León, Navarra y Aragón, así como los dialectos mozárabes, estaban aún en extremo indecisos, p. ej. respecto a los diptongos ué y ié, vacilando entre o-uó-uá (poblo-puoblopuablo) y entre e-ié-iá (certo-cierto-cierto), el c. usaba decididamente los diptongos ué y ié (pueblo, cierto), que fueron los que triunfaron definitivamente (cfr. Orígenes del español, 472-514, o. c. en bibl.).
      Demarcación del castellano dentro de la Romania. Pese a la escasa consistencia de las denominaciones iberorrománico, galorrománico, italorrománico, retorrománico y balcanorrománico, para designar las variedades del romance, al c. se le considera englobado, junto con el catalán, el gallego-portugués, y otras lenguas iberorrománicas, dentro de lo que se ha dado en llamar modernamente paniberorrománico, o totalidad de las lenguas iberorrománicas. Hace unos 90 años que se ha afirmado la imposibilidad de determinar las fronteras de los dialectos. Hoy por hoy, parece ser que se quiere admitir su existencia. Aun admitida, no consideramos muy consistentes, pese a los rasgos diferenciadores, las fronteras entre el castellano y sus colindantes dialectos, así como las del iberorrománico respecto del galorrománico. En efecto, y por cuanto a estos últimos se refiere, los Pirineos forman, más que una línea de separación o «frontera» lingüística, una «zona de ligazón» entre el galorrománico y él iberorrománico; se ha establecido en tiempos recientes cuán estrechamente está ligado el gascón con los idiomas de la España septentrional, es decir, con el aragonés y el catalán, y éste, a su vez, con el occitano o provenzal (cfr. M. Mourelle-Lema, Actualidad de Un occitanista español del siglo XII: Milá y Fontanals, en «Cahiers Ferdinand de Saussure» 23,97-111). Es por lo que se ha dado en hablar de un «pirenaico» (territorio lingüístico de los Pirineos), que comprendería las hablas de ambos lados del Pirineo.
      Es obligado aludir también a la inexistencia de fronteras lingüísticas en el español de Hispanoamérica. Si bien la fractura material o política ha tenido lugar con la ruina del Imperio español, no así la fractura espiritualcultural. La unidad espiritual y cultural, entre España e Hispanoamérica, Indoiberia o América española, se mantuvo hasta hoy, con el único resultado de que allí han surgido diversas naciones, mas no diversas lenguas románicas.
      Castellano y español. Junto al arcaísmo castellano surge el neologismo «español», ya usado, a veces, en la Edad Media. El nombre de español para designar la lengua c. aparece oportunamente: por una parte, Castilla, a finales del s. tx, comienza a salir de su antiguo recinto y castellaniza el centro y sur de la Península y, luego, se unifica con los reinos de León, Navarra y Aragón, que adoptan, en común, el hablar de Castilla (cfr. Orígenes del español); por otra, la unificación española coincide con el despertar renacentista de la conciencia de nacionalidad en Europa. Junto a quienes continuaban aferrados a la denominación tradicional de c., hubo muchos que empezaron a ver intencionalmente en el idioma una significación extrarregional y un contenido histórico-cultural más rico que el estrictamente c., por menos regionalista. Desde que en el s. XVI se completa la unificación de la lengua literaria, coincide con el auge del c. el descenso de las otras lenguas peninsulares, y aquél se convierte en lengua nacional o española, que, a su vez, pasa a ser lengua universal por la hegemonía política de España en esta época. El papel mundial de España entonces pone en circulación el neologismo español, en el sentido de una mayor significación de c., y no como su repudio. En los siglos sucesivos, c. y español no serán tampoco términos excluyentes, sino, más bien, cuestión de preferencia. Dentro de la R. A. Española, desde su fundación, se alternó una forma con otra. En nuestros días, el uso es indiferente, si bien en América, observa A. Alonso, hay preferencia por «castellano, por recelo de español». En fin, «no es atinado decir que la lengua se llame más propiamente con uno o con otro nombre... Pues... cada uno de los dos nombres designa con igual capacidad el mismo objeto» (A. Alonso).
      Para los aspectos sincrónico (paradigmas, rasgos lingüísticos; variedades del español actual) y diacrónico (variedades del español a lo largo del tiempo), v. ESPAÑA X. Para la historia de las ideas y teorías sobre la lengua c., v. FILOLOGÍA IV. Para los elementos enriquecedores o constitutivos de la lengua c., V. AMERICANISMOS; ANGLICISMOS; ARABISMOS; CATALANISMOS; GALICISMOS; GITANISMOS; ITALIANISMOS.
     
     

BIBL.: R. MENÉNDEZ PIDAL, Orígenes del español, Madrid 1964; íD, Castilla, tradición, el idioma, Madrid 1954; R. LAPESA, Historia de la lengua española, Madrid 1962; A. ALONSO, Castellano, español, idioma nacional, Buenos Aires 1968; fD, De la pronunciación medieval a la moderna en español, Madrid 1955; D. ALONso, La fragmentación fonética peninsular, Madrid 1962.

 

MANUEL MOURELLE-LEMA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991