CARLOS III DE ESPAÑA


Primer hijo que dio a Felipe V su segunda esposa, Isabel de Farnesio. De su anterior matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya vivían el heredero de la corona, Luis, y los infantes Felipe y Fernando, por lo que para C. no existía la menor esperanza razonable de convertirse en rey de España. Vino al mundo en Madrid el 20 en. 1716. Recibió el bautismo cinco días después de manos del Arzobispo de Toledo en el monasterio de S. jerónimo, siendo sus padrinos. la reina doña Mariana dé Neoburgo, viuda de Carlos I1, y el duque de Parma. Sus maestros de infancia fueron José Arnould y el P. Ignacio Laubrusel.
      En cuanto a su personalidad, C. fue un tipo flemático, internamente ponderado, calmoso, frío y firme; poco cuidadoso en su apariencia, aunque sin perder la pulcritud y el decoro; tenaz y consecuente, le dominaban la rutina y las costumbres. Su inteligencia era lenta, pero profunda y refleXIVa, servida de una memoria excelente y una lógica rigurosa, sin demasiada imaginación. Poco brillante en sociedad, fue orador pausado y dominaba seis idiomas. Sus aficiones principales eran la caza, los oficios manuales y las artes. Contrajo matrimonio el 9 mayo 1738 con María Amalia de Sajonia. La ceremonia se llevó acabo en Dresde, donde le representó por poderes Federico Augusto de Sajonia. De esta unión nacieron seis hijos y siete hijas. El 27 sept. 1760, siendo ya rey de España, enviudó C. y no volvió a casarse.
      1. La etapa italiana (1731-1759). Las circunstancias que llevaron a C. a ser duque de Toscana y Parma y a ocupar el trono de Nápoles se debieron más a los acontecimientos internacionales y a los deseos de su madre, Isabel de Farnesio, que a los propios intereses de C. En efecto, las alianzas diplomáticas entre Felipe V y la corona austriaca culminaron cuando, el 20 dic. 1726, el embajador Kónigserg se presentó en la corte anunciando que el emperador Carlos VI había firmado la investidura eventual del infante don C. como duque soberano de Parma y Toscana, en el caso de que faltase allí la sucesión masculina, conforme a lo acordado en la Cuádruple Alianza (1724), acuerdo que se ratificó en el segundo tratado de Viena (mayo 1731). Pues bien, a principios de 1731 se supo en Madrid con júbilo poco piadoso, que el duque de Parma, don Antonio Farnesio, acababa de fallecer, de manera que nada estorbaba el reconocimiento de C. como señor de Parma. Tras asignarle su padre una pensión de 150.000 ducados anuales y un grupo de consejeros que le acompañasen, embarcó en Antives (octubre 1731), pasando a Liorna, donde se le recibió con gran cariño, felices sus habitantes de ser gobernados por un Farnesio. De allí viajó a Florencia, capital del Gran Ducado de Toscana, para conocer al último Médici, el gran duque Juan Gastón, a quien 'habría de suceder a su muerte.
      La guerra de Sucesión de Polonia, en la que España intervino junto a Francia (Primer Pacto de Familia) (v. PACTOS DE FAMILIA), fue el motivo para que C. atacara Nápoles, a la sazón en poder de Austria. El 10 mayo 1734 entró el príncipe en la ciudad, mandando proclamar como rey a su padre, Felipe V, en nombre del cual él gobernaría. Sin embargo, poco más tarde, llegó el documento por el que Felipe le cedía todos sus derechos sobre Nápoles y Sicilia, coronándose rey el 3 jun. 1735 en-Palermo, con lo que se convirtió en el señor más poderoso de Italia. No obstante, cuando se firmó la paz, Toscana le fue entregada al duque de Lorena.
      En el interior, C. supo acometer la tarea de reformar su reino italiano con energía y prudencia, apoyándose en tropas mercenarias y en el elemento burgués. Sus primeras medidas estuvieron destinadas a limitar el poder de la nobleza, a la que dominó y puso bajo sus órdenes directas, acabando con el origen de los males políticos; su reforma de la justicia fue completada con la ley recopiladora de 1734 y el Código Carolino (1752); procuró liberalizar el comercio interno y fomentar la exportación. Las relaciones con la Iglesia las reguló por un Concordato (1741), en el que los bienes eclesiásticos pagaban la mitad del tributo normal y quedaba reducido el derecho de asilo. En el aspecto cultural patrocinó, entre otras facetas, las excavaciones de Herculano y Pompeya, halladas recientemente. En política exterior, los hechos más trascendentes fueron los acaecidos durante la guerra de Sucesión de Austria (v. SUCESIóN DE AUSTRIA, GUERRA DE), en la que participó junto a España y Francia, aunque su actuación no resultó demasiado brillante, ya que se vio siempre bajo la amenaza de la flota británica; en la paz de Aquisgrán (v.) (1748), su hermano Felipe obtuvo los ducados de Parma y Plasencia.
      Esta etapa italiana, además de la experiencia, tuvo para C. dos consecuencias educadoras: conocer un mundo desenvuelto y lujoso, completamente contrario a la austeridad de la corte española, y proporcionarle la amistad del jurisconsulto Bernardo Tanucci, el hombre de más profunda y prolongada influencia en la vida del monarca. De cualquier forma, el juicio que ha merecido la obra de C. en este periodo es unánimemente elogioso y favorable.
      2. El déspota ilustrado. Al morir el 10 ag. 1759 el rey de España Fernando VI, le heredó C., que hubo de abandonar su reino italiano. Abdicó sus derechos sobre Nápoles en su tercer hijo, Fernando, puesto que el heredero, Felipe, enfermo, no reunía condiciones y su segundo hijo, Carlos Antonio, iría con él a España como Príncipe de Asturias. Ambos pisaron tierra española en Barcelona el 17 de octubre. Sus primeras medidas, entre ellas la restitución de algunos privilegios suprimidos por su padre a Cataluña, Aragón y Castilla, y condonación de deudas al catastro, le abrieron todas las puertas del país. Hizo su entrada en Madrid el 13 jul. 1760, en medio de grandes fiestas. Reunió Cortes cuatro días después, a fin de jurar las leyes y que fuera reconocido como futuro rey su hijo Carlos, disolviéndolas el 22. Con C. llegó a España un espíritu nuevo, cimentado en su experiencia napolitana. Allí se había mostrado como un perfecto monarca del Despotismo Ilustrado (v.) y, en este sentido, luchará toda su vida para cambiar la forma de ser de España con transformaciones de todo tipo: ideológicas, institucionales, sociales, económicas, etc., que resultarán decisivas. Y para llevar a cabo su propósito, el rey se apoyará en dos sectores fundamentales: la burguesía y los intelectuales reformistas.
      El advenimiento de la dinastía borbónica supuso la reconstrucción material de España, centrada sobre aquellos aspectos que más habían descuidado lqs monarcas de la casa de Austria; particularmente fomentó la producción y la circulación de bienes, es decir, el movimiento de la riqueza. La nobleza, anclada en su conservadurismo estático dentro de sus privilegios, no era la apropiada para esta revolución. Por el contrario, las clases medias, carentes de privilegios que limitasen el poder real, gozaron de las simpatías de los monarcas del s. XVIII. Los reyes extendieron su protección hacia los estamentos burgueses en dos vertientes distintas, por un lado, elevaron su responsabilidad política, designando para puestos de altura a sus personajes; por otra, fomentaron el proteccionismo económica, favoreciendo así las formas de riqueza que, por lo general, dominaba esta clase burguesa. En esta línea, el reinado de C. supuso una honda transformación en la constitución íntima de la sociedad española. La burguesía se hizo cada vez más numerosa y adquirió mayor poder económico, percibió su fuerza y encontró inadecuada la estructura imperante. Al mismo tiempo, la aristocracia, que hasta entonces usufructuó los puestos importantes del Estado, se cerró frente a este nuevo y poderoso grupo social y se opuso a cualquier variación que considerara lesiva para sus prerrogativas. El atentado más grave contra la nobleza se produciría en 1771, con la hábil creación de la Orden de Carlos I11, que venía a igualarse con las grandes órdenes Militares del reino, capacitando a sus miembros para gobernar, pero que se concede Pro virtute et merito, es decir, no como distinción de nobleza de sangre, sino de valía personal. El efecto de todo esto fue lo que se ha denominado revolución burguesa, que representa uno de los cambios más activos y trascendentes de la historia moderna.
      Al mismo tiempo, el rey vuelve la mirada hacia los intelectuales reformistas de mediados de siglo, que se titulan a sí mismos filósofos. Están llenos de proyectos y quieren reconstruir el mundo sobre bases nuevas y racionales. Pero, para la realización de todos sus planes, necesitan de un poder tutelar, un organismo poderoso que haga suyas estas ideas y las lleve a la práctica. Ese poder no puede ser otro que el Estado. Los proyectistas ilustrados recurren al mismo como medio para la consecución de sus objetivos y éste, convencido de tan sugestiva ideología, en cuyo camino ve la grandeza del país, patrocina además su difusión por medio de las Sociedades Económicas de Amigos del País.
      Sobre estas dos premisas, burguesía e intelectuales, se alza el Despotismo Ilustrado con C. Sin embargo, no puede hablarse de un Despotismo Ilustrado clásico, al estilo de los de Francia, Austria o Prusia, aunque también se den en España muchas de sus formas típicas. Pero resulta más moderado, ya que la tradición ejerce una fuerza singular, está de tal modo arraigada, que el rey y sus ministros han de actuar lentamente, contando sólo con el tiempo para hacer sentir, primero, la necesidad de efectuar un cambio y, luego, poco a poco, infiltrar en el alma nacional los proyectos y medidas que lo van a hacer posible a través de un robustecimiento de la autoridad real y de una sistemática centralización.
      3. La primera etapa del Gobierno real. Cuando C. subió al trono mantuvo en principio una continuidad en política interior, formaron su primer Gobierno Ricardo Wall, como secretario de Despacho de Estado y Guerra; Alfonso Muñiz, marqués del Campo del. Villar, de Gracia y Justicia; el bailío Julián de Arriaga, de Marina e Indias y Leopoldo de Gregorio, siciliano, de origen modesto, a quien en 1753 había premiado con el título de marqués de Esquilache (v.), de Hacienda. Menos el último, los demás habían pertenecido al gabinete de Fernando VI. Se trataba de personas de alguna edad y de índole conservadora, razón, quizá, por la cual se valió el soberano del Consejo de Castilla para promover las reformas que creyó oportunas y que deseaba implantar, ante la pobre impresión que le causó el país. Lo presidía el obispo de Cartagena, Diego de Rojas. Pronto se produjeron algunos cambios; en 1763 dimitió Wall y fue sustituido por Esquilache en la Secretaría de Guerra y por el marqués de Grimaldi en la de Estado; en 1765 murió Alfonso Muñiz y se nombró para su puesto a Manuel de Roda.
      En relación con su política interior, el reinado puede dividirse en dos etapas separadas por el motín de Esquilache. Durante la primera se publicaron leyes y cédulas en un tono de marcada urgencia. La Hacienda necesitaba una solución rápida ante el aumento de acreedores, pues su estado no era tan floreciente como generalmente se ha dicho. La corona reconoció las deudas de Carlos I, Felipe II, 111, IV y Carlos I1, y suprimió la Junta de Descargo para evitar gastos. Al mismo tiempo se sucedieron los decretos tendentes a proteger los bienes nacionales, fomentar la exportación, delimitar poderes, fijar precios y salarios y aplicar el régimen de impuestos establecido por iniciativa de Ensenada (v.) en 1749, con ciertas ligeras modificaciones. La uniformidad centralista comenzó cuando, en 1760, se atribuyó a la Contaduría General de Propios y Arbitrios el poder supervisar las haciendas locales, lo que significó el comienzo de la agonía de las libertades municipales. Pero las dos reformas de mayor altura fueron la constitución de la junta de Catastro (1760) para inventariar la propiedad y riqueza de España, punto de partida para lograr una contribución única y universal, y la reorganización del Consejo de Castilla (1762), procurando nombrar para los cargos a elementos idóneos, burgueses, antiguos alumnos de las universidades.
      Estas instituciones docentes se encontraban completamente divorciadas de los colegios mayores que, si bien fueron creados para amparar en los estudios superiores a los talentos excepciones carentes de recursos, se habían convertido en sede exclusiva de la nobleza del país. Los colegiales despreciaban a los manteístas procedentes de la clase media, que se educaban en las universidades y que muy difícilmente podían ocupar puestos importantes en el Estado. Por eso, la medida llevada a cabo en el Consejo de Castilla causó enorme sensación en todo el ámbito nacional. Desde ahora los manteístas pudieron aspirar a cualquier cargo público.
      En el aspecto económico se abolió la tasa general de granos (1765), lo que equivalía a una amplia libertad de compra, venta y transporte, liberalizando el comercio con la supresión de impuestos a ciertos artículos, de tal manera que se eximieron de muchos derechos las materias primas y se cargaron los objetos de lujo. Se creó el oficio de Hipotecas y se delimitaron las atribuciones y cargos de la Junta de Comercio y Moneda.
      En lo social, se actuó contra vagos y mendigos, a los que se envió al servicio de la Marina; se prohibieron las armas de fuego, así como los espectáculos en cámaras oscuras; se crearon hospicios para los huérfanos y asilos para ancianos; y se promulgaron severas órdenes contra el juego, permitiéndose sólo el billar, ajedrez, damas y chaquete, con duras penas a los contraventores aunque fuesen personas de abolengo. Además, los servicios públicos, que se encontraban en un estado lamentable o no existían, se atacaron de firme, dictándose medidas sobre limpieza, empedrado de calles, saneamiento, alumbrado y demás aspectos de la estructura ciudadana.
      Por lo que atañe a la Iglesia, las leyes que se adoptaron en esta primera etapa fueron encaminadas a una limitación de privilegios y a un orden externo. Así, entre otras disposiciones, se acordó que los sacerdotes se restituyesen a sus iglesias y domicilios; que los prelados se cuidaran de las personas eclesiásticas; se delimitó la autoridad de los jueces diocesanos, estableciendo que sin la ayuda de las autoridades seculares no detuvieran a los legos ni secuestraran sus bienes; se refundieron diversas cofradías y se prohibió que los religiosos saliesen del convento para pedir limosna. Desde el punto de vista fiscal, se puso en pleno vigor el art. 8 del Concordato de 1737, en virtud del cual todos aquellos bienes que por cualquier título adquiriera alguna iglesia o comunidad quedaban perpetuamente sujetos a los impuestos y títulos regios que los legos abonaban, a excepción de los de primera fundación. Estas instrucciones afectaron también a las representaciones teatrales que se hacían en los templos y a las alegorías que salían en las procesiones e, incluso, se suspendieron los Autos Sacramentales.
      4. La política exterior. La llegada de C. a España supuso la continuación de las directrices internacionales mantenidas durante Fernando VI. La guerra de los Siete Años (v.) llegaba entonces a su punto crítico y en los territorios ultramarinos tomaba cariz favorable a los británicos. De seguir los acontecimientos el mismo rumbo, los franceses serían barridos de América, rompiéndose el equilibrio entre Francia, Inglaterra y España en aquel continente. Además, el neutralismo de años anteriores había producido un relajamiento en las posesiones hispanas, encontrándose en estado de abandono las defensas del Imperio. Por esto C. intentó, en primer lugar, el rearme militar y, luego, fallidos los contactos diplomáticos para detener el conflicto, España no tuvo más remedio que apoyar a Francia para mantener el equilibrio, firmando en 1761 el Tercer Pacto de Familia (v. PACTOS DE FAMILIA) por el que tuvo que intervenir en el mismo (1763), aun antes de haber terminado los preparativos bélicos, cuando el poderío de Inglaterra era tan grande que apenas suponía nada la participación española. Los británicos tomaron La Habana y Manila; España sólo pudo ocupar la colonia de Sacramento, en el estuario del Plata, arrebatada a los portugueses.
      La paz de París en 1763, desastrosa para Francia, dejó en humillante situación a España que tuvo que acceder a todas las pretensiones inglesas. Las plazas ocupadas a España fueron restituidas; aunque hubo que entregar a Inglaterra la Florida y los territorios al E y SE del Mississipi, amén de ciertas ventajas comerciales, y devolver a Portugal la colonia de Sacramento, Francia cedió a C. la Luisiana, en compensación por las pérdidas sufridas. 5. El motín de Esquilache. El hecho crucial que sirve de punto divisorio en la política interior carolina lo constituye el llamado motín de Esquilache (23 a 26 de marzo de 1766). Por las disposiciones antes reseñadas, su afán reformista y su condición de extranjero, el ministro italiano era blanco de la ira popular, en cuanto se le consideraba el decisivo consejero del monarca en cuestiones importantes. Esta circunstancia se agravó con una pertinaz sequía que asoló los campos españoles desde 1760 y motivó en 1766 que la junta de Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan, determinando la exasperación del pueblo. Pero lo que colmó los ánimos fue la orden de trocar el sombrero de ala ancha y la capa larga por el sombrero apuntado y la capa corta, medida que no era un mero capricho de Esquilache, sino el medio de acabar coy los embozamientos nocturnos y sus trágicas consecuencias. Un pequeño incidente en Madrid se transformó en un hecho de masas que duró varios días, culminando con un sangriento choque entre los revoltosos y las tropas valonas. El rey, que ante los acontecimientos había marchado a Aranjuez, tuvo que atender las peticiones de los amotinados: Esquilache fue destituido y desterrado a Italia, ocupando la Secretaría de Hacienda Miguel Múzquiz y, la de Guerra, Gregorio Muniain; el conde de Aranda fue nombrado para el cargo de capitán general de Castilla y presidente del Consejo de Castilla, en oposición abierta al duque de Alba, jefe de la aristocracia.
      El motín de Esquilache, sin embargo, tiene unas causas mucho más profundas y sobrepasa los límites de una simple alteración popular. El motivo mediato de la sublevación del pueblo de Madrid en 1766 se encuentra en la lucha entablada por el poder entre burguesía y nobleza, y en el disgusto producido en las clases altas de la sociedad por las disposiciones que le perjudicaban, cuya violenta expresión encontró pie en las medidas antes indicadas. La nobleza y el clero, heridos en su independencia económica y política, se sintieron inductores a la revuelta. Hoy se mantiene que hubo plan, organización y objeto y todo fue un pretexto para manifestarse y luchar contra la obra de gobierno, única manera de explicar su propagación por numerosas ciudades y villas de España. Sin embargo, el motín no puso término a la política de C., quien mantendrá desde entonces el mismo objetivo con distinta táctica y con colaboradores exclusivamente españoles y perseverará en sus reformas sociales y económicas de un modo continuado y profundo.
      6. La expulsión de los jesuitas. En esta segunda etapa los decretos van a ser más determinantes y rigurosos, emitidos por la Secretaría de Despacho o por el presidente del Consejo de Castilla, el impetuoso y volteriano conde de Aranda (v.) hasta 1773 y, luego, por Manuel Ventura Figueroa y Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (v.). En política de abastos, se declararon suspensos todos los beneficios acordados en los precios de las mercancías a consecuencia de motín y, para evitar malversaciones en las juntas, se ordenó que el común de los lugares con más de 2.000 habitantes eligiese a cuatro diputados con pleno derecho a intervenir en los asuntos y se dispuso la creación del cargo de procurador síndico para reclamar lo que conviniese al estado llano en los Cabildos Municipales. En relación con la Iglesia, se ordenó que los clérigos residentes en la corte sin cargo alguno volvieran a sus domicilios; se renovó la Ley de Juan I por la que la potestad secular podía prender a cualquier eclesiástico cuando profiriese palabras o conceptos contra el rey, familia real o gobierno y se prohibió el uso de imprentas por clérigos y su instalación en clausura.
      Pero quizá la medida de más alcance fue la expulsión de los jesuitas en noviembre de 1767. Se les acusó de estar relacionados con el movimiento de agitación contra Esquilache, admitiéndose hoy la participación de algunos profesos, pero no de la Compañía como tal. Habiendo sido expulsados ya de otras naciones europeas, el motivo decisivo de la medida está en el regalismo propio de la política del Despotismo Ilustrado y en el propósito de lanzar un ataque directo a la aristocracia, casi toda la cual se instruía en los 112 colegios que la Compañía de Jesús poseía en la nación. A esto hay que añadir que la repulsa hacia los jesuitas se había generalizado hasta el punto de que, al ser consultados sobre la expulsión 56 obispos, 42 estuvieron de acuerdo con la medida, seis no opinaron y sólo ocho se manifestaron en contra. A fines de 1767 se publicó el Decreto de expulsión, confiscándoseles sus bienes. Se exiliaron 1.660 jesuitas de la Península y 1.396 de América, entre los que figuraban importantes hombres de las letras y las artes. La acción estatal no terminó aquí, sino que se presionó sobre el papa Clemente XIV (v.) para que el 20 ag. 1773 dictara la Bula Dominus ac Redemptor por la que quedó suprimida la Compañía. Instigador importante de esta decisión fue el embajador de España José Moñino, a quien se otorgó el título de conde de Floridablanca (v.).
      7. El triunfo del reformismo. En los demás aspectos se aceleraron las reformas en todos los sentidos. Al amparo del reformismo y como vehículo difusor de sus ideas, surgieron en España las Sociedades Económicas de Amigos del País que contribuyeron a las reformas de dos maneras principales: agrupando legalmente a todas las personas interesadas en la renovación y constituyendo organismos dirigidos desde Madrid que sirvieran para estudiar científicamente los problemas relacionados con los cambios que se considerasen precisos. En 1775 se autorizó la creación de la Sociedad de Amigos del País de Madrid. La cuestión agraria se acometió decisivamente, disponiendo el Consejo de Castilla que los municipios de Extremadura dividiesen entre sus habitantes los baldíos y tierras concejiles, medida que se hizo extensiva a Andalucía y La Mancha (1767-68). Se ordenó que todas las localidades cercaran y repartiesen las tierras comunales no cultivadas (1770). Se permitió cercar olivares y huertas (1785). Se prohibió a los señores. expulsar a los arrendatarios de sus tierras (1785). Se fijaron los derechos de la Mesta (1779). Y, en 1788, se restringió el derecho a establecer nuevos mayorazgos. Pero la medida más ambiciosa, como expresión del deseo de aprovechar la tierra, fue el intento de repoblación de Sierra Morena, para lo que se permitió el asiento de 6.000 colonos, católicos flamencos y alemanes, y se nombró director del proyecto y de su ejecución a Pablo de Olavide, asistente de Sevilla. La primera población fue bautizada con el nombre de La Carolina; y, en 1775, se contaba ya con 15 nuevas localidades habitadas por más de 10.000 personas. No obstante, el proyecto se paralizó al caer en desgracia Olavide.
      También la industria nacional se vigorizó; se crearon fábricas y se liberalizó el comercio interior con la supresión de impuestos, como el derecho de alcabala y cientos, en todo lo que se vendiese al pie de fábrica y la rebaja de un dos por ciento en los géneros vendidos en otras localidades. En 1778, al mismo tiempo que se concedía la libertad de comercio de aceite, se permitió también el libre comercio con América, rompiéndose el monopolio de los puertos de Sevilla y Cáliz. Gran transcendencia tuvo, para ayudar a estos sectores productivos, la creación, en 1782, del Banco de San Carlos. Además, en 1784, se completaron las disposiciones de 1771 que declaraban honrosos y compatibles con el goce y prerrogativas de la hidalguía, los oficios de curtidor, herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros.
      De igual manera, las obras públicas alcanzaron un nivel que jamás se había conocido antes. Las más importantes fueron la realización de los canales Imperial de Aragón, del Manzanares, Murcia y Tortosa y el proyecto del de Urgel y de los pantanos de Lorca y Valdeinfierno, este último el mayor de Europa, la construcción de 322 puentes en todo el reinado, el trazado de caminos y carreteras y el establecimiento de un servicio regular de correos y diligencias.
      También el ejército se modernizó con la implantación de la táctica alemana, la de más prestigio en Europa, y con la apertura de las academias de Infantería, Caballería y Artillería en El Puerto de Santa María, Ocaña y Segovia, respectivamente. Se promulgaron las Ordenanzas Militares. Se fundó el Montepío Militar. Y, en cuanto a la escuadra, llegó a ser la segunda del mundo, con 67 navíos de línea, 32 fragatas y 62 buques menores. La última gran disposición de C. en política interna fue la creación de la junta de Estado (1787), claro precedente del actual Consejo de Ministros.
      8. La defensa del Imperio. A partir de la paz de París (1763), las directrices generales de la política exterior serán más tradicionales, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, y tendrán un carácter eminentemente defensivo. Con esta finalidad, España se rearma y ocupa un puesto entre las grandes potencias mundiales. Hasta 1763 el centro de la atención española en América se había localizado en el seno antillano; pero, desde entonces, sin olvidar la defensa de la Nueva España, amenazada no sólo por Inglaterra, sino también por Rusia (incidente de la bahía de Nootka), la mayor preocupación se desplazó hacia la región del Plata, donde en 1776 se creó el último virreinato: el de Buenos Aires. Este interés se había despertado al ocupar los ingleses en 1765 las estratégicas islas Malvinas, donde un año más tarde una segunda expedición británica fundaba la ciudad de Port Egmont. Ante el vacío en que caían las protestas españolas, C. ordenó al gobernador de Buenos Aires, Bucarelli, la expedición de rescate y, en 1770, el almirante Ruvalcaba las reconquistó, aunque por temor a las represalias británicas fueron abandonadas poco tiempo después. Junto a las Malvinas, el otro punto de tensión rioplatense fue la Colonia de Sacramento, que por la paz de París había sido preciso devolver a Portugal, pero seguía siendo zona de conflicto entre los dos países peninsulares, con Inglaterra al acecho. En 1776, sin previa declaración de guerra, una escuadra portuguesa derrotó a una división española en Buenos Aires. La respuesta fue contundente y Pedro Ceballos, nombrado virrey del Río de la Plata, por orden del ministro de la Guerra, que era desde 1772 el conde de Ricla, tomó Sacramento y la isla de Santa Catalina en 1777. Al morir el rey de Portugal José I, su hija María se avino a firmar la paz en el mismo año.
      Por lo demás, con C. se intensificará el cuidado de América, siendo elogiosa la tarea del secretario de despacho de Indias José Gálvez, quien había sustituido en 1775 al bailío Arriaga, que reorganizó administrativamente las colonias en intendencias. La nueva solidez de las posesiones españolas se hizo patente cuando, en 1780, hubo un levantamiento en Perú, encabezado por José Gabriel Condorcanqui, Tupac-Amaru, quien quiso ser coronado en Cuzco; capturado por el general José del Valle, fue ajusticiado en aquella ciudad.
      América no impidió a C. pensar también en África, con unos objetivos más económicos que políticos. España se encontraba en constante estado de guerra con Marruecos por los ataques de los piratas. En 1767 se firmó un tratado sobre la base de una paz perpetua; pero fue roto al atacar los marroquíes Ceuta, Melilla y el Peñón de Vélez. Cuando se declaró la guerra, antes de comenzar las operaciones, los africanos pidieron la paz (1773). En 1775 se envió a Argel una expedición que fracasó. De este resultado negativo se culpó al ministro Grimaldi, que se hubo de retirar en 1776; siendo sustituido en la cartera de Estado por el conde de Floridablanca. Todo se arregló al llegarse a un acuerdo con Turquía y, en 1786, con Argel y Túnez.
      El último conflicto internacional en que se vio envuelta España en tiempos de C. fue el de la independencia de los Estados Unidos. En un principio, España se limitó a prestar ayuda económica y facilitar armamento a los insurgentes, cuyo éxito supondría expulsar a los ingleses de América. El casus belli se presentó al reconocer Francia, en 1778, la independencia de las colonias británicas y entrar en juego las obligaciones del Pacto de Familia. Las operaciones en América fueron favorables: se expulsó a los ingleses de la Florida y de toda la costa del Golfo de México. En Europa ocurrió lo contrario: el almirante Grillon conquistó para los Borbones Menorca; pero fracasaron tanto los intentos de expugnar Gibraltar como el desembarco hispano-francés en Inglaterra. La paz de Versalles (1783), que reconocía todas las conquistas efectuadas, supuso la confirmación del poderío español con un Imperio en su punto culminante.
      C. es el más importante de los monarcas de la historia moderna de España. Robusteció el poder real y canalizó el progreso interior del país. Abrió a Europa la mentalidad española y elevó el nivel del reino al rango de primera potencia mundial. No obstante, su fallecimiento acontece en Madrid, el 14 dic. 1788, cuando aún no tenía culminada su tarea y sin dejar un sucesor apropiado para continuarla.
     
     

BIBL.: CONDE DE FERNÁN NÚÑEZ, Vida de Carlos III, Madrid 1898; M. DANVILA, El reinado de Carlos III, Madrid 1891-96; F. ROUSEAU, Regné de Charles III d'Espagne, París 1907; P. VOLTES, Carlos III y su tiempo, Barcelona 1964; V. RODRÍGUEZ CASADO, Política marroquí de Carlos III, Madrid 1946; íD, La Iglesia y el Estado en el reinado de Carlos III, Sevilla 1947; íD, La política interior de Carlos III, Valladolid 1950; íD, La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Madrid 1962; C. EGUíA, Los jesuitas y el motín de Esquilache, Madrid 1947; V. PALACIO ATARD, El tercer Pacto de Familia, Madrid 1945.

 

A. BRAOJOS GARRIDO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991