Pueblo semítico de la Antigüedad, de origen fenicio, llamado también
púnico (nombre que le dieron los romanos). Establecidos en Cartago (v.),
al N de Tunicia, como consecuencia de los movimientos coloniales fenicios,
en el 814 a. C., según la tradición, los descendientes de los fenicios de
Tiro pasaron a ser los c., conservando siempre los caracteres básicos
originales: lengua, religión, economía, etc. En la primera fase de su
establecimiento el territorio cartaginés comprendía sólo la ciudad de
Cartago y una pequeña área a su alrededor, calculada en unos 50 Km². En el
S. VI a. C. fue ocupado un territorio mayor, de entre 30.000 y 50.000 Km²,
que constituyó la base del Estado cartaginés. Partiendo de esta base, que
podemos denominar metropolitana, entre los S. V y III a. C. crearon un
imperio colonial marítimo, aprovechando ciudades ya existentes fundadas
por los fenicios o estableciendo otras nuevas, en Sicilia, Cerdeña, Ibiza,
el sur de la península Ibérica y el norte de África, a occidente de
Cartago. Convertidos en la primera potencia económica y militar en el
Mediterráneo occidental, chocaron con Roma en la lucha por la hegemonía de
este espacio, siendo finalmente derrotados en el 146 a. C., lo que
comportó la destrucción del Estado cartaginés y de la ciudad de Cartago.
1. Sociedad y economía. La población inmigrada era predominantemente
fenicia, con aporte básico de Tiro (v.), pero a la que _se unieron otras
gentes del Mediterráneo oriental. Ya en la leyenda de la fundación de
Cartago se refiere que con la reina Dido llegaron chipriotas. Más adelante
se conoce la existencia de población griega, tanto de la Grecia
propiamente dicha como de la Magna Grecia. Hay que contar además con la
mezcla que se producía en todas las grandes ciudades antiguas como
consecuencia de la esclavitud, con la incorporación de esclavos adquiridos
con frecuencia en lejanos mercados. En la población rural, el fondo lo
constituían los indígenas, libios, dedicados a la agricultura, como
súbditos de los c. En otras ciudades cartaginesas, fuera del área
metropolitana, vivían asimismo indígenas de los respectivos territorios
donde las ciudades se habían establecido. Pero en conjunto la población
urbana de las ciudades cartaginesas parece haber sido coherente y el tanto
por ciento de descendientes de los primitivos fundadores fenicios muy
elevado.
Originariamente existió entre los c. el régimen monárquico. Se
conoce la existencia de reyes que dirigieron a las tropas en las guerras
de Sicilia durante el S. VI a. C. A fines de este siglo pertenecían a la
dinastía de los Magónidas, que fue destronada por un movimiento social que
podemos poner en parangón con el que se produjo hacia las mismas fechas en
las ciudades griegas y que dio lugar al gobierno de la aristocracia. Desde
entonces, y hasta el final, Cartago fue una república oligárquica regida
por los nobles, bajo dos sufetas (v.). Existía además un consejo, llamado
por los historiadores modernos De los ciento cuatro, por el número de sus
componentes. Estaba formado por jueces, independientes del poder político,
elegidos entre la aristocracia, con cargo inamovible. La institución tuvo
mucha fuerza. Así, p. ej., durante la primera guerra púnica ordenó la
crucifixión de hasta cuatro generales, a los que se acusaba de haber
tomado en guerra iniciativas excesivamente personales. A partir de la
mitad del S. III a. C. la política de los Bárquidas tendió a establecer
algo como un principado, apoyándose en las masas populares, en detrimento
de la fuerza de los aristócratas, movimiento inspirado sin duda en los
ejemplos contemporáneos helenísticos, que no tuvo tiempo de cuajar, por la
destrucción del Estado cartaginés en el 146 a. C. Una de las medidas
intentadas fue proponer la suspensión de la inamovilidad de los miembros
del Consejo de los jueces, o de los ciento cuatro, apoyo de la oligarquía.
La fuerza económica de la aristocracia derivaba de las navegaciones
y el comercio colonial y, a partir del S. V a. C. en que se amplió el área
metropolitana, también en las posesiones agrícolas. Éstas se dedicaban
sobre todo a viñedos, olivos y frutales.
Asimismo, en la cabeza de la escala social estaban los sacerdotes,
casta numerosa y fuerte, sobre la que tenemos escasas noticias. El pueblo
urbano estaba constituido por artesanos, entre los que destacaban los
dedicados a la metalurgia, industrias textiles, del vidrio, de la madera y
relacionadas con la construcción naval. Los esclavos eran numerosos, sin
que ni remotamente pueda ser fijado el tanto por ciento que representaban
en relación con la población total. Los indígenas (libios), sometidos, se
ocupaban como obreros agrícolas en las propiedades rurales de la
aristocracia. Además existía otra zona alrededor de Cartago, dedicada
sobre todo a cereales, que cultivaban directamente, entregando al Estado
una parte de las cosechas, por lo general el décimo, pero que en
determinadas circunstancias podía alcanzar hasta el 25 ó el 50%.
La presencia de esta masa indígena inquietó en varias ocasiones a
los c. Las principales revueltas tuvieron lugar en el 396 y el 379 a. C.,
cuando los ejércitos c. estaban gravemente comprometidos en las guerras de
Sicilia. Otro gran peligro para la sociedad cartaginesa lo constituyeron,
en ciertos momentos, los mercenarios que servían en su propio ejército,
sobre todo cuando la famosa revuelta del 240 a. C. Se ignora, en cambio,
la existencia de graves problemas sociales entre los habitantes urbanos,
derivados básicamente del viejo fondo fenicio. Quizá la sensación de
habitar un islote, muy alejado de la antigua patria y frente a poblaciones
extranjeras, cohesionó con mayor fuerza a los c.
2. Religión. Los c. importaron de Tiro sus creencias religiosas y
durante los primeros tiempos no se conocen diferencias de matiz con
respecto a la ciudad-madre, si bien carecemos de documentación abundante
hasta el S. V a. C. En este primer periodo, la divinidad más importante
debió ser Melqart, el señor de Tiro, a cuyo templo se enviaba desde
Cartago, todos los años, una ofrenda especial de la ciudad. Pero esta
tradición cayó en desuso durante el S. VI a. C., y a partir del siglo
siguiente comienzan a observarse peculiaridades específicas de Cartago. La
principal es que los dioses más venerados pasan a ser Tanit Pelé Baal,
divinidad femenina, y Baal Amón masculina. La mayoría de las inscripciones
religiosas halladas en Cartago, desde la indicada fecha hasta su final, se
dedican a ambos dioses, que no tienen precedente directo (por lo menos con
el mismo nombre) en el panteón fenicio conocido. Se desconoce su origen y
significación exacta. Es posible que Tanit adoptara formas de la antigua
Astarté (v. CANAAN), pero, en todo caso, cuando sobrevino la romanización
fue asimilada a Juno y no a Venus, como hubiera correspondido de ser
equivalente de Astarté. Asimismo, los romanos norteafricanos convirtieron
a Baal Amón en Saturno.
No conocemos representaciones plásticas de ambos dioses, o son
problemáticas. Tanit aparece bajo un símbolo antropomorfo esquemático (el
llamado signo de Tanit). Baal Amón se supone representado en algunas pocas
esculturas o relieves en forma de un personaje masculino de cierta edad,
sentado en un trono entre dos esfinges.
Otra característica de la religión cartaginesa es haber conservado
la práctica de los sacrificios humanos, ya desaparecidos desde mucho
tiempo en Fenicia y ciudades coloniales fenicias. En Cartago se
mantuvieron hasta el final de la ciudad, aunque en los dos últimos siglos
(III y ii a. C.) se observa la tendencia a sustituir a las víctimas
humanas por otras animales (pájaros o pequeños mamíferos). La tradición
exigía que cada familia, por lo menos las de alta alcurnia, sacrificara al
primogénito en su tierna infancia. Después de la incineración, las cenizas
se colocaban en una urna de barro y se depositaban en un santuario,
acompañándose a veces de una estela de piedra, con inscripción dedicatoria
o sin ella. Se han excavado santuarios de este tipo en Cartago y en
colonias púnicas de Cerdeña, pudiéndose analizar los restos óseos
incinerados, que han confirmado se trata de niños, con frecuencia menores
de un año. En las capas superiores, más modernas, las urnas contienen
predominantemente huesos de animales, prueba de la sustitución indicada.
3. Lengua y cultura. La lengua de origen, fenicia, se mantuvo
durante toda la etapa cartaginesa. Se conoce a través de la epigrafía, que
es pobre, ya que la mayoría de las inscripciones son dedicatorias
religiosas, en cuyo texto se repiten siempre las mismas fórmulas. Se
observa que los matices diferenciales con el fenicio de origen son
escasas. Sabemos que tuvieron literatura, sobre todo religiosa, así como
histórica o de tipo práctico, que se ha perdido casi íntegramente.
Conocemos la existencia de un tratado de Agronomía, traducido al latín por
el interés práctico que ofrecía para los romanos, y la traducción griega,
posiblemente abreviada, de la narración del Periplo de Hannón por las
costas africanas. Sabemos asimismo que parte de las bibliotecas existentes
en Cartago cuando su destrucción en el 146 a. C. pasaron a los reyes
mauritanos, y la documentación fue aprovechada por el rey luba 11 de
Mauritania para componer sus obras.
En cuanto al arte, la documentación es desigual. Parece que
siguiendo la tradición semítica los c. no se distinguieron en artes
plásticas. La escultura, al servicio sobre todo de las creencias
religiosas, aparece como poco abundante y mediocre, influida en los
primeros siglos por las corrientes orientales, sobre todo egipcias, y a
partir del S. V a. C. por el helenismo. Predominan las tierras cocidas de
pequeño tamaño, eXVotos de santuarios, o en relación con prácticas
funerarias (máscaras). Son corrientes las representaciones en relieves en
estelas y cipos, asimismo relacionados con los santuarios. Ignoramos casi
todo lo referente a la pintura, pero existen estucos pintados aplicados a
elementos arquitectónicos.
El arrasamiento de la ciudad de Cartago y el hecho de que la mayoría
de las colonias continuasen su vida en época romana (y aún hasta la
actualidad) impide tener un conocimiento sólido de la arquitectura. La
tradición escrita grecolatina nos dice que los monumentos públicos estaban
a la altura del prestigio y riqueza del país. Por los escasos elementos
conservados se observa, como en escultura, la existencia de un periodo
antiguo más ligado a lo oriental, con marcada influencia egipcia, y otro
en los tres últimos siglos en que triunfó la imitación de lo griego, sobre
todo en lo que respecta a los elementos decorativos, pero también en las
plantas. Así, las casas excavadas en una ciudad recientemente exhumada en
el cabo Bon son de tipo griego helenístico, con patio central.
4. Artes industriales. El carácter mercantil de la economía
cartaginesa impulsó el desarrollo de las artes industriales y la
artesanía, elemento clave para los intercambios con los indígenas
ribereños del Mediterráneo occidental, su principal mercado. Dirigido a
tales compradores, nunca fue preocupación especial el obtener calidades.
Por ello no hallamos una orfebrería comparable a la de sus predecesores
fenicios, o al menos no se han conservado las piezas que pudieran
justificar una valoración estética apreciable. Las joyas, por lo común de
oro, son sencillas. La pasta vítrea jugó importante papel para la
confección de collares y pequeñas vasijas destinadas a contener perfumes.
Se trabajó asimismo el marfil, de fácil obtención cuando en el norte de
África vivían elefantes hasta las mismas costas del estrecho de Gibraltar.
Conocemos bien las producciones alfareras cartaginesas, abundantes y con
marcado carácter industrial, muy lejanas en calidad de las griegas
contemporáneas.
5. Evolución histórica. A partir de su fundación en el 814 a. C.
(fecha discutida modernamente, aunque no exista ningún argumento sólido
para contradecirla) y hasta el s. VI a. C., Cartago no debió distinguirse
especialmente de otras colonias fenicias en el Mediterráneo occidental, y
sabemos poco de su historia. Sin embargo, puso los cimientos de su
expansión, pues a mediados del s. VII fundó una colonia en Ibiza. El siglo
siguiente parece haber sido el de su transformación, comenzando a imponer
su hegemonía sobre las restantes ciudades fenicias de Occidente, luchando
con el fin de frenar la expansión griega, gran peligro para sus mercados.
Para ello contaron, por lo menos en determinados periodos, con la alianza
de los etruscos (v.). El choque principal se produjo por la posesión de
Sicilia, de la que los c. dominaban el extremo O y los griegos todo el
resto. Las guerras fueron largas y sangrientas, sin que ninguno de los dos
contendientes lograra resultados definitivos. De mediados del S. VI hasta
la primera guerra púnica, en que fueron definitivamente expulsados por los
romanos, los c. aspiraron al dominio de la isla, hallando su principal
enemigo en Siracusa, que capitaneó las ciudades griegas siciliotas. La
lucha se extendió más al N, y en el 535 a. C. consiguieron derrotar a los
focenses en la batalla naval de Alalia, frente a las costas de Córcega.
Momento especialmente favorable fue el del 480 a. C., cuando los griegos,
acosados por los persas en su propio territorio metropolitano, parecían
estar en malas condiciones para la defensa de sus territorios en
Occidente. Pero el ensayo de lucha conjunta persas-cartagineses contra
griegos fracasó. Ya en el S. IV a. C. primero la toma de Motya (398 a. C.)
por Dionisio de Siracusa y después el desembarco de un ejército en el
propio territorio c. organizado por Agatocles, tirano de la misma ciudad,
comprometieron gravemente la posición de los c. en Sicilia. Estas largas
luchas obligaron a los c. a mantener un ejército muy superior a lo que
podía dar de sí la escasa demografía del país. La solución fue enrolar
gran número de mercenarios, norteafricanos (libios o beréberes) y, sobre
todo, de la península Ibérica, prefigurando lo que fueron las tropas
cartaginesas de la época de las guerras púnicas. Igualmente, la necesidad
de disponer de numerario para el pago a los mercenarios les obligó a crear
moneda propia, comenzando por acuñaciones, en plata, imitando modelos
griegos siciliotas, anteriores a las de la propia metrópolis. Más
afortunados que en la guerra terrestre de Sicilia fueron los c. en el mar,
ya que consiguieron controlar la zona del estrecho de Gibraltar,
cerrándolo a sus rivales griegos, ya en el S. V a. C. Desde entonces el
extremo occidental mediterráneo fue dominado por los c. hasta su derrota
en las guerras púnicas.
Con la intervención romana fuera de la península Itálica se abre un
nuevo periodo de la historia cartaginesa, el mejor conocido a través de
las fuentes escritas clásicas (v. PúNICAS, GUERRAS), no sólo bajo el
aspecto puramente militar, sino también por los principales personajes (v.
AMíLCAR BARCA; ANÍBAL). Sin embargo, estamos menos informados de la
historia de esta fase en lo que concierne a la política en el interior de
la ciudad y en sus aspectos sociales y económicos, como consecuencia de
que los autores romanos narran sobre todo el aspecto bélico exterior, con
escasas referencias a los hechos políticos internos. Parece, no obstante,
que los Bárquidas realizaron un intento de transformación, truncado por el
final del Estado, trágicamente hundido en el 146 a. C., al final de la
tercera guerra púnica.
No puede considerarse, sin embargo, que la destrucción de la ciudad
y del Estado cartaginés represente el fin total. Numerosas ciudades
coloniales continuaron viviendo bajo el poder romano, conservando mucho de
la herencia cartaginesa, en especial en los primeros siglos. El fenómeno
es visible tanto en las islas (Cerdeña, Ibiza) como en la península
Ibérica y sobre todo en las costas de Argelia y Marruecos. Incluso la
lengua fenicia perduró en la zona que fue metropolitana cartaginesa
durante todo el Imperio romano, a pesar de la fuerza del latín, única
lengua oficial y única que aparece en las ínscripciones a partir de la
reconstrucción de Cartago. S. Agustín refiere que en su época (S. IV) se
usaba todavía la lengua fenicia entre la población, y si bien
recientemente se ha propuesto que se refería a la lengua líbica y no a la
cartaginesa, la mayoría de los investigadores opinan que se trata de ésta.
6. Viajes y exploraciones. Las navegaciones de los c. no fueron
normalmente más allá del área previamente establecida por los fenicios,
sin duda porque les bastaba el control de la zona del estrecho de
Gibraltar, lo que equivalía a dominar las fuentes metalíferas más
importantes del Mediterráneo. Pero conocemos dos expediciones atlánticas,
con finalidad de explorar costas desconocidas y realizar nuevas
fundaciones, que fueron dirigidas por Hannón e Himilcón.
La primera puede seguirse a través del llamado Periplo de Hannón,
texto griego que traduce, en forma resumida, la relación original del
viaje. Se supone que tuvo lugar durante eJ S. V a. C. y consistió en una
expedición organizada por el Estado y dirigida por Hannón, rey de los c.,
probablemente de la dinastía de los Magónidas. Intervinieron 60 buques de
50 remeros y gran número de pasajeros (la cifra de 30.000 que se da es,
sin duda, muy exagerada). Tomando Gadir (Cádiz) como base, siguieron la
costa atlántica de Marruecos hacia eJ S, estableciendo primero fundaciones
coloniales y dedicándose en la última parte del recorrido a la exploración
de costas desconocidas. Los comentaristas no se han puesto de acuerdo
sobre cuál fue el límite final: para unos el litoral senegalés, para otros
la costa de Guinea. Tampoco se pueden fijar exactamente los puntos donde
fueron establecidas las colonias, dada la vaguedad del texto (que ha
llegado incluso a suponerse falso). Aun no admitiendo su exactitud, es un
precioso documento que refleja la existencia de expediciones organizadas
por el Estado, con finalidad de ampliar la colonización y abrir nuevos
mercados. Todavía hay menos datos sobre las expediciones atlánticas desde
el estrecho de Gibraltar hacia el N, pero las fuentes clásicas citan un
Periplo de Himilcón, navegante de época contemporánea o poco distante de
Hannón, que recorrió el litoral hasta el norte de Francia e Islas
Británicas. Aunque el texto no nos ha llegado, muchos autores suponen que
parte de los datos que contenía fueron aprovechados por el poeta romano
del S. IV d. C. Rufo Festo Avieno para redactar su Ora Maritima, de forma
que la parte atlántica de este poema refleja el conocimiento que los 'c.
consiguieron a través de la mencionada expedición.
También desarrollaron activas exploraciones por tierra, a través del
Sahara, para establecer rutas comerciales con el África sudanesa,
productora de oro y materias exóticas para el mundo mediterráneo. Varias
ciudades de la costa del actual Estado de Libia, que en época romana
imperial apoyaron su riqueza en ser las bases de las rutas del desierto (Leptis
Magna, Sabrata, etc.), habían sido fundadas por los c. con el mismo fin.
Existen pocos datos históricos sobre la acción cartaginesa a través del
Sahara, pero es evidente que fueron, desde el Mediterráneo, los
iniciadores de la exploración del desierto.
7. Estado de la investigación. Perdida la documentación escrita
cartaginesa, salvo la epigrafía, agotados los textos grecolatinos, toda la
nueva problemática deriva de los hallazgos arqueológicos. En los últimos
años han sido notables más que en el área metropolitana cartaginesa en las
ciudades coloniales, objeto algunas de ellas de excavaciones extensas, en
Cerdeña y el norte de África, al O de Cartago. Nuevas perspectivas se
abren constantemente, la mayoría de las cuales no se ven todavía
reflejadas en los manuales y libros generales, y sólo son asequibles de
momento en estudios aparecidos en revistas especializadas o en memorias de
excavaciones.
V. t.. CARTAGO; PÚNICAS, GUERRAS; AMíLCAR BARCA; ANÍBAL.
BIBL.: Visión general: ST. GSELL,
Histoire ancienne de 1'Afrique du Nord, I-IV, París 1912-20; CH. G. PICARD,
Le monde de Carthage, París 1956; íD, La vie cotidienne d Carthage, au
temps d'Hannibal, París 1958; B. H. WARMINGTON, Carthage, Londres 1960.
Expansión hacia Occidente: A. GARCÍA Y BELLIDO, Fenicios y cartagineses en
Occidente, Madrid 1942; íD, Historia de España, ed. R. MENÉNDEZ PIDAL, I,
2, Madrid 1960. Aspectos concretos: P. CINTAS, Céramique punique, París
1950; íD, Amulettes puniques, Túnez 1946; J. VERCGUTTER, Les obfets
egiptiens et egiptisants du mobilier carthaginois, París 1945. V. t. la
Bibl. de CARTAGO.
M. TARRADELL MATEU.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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